Capítulo 40
Los paquetes de hierba doncella estaban guardados en un armario del cuarto de baño. No había imaginado que se sentiría tan… perdida, la primera vez que se tomara esas hierbas.
De vuelta en el pasillo, empujó las puertas.
—Un baño y un desayuno le vendrán bien, majestad, antes de reunirse con su personal —sugirió Helda con suavidad—. Ropa limpia. Borrón y cuenta nueva.
—No existe tal cosa. Nada vuelve a empezar de cero.
—¿Necesita ver a Madlen para algo, majestad?
Bitterblue quería ver a la sanadora, pero no necesitaba verla.
—Creo que no.
—¿Y por qué no le pido que venga aquí, majestad? Por si acaso.
Así pues, Helda y Madlen la ayudaron a entrar en la tina para poner en remojo la suciedad y el sudor y que el agua se los llevara; la ayudaron a lavarse el cabello; se llevaron la muda sucia y le trajeron ropa limpia. Madlen charlaba en voz baja, y su peculiar y extraño acento iba calando en ella. Bitterblue se preguntó si habría señales en su cuerpo de haber pasado la noche con Zaf, si Helda y Madlen lo notarían. O señales de los forcejeos con Thiel. No le importaba, siempre y cuando no hicieran preguntas. Tenía la vaga sensación de que las preguntas harían añicos el caparazón que la protegía.
—Bren y mis guardias, ¿están todos bien? —preguntó.
—Tienen muchas molestias, pero se pondrán bien —contestó Madlen—. Volveré a visitar a Bren hoy, más tarde.
—Prometí a Zaf que lo mantendría informado —explicó.
—Lord Giddon irá a ver a Zafiro cuando anochezca para ver cómo va todo, majestad —informó Helda—. Le hará llegar todas las noticias que tengamos.
—¿Y cómo se encuentra Deceso?
—Muy deprimido —dijo Madlen—. Pero, por lo demás, está mejorando.
No esperaba que el desayuno le sentara bien, de modo que, al ocurrir todo lo contrario, experimentó por primera vez una nueva clase de culpabilidad. No tendría que ser tan fácil alimentarse, su estómago no debería sentirse tan a gusto con la comida que lo llenaba. Ella no debería desear vivir cuando Thiel había querido morir.
En la enfermería, sus dos guardias lenitas parecieron muy agradecidos por su visita y por darles las gracias.
Deceso estaba sentado en la cama, con un vendaje ladeado en la cabeza.
—Todos esos libros perdidos —gimió—. Libros irreemplazables. Majestad, Madlen dice que no puedo trabajar hasta que la cabeza deje de dolerme, pero creo que me duele por la falta de trabajo.
—Eso suena un tanto inverosímil, Deceso, con el golpe que tienes en el cráneo —contestó con suavidad—. Pero comprendo lo que quieres decir. ¿Qué trabajo te apetecería hacer?
—Los diarios que queden, majestad —respondió con voz ferviente—. En el que estaba trabajando ha sobrevivido al fuego, y lord Giddon me ha dicho que unos pocos más también se han salvado. Los tiene él. Ardo en deseos de verlos, majestad. Estaba tan cerca de comprender cosas… Creo que algunas de sus remodelaciones inauditas y más peculiares en el castillo y la ciudad eran un intento de dar vida aquí a un mundo nuevo, majestad. Del mundo del que venía, es de suponer, como la rata de vivos colores. Creo que trataba de transformar este mundo en ese otro. Y creo que esa puede ser una tierra de avances médicos considerables, razón por la cual estaba obsesionado con su disparatado hospital.
—Deceso, ¿alguna vez te ha dado la impresión, mientras leías cosas sobre su hospital, que no fuera él sino su personal quien hacía esas cosas horribles a las víctimas? —preguntó en voz queda—. ¿Que con frecuencia él se quedaba aparte y observaba?
El bibliotecario estrechó los ojos y enseguida los abrió mucho.
—Eso explicaría algunas cosas, majestad —dijo—. A veces habla de las contadas víctimas «que reservaba para él». Lo cual podría significar que compartía las otras, ¿verdad? Presumiblemente con otros maltratadores.
—Los maltratadores también eran sus víctimas.
—Sí, por supuesto, majestad. De hecho, habla de momentos en que «los otros», quizá sus hombres, se daban cuenta de lo que estaban haciendo. No se me había ocurrido hasta ahora, majestad —comentó malhumorado—, preguntarme a qué otros se refería o qué era en realidad lo que hacían.
Al recordar a sus hombres, Bitterblue se puso de pie y se preparó para lo que venía a continuación.
—Será mejor que me vaya —anunció.
—Majestad, ¿podría pedirle que me haga otro favor de camino a la oficina?
—Dime.
—A usted… —Hizo una pausa—. Puede que a usted no le parezca importante, majestad, habida cuenta de las muchas preocupaciones que tiene.
—Deceso, eres mi bibliotecario. Si puedo hacer algo para que te sientas mejor, dime qué es.
—Bueno, tengo un cuenco con agua para Amoroso debajo del escritorio, majestad. Debe de estar vacío, si es que sigue allí. Amoroso estará desorientado por mi ausencia, ¿comprende? Pensará que lo he abandonado. Puede arreglárselas bien alimentándose con los ratones de la biblioteca, pero no saldrá de allí y no sabrá dónde encontrar agua. Le gusta mucho, majestad.
Así que a Amoroso le gustaba mucho el agua.
El escritorio solo era un armazón roto y ennegrecido; debajo, el suelo estaba destrozado. El cuenco, verde como un valle monmardo, yacía boca abajo a cierta distancia del escritorio. Bitterblue lo sacó de la biblioteca al patio mayor y, tiritando, se acercó al estanque de la fuente. El cuenco, una vez lleno, estaba tan frío que le quemaba los dedos.
En la biblioteca se planteó qué hacer, y después se arrodilló detrás del destripado escritorio y colocó el agua debajo de una esquina. No parecía muy compasivo atraer a Amoroso hasta una ruina maloliente, pero, si era allí donde estaba acostumbrado a encontrar su agua, puede que entonces fuera allí donde la buscaría.
Oyó un gruñido en un tono felino que reconoció. Asomándose debajo del escritorio, vio un bulto de oscuridad y el latigazo amenazador de una cola.
Con precaución, deslizó la mano a mitad de camino por debajo del escritorio hacia el gato para que él decidiera acercarse o no hacer caso. Eligió atacar. Bufando y veloz, la golpeó con la zarpa y después retrocedió de nuevo.
Ahogando un grito, Bitterblue sostuvo la mano arañada contra el pecho, porque sabía cómo se sentía el pobre animal y lo comprendía perfectamente.
En la escalera, al aproximarse a las oficinas, Po le salió al paso.
—¿Me necesitas? —preguntó—. ¿Quieres que yo o cualquier otra persona entremos ahí contigo?
De pie ante el extraño brillo en los ojos de su primo, Bitterblue se planteó la propuesta.
—Te necesitaré muchas veces en los próximos días —contestó tras meditarlo—. Y necesitaré esa ayuda en algún momento en el futuro, Po. Tu ayuda centrada de forma exclusiva en mi corte, en mi administración y en Monmar, sin otras distracciones. Pero no mientras estés también participando en una revolución elestina. Una vez que esté instaurado el orden en Elestia, quiero que vuelvas aquí durante una corta temporada. ¿Aceptas?
—Sí, te lo prometo.
—Creo que necesito hacer sola lo que he de hacer ahora —dijo—. Aunque no tengo ni idea de qué voy a decirles. No tengo ni idea de qué hacer.
Po ladeó la cabeza, sopesándola.
—Ambos, Thiel y Runnemood, siempre estuvieron al frente de todo. Y han muerto, prima —dijo después—. Tus hombres estarán buscando un nuevo líder.
Cuando entró en las oficinas del piso de abajo, la sala estaba en silencio. Todas las caras se volvieron hacia ella. Bitterblue trató de pensar en ellos como hombres que necesitaban un nuevo cabecilla.
Lo chocante era que no le resultaba en absoluto difícil. Le sorprendió la necesidad que se reflejaba con claridad en los rostros y en los ojos de todos. Necesidad de muchas cosas, porque la miraban como hombres perdidos, enmudecidos por el desconcierto y avergonzados.
—Caballeros —empezó con tranquilidad—, ¿cuántos de ustedes han estado involucrados en la eliminación sistemática de verdades de la época de Leck?
No respondió ninguno, y muchos bajaron los ojos.
—¿Hay alguien aquí que no estuviera involucrado de un modo u otro?
De nuevo, no hubo respuesta alguna.
—Muy bien —dijo, un poco falta de aliento—. Siguiente pregunta. ¿A cuántos de ustedes obligó Leck a hacerles cosas atroces a otras personas?
Todos volvieron a alzar los ojos para mirarla, cosa que la dejó pasmada. Había temido que la pregunta provocara el desmoronamiento de todos. En cambio, la miraron a la cara, casi con esperanza; y, al sostenerles la mirada, por fin vio la verdad escondida detrás del aletargamiento, en el fondo de los ojos faltos de vida de todos.
—No fue culpa vuestra —dijo—. No fue culpa vuestra, y ahora todo ha terminado. Se acabó hacer daño a la gente, ¿comprendido? Se acabó hacer daño a una sola alma más.
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Rood. Holt se acercó a ella y cayó de hinojos a sus pies. La tomó de la mano y sollozó.
—Holt. —Bitterblue se agachó hacia el hombre—. Holt, te perdono.
Sonó la queda exhalación de un suspiro generalizado en la sala, un silencio que parecía preguntar si también merecía el perdón. Bitterblue sintió la pregunta de todos ellos y permaneció de pie allí, debatiéndose para hallar la respuesta. No podía sentenciar a todos los culpables que había en la sala a un periodo de encarcelamiento y dejarlo en eso, porque esa decisión no cambiaría nada del verdadero problema que anidaba en sus corazones. Tampoco podía apartarles del trabajo y echarlos a la calle, porque, si dejaba que se las arreglaran solos, probablemente seguirían haciendo daño a la gente y algunos de ellos a sí mismos.
«Se acabó que las personas se hagan daño a sí mismas —pensó—. Pero tampoco puedo dejar que sigan igual, con su trabajo… porque no confío en ellos».
Había pensado que una reina era una persona que realizaba grandes cosas, como devolver la alfabetización a la ciudad y al castillo; abrir la Corte Suprema a la petición de indemnizaciones de todas las partes del reino; acoger al Consejo mientras ayudaba a los elestinos en el destronamiento de un rey injusto y ocuparse de lo que quiera que Katsa encontrara al otro extremo del túnel; decidir, cuando Ror llegara con su armada, cuántos barcos necesitaría Monmar para crear una flota y cuántos podría permitirse.
«Pero mejorar la condición de estos hombres que mi padre convirtió en sus cómplices es igual de importante —pensó—. Como lo es permanecer a su lado en el dolor de su curación».
»¿Cómo voy a ser capaz de cuidar de tantos hombres?».
—Hay muchas cosas que tenemos que hacer y deshacer —dijo—. Voy a separaros en equipos y asignar a cada equipo un aspecto de la tarea. En cada grupo habrá gente nueva, monmardos ajenos a esta administración. Les informaréis a ellos, como harán ellos con vosotros; unos y otros trabajaréis en estrecha colaboración. Comprendéis que la razón de involucrar a otras personas es que no puedo confiar en vosotros.
Hizo una pausa para dar opción a que cada flecha, pequeña y necesaria, los alcanzara a todos. «Necesitan que vuelva a confiar en ellos, o no se sentirán capaces de resistir».
—Sin embargo, cada uno de vosotros tiene ahora la oportunidad de recobrar mi confianza —continuó—. No requeriré a nadie que vuelva a tratar lo relacionado con los abusos del rey Leck. Eso se lo dejaré a otros que no sufrieron maltratos de él de forma tan directa. No permitiré que nadie os haga responsables ni os mortifique por las cosas que hicisteis entonces, que él os forzó a hacer. También os perdono, personalmente, por los delitos cometidos desde entonces. Pero… puede que otros no perdonen, y esas personas tienen el mismo derecho que vosotros a que se haga justicia. Nos aguarda una época difícil y sórdida —comentó—. ¿Lo comprendéis?
Los rostros afligidos la miraron a la cara. Algunos asintieron con la cabeza.
—Os ayudaré a cada uno de vosotros de la mejor manera que esté en mi mano —añadió—. Si hubiese juicios, testificaré a vuestro favor porque entiendo que pocos de vosotros pertenecíais a la cúpula de la cadena de mando, y entiendo que mi padre os obligó durante años, a algunos de vosotros durante décadas, a obedecer. Quizás algunos ignoréis cómo actuar si no es obedeciendo. No es culpa vuestra.
»Otra cosa más. He dicho que no os haré revivir los tiempos del rey Leck, y hablo en serio. Pero hay personas, muchas, para las que es importante hacerlo. Hay personas que necesitan hacerlo para recuperarse. No desapruebo vuestra necesidad de sanar esas heridas a vuestro modo, pero vosotros no interferiréis en la forma de curación de otros. Comprendo que lo que ellos hacen interfiere en la vuestra. Sé que es una paradoja. Pero no toleraré que ninguno de vosotros encubra los crímenes de Leck con otros crímenes. Cualquiera que continúe con esa eliminación de hechos ocurridos en tiempos de Leck perderá por completo mi confianza y mi compromiso de ayuda. ¿Queda entendido?
Bitterblue miró a todos los presentes de uno en uno, esperando un gesto de darse por enterados. No alcanzaba a entender que hubiese trabajado con esos hombres durante tantos años y no se hubiera dado cuenta nunca de todo lo que traslucían aquellos rostros. Eso la hizo sentirse avergonzada; y ahora dependían de ella. Se notaba en sus ojos, e ignoraban que solo era una charlatana, que los equipos que según ella iba a crear no los sustentaba una base sólida, un plan, nada salvo sus palabras. Sus palabras que estaban vacías. Ya puesta, podría haberles dicho que todos construirían un castillo en el aire.
En fin. Más valía que empezara por algún sitio. Demostrar confianza era, quizá, más importante que sentirla en realidad.
—Holt —llamó.
—Sí, majestad —respondió el guardia con brusquedad.
—Holt, mírame a la cara. Tengo un trabajo para ti y cualquiera de los hombres de la guardia real que tú elijas.
Eso hizo que Holt volviera la vista hacia ella.
—Haré lo que sea, majestad.
—Bien. —Bitterblue asintió con un cabeceo—. Hay una cueva al otro lado del Puente Invernal. Tu sobrina sabe dónde se encuentra. Es la guarida de una ladrona llamada Fantasma y de su nieta, Gris, a quien tal vez conozcas como mi criada Raposa. Esta noche, ya tarde, cuando Fantasma y Raposa se encuentren dentro, quiero que irrumpáis en la cueva, las arrestéis a ellas y a sus guardias y recojáis todos los objetos que haya dentro. Habla con Giddon —añadió, porque el noble era el siguiente que tendría que ir a ver a Zaf—. Tiene acceso a información sobre la cueva. Es posible que pueda decirte cómo tienen organizadas las guardias y dónde están las entradas.
—Gracias, majestad —dijo Holt, que lloraba otra vez—. Gracias por confiarme esta tarea.
Entonces Bitterblue miró las caras de los dos consejeros que le quedaban, Rood y Darby, y supo que lo que iba a hacer a continuación no iba a facilitarle las cosas, sino todo lo contrario.
—Subid conmigo a mi despacho —les dijo a los dos.
—Sentaos —indicó Bitterblue.
Darby y Rood se dejaron caer en las sillas como hombres derrotados. Rood seguía llorando, y Darby estaba sudoroso y temblaba. Estaban desolados, como ella, que detestaba tener que hacer esto.
—He dicho abajo que creo que poca gente estaba en la cúpula de esta cadena de mando —empezó—. Pero vosotros dos lo estabais, ¿no es cierto?
Ninguno respondió. Bitterblue empezaba a hartarse de que no le respondieran.
—Lo organizasteis desde el principio, ¿verdad? En realidad, lo que significa toda esa innovación con visión de futuro es la supresión del pasado. Danzhol, antes de que yo lo matase, insinuó que el propósito de los fueros de ciudades era evitar que escarbara en la verdad de lo que ocurría en mis ciudades, y me reí de él, pero ese es exactamente el propósito que tenían, ¿no es cierto? Barrer el pasado debajo de la alfombra y fingir que es posible hacer borrón y cuenta nueva, empezar de cero. También lo eran los indultos generales para todos los crímenes cometidos durante el reinado de Leck. Y la carencia de educación en las escuelas, porque es más fácil controlar lo que es notorio cuando la gente no sabe leer. Y, lo peor de todo, la selección específica de cualquiera que trabajara contra vosotros para quitarlo de en medio. ¿Cierto? —Respiró hondo antes de concluir—. Caballeros. ¿Es eso todo o me he dejado algo? Responded —ordenó, cortante.
—Sí, majestad —susurró Rood—. Eso y saturar a su majestad con documentos para que se quedara en la torre y se sintiera demasiado abrumada para sentir curiosidad.
Bitterblue lo miró sin salir de su asombro.
—Me diréis cómo funcionaba y quién más estaba involucrado, además de los hombres de abajo. Y me diréis si había alguien más al frente de esto.
—Nosotros éramos los que estábamos al frente, majestad —susurró Rood de nuevo—. Sus cuatro consejeros. Dábamos las órdenes. Pero hay otros que han estado muy involucrados.
—Thiel y Runnemood eran más culpables que nosotros —intervino Darby—. Fue idea suya. Majestad, dijo que nos perdonaba. Dijo que testificaría a nuestro favor si había juicios, pero ahora está muy furiosa.
—¡Darby! —gritó Bitterblue con exasperación—. ¡Por supuesto que estoy furiosa! ¡Me habéis mentido, me habéis manipulado! ¡Se seleccionó a mis amigos para matarlos! ¡Una de mis amigas está postrada en cama porque intentasteis quemarle la imprenta!
—No queríamos hacerle daño, majestad —protestó Rood, desesperado—. Estaba imprimiendo libros y enseñando a la gente a leer. Tenía papeles, y moldes de tipos con unos símbolos extraños que nos asustaban y nos confundían.
—¿Y por eso le prendisteis fuego? ¿Eso es también parte de vuestro método? ¿Destruir cualquier cosa que no entendéis?
Ninguno de los dos dijo nada. En realidad, era como si ninguno de ellos estuviera presente allí, en las sillas.
—¿Y el capitán Smit? —espetó—. ¿Hay alguna posibilidad de que vuelva a verlo?
—El capitán quería decirle a usted la verdad, majestad —musitó Rood—. Mentirle a usted a la cara le estaba causando una enorme tensión. Thiel pensó que estaba soportando una gran carga, ¿comprende?
—¿Cómo habéis llegado a considerar con tanta indiferencia la vida o la muerte de personas? —increpó, fuera de sí.
—Es más fácil de lo que podría imaginar, majestad —contestó Rood—. Solo hace falta no pensarlo, evitar los sentimientos y comprender que ser indiferente con lo que le pase a la gente es todo cuanto se le da bien hacer a uno.
Treinta y cinco años. Bitterblue no estaba segura de que alguna vez fuera capaz de comprender lo que había sido para ellos. No era justo que, casi una década después de su muerte, Leck siguiera matando gente; que Leck siguiera atormentando a los mismos que había atormentado; que la gente cometiera actos atroces con tal de borrar otros actos atroces que ya habían cometido.
—¿E Ivan, el ingeniero loco? ¿Qué le ocurrió? —preguntó.
—Runnemood pensó que estaba llamando mucho la atención sobre sí mismo y, por ende, sobre el estado de la ciudad, majestad —susurró Rood—. Usted misma protestó por su incompetencia.
—¿Y Danzhol?
—Oh. —Rood respiró hondo—. No sabemos qué le pasó a Danzhol, majestad. Leck tenía unos pocos amigos especiales que lo visitaban y que, sin saber cómo, acababan en el hospital; Danzhol había sido uno de ellos. Eso lo sabíamos, por supuesto, pero ignorábamos que se hubiese vuelto loco e intentara raptarla a cambio de dinero. Thiel se sintió muy avergonzado después, porque Danzhol le había preguntado con anterioridad cuánto os valoraba la administración, majestad, y Thiel pensó, mirando atrás, que quizá debería haber imaginado el propósito de esa pregunta.
—¿Danzhol planeaba pediros rescate para que volviera con vosotros?
—Eso creemos, majestad. Ningún otro grupo habría pagado tanto para que regresara.
—¿Cómo puedes decir eso cuando os estabais esmerando en hacer de mí una inútil? —gritó.
—¡No habríais sido inútil, majestad, una vez que hubiésemos erradicado todo lo que había ocurrido! —declaró Rood—. ¡Usted era nuestra esperanza! Quizá tendríamos que haber mantenido a Danzhol más cerca e involucrarlo más en la represión. Podríamos haberle nombrado juez o ministro. Tal vez entonces no se habría vuelto loco.
—Eso parece poco probable —contestó Bitterblue con incredulidad—. Nada de lo que dices tiene lógica. Yo tenía razón cuando pensaba que Runnemood era el que estaba menos chiflado de todos vosotros; al menos él entendía que vuestro plan no funcionaría mientras yo siguiera viva. Testificaré a vuestro favor —continuó—. Testificaré explicando el daño que Leck os hizo y el modo en que Thiel y Runnemood pudieron coaccionaros. Haré cuanto esté en mi mano, y me aseguraré de que se os trate con imparcialidad. Pero los dos sabéis que, en vuestro caso, no es cuestión de «si» hay un juicio o no. Los dos tenéis que ser juzgados. Se ha asesinado a gente. Yo misma estuve a punto de morir estrangulada.
—Todo eso fue cosa de Runnemood —intervino Darby, frenético—. Fue demasiado lejos.
—Todos habéis ido demasiado lejos —manifestó Bitterblue—. Darby, entra en razón. Todos habéis sobrepasado los límites de lo tolerable, y sabes que no puedo dejaros libres. ¿Cómo iba a hacer algo así? ¿Liberar a los consejeros protectores de la reina que conspiraron para matar ciudadanos inocentes y que utilizaron todos los recursos de su administración para lograr su propósito? Seréis encarcelados, los dos, como cualquier otro que haya estado muy involucrado. Permaneceréis en prisión hasta que, después de hacer una criba, haya seleccionado personas fiables para que investiguen vuestros delitos, y magistrados que gocen de mi confianza para juzgaros con equidad y comprensión por todo lo que habéis sufrido. Si se os declara inocentes y se os pone de nuevo bajo mi custodia, respetaré la resolución del tribunal. Pero yo jamás os otorgaré mi perdón.
Rood enterró la cara en las manos.
—No sé cómo nos vimos atrapados todos en esto —susurró—. No lo entiendo. Aún no consigo comprender qué ocurrió.
Bitterblue sentía como si sus palabras estuvieran saliendo de un núcleo profundo, hueco, despiadado y estúpido, pero las pronunció, a pesar de todo:
—Bien. Ahora quiero que los dos escribáis para mí cómo funcionaba ese colectivo que dirigíais, qué se hacía y quién más estaba involucrado. Rood, tú te quedas aquí, en mi escritorio —dijo mientras le tendía pluma y papel—. Darby, tú trabajarás allí —dijo, señalando la escribanía de Thiel—. Informes por separado. Cuidad que sean coincidentes.
No hubo alivio en hacer tan patente su desconfianza. No hubo alegría en despojarse de dos personas cuyas mentes había necesitado y de las que había dependido para dirigir esas oficinas. Y qué horrible mandarlos a prisión. Un hombre que tenía familia y, en algún rincón dentro de sí, un alma afable; y otro hombre que ni siquiera podía encontrar escapatoria en el sueño.
Cuando hubieron acabado, ordenó a miembros de la guardia real que los escoltaran a prisión.
A continuación mandó llamar a Giddon.
—Majestad, no tiene buen aspecto —dijo cuando entró—. Bitterblue.
Cruzó el despacho en dos zancadas, se agachó junto a ella y la tomó por los brazos.
—Si me toca —dijo, con los ojos cerrados y los dientes apretados—, perderé los estribos, y no pueden verme en ese estado.
—Agárrese a mí y respire despacio. No va a perder los estribos. Lo que ocurre es que está sometida a una gran tensión. Cuénteme qué pasa.
—Me estoy enfrentando… —empezó, y se quedó callada. Cerró las manos alrededor de los antebrazos de Giddon e hizo una lenta inspiración—. Me estoy enfrentando a una catastrófica escasez de personal. Acabo de mandar a la cárcel a Darby y a Rood. Y mire esos papeles.
Señaló las páginas que había en el escritorio llenas de garabatos de Darby y Rood. Cuatro de los ocho jueces de la Corte Suprema habían estado involucrados en la eliminación de los hechos acaecidos en el reinado de Leck, condenando a gente inocente y a gente a la que había que callar. También había estado Smit, por supuesto, y el jefe de prisiones. Asimismo, había estado el ministro de calzadas y cartografía, el ministro de tributos, varios lores y el jefe de la guardia monmarda en Porto Mon. Eran tantos los miembros de la guardia monmarda que habían aprendido a hacer la vista gorda que a Rood y Darby les habría sido imposible incluir los nombres en la lista. Y luego estaban la hez de la gentuza, los criminales y los descarriados de la ciudad a los que se había pagado u obligado a llevar a cabo los actos de violencia.
—Está bien —dijo Giddon—. Eso es malo. Pero este reino está lleno de gente, ¿sabe? Ahora mismo se siente sola, pero va a reunir un equipo realmente magnífico. ¿Sabe que Helda se ha pasado todo el día haciendo listas?
—Giddon —dijo, medio atragantada por una risa un tanto histérica—. Me siento sola porque lo estoy. La gente no deja de traicionarme y de abandonarme.
Y de pronto dejó de tener importancia perder el control durante dos minutos y apoyarse en el hombro de Giddon hasta que se le pasara el mareo, porque él era alguien en quien confiaba y no se lo contaría a nadie, y se le daba bien sostenerla en sus firmes y fuertes brazos.
Cuando empezó a respirar de forma más regular y se limpió los ojos y la nariz en el pañuelo que él le tendía, en lugar de hacerlo en su camisa, le dio las gracias.
—No hay de qué —contestó él—. Dígame qué puedo hacer para ayudarla.
—¿Dispone de dos horas para dedicarme, Giddon? Ahora.
Él echó una ojeada al reloj.
—Dispongo de tres. Hasta las dos en punto.
—Raffin, Bann y Po… ¿He de asumir que están ocupados?
—Lo están, majestad, pero dejarán sus ocupaciones a un lado por usted.
—No, no importa. ¿Irá a buscar a Teddy, a Madlen y a Hava, y los traerá a todos aquí, con Helda?
—Por supuesto.
—Y pida a Helda que me traiga sus listas. Usted empiece a pensar en hacerme una suya.
—Conozco a un montón de buenos monmardos que le serían útiles.
—Por eso lo mandé llamar a usted. Mientras yo he estado perdiendo el tiempo yendo de aquí para allá estos últimos meses y organizando líos, usted ha estado conociendo a mi pueblo y descubriendo cosas.
—Majestad, sea justa consigo misma. Yo he estado organizando una conspiración, mientras que usted ha sido el objetivo de otra. Es más fácil planear que ser el blanco contra el que se fraguan los planes, créame. Y de ahora en adelante, eso es lo que va a hacer.
Sus palabras habían sido reconfortantes, pero difíciles de creer después de que se hubiera ido.
Volvió con Teddy, Madlen, Hava y Helda antes de lo que Bitterblue esperaba. Teddy parecía un poco enfadado y también se frotaba el trasero.
—Qué rapidez —dijo Bitterblue mientras señalaba las sillas—. ¿Te encuentras bien, Teddy?
—Lord Giddon me puso encima de un caballo, majestad, y, hasta ahora, nunca había tenido mucha relación con caballos —contestó.
—Teddy, ya te he dicho que no soy un lord ya —le corrigió Giddon—. Parece que todo el mundo está decidido a olvidarse de ese detalle.
—Tengo entumecido el trasero —se quejó Teddy.
Bitterblue no habría podido explicarlo pero, de nuevo, teniendo gente allí, todo parecía menos desalentador. Quizás era el recuerdo de ese mundo que existía fuera del castillo, donde la vida seguía pasando y el trasero se le entumecía a Teddy, tanto si Thiel se había arrojado al río desde un puente como si no.
—Majestad, cuando esta conversación acabe, todas sus preocupaciones habrán desaparecido —afirmó Helda.
Bueno, eso era ridículo. Todo cuanto la preocupaba volvió de nuevo a su mente como una avalancha.
—Hay miles de cosas que esta conversación no cambiará —contestó.
—Lo que quería decir, majestad, es que ninguno de nosotros alberga la menor duda de que usted será capaz de organizar una buena administración —aclaró Helda con suavidad.
—Bien —dijo Bitterblue, tratando de creer que eso era cierto—. Tengo algunas ideas, así que podríamos ponernos a la tarea. Madlen y Hava —se dirigió a las dos—, no espero que vosotras tengáis muchas opiniones respecto a cómo debería dirigirse mi administración. A no ser, claro, que queráis dar alguna. Os he pedido que os reunieseis con nosotros porque sois dos de las pocas personas que gozan de mi confianza y porque ambas conocéis o habéis observado a un montón de personas o habéis trabajado con ellas. Necesito gente —repitió Bitterblue—. Es lo que más necesito. Cualquier recomendación que vosotras dos queráis hacer será bienvenida.
»Bien —continuó, procurando que no se notara la cortedad que le causaba exponer sus ideas en voz alta—. Me gustaría añadir unos pocos ministerios nuevos a fin de que podamos tener equipos completos dedicados a trabajar exclusivamente en temas que han estado desatendidos, o más bien abandonados por completo. Quiero volver a empezar de cero construyendo un ministerio de educación. Y deberíamos tener un ministerio de registro histórico, pero si vamos a seguir buscando la verdad de lo que ocurrió, habremos de estar preparados para ser sutiles y ser discretos con lo que se descubra. Tenemos que hablar más sobre el mejor modo de hacerlo, ¿no os parece? ¿Y qué opináis de un ministerio de salud mental? —preguntó—. ¿Ha existido una cosa así alguna vez? ¿Y un ministerio de indemnizaciones?
Sus amigos escuchaban mientras hablaba, e hicieron sugerencias, y Bitterblue empezó a dibujar gráficos. Era reconfortante plasmar cosas en el papel; escribir palabras, trazar flechas y casillas, le aclaraba las ideas y hacía que cobraran cuerpo y consistencia.
«Yo solía tener una lista, en una hoja de papel, de todas las cosas que no sabía —pensó—. Es hilarante pensarlo, cuando este reino al completo podría ser un rompecabezas a tamaño real de cosas que ignoro».
—¿Entrevistamos a los que esperan abajo, de uno en uno, para ver dónde radica su experiencia y cuáles son sus intereses? —preguntó.
—Sí, majestad. ¿Ahora? —dijo Helda.
—Sí, ¿por qué no?
—Lo siento, majestad, pero he de irme —anunció Giddon.
Bitterblue echó un vistazo al reloj, sorprendida, sin dar crédito a que las tres horas de Giddon hubiesen pasado ya.
—¿Adónde va?
Giddon miró a Helda con una expresión apocada.
—¿Giddon? —dijo Bitterblue, ahora con desconfianza.
—Son asuntos del Consejo —la tranquilizó el ama de llaves—. No tiene nada que ver con ningún monmardo, majestad.
—Giddon, siempre le digo la verdad —exclamó Bitterblue con reproche.
—¡No he mentido! —protestó él—. No he dicho una sola palabra. —Al ver que sus protestas no aplacaban la mirada furiosa de Bitterblue, añadió—. Se lo contaré después. Posiblemente.
—Ese fenómeno extraordinario sobre que usted siempre le dice la verdad a lord Giddon —le dijo Helda—, ¿tomaría en consideración extender dicho compromiso a otros?
—¡Que no soy un lord! —protestó de nuevo Giddon.
—¿Podríamos…? —Bitterblue empezaba a descentrarse—. Giddon, ¿querrá mandar a uno de mis escribientes o guardias aquí de camino a sus asuntos? Cualquiera que parezca estar capacitado para una entrevista.
Y así comenzaron las conversaciones con sus guardias y escribientes, y Bitterblue se sorprendió por el modo en que se le agolpaban en la cabeza ideas que se le ocurrían, de forma que empezaron a desafiar la inmediatez del papel. Las ideas crecían en todas direcciones y dimensiones; se estaban convirtiendo en una escultura o en un castillo.
Raffin, Bann y Po asistieron a la cena, tarde. Bitterblue se sentó en silencio entre ellos, y dejó que sus chanzas arrastraran las preocupaciones del día.
«No hay nada que haga más feliz a Helda que tener cerca gente joven a la que atosigar —pensó—. Sobre todo si son jóvenes apuestos».
Entonces Giddon hizo acto de presencia con un informe de Zaf.
—Está muerto de aburrimiento y preocupado por su hermana. Pero me pasó buena información sobre la cueva de Fantasma para dársela a Holt, majestad.
—Después de que Fantasma y Raposa hayan sido arrestadas, me pregunto si podríamos dejar que Zaf salga ya de la torre del puente levadizo —comentó Bitterblue en voz baja, la primera vez que tomaba parte en la conversación durante la cena—. Dependería de lo que admitan Fantasma y Raposa. Me parece que no tengo controlada a la guardia monmarda ahora mismo. —«Me sentiría mucho mejor si tuviera la corona en mi poder»—. ¿Qué tal se resolvieron sus asuntos del Consejo, Giddon?
—He convencido a un espía del rey Thigpen de que estaba de visita en Monmar para que no regrese a Elestia —contestó él.
—¿Y cómo lo logró?
—Pues… Bueno, digamos que arreglando las cosas para que disfrute de unas largas vacaciones en Lenidia —contestó Giddon.
Aquello fue recibido con un clamor de aprobación por los presentes.
—Bien hecho —dicho Bann mientras le daba palmadas en la espalda.
—¿Quería ir a Lenidia él? —inquirió Bitterblue, sin saber por qué se molestaba en preguntar.
—¡Oh, a todo el mundo le gusta Lenidia! —gritó Po.
—¿Usaste la infusión para la náusea? —se interesó Raffin, que, en su excitación, golpeaba la mesa con tanta fuerza que los cubiertos de plata tintineaban. Y cuando Giddon asintió con la cabeza, los demás se pusieron de pie para aplaudirle.
En silencio, Bitterblue se dirigió al sofá. Era hora de acostarse, pero ¿cómo iba a quedarse sola en un cuarto oscuro? ¿Cómo afrontar su yo solitario y tembloroso?
Ya que no era posible tener los brazos de alguien rodeándola mientras se dormía, entonces tendría las voces de estos amigos. Se envolvería en ellas y serían como los brazos de Zaf; serían como los brazos de Katsa cuando las dos durmieron en la montaña helada. Katsa. Cómo la echaba de menos. Cómo importaba a veces la presencia o la ausencia de la gente. Esa noche habría luchado con Po por los brazos de Katsa.
Por supuesto, había olvidado que podía tener un sueño.
Soñó que caminaba por los tejados de Burgo de Bitterblue. Caminaba por los tejados del castillo. Caminaba por los bordes de los parapetos del techado de cristal de su torre, y podía verlo todo al mismo tiempo: los edificios de la ciudad, los puentes, la gente tratando de ser fuerte. El sol la calentaba, la brisa la refrescaba, y no había dolor. Y no tenía miedo de estar de pie en lo alto del mundo.