Capítulo 37

Despertó y se vistió con la luz peculiar de un amanecer gris verdoso y un viento aullador que parecía correr en círculos alrededor del castillo.

En la sala de estar, Hava se había sentado tan cerca de la chimenea como era posible sin estar encima del fuego. Estaba arrebujada en unas mantas y bebía una taza humeante con algo caliente.

—Me temo que Hava tiene una información que le va a disgustar, majestad —dijo Helda—. A lo mejor debería sentarse.

—¿Relacionada con Thiel?

—Sí. Respecto a Zafiro aún no tenemos noticias —explicó el ama de llaves, que respondió de ese modo la pregunta que Bitterblue había hecho en realidad.

—¿Cuándo nos…?

—Lord Giddon estuvo fuera toda la noche por otro asunto —se adelantó Helda de nuevo—, y prometió no volver sin información.

—De acuerdo.

Bitterblue cruzó la sala y fue a sentarse delante de la chimenea, junto a Hava, buscando una postura cómoda para que la espada no la estorbara. Procuró prepararse para oír lo que, de algún modo, presentía que iba a romperle el corazón, pero no era fácil lograrlo. Demasiada ansiedad.

—Habla, Hava.

—A través del Puente Alígero y a corta distancia hacia el oeste, majestad, hay una cueva subterránea, de paredes negras, que penetra por debajo del río —empezó la muchacha, sin alzar los ojos de la bebida humeante—. Hay un olor… cargado y empalagoso, majestad. Y en la parte de atrás, al fondo, se abre una segunda cavidad con… montones y montones de huesos.

—Huesos —repitió Bitterblue—. Más huesos.

«Su hospital está debajo del río».

—Anoche, muy tarde, Thiel salió del castillo a través del túnel que parte del corredor oriental —continuó Hava—. Cruzó el puente, fue a la cueva y llenó una caja con huesos. Después llevó la caja de vuelta al puente, se paró en el centro y arrojó los huesos por encima del pretil. Regresó de nuevo a la cueva e hizo lo mismo otras dos veces…

—Thiel arrojó huesos al río. —Bitterblue estaba petrificada.

—Sí. Y al rato se le unieron Darby, Rood, dos de sus escribientes, el juez Quall y mi tío.

—¡Tu tío! —exclamó Bitterblue, que miró a Hava de hito en hito—. ¡Holt!

—Sí, majestad. —La aflicción era evidente en los extraños ojos de Hava—. Todos llenaron cajas con huesos y los arrojaron al río.

—Es el hospital de Leck —musitó Bitterblue—. Están intentando encubrir su existencia.

—¿El hospital de Leck? —preguntó Helda, que apareció al lado de Bitterblue y le puso una bebida caliente en las manos.

—Sí. «La humedad y el techo arqueado en forma de bóveda contribuyen a crear esa acústica».

—Ah, sí —dijo Helda, que hundió la barbilla en el pecho un instante—. Había un corto fragmento en una traducción reciente sobre el olor del hospital. Apilaba los cadáveres, en lugar de quemarlos o deshacerse de ellos con un procedimiento normal. Le gustaban los bichos y el olor. A otros los ponía enfermos, naturalmente.

—Thiel se encontraba allí cuando sucedía todo eso —susurró Bitterblue—. Lo vio, y quiere que el recuerdo se borre como si no hubiese ocurrido nunca. Es lo que quieren todos. Oh, qué estúpida he sido.

—Hay más, majestad —dijo Hava—. Seguí a Thiel, Darby y Rood de vuelta al distrito este. Se reunieron con algunos hombres en una casa ruinosa, majestad, e intercambiaron cosas entre ellos. Sus consejeros dieron dinero a los hombres, y estos les entregaron papeles y un pequeño talego. Apenas pronunciaron palabra, majestad, pero algo se cayó del saco de tela. Luego, una vez se hubieron ido, lo busqué.

El ruido de las puertas exteriores al abrirse hizo que Bitterblue se pusiera de pie de un brinco, y se quemó al salpicarse con la bebida caliente, pero no le importó. Giddon se hallaba en el vano de la puerta, llenándolo con su corpulencia; los ojos del hombre buscaron los suyos de inmediato.

—Zafiro está vivo y libre —informó en tono grave.

Bitterblue se dejó caer de nuevo delante de la chimenea.

—Pero el asunto aún no ha terminado —dedujo, en una brega mental por interpretar las noticias—. Acaba de darme todas las buenas noticias, ¿verdad? Está libre, pero escondido. Está vivo, pero herido. Y no tiene la corona. ¿Está herido, Giddon?

—No peor de lo que suele estarlo, majestad. Al amanecer, lo vi salir a uno de los muelles mercantiles, procedente del Puente Invernal, tan tranquilo, y echó a andar hacia el oeste, en dirección al castillo. Se cruzó conmigo, me vio e hizo una ligerísima inclinación de cabeza. Me apresuré a resolver mis asuntos para no perderlo de vista. Los muelles estaban concurridos, ya que en el río se empieza a trabajar temprano. Pasó junto a un grupo reducido de hombres que cargaban un bergantín y, de repente, tres de ellos se apartaron del resto y echaron a andar tras él. Total, que él apretó el paso y, cuando quise darme cuenta, todos salieron corriendo, y yo también, y la persecución siguió, pero no logré reunirme con Zaf antes que los otros lo alcanzaran. Se organizó una pelea en la que él llevaba la peor parte y, de repente, sacó la corona del chaquetón y la sostuvo en las manos, tan claro como la luz del día. Casi los había alcanzado —dijo Giddon—, cuando la lanzó.

—¿La lanzó? —repitió Bitterblue, esperanzada—. ¿A usted?

—Al río. —Giddon se dejó caer en una silla y se frotó la cara con las manos.

—¡Al río! —De momento, Bitterblue era incapaz de asimilarlo—. ¿Por qué les ha dado a todos por arrojar al río cualquier cosa conflictiva?

—Estaba perdiendo la pelea —dijo Giddon—. Y estaba a punto de perder la corona. Para evitar que Fantasma y Raposa tuvieran de nuevo esa baza para hacerle chantaje a usted, la arrojó al río y salió corriendo.

—¡Incriminándose! —gritó Bitterblue—. ¿Qué tipo de delito es arrojar la corona al río?

—Para empezar, el mayor delito es que tuviera la corona en su poder para arrojarla al río —respondió Giddon—. Un soldado de la guardia monmarda vio lo que pasó, aparte de muchos otros testigos. Cuando la guardia dio el alto a los tres matones de Fantasma, estos se inventaron una historia, arguyendo que perseguían a Zaf y lo estaban pegando porque les había robado lo que les entregó hacía meses.

—No es una historia inventada —comentó Bitterblue, abatida.

—No —admitió Giddon—. Supongo que no.

—Pero… ¿quiere decir que admitieron que la corona había estado en su posesión e intentaban recobrarla otra vez?

—Así es. Ellos, personalmente. Para proteger a Fantasma y a Raposa, ¿comprende, majestad? Y para poder controlar lo que se dice. Ahora los matones de Fantasma están en prisión, pero la guardia monmarda no estará satisfecha hasta que haya capturado a Zaf también.

—¿Condenarán a la horca a los matones de Fantasma?

—Es posible. Depende de lo que Fantasma consiga hacer. Si los cuelgan, Fantasma se ocupará de que sus familias sean sumamente ricas y tengan una buena vida. Ese habrá sido el trato.

—No permitiré que ahorquen a Zaf. ¡No lo permitiré! —afirmó Bitterblue—. ¿Adónde ha ido? ¿Se encuentra en la torre del puente levadizo?

—Lo ignoro. Me quedé en el lugar del suceso para ver qué ocurría. Lo comprobaremos cuando oscurezca.

—¿Esperaremos todo el día? —preguntó Bitterblue—. ¿No lo sabremos hasta la noche?

—Fui después a la imprenta, majestad. No estaba allí, por supuesto, pero todos los demás sí. Y ninguno sabía nada de que planeaba robar la corona.

—Voy a matarlo.

—Ellos estaban ocupados con sus propios problemas —dijo Giddon—. Hubo un incendio anoche en la tienda, majestad, antes de que Zaf se marchara. Bren está afectada por el humo que respiró, así como dos de sus guardias lenitas, porque se quedaron atrapados dentro, intentando apagar las llamas.

—¿Qué? —gritó Bitterblue—. ¿Cómo están?

—Por lo que parece se pondrán bien, majestad. Zaf fue el que sacó a su hermana de la imprenta.

—Hemos de mandar a Madlen allí. Helda, ¿querrás ocuparte tú? ¿Y qué ha pasado con la imprenta, Giddon?

—La imprenta se salvará. Pero Tilda me encargó que le dijera que casi todos sus libros escritos de nuevo se han quemado y no podrán mostrarle matrices tipográficas durante un tiempo. Bren estuvo trabajando ayer, todo el día, en algunas muestras que tenía pensado traerle para que diera su visto bueno, pero no las encuentran en ese caos.

—Oh —exclamó Hava, que soltó la taza en la chimenea con un sonoro golpe—. Majestad —dijo mientras rebuscaba en un bolsillo, del que sacó algo que le tendió a Bitterblue—. Esto es lo que se cayó del talego.

Bitterblue tomó el objeto que le mostraba Hava, se lo puso en la palma de la mano y lo miró fijamente. Era un pequeño molde de madera del primer símbolo del alfabeto valense.

Cerrando los dedos alrededor del molde, Bitterblue se puso de pie y caminó como sonámbula hacia las puertas.

En la oficina de la torre, el cielo tenía un brillo extraño a través del techo de cristal. La nieve daba contra las ventanas.

Al entrar, Thiel se volvió para saludarla.

«Runnemood estaba involucrado en algo terrible», le había dicho una vez. «Creí que, si intentaba comprender por qué Runnemood había hecho algo así, entonces podría hacerlo entrar en razón… Lo único que se me ocurre pensar es que está loco».

—Buenos días, majestad —dijo Thiel.

Bitterblue había sobrepasado el límite del disimulo, de la sensibilidad. Su cuerpo era incapaz de asimilar lo que el cerebro empezaba a comprender a pesar de no querer verlo.

—¿Runnemood, Thiel? —dijo en voz baja—. ¿Siempre fue solo Runnemood?

—¿Cómo, majestad? —Thiel se había quedado petrificado donde estaba. La miraba con esos ojos de color gris acerado—. ¿Qué es lo que me pregunta?

Qué cansada estaba de luchar, de que la gente la mirara a los ojos y le mintiera.

—La carta que escribí a mi tío Ror sobre empezar una política de indemnización, Thiel. Te confié esa carta —dijo—. ¿La enviaste o la quemaste?

—¡Por supuesto que la envié, majestad!

—Él no la ha recibido.

—A veces las cartas se pierden en el mar, majestad.

—Sí. Y los edificios se prenden fuego por casualidad y los delincuentes se matan unos a otros en las calles sin motivo.

A la confusión mostrada por Thiel empezaba a sumarse una especie de desolación desesperada; Bitterblue supo distinguir el inicio de esa desolación, y también del horror mientras seguía mirándola con fijeza.

—Majestad, ¿qué ha ocurrido? —preguntó con mesura.

—¿Tú qué crees que ha ocurrido, Thiel?

En ese momento, Darby irrumpió por la puerta y le tendió una nota a Thiel. Este le echó una ojeada, distraído, se paró y la volvió a leer con más atención.

—Majestad —dijo, como si cada vez estuviera más y más confuso—. Esta mañana, al romper el día, se ha visto a ese joven graceling con los adornos lenitas, Zafiro Abedul, correr por los muelles mercantiles con su corona, que después tiró al río.

—Eso es absurdo —contestó Bitterblue sin alterarse—. La corona está en mis aposentos ahora mismo.

Las cejas de Thiel se fruncieron en un gesto de duda.

—¿Está segura, majestad?

—Por supuesto que lo estoy. Acabo de venir de allí. ¿La han buscado en el río?

—Sí, majestad…

—Pero no la han encontrado.

—No, majestad.

—Ni la encontrarán —manifestó Bitterblue—, porque se encuentra en mi sala de estar. Debe de haber tirado alguna otra cosa al río. Sabes perfectamente bien que es amigo mío y del príncipe Po y, como tal, jamás arrojaría mi corona al río.

Thiel nunca había parecido sentirse tan perplejo como en ese momento. A su lado, Darby tenía los ojos, uno amarillo y otro verde, entrecerrados, con expresión calculadora.

—Si la hubiese robado, majestad, sería un delito penado con la horca —dijo después.

—¿Y eso te complacería, Darby? —preguntó Bitterblue—. ¿Resolvería eso alguno de tus problemas?

—¿Perdón, majestad? —dijo él, malhumorado.

—No, estoy seguro de que la reina tiene razón —intervino Thiel, buscando con torpeza un terreno firme que pisar—. Su amigo no haría tal cosa. Es evidente que alguien ha cometido un error.

—Alguien ha cometido muchos y crasos errores —dijo Bitterblue—. Creo que volveré a mis aposentos.

En las oficinas de abajo hizo un alto para mirar las caras de sus hombres. Rood. Los escribientes, los soldados. Holt. Pensó en Teddy tendido en el suelo de un callejón con un cuchillo clavado en el vientre; Teddy, cuyo único deseo era que la gente supiera leer. Zaf huyendo de asesinos; Zaf imputado de asesinato con falsos testimonios; Zaf tiritando y empapado por zambullirse en busca de los huesos y un hombre yendo hacia él con un cuchillo; Bren luchando contra las llamas para salvar la imprenta del fuego.

Su administración con visión de futuro.

«Pero Thiel me salvó la vida. Holt me salvó la vida. No es posible. Debo de haber entendido algo mal. Hava miente sobre lo que vio».

Sentado a su escritorio, Rood alzó los ojos hacia ella. Bitterblue recordó entonces el molde de tipo que aún llevaba en el puño apretado. Lo sujetó entre el pulgar y el índice y lo sostuvo en alto para que Rood lo viera.

Rood estrechó los ojos, desconcertado. Entonces, al comprender, se echó bruscamente hacia atrás en la silla. Y rompió a llorar.

Bitterblue dio media vuelta y echó a correr.

Necesitaba a Helda, necesitaba a Giddon y a Bann, pero cuando llegó a la sala de estar ellos ya no se encontraban allí. En la mesa vio un informe y las nuevas traducciones escritas en la letra pulcra de Deceso. En ese momento era lo que menos quería ver.

Corrió hacia el recibidor y por el pasillo hasta llegar a la habitación de Helda, pero el ama de llaves tampoco estaba allí. En el pasillo, de vuelta a sus aposentes, se paró un momento y después irrumpió en su dormitorio y corrió hacia el baúl de su madre. Se arrodilló delante, se agarró a los bordes y obligó al corazón a guardar la palabra que definía lo que Thiel había hecho. «Traición».

«Mamá —pensó—. No lo entiendo. ¿Cómo ha podido Thiel ser tan mentiroso si tú lo querías y confiabas en él? ¿Si nos ayudó a escapar? ¿Si ha sido tan amable y afectuoso conmigo, y me prometió que nunca volvería a mentirme? No entiendo lo que está pasando. ¿Cómo es posible?».

Se oyó un suave chirrido al abrirse las puertas de fuera.

—¿Helda? —susurró—. ¿Helda? —repitió en voz más alta.

No hubo respuesta. Se levantó e iba hacia la puerta del dormitorio cuando le llegó un ruido extraño procedente de la sala de estar. Un golpe de metal en la alfombra. Bitterblue entró corriendo al recibidor y se paró cuando Thiel salió con precipitación de la sala de estar. Él también se quedó parado al verla. Llevaba los brazos llenos de documentos y en sus ojos había una expresión frenética, desconsolada y rebosante de vergüenza. Clavó esos ojos en los de ella. Bitterblue aguantó firme, sin moverse.

—¿Cuánto tiempo llevas mintiéndome? —preguntó.

—Desde que la coronaron reina —respondió en un susurro.

—¡No eres mejor que mi padre! —gritó—. Te odio. Me has roto el corazón.

—Bitterblue —dijo él entonces—, perdóneme por lo que he hecho y por lo que debo hacer.

Entonces se abrió paso entre las puertas y se marchó.