Capítulo 8
Alguien, una persona maravillosa, había hecho desaparecer hasta el último indicio de la sangre de Danzhol del suelo de piedra del despacho. Incluso buscándola a propósito, Bitterblue no consiguió ver ni rastro.
Releyó el fuero con detenimiento, dejando que cada palabra penetrara en su mente y cobrara sentido, tras lo cual lo firmó. Ahora ya no había razón para no hacerlo.
—¿Qué vamos a hacer con el cadáver? —le preguntó a Thiel.
—Se ha incinerado, majestad —respondió el primer consejero.
—¿Qué? ¿Ya? ¿Por qué no se me informó? Habría querido asistir a la ceremonia.
La puerta del despacho se abrió y entró Deceso, el bibliotecario.
—No podía retrasarse más la incineración del cuerpo, majestad. Acabamos de comenzar septiembre —comentó Thiel.
—Y no se diferenció en nada a cualquier otra ceremonia de cremación, majestad —abundó Runnemood desde la ventana.
—¡No se trata de eso! —replicó Bitterblue—. Maté a ese hombre, por todas las boñigas. Tendría que haber estado presente.
—De hecho, no es una tradición monmarda incinerar a los muertos, ¿sabe, majestad? Nunca lo ha sido —intervino Deceso.
—Sandeces —protestó Bitterblue, contrariada—. Todos celebramos ceremonias con fuego.
—Supongo que no es oportuno contradecir a la reina —repuso el bibliotecario con un sarcasmo tan evidente que Bitterblue se sorprendió a sí misma asestándole una mirada durísima.
Ese hombre, con casi setenta años, tenía la piel fina como papel, más propia de un anciano nonagenario, y los ojos disparejos, uno de color verde como las algas y el otro violáceo —el mismo tono que el de sus labios apretados—, que siempre estaban secos y parpadeaban sin parar.
—Mucha gente de Monmar incinera a los muertos, majestad —continuó el hombrecillo—, pero no es costumbre del reino hacerlo, como estoy seguro de que sus consejeros saben, sino que era lo que hacía el rey Leck. Es su tradición la que honramos cuando quemamos a nuestros muertos. Los monmardos, antes del reinado de Leck, envolvían el cadáver en tela impregnada con una infusión de hierbas y lo sepultaban en la tierra, a medianoche. Lo hacían así, como mínimo, desde que hay constancia escrita. Quienes lo saben aún lo siguen haciendo.
De pronto Bitterblue se acordó del cementerio por el que había atajado de vuelta al castillo muchas noches, y en Ivan el ingeniero, que había intercambiado las sandías por las lápidas funerarias. ¿Qué sentido tenía mirar las cosas si no se fijaba en ellas?
—Si tal cosa es cierta, entonces, ¿por qué no hemos retomado las costumbres monmardas? —inquirió.
La pregunta se la hizo directamente a Thiel, que estaba de pie frente a ella, con aire paciente y preocupado.
—Imagino que por no querer disgustar a la gente sin necesidad, majestad. Si les gustan las ceremonias crematorias, ¿por qué íbamos a impedírselo?
—Pero ¿qué tiene eso de innovación con visión de futuro? —preguntó Bitterblue, desconcertada—. Si queremos dejar atrás el recuerdo de Leck, ¿por qué no recordar a la gente que tal era la costumbre monmarda de enterrar a sus difuntos?
—Es una nimiedad, majestad, sin importancia apenas —arguyó Runnemood—. ¿Por qué recordarles su sufrimiento? ¿Por qué darles una razón para que crean que, tal vez, hemos estando honrando a sus muertos de forma equivocada?
«No es una nimiedad —pensó Bitterblue—. Tiene que ver con la tradición y el respeto, y con recobrar lo que significa ser monmardo».
—¿Se enterró o se incineró el cuerpo de mi madre? —instó.
La pregunta pareció sobresaltar —y a la par dejar perplejo— a Thiel. El consejero se sentó pesadamente en una de las sillas que había delante del escritorio y no contestó.
—El rey Leck ordenó la cremación del cuerpo de la reina Cinérea en la parte alta del arco del Puente del Monstruo, por la noche, majestad —anunció Deceso, el bibliotecario—. Era como prefería llevar a cabo esas ceremonias. Creo que le agradaba la grandeza de la ambientación y el espectáculo de los puentes iluminados por el fuego.
—¿Había alguien allí a quien en realidad le importara la ceremonia? —preguntó Bitterblue.
—No que yo sepa, majestad —contestó Deceso—. Yo, por ejemplo, no estuve presente.
Había llegado el momento de cambiar de tema, porque Thiel la empezaba a preocupar, sentado allí, con esa mirada vacía en los ojos. Como si se hubiera quedado sin alma.
—¿A qué has venido, Deceso? —espetó Bitterblue.
—Muchas personas han olvidado las costumbres monmardas, majestad —insistió, obstinado, el bibliotecario—. Sobre todo los que vivían en el castillo, donde la influencia de Leck era más fuerte, así como entre los muchos que no saben leer, tanto ciudadanos como personal de la corte.
—Todos los que viven y trabajan en el castillo saben leer —le contradijo Bitterblue.
—¿De veras? —Deceso soltó un pequeño rollo de pergamino en el escritorio y, aprovechando el mismo movimiento, hizo una reverencia, consiguiendo de algún modo que el gesto pareciese una burla. Después dio media vuelta y abandonó el despacho.
—¿Qué ha traído? —preguntó Runnemood.
—¿Me has estado engañando respecto a las estadísticas de alfabetización, Runnemood?
—Por supuesto que no, majestad —contestó él, exasperado—. El castillo está alfabetizado. ¿Qué le gustaría hacer? ¿Otro estudio sobre el tema?
—Sí, otro estudio, tanto del castillo como de la ciudad.
—De acuerdo, otro estudio para disipar dudas por la difamación de un bibliotecario misántropo. Confío en que no espere de nosotros que proporcionemos pruebas cada vez que haga una acusación.
—Tenía razón con lo de los enterramientos —dijo Bitterblue.
Soltando el aire despacio, Runnemood habló con paciencia:
—Nunca hemos negado que fuera verdad lo de los enterramientos, majestad. Esta es la primera vez que discutimos sobre ello. Y bien, ¿qué es lo que ha traído?
Bitterblue deshizo el lazo que sujetaba el documento enrollado y el pergamino se desplegó ante ella.
—Solo otro mapa inútil —dijo mientras volvía a enrollarlo y lo dejaba a un lado.
Más tarde, cuando Runnemood se hubo ido para asistir a alguna reunión que había en algún lugar y Thiel se encontraba a su mesa de trabajo, de espaldas y con la mente en otra parte, Bitterblue se guardó el pequeño mapa en el bolsillo del vestido. No era un mapa inservible, sino una preciosa y suave miniatura de todas las calles principales de la ciudad, perfecta para llevarla encima.
Esa noche, en el distrito este, buscó el cementerio. Los caminos estaban alumbrados, aunque con luz tenue, y no había luna, por lo cual no distinguía lo que ponía en las inscripciones de las lápidas. Caminando entre muertos anónimos, intentó decidir en qué apartado colocar «incineración frente a enterramiento» en su lista de piezas del rompecabezas. Empezaba a sospechar que lo de hacer planes o actuar con «visión de futuro» significaba muy a menudo evitar planear o actuar, sobre todo si los planes o las ideas tenían que ver con cosas que podrían requerir cavilar mucho. ¿Qué había dicho Danzhol de que los fueros eran garantía de la discreta falta de atención de la reina? Lo indiscutible era que su falta de atención a Danzhol había tenido consecuencias desastrosas. ¿Había allí gente a quien debería estar observando con más atención?
Se tropezó en una tumba con la tierra suelta y amontonada. Era de alguien que había muerto hacía poco.
«Qué tristeza —pensó—. Hay algo tremendamente triste, pero también correcto, en que el cuerpo de una persona muerta desaparezca en la tierra». Pero también era triste quemarla. Y sin embargo, Bitterblue sentía en lo más hondo de su ser que incinerar a los muertos también era correcto.
«Nadie que amara a mamá se hallaba allí para llorar su muerte. Estaba sola cuando la incineraron».
Notaba los pies plantados en el suelo de esa tumba como si fueran raíces y ella un árbol incapaz de moverse del sitio; como si su cuerpo fuese una lápida, denso y pesado.
«La dejé atrás, sola, con Leck fingiendo llorar su muerte. No tendría que seguir sintiéndolo así —pensó con un repentino arranque de rabia—. Ocurrió hace años».
—¿Chispas? —dijo una voz detrás de ella.
Giró sobre sus talones y se encontró mirando el rostro de Zafiro. El corazón se le subió a la garganta.
—¿Por qué estás aquí? —chilló—. ¡Teddy!
—¡No! —negó Zaf—. No te preocupes, Teddy se encuentra bastante bien considerando que le han abierto la barriga.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Eres un ladrón de tumbas? —le preguntó.
—No seas tonta. —Zaf resopló con desdén—. Es un atajo. Eh, ¿te sientes mal, Chispas? Lamento si he interrumpido algo.
—No, no has interrumpido nada.
—Estás llorando.
—Desde luego que no.
—Vale —aceptó él sin insistir—. Será que la lluvia te ha mojado la cara.
En alguna parte, uno de los relojes de la ciudad empezó a tocar la medianoche.
—¿Adónde vas? —le preguntó Bitterblue.
—A casa.
—Vayamos juntos, pues —dijo.
—Chispas, no estás invitada.
—¿Vosotros incineráis a los muertos o los enterráis? —quiso saber sin hacer caso de lo último que él había dicho, mientras lo conducía fuera del cementerio.
—Bueno, depende de donde me encuentre, ¿no te parece? La tradición en Lenidia es quemar a los muertos en el mar. En Monmar, la costumbre es sepultarlos en la tierra.
—¿Cómo es que conoces las antiguas costumbres monmardas?
—Podría hacerte la misma pregunta; no se me habría pasado por la cabeza imaginar que las conocías. Excepto que nunca espero lo que sería de esperar contigo, Chispas —añadió, y una especie de desánimo se manifestó en su voz—. ¿Qué tal tu madre?
—¿Qué? —preguntó a su vez, sobresaltada.
—Espero que esas lágrimas no tuvieran nada que ver con tu madre. ¿Está bien?
—Oh, sí, está bien —respondió Bitterblue al recordar que era una panadera en el castillo—. La he visto esta noche.
—Entonces, ¿no pasa nada malo?
—Zaf, no todos los que viven en el castillo saben leer.
—¿Qué?
Bitterblue no sabía por qué había dicho eso ahora; no sabía por qué narices lo había dicho. No se había dado cuenta hasta ese momento de que creía que era verdad. Lo que pasaba era que necesitaba decirle a Zaf algo que fuera cierto, algo verídico y triste, porque las mentiras divertidas le parecían demasiado deprimentes y demasiado lacerantes esa noche, y se revolvían contra ella como alfileres.
—Te dije que todos los que estaban bajo el techo de la reina sabían leer —explicó—. Ahora… tengo dudas.
—Claro —dijo con cuidado—. Sabía que era una patraña cuando lo dijiste. Y Teddy también lo pensó. ¿Por qué lo admites ahora?
—Zaf —dijo parándose en mitad de la calle para mirarlo a la cara y preguntarle algo cuya respuesta necesitaba saber en ese momento—, ¿por qué robasteis esa gárgola?
—Ya —dijo él en tono divertido, aunque de un modo que no acababa de serlo—. ¿Cuál es tu juego esta noche, Chispas?
—Yo no juego a nada —contestó, abatida—. Solo quiero que las cosas empiecen a tener sentido. Toma. —Sacó un paquete pequeño que llevaba en el bolsillo y se lo puso en la mano con brusquedad—. Esto os lo manda Madlen.
—¿Más medicinas?
—Sí.
Contemplando absorto los fármacos, plantado justo en medio de la calle, Zaf parecía estar planteándose algo.
—¿Qué te parece un juego de una verdad por otra? —preguntó luego.
Aquello le pareció una idea terrible.
—¿Cuántos turnos?
—Tres, y ambos hemos de jurar que seremos sinceros. Tú lo jurarás por la vida de tu madre.
«Entonces bien —pensó—. Si me presiona demasiado podré mentir, porque mi madre está muerta. Él también mentiría si se sintiera presionado», añadió para sus adentros con obstinación, y en un tira y afloja con la otra parte de sí misma que se alzó para insistir en que un juego como ese debería disputarse de buena fe.
—De acuerdo —dijo—. ¿Por qué robasteis la gárgola?
—No, yo pregunto primero, porque el juego ha sido idea mía. ¿Eres una espía de la reina?
—¡Por todos los mares! —exclamó Bitterblue—. ¡No!
—¿Esa es toda la respuesta que vas a darme, un «no»?
Ella asestó una mirada iracunda a su sonriente contrincante.
—No espío para nadie, salvo para mí misma —contestó, y comprendió demasiado tarde que espiar para sí misma era, inevitablemente, espiar para la reina. Molesta al descubrir que ya había mentido, añadió—: Mi turno. La gárgola. ¿Por qué?
—Vaya. Sigamos andando —dijo él señalándole calle adelante.
—No puedes soslayar la pregunta.
—No la soslayo, solo intento encontrar una respuesta que no incrimine a terceros. Leck robaba —empezó, sobresaltándola por lo impredecible del enfoque—. Robaba todo cuanto deseaba: cuchillos, ropas, caballos o papel. Robó a los hijos de otros. Destruyó las propiedades de la gente. También contrató personas para construir los puentes y jamás les pagó. Contrató artistas para decorar su castillo y tampoco les pagó.
—Entiendo —musitó Bitterblue, analizando las implicaciones de tal manifestación—. ¿Robasteis una gárgola del castillo porque Leck nunca le pagó al artista que la creó?
—Esencialmente, sí.
—Pero… ¿qué habéis hecho con ella?
—Devolvemos las cosas a sus legítimos dueños.
—Entonces, ¿hay un artista que esculpe gárgolas en alguna parte y tú se las devuelves? ¿Y de qué le van a servir a él ahora?
—Ni idea —respondió Zaf—. Nunca he entendido que se utilicen gárgolas como adorno. Son espeluznantes.
—¡Son preciosas! —protestó ella, indignada.
—¡Vale! Como quieras —dijo Zaf—. Digamos que son escalofriantemente preciosas. Ignoro por qué las quiere. Solo nos pidió unas cuantas de sus favoritas.
—¿Unas cuantas? ¿Cuatro?
—Cuatro de la muralla oriental. Dos de la occidental y una de la meridional que aún no hemos conseguido robar y que posiblemente ahora no lo consigamos nunca. El número de guardias se ha incrementado en las murallas desde que robamos la última. Por fin deben de haberse dado cuenta de que faltan gárgolas.
¿Se habían dado cuenta porque ella se lo había hecho notar? ¿Y por qué iban a hacer tal cosa, si no creyeran que en realidad las estaban robando? Y si lo creían, ¿por qué le habían mentido?
—¿En qué estás pensando, Chispas? —preguntó Zaf.
—Así que la gente os pide cosas —repitió Bitterblue—. ¿Os piden objetos específicos que Leck robó y vosotros lo robáis de nuevo para ellos?
Zaf la observó. Había algo nuevo en la expresión del joven esa noche que por alguna razón la asustó. Sus ojos, por lo general duros y desconfiados, se habían suavizado al mirarle la cara, la caperuza y los hombros, como si se planteara algo sobre ella.
Supo lo que pasaba. Estaba decidiendo si fiarse o no de ella. Cuando rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y le tendió un pequeño envoltorio descubrió de repente que, fuera lo que fuese, no lo quería.
—No —dijo al tiempo que le apartaba la mano.
Obstinado, Zaf volvió a ponérselo en las suyas.
—Pero ¿qué te pasa? Vamos, ábrelo.
—Sería demasiada verdad, Zaf —insistió—. Nos pondría en desigualdad.
—¿Es esto una escena? —inquirió él—. Porque es una estupidez. Salvaste la vida a Teddy: nunca habrá igualdad entre nosotros. No es ningún secreto importante ni oscuro, Chispas. No te revelará nada que no te haya dicho ya.
Sintiéndose incómoda, pero contando con esa promesa, desató el envoltorio. Contenía tres papeles muy doblados. Se acercó a una farola. Se quedó plantada allí, más angustiada a medida que leía, porque los papeles le revelaban mil cosas que Zaf no le había dicho directamente.
Era un listado de tres páginas de extensión, compuesto por tres columnas. En la de la izquierda había una lista de nombres por orden alfabético, muy clara. La columna de la derecha era una lista de fechas, todas comprendidas entre los años del reinado de Leck. Los objetos listados en la columna central, cada cual supuestamente relacionado con el nombre de la izquierda, eran más difíciles de particularizar. Junto al nombre «Alderin, granjero», aparecía escrito: «3 perros de granja, 1 cerdo». Al lado de un segundo apunte con el nombre «Alderin, granjero», estaba escrito: «Libro: El beso en las tradiciones de Monmar». Junto al nombre «Annis, maestra», ponía: «Grettel, 9». Junto a «Barrie, fabricante de tinta: tinta de todo tipo, demasiada para cuantificar». Junto a «Bessit, escribiente»: «Libro: Claves y códigos monmardos; papel, demasiado para cuantificar».
Era un inventario. Salvo porque en la columna central de objetos descritos parecía haber tantos nombres de personas —«Mara, 11», «Cress, 10»— como libros, papel, animales de granja, dinero. Casi todas las personas inventariadas con el nombre eran de corta edad. Niñas.
Y eso no era todo lo que le revelaban esos papeles, ni muchísimo menos, porque Bitterblue reconoció la letra. Incluso el papel y la tinta. Uno se acordaba de esos detalles cuando había matado a un noble con un cuchillo; se acordaba de acusar al noble —antes de matarlo— de robar los libros y los animales de granja de los ciudadanos de su feudo. Se acercó la lista a la nariz sabiendo de antemano cómo olería el papel: exactamente igual que el fuero del pueblo de la ciudad de Danzhol.
Una solitaria pieza del rompecabezas encajó en su sitio.
—¿Esto es un inventario de lo que Leck robó? —preguntó con voz temblorosa.
—En este caso fueron otros quienes lo robaron, pero es evidente que lo hicieron por orden de Leck. Estos objetos entran en el tipo de cosas que a Leck le gustaba poseer, las niñas más que nada, ¿no te parece?
Pero ¿por qué Danzhol no se había limitado a confesar que había robado a la gente de su feudo por orden de Leck? ¿Que el origen de su ruina había sido la codicia del rey? ¿Por qué esconderse tras indirectas cuando podría haberse defendido con la verdad? Ella habría prestado oídos a esa defensa, sin importar lo loco que estuviera o lo repulsivo que fuera. Había supuesto que Leck se había llevado a gente del castillo, de la ciudad. A esas personas se hacía referencia en los relatos que contaban los fabulistas. Pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que llegó incluso a apoderarse de personas en los feudos distantes de sus nobles. Y eso no era todo.
—¿Y por qué tenéis que robar esas cosas para restituirlas a sus dueños? —instó, casi con desesperación—. ¿Por qué esta lista llegó a vuestras manos en lugar de llegar a las de la reina?
—¿Y qué podría hacer la reina? —preguntó Zaf a su vez—. Estos objetos fueron robados durante el reinado de Leck. La reina otorgó un indulto general de todos los delitos cometidos durante el reinado de su padre.
—¡Pero seguro que no habrá otorgado el perdón a los crímenes de Leck!
—¿Es que Leck en persona hizo algo? No creerás que iba por ahí rompiendo ventanas y apoderándose de libros, ¿verdad? Ya te lo he dicho antes, esas cosas las robaron otros. Por ejemplo, ese noble que ha intentado raptar a la reina hace nada y ha acabado con una puñalada en el buche —añadió, como si eso fuera una trivialidad que debería hacerle gracia.
—No tiene sentido, Zaf. Si esas personas enviaran la lista a la reina, ella encontraría algún modo legal de indemnizarles.
—La reina hace proyectos para el futuro, ¿no te has enterado? —le respondió Zaf con mucha labia—. No tiene tiempo para todas las listas que recibiría, y nosotros nos las arreglamos bastante bien, ¿sabes?
—¿Cuántas listas hay?
—Es de suponer que cada ciudad del reino podría proporcionar una si se les presionara, ¿no crees?
Los nombres de las niñas se agolpaban ante sus ojos.
—No debería ser así —insistió—. Tiene que haber un modo legal de recurrir.
Zaf recobró los papeles que Bitterblue tenía en las manos.
—Por si le sirve de consuelo a tu corazón respetuoso con las leyes, Chispas, no podemos robar lo que no logramos encontrar —dijo mientras volvía a doblar los papeles—. Son contadas las veces que localizamos alguno de los objetos de estas listas.
—¡Pero si acabas de decirme que os las arregláis muy bien!
—Mejor de lo que podría hacerlo la reina —contestó con un suspiro—. ¿He respondido a tu pregunta?
—¿Qué pregunta?
—Habíamos empezado un juego, ¿recuerdas? Me preguntaste por qué robé una gárgola. Te lo he dicho. Creo que ahora me toca preguntar a mí. ¿Tu familia forma parte de la resistencia? ¿Fue así como murió tu padre?
—No sé de qué me hablas. ¿Qué resistencia?
—¿No sabes lo de la resistencia?
—A lo mejor la conozco por otro nombre —sugirió Bitterblue, aunque lo dudaba, si bien no le importaba porque aún tenía la mente centrada en el asunto anterior.
—Bueno, no es nada secreto, así que te lo explicaré sin que te cuente como pregunta —respondió Zaf—. En vida de Leck surgió un movimiento de resistencia en el reino. Un grupo pequeño de gente que sabía lo que era, o que al menos lo sabía a ratos y lo reflejaba por escrito, intentó correr la voz; se recordaban unos a otros la verdad cada vez que las mentiras de Leck se hacían demasiado fuertes. Los más resistentes eran mentalistas, que tenían la ventaja de saber siempre lo que Leck se proponía hacer. Un montón de miembros de la resistencia fueron asesinados. Leck conocía su existencia y no cejó en su empeño de procurar acabar con ellos. Sobre todo con los mentalistas.
Ahora sí que Bitterblue prestó atención a las palabras de Zaf.
—Es verdad que no lo sabías —dijo él al advertir la sorpresa de Bitterblue.
—No tenía ni idea —admitió—. Por eso Leck mandó incendiar una y otra vez la imprenta de los padres de Teddy, ¿cierto? Y así es como te enteraste de los enterramientos. Tu familia era de la resistencia y guardaba constancia escrita de las antiguas tradiciones o algo por el estilo, ¿me equivoco?
—¿Es esa tu segunda pregunta? —inquirió Zaf.
—No. No voy a desperdiciar una pregunta sobre algo cuya respuesta ya sé. Quiero que me cuentes por qué creciste en un barco lenita.
—Ah. Esa es fácil. Los ojos me cambiaron cuando tenía seis meses. Por entonces Leck era rey, claro. Los graceling no eran personas libres en Monmar pero, como ya has adivinado, mis padres eran de la resistencia. Sabían lo que Leck era casi todo el tiempo. También sabían que en Lenidia los graceling eran libres. Así que me llevaron al sur, a Porto Mon, subieron a escondidas a un barco lenita y me dejaron en cubierta.
Bitterblue se quedó boquiabierta.
—¿Quieres decir que te abandonaron? ¿Con unos extranjeros que podrían haber decidido arrojarte por la borda?
Él se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
—Me libraron de estar al servicio de Leck del mejor modo que pudieron, Chispas. Después de la muerte de Leck, mi hermana no escatimó esfuerzos para encontrarme, aunque lo único que sabía era mi edad, el color de mis ojos y el barco en el que me habían dejado. Además, los marineros lenitas no arrojan por la borda a los bebés.
Entraron en la calle del Hojalatero y se detuvieron a la puerta de la imprenta.
—Tus padres murieron, ¿verdad? —dijo Bitterblue—. Leck los mató.
—Sí. —Al fijarse en su expresión, Zaf se acercó a ella—. Eh, Chispas, venga, no pasa nada. En realidad no los conocía.
—Entremos —pidió Bitterblue, que lo apartó de un empujón, frustrada por su impotencia para evitar que viera la pena que sentía. Había crímenes que una reina nunca podría compensar por mucho que hiciera.
—Aún nos queda una ronda de preguntas, Chispas.
—No. Se acabó.
—Te haré una bonita, Chispas; te lo prometo.
—¿Bonita? —Bitterblue resopló con sorna—. ¿Qué entiendes tú por una pregunta bonita, Zaf?
—Será sobre tu madre.
Mentir sobre eso era precisamente lo último que Bitterblue querría hacer.
—No —se negó en redondo.
—Oh, venga, Chispas. ¿Cómo es eso?
—¿Cómo es qué?
—Tener madre.
—¿Y por qué me preguntas eso? —espetó, exasperada—. ¿Qué problema tienes?
—¿Por qué me echas la bronca, Chispas? Lo más parecido a una madre que he tenido en toda mi vida fue un marinero llamado Meñique que me enseñó a trepar por una cuerda con una daga entre los dientes, y a mear a la gente desde el mastelero.
—Eso es asqueroso.
—¿Y bien? A eso me refiero. Seguro que tu madre nunca te ha enseñado nada asqueroso.
«Si tuvieras la menor idea de lo que me estás preguntando —pensó—. Si tuvieras la más mínima idea de con quién estás hablando».
No vio nada sentimental ni vulnerable en el rostro de Zaf. No era un prólogo para soltar la desgarradora historia de un niño marinero en un barco extranjero que había ansiado tener una madre. Era simple curiosidad; quería saber cosas sobre las madres, y ella era la única vulnerable a la pregunta.
—¿A qué te refieres con que quieres saber cosas de ella? —preguntó con un poco más de paciencia—. Tu pregunta es demasiado imprecisa.
Zaf se encogió de hombros.
—No soy quisquilloso. ¿Fue ella la que te enseñó a leer? Cuando eras pequeña, ¿vivíais juntas en el castillo y comíais juntas? ¿O los niños en el castillo vivían en los cuartos infantiles? ¿Habla el lenita? ¿Es ella la que te enseñó a hornear el pan?
A Bitterblue le daba vueltas la cabeza con todas las cosas que Zaf decía al tiempo que le surgían imágenes mentales. Recuerdos, algunos de ellos pidiendo exactitud.
—No viví en los cuartos de los niños —respondió con sinceridad—. Pasaba casi todo el tiempo con mi madre. No creo que fuera ella la que me enseñó a escribir, pero sí me enseñó otras cosas. Me enseñó matemáticas y todo lo relacionado con Lenidia. —Entonces añadió otra certeza que le llegó a la memoria como un rayo—. Creo… Me parece que… ¡Fue mi padre el que me enseñó a leer!
Agarrándose la cabeza, le dio la espalda a Zaf mientras recordaba a Leck ayudándola a deletrear las palabras en una mesa de los aposentos de su madre. Recordaba el tacto en las manos de un libro pequeño, de colores vivos; recordaba la voz de su padre animándola, su orgullo por los avances que hacía esforzándose para juntar las letras.
«¡Querida! —decía—. Eres fabulosa. Eres un genio».
Por entonces era tan pequeña que se tenía que poner de rodillas en la silla para llegar a la mesa.
Era un recuerdo totalmente desorientador. Durante un instante, parada en medio de la calle, Bitterblue se sintió perdida.
—Plantéame un problema matemático, ¿quieres? —le pidió a Zaf, vacilante.
—¿Qué? —se extrañó él—. ¿Te refieres a algo así como cuánto es doce por doce?
Le asestó una mirada furiosa.
—Eso es poco menos que insultante —respondió.
—Chispas, ¿es que has perdido el juicio?
—Deja que me quede a dormir aquí esta noche —le pidió—. Necesito dormir aquí. ¿Puedo, por favor?
—¿Qué? ¡Por supuesto que no!
—No voy a husmear por la casa. No soy una espía, ¿recuerdas?
—Ni siquiera estoy seguro de que puedas entrar siquiera, Chispas.
—¡Al menos déjame ver a Teddy!
—¿No quieres hacerme tu última pregunta?
—Ahora no. Me debes una.
Zafiro se la quedó mirando con aire escéptico. Después, sacudiendo la cabeza, soltó un suspiro y sacó la llave. Abrió la puerta una rendija justa para que cupiera por ella y le indicó que entrara con un gesto.
Teddy yacía boca arriba, desmadejado, en un catre que había en el rincón, como una hoja en la calzada que le ha nevado encima todo el invierno y le ha llovido toda la primavera; pero estaba despierto. Cuando la vio, una sonrisa muy dulce le iluminó la cara.
—Dame la mano —susurró.
Bitterblue se la dio, pequeña y fuerte. Las de él eran largas, bonitas, con las uñas bordeadas de tinta. Y débiles. Bitterblue utilizó su propia fuerza para mover la mano hacia donde él tiraba. Teddy se llevó los dedos a los labios y se los besó.
—Gracias por lo que hiciste —musitó—. Siempre he sabido que nos traerías suerte, Chispas. Tendríamos que haberte llamado, así, Suerte.
—¿Qué tal estás, Teddy?
—Cuéntame un relato, Suerte —siguió hablando en un susurro—. Cuéntame una de las historias que has oído.
En su mente solo había una: la historia de la huida de la princesa Bitterblue de la ciudad, ocho años antes, con la reina Cinérea, que, arrodillada en un campo de nieve, abrazó a la princesa muy fuerte y la besó. Y entonces le dio un cuchillo y le dijo que siguiera adelante, que aunque solo era una niña pequeña tenía el corazón y la mente de una reina, con la fuerza y el coraje necesarios para sobrevivir a lo que estaba por llegar.
Bitterblue retiró la mano de las de Teddy, se apretó las sienes y las masajeó mientras respiraba de forma regular para sosegarse.
—Te contaré la historia de una ciudad donde el río salta al vacío y vuela —le dijo.
Pasado un tiempo, Zaf la sacudió por el hombro. Bitterblue se despertó sobresaltada y descubrió que dormitaba en la dura silla, con el cuello doblado y dolorido por la postura forzada.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
—¡Chitón! —dijo Zaf—. Estabas gritando, Chispas, y casi despiertas a Teddy. Supongo que tenías una pesadilla.
—Oh. —Entonces fue consciente de sufrir un dolor de cabeza monumental. Alzó las manos hacia las coletas enroscadas para soltarlas, las destejió y se frotó el dolorido cuero cabelludo. Teddy dormía cerca; la respiración del joven sonaba como un suave silbido. Tilda y Bren subían la escalera hacia el piso de arriba.
—Creo que soñaba que mi padre me enseñaba a leer. Y me daba dolor de cabeza —explicó Bitterblue de forma evasiva.
—Eres muy rara —opinó Zaf—. Ve a dormir en el suelo, junto a la lumbre, Chispas. Y sueña algo bonito, como los bebés. Te traeré una manta y te despertaré antes del amanecer.
Bitterblue se acostó y se quedó dormida. Soñó que era un bebé en brazos de su madre.