Capítulo 4
–Majestad —dijo Thiel, severo, a la mañana siguiente—. ¿Está siquiera prestando atención?
No, no lo estaba. Intentó idear la forma de abordar un tema inabordable. «¿Qué tal estáis todos hoy? ¿Habéis dormido bien? ¿Se ha echado de menos alguna gárgola?».
—¡Pues claro que presto atención! —espetó.
—Si le pidiera que describiese los últimos cinco documentos que ha firmado, no me sorprendería que su majestad se quedara en blanco.
Lo que Thiel no entendía era que ese tipo de trabajo requería un mínimo de atención; o ninguna.
—Tres fueros para tres ciudades costeras, un encargo para hacer una puerta nueva para la cámara fortificada del tesoro real y una carta para mi tío, el rey de Lenidia, pidiéndole que traiga al príncipe Celaje cuando venga —enumeró Bitterblue.
Thiel se aclaró la garganta con aire abochornado.
—Reconozco mi error, majestad. Pero fue vuestra determinación al firmar lo que me extrañó.
—¿Y por qué iba a vacilar? Me cae bien Celaje.
—¿Sí? —preguntó Thiel, dudando—. ¿De verdad? —agregó.
La expresión del consejero se tornó tan complacida que Bitterblue empezó a lamentar haberlo aguijoneado, pues eso había hecho.
—Thiel, ¿es que tus espías no sirven para nada? —le dijo—. Las preferencias de Celaje se decantan por los hombres, no por las mujeres y, desde luego, por mí menos todavía. ¿Entendido? Lo malo es que es práctico, así que incluso podría casarse conmigo si se lo pidiéramos. Quizá para ti sería magnífico, pero no para mí.
—Oh. —La desilusión de Thiel saltaba a la vista—. Ese dato es importante, si es verdad. ¿Está segura, majestad?
—Thiel, mi primo no se anda con tapujos respecto a ese tema. El propio Ror se ha enterado hace poco. ¿No te has preguntado por qué mi tío nunca ha sugerido el casamiento?
—Pues… —empezó el consejero, pero refrenó el impulso de hablar más. La amenaza de la crueldad de Bitterblue si insistía en el asunto del matrimonio aún parecía persistir en el despacho—. ¿Revisamos hoy algunos resultados del censo, majestad?
—Sí, por favor.
A Bitterblue le gustaba revisar los resultados del censo del reino con Thiel. Reunir dicha información entraba en las competencias de Runnemood, pero Darby preparaba los informes, que estaban organizados con esmero por distritos, con mapas y estadísticas sobre alfabetización, empleo, cifras demográficas… A Thiel se le daba bien responder a sus muchas preguntas; él lo sabía todo. Montones de cosas. Y la totalidad de la tarea fue lo más parecido a la sensación de tener cierto control de su reino.
Esa noche y las dos siguientes Bitterblue salió de nuevo y visitó las dos tabernas que conocía para escuchar los relatos. A menudo las narraciones eran sobre Leck: Leck torturando a los animalitos cortados en pedazos que guardaba en el jardín trasero; la servidumbre de Leck yendo de un lado para otro con cortes en la piel; la muerte de Leck con la daga de Katsa. A la audiencia de esa hora avanzada le gustaban los relatos sangrientos. Pero había algo más en esa inclinación; en las partes entre las escenas violentas, Bitterblue advirtió que había otra clase de historias incruentas que eran recurrentes. Esas empezaban siempre como suelen empezar los relatos, tal vez con dos personas que se enamoraban, o un niño avispado que intentaba resolver un misterio. Pero igual que uno creía saber hacia dónde se encaminaba la historia, esta acababa de golpe cuando los enamorados o el niño desaparecían sin explicación y no se los volvía a citar.
Relatos malogrados. ¿Por qué acudía la gente a oírlos? ¿Por qué se empeñaba en escuchar lo mismo una y otra vez para acabar topando siempre con la misma pregunta sin respuesta?
¿Qué había pasado con toda la gente que Leck había hecho desaparecer? ¿Cómo habían acabado sus historias? Habían sido centenares, entre niños y adultos, mujeres y hombres, los que se había llevado Leck y, era de suponer, habían muerto asesinados. Pero ella no lo sabía y sus consejeros nunca habían podido decirle dónde, por qué o cómo, y era como si la gente de la ciudad tampoco tuviera la menor idea. De pronto, a Bitterblue dejó de bastarle saber que habían desaparecido. Quería saber qué había sido de ellos, porque los que acudían a esos salones donde se narraban relatos eran sus súbditos, y no cabía duda de que querían conocer. Ella deseaba saberlo para decírselo.
Había otras incógnitas que requerían una explicación. Ahora que se le había ocurrido verificarlo, Bitterblue comprobó que faltaban más gárgolas en otros sitios de la muralla este, además de la que ella misma había visto escamotear. ¿Por qué ninguno de sus consejeros le había informado sobre esos robos de bienes?
—Majestad, no firme eso —advirtió Thiel con severidad, una mañana en el despacho.
—¿Qué? —Bitterblue parpadeó, desconcertada.
—Ese fuero, majestad. He pasado quince minutos explicando por qué no debería firmarlo, y estáis con la pluma en la mano. ¿Qué os ronda por la cabeza?
—Oh. —Bitterblue soltó la pluma y suspiró—. Sí, sí, te he oído. Lord Danzón…
—Danzhol —corrigió Thiel.
—Lord Danzhol, el noble de una localidad en la comarca central de Monmar, se opone a perder el privilegio de gobernar la ciudad, y crees que debería concederle audiencia antes de tomar una decisión.
—Me temo que está en su derecho a ser escuchado, majestad. También me temo que…
—Sí —lo interrumpió, distraída—. Ya me has dicho que desea casarse conmigo. Muy bien.
—¡Majestad! —exclamó el consejero, que agachó la cabeza para observarla—. Majestad, se lo preguntaré por segunda vez: ¿qué os ronda por la cabeza?
—Las gárgolas, Thiel —contestó Bitterblue frotándose las sienes.
—¿Gárgolas? ¿A qué se refiere, majestad?
—A las que están en la muralla este, Thiel. He oído comentarios entre los escribientes de las oficinas de abajo, y parece que faltan cuatro gárgolas de la muralla del este —mintió—. ¿Por qué no se me ha informado de ello?
—¿Que faltan gárgolas? —repitió Thiel—. ¿Y dónde han ido a parar, majestad?
—¿Cómo quieres que lo sepa yo? A ver, ¿dónde van las gárgolas?
—Dudo mucho que tal cosa sea cierta, majestad. Seguro que habéis oído mal.
—Ve a preguntarles. O mejor, que vaya alguien a comprobarlo. Sé muy bien lo que he oído.
Thiel salió del despacho. Regresó al cabo de un rato con Darby, que iba cargado con un puñado de documentos que repasaba como un loco.
—Faltan cuatro gárgolas de la muralla este de acuerdo con nuestros informes sobre la decoración del castillo, majestad —informó Darby con rapidez mientras leía—. Pero faltan por la sencilla razón de que no han estado nunca allí, para empezar.
—¡Que no han estado nunca! —repitió Bitterblue, que sabía de primera mano que, al menos una, sí estaba allí hasta hacía unas pocas noches—. ¿Ninguna de las cuatro?
—El rey Leck nunca tuvo la ocasión de encargar esas cuatro, majestad. Dejó esos huecos vacíos.
Lo que Bitterblue vio en la muralla cuando las contó fueron superficies irregulares, como rotas, que tenían toda la apariencia de que algo de piedra había estado presente y después había sido arrancada; a saber: unas gárgolas.
—¿Estás seguro de esos informes? —inquirió—. ¿Cuándo se redactaron?
—Al inicio de su reinado, majestad —respondió Darby—. Se hicieron informes del estado de todas las partes del castillo a requerimiento de su tío, el rey Ror. Los supervisé yo.
Parecía raro mentir por algo tan nimio y sin bastante alcance para que importara si Darby había hecho mal los informes. Y, sin embargo, a Bitterblue la desasosegaba. Los ojos de Darby, que parpadearon mientras la miraba, uno azul y otro verde, mientras le daba información incierta con aire competente y seguro, la inquietaban. Se sorprendió repasando para sus adentros todas las cosas que su secretario le había dicho últimamente y preguntándose si sería la clase de persona que mentía.
Entonces se refrenó, consciente de que desconfiaba por la simple razón de que se sentía insegura en general, y porque todo lo ocurrido los últimos días parecía hecho a propósito para desorientarla. Era como el laberinto que había descubierto la noche anterior mientras buscaba una ruta nueva y más aislada desde sus aposentos, en el extremo norte del castillo, hasta las torres de entrada, en la muralla meridional. Los techos de cristal de los corredores altos del castillo la ponían nerviosa por si la veían los guardias que patrullaban allí arriba. Así que había empezado a bajar por el estrecho hueco de escalera situado cerca de sus aposentos hacia el nivel de más abajo, donde se había encontrado atrapada en una serie de pasadizos que siempre le habían parecido prometedoramente rectos y bien iluminados, pero que después giraban o se bifurcaban o incluso acababan en oscuros corredores sin salida, hasta conseguir que se sintiera desorientada por completo.
—¿Te has perdido? —había preguntado de repente una voz masculina desconocida.
Bitterblue se había quedado petrificada; se volvió e intentó no mirar con demasiada dureza al hombre de cabello canoso y vestido con el uniforme negro de la guardia monmarda.
—Te has perdido, ¿verdad?
Sin atreverse a respirar siquiera, Bitterblue asintió con la cabeza.
—Les pasa a todos los que encuentro aquí —comentó el hombre—. O a casi todos. Te encuentras en el laberinto del rey Leck, compuesto por pasillos que no conducen a ninguna parte, con sus aposentos en el centro.
El guardia la había conducido fuera del laberinto. Mientras lo seguía de puntillas, Bitterblue se preguntó por qué motivo Leck se había construido un laberinto alrededor de sus aposentos y por qué ella no había sabido de su existencia hasta ese momento. Empezó a preguntarse también sobre otros parajes extraños dentro de los muros del castillo. Para llegar al vestíbulo principal y a las torres de acceso que había más allá, Bitterblue tenía que cruzar el patio mayor, que estaba al mismo nivel del vestíbulo, en el extremo sur del castillo. Leck había ordenado que los arbustos del patio mayor se podaran dándoles formas fantásticas: gente de pose orgullosa, con ojos y cabello de flores; animales feroces, monstruosos, también de flores; osos y pumas, aves gigantescas. En un rincón, una fuente vertía chorros cantarines de agua en un profundo estanque. En los muros del patio, por los cinco pisos, se extendían balconadas. Gárgolas y más gárgolas encaramadas en los altos antepechos de los muros asomaban la cabeza con cautela y observaban, maliciosas. Los techos de cristal reflejaban las farolas del patio como enormes y borrosas estrellas.
¿Por qué le habían interesado tanto los arbustos a Leck? ¿Por qué había equipado con techos de cristal los patios y muchos de los tejados del castillo? ¿Y qué tenía la oscuridad que la empujaba a hacerse preguntas que nunca se había planteado antes, de día?
Una noche, ya tarde, un hombre salió del vestíbulo principal al patio mayor, se echó la capucha hacia atrás y cruzó haciendo sonar con fuerza las botas en el mármol. Eran los andares de su consejero Runnemood, siempre tan seguro de sí mismo; eran los relucientes anillos enjoyados de Runnemood; eran los rasgos apuestos de Runnemood, que aparecían y desaparecían en las sombras. Asaltada por el pánico, Bitterblue se metió detrás de un arbusto que representaba un caballo encabritado. Entonces, su guardia graceling, Holt, salió al patio detrás de Runnemood; iba sosteniendo al juez Quall, que temblaba muy agitado. Los tres entraron al castillo, hacia el ala norte. Bitterblue entró poco después, demasiado asustada por haber estado a punto de que la descubrieran como para preguntarse, en aquel momento, qué habían estado haciendo ellos en la ciudad a una hora tan intempestiva. Pero esa idea se le ocurrió después.
—¿Adónde vas por las noches, Runnemood? —le preguntó a la mañana siguiente.
—¿Ir, majestad? —inquirió él a su vez, con los ojos entrecerrados.
—Sí, ¿alguna vez sales tarde? He oído que lo haces. Disculpa que te lo pregunte, pero siento curiosidad.
—De tanto en tanto tengo reuniones en la ciudad a altas horas de la noche, majestad —contestó él—. Cenas tardías con lores que quieren cosas, como entrevistas con los ministros o la mano de su majestad, por ejemplo. Mi trabajo es seguirles la corriente a esas personas y disuadirlas.
«¿Hasta medianoche, con el juez Quall y Holt?», pensó ella.
—¿Llevas algún guardia?
—A veces. —Runnemood se levantó de la ventana en la que había estado sentado y se acercó hasta pararse delante de Bitterblue—. Majestad, ¿por qué me hace esas preguntas?
Las hacía porque no podía preguntarle lo que en realidad quería preguntar.
«¿Me estás diciendo la verdad? ¿Por qué me da la impresión de que no? ¿Alguna vez vas al distrito este? ¿Has escuchado los relatos? ¿Puedes explicarme todas las cosas que veo por la noche y que no entiendo?».
—Porque, si tienes que estar fuera hasta tan tarde, quiero que te acompañe un guardia —mintió—. Me preocupa tu seguridad.
En el rostro de Runnemood brilló una amplia y blanca sonrisa.
—Qué encanto de reina y qué amable, majestad —dijo con una actitud tan paternalista que a Bitterblue se le hizo difícil mantener la expresión afectuosa y cordial—. Haré que me acompañe un guardia si así se queda más tranquila.
Salió sola de nuevo unas cuantas noches más, inadvertida incluso para su guardia lenita de la puerta, que apenas reparó en ella y solo se interesó en el anillo y el santo y seña. Entonces, en la séptima noche desde que los vio robando la gárgola, Teddy y su amigo lenita graceling se cruzaron de nuevo en su camino.
Acababa de descubrir un tercer sitio donde se narraban relatos, cerca de los muelles de la plata, en el sótano de un almacén viejo e inclinado. Metida en un rincón con su bebida, Bitterblue tuvo un sobresalto al descubrir que Zaf se acercaba hacia ella a buen paso. La mirada del joven era inexpresiva, como si no la hubiera visto nunca. Entonces llegó a su lado, se colocó junto a ella y desvió la atención hacia el hombre que estaba en el mostrador.
El hombre narraba un relato que Bitterblue no había oído nunca y estaba demasiado preocupada para prestar atención en ese momento, consternada porque Zaf la hubiera reconocido. El héroe del relato era un marinero del reino insular de Lenidia. Zaf parecía absorto en la historia. Observándolo a la par que procuraba que no se notara que lo hacía, y al ver cómo se le iluminaban los ojos con reconocimiento, Bitterblue descubrió una conexión que hasta ese momento se le había pasado por alto. Estuvo una vez a bordo de un navío; Katsa y ella habían huido a Lenidia para escapar de Leck. Había visto a Zaf trepar la muralla este; se había fijado en la piel curtida y el cabello aclarado por el sol. Y ahora, de repente, su forma de andar le resultó muy familiar. Esa facilidad en los movimientos y el brillo en los ojos los había visto antes en hombres que eran marineros, pero no de cualquier clase. Bitterblue se preguntó si Zaf sería ese tipo de marinero que se ofrecía voluntario para subir a lo alto del mástil durante una tempestad.
También se preguntó qué hacía tan al norte de Porto Mon y, de nuevo, cuál sería su gracia. A juzgar por el moretón en el ojo y que tenía en carne viva uno de los pómulos, por lo visto no se había peleado esa noche, pero la última refriega debía de haber sido bastante reciente.
Cargado con una jarra en cada mano, Teddy se abrió paso entre las mesas y le tendió una a Zaf. Se sentó al lado de Bitterblue, lo cual significaba que, como su banqueta estaba metida en un rincón, la tenían atrapada.
—Lo cortés sería que nos dijeras tu nombre, ya que te dije los nuestros —murmuró Teddy.
A Bitterblue no le importaba tanto la proximidad de Zaf cuando Teddy estaba cerca; tan cerca que le veía manchas de tinta en los dedos. Teddy tenía la apariencia de un librero, o un escribiente o, al menos, la de una persona que no se transformaba de repente en un renegado.
—¿Acaso es cortés que dos hombres atrapen a una mujer en un rincón? —respondió en voz queda.
—Teddy te haría creer que lo hacemos por tu propia seguridad —intervino Zaf, cuyo acento era lenita, sin discusión—. Pero estaría mintiendo: es simple desconfianza. No nos fiamos de la gente que viene disfrazada a los salones de relatos.
—¡Oh, venga ya! —protestó Teddy lo bastante alto para que un par de hombres que había cerca le mandaran callar—. Habla por ti —añadió en un susurro—. En cuanto a mí, ella me preocupa. Se montan peleas. Hay lunáticos por las calles. Y ladrones.
—Conque ladrones, ¿eh? —Zaf resopló con sorna—. Si dejaras de parlotear oiríamos el relato de ese fabulador. Esa historia significa mucho para mí.
—¿Parlotear? —repitió Teddy, y sus ojos resplandecieron como estrellas—. «Parlotear». He de añadirlo a mi lista. Me parece que se me había pasado por alto.
—Qué irónico —repuso Zaf.
—Oh, «irónico» no se me ha pasado por alto.
—Quiero decir que es irónico que se te pasara por alto «parlotear».
—Sí —dijo Teddy, enojado—, supongo que sería como si a ti se te pasara por alto la oportunidad de partirte la crisma fingiendo ser el príncipe Po renacido. Soy escritor —añadió, volviéndose hacia Bitterblue.
—Cierra el pico, Teddy —espetó Zaf.
—E impresor —continuó Teddy—, lector, corrector. Lo que quiera que la gente necesite, con tal de que tenga que ver con las palabras.
—¿Corrector? —repitió Bitterblue—. ¿De verdad la gente te paga por corregir cosas?
—Traen cartas que han escrito y me piden que las convierta en algo legible —explicó Teddy—. Los iletrados me piden que les enseñe a firmar con sus nombres en los documentos.
—¿Y deberían firmar documentos si son iletrados?
—No, probablemente no, pero lo hacen, porque se lo exigen los caseros o los patrones, o acreedores en los que confían porque no leen lo bastante bien para saber que no deberían fiarse de ellos. Por eso también presto servicios como lector.
—¿Hay muchos iletrados en la ciudad?
—¿Tú qué opinas, Zaf? —preguntó Teddy a la vez que se encogía de hombros.
—Calculo que treinta personas de cada cien saben leer —repuso Zaf, con los ojos fijos en el fabulador—. Y tú hablas demasiado.
—¡Un treinta por ciento! —exclamó Bitterblue, porque no era esa la estadística que había visto—. ¡Seguro que tiene que ser más!
—O eres nueva en Monmar, o todavía estás sumergida en el hechizo del rey Leck. Quizá vives en un agujero en el suelo y solo sales por la noche —le contestó Teddy.
—Trabajo en el castillo de la reina —dijo Bitterblue, que improvisó sobre la marcha—. Y supongo que estoy habituada a las costumbres del castillo. Todos los que viven bajo su techo saben leer y escribir.
—Mmmmm… —Teddy frunció el entrecejo, dubitativo, al oír eso—. Bueno, casi toda la gente de la ciudad sabe leer y escribir lo bastante para desempeñar las funciones de su trabajo. Un herrero sabe leer un pedido de cuchillos, y un granjero sabe cómo marcar en las cajas «judías» o «maíz». Pero el porcentaje de los que entenderían este relato si se lo entregaran en papel —añadió Teddy, ladeando la cabeza hacia el narrador, o fabulador, como le había llamado Zaf—, probablemente se acercaría más al que Zaf ha dicho. Es otro de los legados de Leck. Y uno de los acicates para trabajar en mi libro de palabras.
—¿Libro de palabras?
—Oh, sí. Estoy escribiendo un libro de palabras.
Zaf tocó a Teddy en el brazo. Al instante, casi antes de que Teddy hubiera acabado la frase, se marcharon. Tan deprisa que a Bitterblue no le dio tiempo a preguntar si existía algún libro escrito que no fuera un libro de palabras.
Cerca de la puerta, Teddy se volvió y le dirigió una mirada que parecía una invitación. Ella rehusó con la cabeza e intentó no delatar su exasperación, porque estaba segura de que acababa de ver a Zaf apoderarse de algo que un hombre llevaba debajo del brazo y guardárselo en una manga de la camisa. ¿Qué sería esta vez? Le había parecido un rollo de papeles.
¿Qué más daba? Fuera lo que fuese lo que esos dos se traían entre manos, no era nada bueno, y ella iba a tener que decidir qué hacer respecto a ellos.
El fabulador dio inicio a otro relato. Bitterblue tuvo un sobresalto al descubrir que era, de nuevo, la historia de los orígenes de Leck y su ascenso al poder. El narrador de esta noche lo contó un tanto diferente a como lo hizo el anterior. Escuchó atenta, con la esperanza de que este hombre contara algo nuevo, una imagen o alguna palabra que faltaba, una llave que entrara en una cerradura y abriera una puerta tras la cual todos sus recuerdos y todas las cosas que le habían contado cobraran sentido.
El carácter sociable de los dos jóvenes —o más bien el de Teddy— la había ayudado a armarse de valor. Al mismo tiempo, actuar así la aterraba, aunque no tanto como para impedir que los buscara las noches siguientes.
«Son ladrones», se recordaba cada vez que se cruzaban sus caminos en los salones de relatos, se saludaban e intercambiaban unas palabras. «Miserables, ingratos ladrones, y que intente encontrarme con ellos es peligroso».
Agosto llegaba a su fin.
—Teddy —dijo una noche cuando los dos se acercaron a ella y se apiñaron en el oscuro y abarrotado sótano de un salón de relatos, cerca de los muelles de la plata—. No entiendo lo de tu libro. ¿No son todos los libros de palabras?
—He de decir que, si vamos a encontrarnos tan a menudo, y dado que tú puedes llamarnos por nuestro nombre, nosotros deberíamos tener un nombre para dirigirnos a ti —respondió Teddy.
—Llámame por el que gustes.
—¿Has oído eso, Zaf? —A Teddy se le iluminó el semblante—. Un desafío de palabras. Mas ¿cómo hemos de proceder si no sabemos lo que hace para ganarse el pan ni cuál es su aspecto debajo de esa capelina?
—Tiene parte de lenita —manifestó Zaf sin apartar la vista del fabulador.
—¿De veras? ¿Lo has visto? —preguntó Teddy, impresionado, y se agachó en un intento fallido de ver mejor el rostro de Bitterblue—. Bien, pues, en tal caso, deberíamos darle un nombre de color. ¿Qué tal Rojoverdeamarillo?
—Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida. Como si fuera una especie de pimiento.
—Vale, ¿y qué tal Caperuza Gris?
—Para empezar, la capucha es azul y, en segundo lugar, no es una abuela. Dudo que tenga más de dieciséis años.
Bitterblue estaba harta de que Teddy y Zaf la despachurraran entre los dos para mantener una conversación en susurros respecto a ella, prácticamente en sus narices.
—Tengo la misma edad que vosotros —protestó, aunque sospechaba que no era así—. Y soy más lista. Y probablemente soy capaz de luchar tan bien como cualquiera de vosotros dos.
—Lo que es su personalidad no tiene nada de gris —dijo Zaf.
—Y tanto que no —convino Teddy—. Tiene mucha chispa.
—Entonces, ¿qué tal Chispas?
—Perfecto. Así pues, ¿sientes curiosidad por mi libro de palabras, Chispas?
La ridiculez del nombre le escocía, la azoraba y la molestaba a partes iguales; ojalá no les hubiese dado carta blanca para elegirlo, pero lo había hecho, así que no tenía sentido protestar.
—Sí, me interesa —respondió.
—Bueno, supongo que sería más preciso decir que es un libro sobre palabras. Se conoce como «diccionario». Son pocos los intentos para hacer uno. La idea es hacer una lista de palabras y después escribir una definición para cada una de ellas. «Chispa» —enunció con grandilocuencia—: Una porción pequeña de fuego, como en «una chispa saltó del horno y prendió fuego a las cortinas». ¿Lo entiendes, Chispas? Una persona que lea mi diccionario podrá aprender el significado de todas las palabras que existen.
—Sí, he oído hablar de esos libros —comentó Bitterblue—. Solo que, si se utilizan palabras para definir palabras, entonces uno no necesita realmente saber las definiciones para entenderlas, ¿no?
El regocijo de Zaf parecía ir en aumento.
—Y así es como Chispas, de un plumazo, se ha cargado el maldito libro de palabras de Teddren.
—Bueno, vale —dijo Teddy con la voz paciente de quien ya ha tenido que defender sus argumentos sobre el asunto en cuestión—. En abstracto, es cierto. Pero en la práctica, estoy convencido de que será muy útil, y mi intención es que sea el diccionario más concienzudo que se haya escrito. También estoy escribiendo un libro de verdades.
—Teddy, ve a pedir otra ronda —dijo Zaf.
—Zafiro me dijo que lo viste robar —le dijo Teddy a Bitterblue con absoluta despreocupación—. No lo malinterpretes. Solo recobra lo que antes ha sido…
En ese momento, Zaf lo asió por el cuello con una mano y a Teddy se le atragantaron las palabras. Zaf no dijo nada y se limitó a mantenerlo sujeto por la garganta al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
—… robado —farfulló Teddy—. Creo que iré a por otra ronda.
—Ganas me dan de matarlo —rezongó Zaf, que siguió con la mirada a su amigo—. Puede que lo haga después.
—¿A qué se refería con que solo robas lo que ha sido robado antes?
—En lugar de eso, hablemos de tus hurtos, Chispas —argumentó Zaf—. ¿Le robas a la reina o solo a los pobres diablos que quieren echar un trago?
—¿Y qué me dices de ti? ¿Robas solo en tierra firme o también lo haces en alta mar?
Su salida consiguió que Zaf se echara a reír bajito, algo que Bitterblue no le había visto hacer hasta entonces. Se sintió muy orgullosa de sí misma. El joven sostuvo la copa entre las manos y recorrió el salón con la mirada; se tomó con calma darle una respuesta.
—Me criaron marineros lenitas en un barco lenita —admitió por fin—. Y que le robe a un marinero es tan improbable como que me clave un clavo en la cabeza. Mi verdadera familia es monmarda, y hace unos pocos meses vine aquí para pasar algún tiempo con mi hermana. Conocí a Teddy, y me ofreció un trabajo en su imprenta, que es una buena ocupación hasta que me entren ganas de marcharme otra vez. Y ya está. Esa es mi historia.
—Faltan bastantes fragmentos —dijo Bitterblue—. ¿Por qué te criaron en un barco lenita si eres monmardo?
—De la tuya faltan todos —repuso Zaf—. Y no doy mis secretos a cambio de nada. Si me identificaste como un marinero, entonces es que has pasado un tiempo en un barco.
—Tal vez —replicó con irritación.
—¿Tal vez? —repitió Zaf, divertido—. ¿Qué trabajos haces en el castillo?
—Horneo pan en la cocina —fue la respuesta de Bitterblue, que esperó que él no le hiciera preguntas sobre cosas concretas de la cocina, ya que no recordaba haberla visto nunca.
—¿Y es lenita tu madre o tu padre?
—Mi madre.
—¿Trabaja también contigo?
—Ella cose para la reina. Bordados.
—¿La ves a menudo?
—Cuando estamos trabajando no, pero vivimos en las mismas habitaciones. Nos vemos todos los días por la mañana y por la noche.
Bitterblue enmudeció para recobrar el aliento. Estaba soñando despierta y le parecía una hermosa ilusión, una que podría ser verdad. A lo mejor había una joven panadera en el castillo con su madre, que estaba viva, y que durante el día la llevaba en el pensamiento y la veía de noche.
—Mi padre era un fabulador monmardo —prosiguió—. Un verano viajó hasta Lenidia para narrar relatos y se enamoró de mi madre. Se la trajo a vivir aquí. Murió en un accidente, con una daga.
—Lo siento —dijo Zaf.
—Ocurrió hace años —contestó Bitterblue con voz entrecortada.
—¿Y por qué una joven panadera se escabulle de noche para robar el dinero de una copa? Es un poco peligroso, ¿no?
Bitterblue suponía que la pregunta tenía que ver con su constitución menuda.
—¿Alguna vez has visto a lady Katsa de Terramedia? —inquirió con aire malicioso.
—No, pero todo el mundo conoce su historia, desde luego.
—Es peligrosa sin ser grande como un hombre.
—Muy cierto, pero ella es una luchadora dotada con la gracia.
—Les ha enseñado a muchas chicas de esta ciudad a luchar. Me enseñó a mí.
—Entonces la conoces. —Zaf soltó la copa en la repisa y se volvió hacia ella con los ojos relucientes de interés—. ¿Conoces también al príncipe Po?
—A veces viene al castillo —respondió Bitterblue al tiempo que hacía un gesto vago con la mano—. A lo que voy: soy capaz de defenderme.
—Pagaría por verlos combatir a cualquiera de ellos —dijo Zaf—. Y pagaría en oro por verlos luchar el uno contra la otra.
—¿Oro tuyo o el de otra persona? Creo que eres un graceling dotado para robar.
A Zaf pareció divertirle muchísimo esa acusación.
—No estoy dotado para robar —contestó sonriente—. Y tampoco soy un graceling que lee la mente de otros, pero sé por qué te escabulles de noche: nunca te cansas de oír relatos.
En efecto. No se cansaba de oír narrar historias. Ni de las charlas con Teddy y con Zaf, porque eran igual que los relatos, que las calles y los callejones y los cementerios de noche, que el olor a humo y a sidra, que los edificios decrépitos, que los gigantescos puentes elevándose hacia el cielo que Leck había hecho construir sin razón aparente.
«Cuanto más veo y más oigo, más consciente soy de lo mucho que ignoro. Quiero saberlo todo».