Capítulo 34

Madlen y Zaf estuvieron ausentes durante casi dos semanas. Cuando regresaron, se abrieron paso a través de la nieve caída en noviembre con más de cinco mil huesos y pocas respuestas.

—He logrado recomponer tres o cuatro esqueletos casi completos, majestad —informó la sanadora—. Pero casi todo lo que tenemos son fragmentos y nos falta tiempo y espacio para resolver cuál va con cuál. No he hallado evidencia de quemaduras, pero sí algunas marcas de aserraduras. Creo que nos encontramos ante los restos de centenares de personas, pero no puedo ser más específica. ¿Qué le parece si quitamos esa escayola mañana?

—Me parece que es la mejor noticia que me han dado desde hace… —Bitterblue intentó calcular cuánto tiempo hacía, pero al final se dio por vencida—. Ni me acuerdo —acabó con voz de mal humor.

Abandonó la enfermería y al salir al patio mayor se dio de bruces con Zaf.

—¡Oh! —exclamó—. Hola.

—Hola —contestó él, pillado también por sorpresa.

Al parecer, estaba a punto de montar en la plataforma para subirla, ayudado por Raposa, hasta la espantosa altura que requiriese la tarea de calafatear ventanas ese día. Zaf tenía buen aspecto —no parecía que el agua le hubiera causado ningún daño— y había cierto sosiego en el modo de estar ante ella, mirándola. ¿Menos antagonismo?

—Tengo algo que enseñarte, y también una petición que hacerte —dijo Bitterblue—. ¿Podrás ir a la biblioteca a lo largo de la próxima hora?

Zaf asintió con un ligero cabeceo. Detrás de él, Raposa se ataba una cuerda a las anillas de un cinturón ancho, sin dar la impresión de que estuviera prestando atención a lo que hablaban.

Deceso guardaba todos los diarios, salvo en los que Bitterblue estaba trabajando, en un cajón de su escritorio cerrado con llave. Bitterblue le pidió que le diera otro, y el bibliotecario abrió el cajón y se lo entregó con gesto impaciente.

Poco después, cuando Zaf entró en el gabinete de la biblioteca con las cejas enarcadas, Bitterblue se lo entregó.

—¿Qué es esto? —preguntó Zaf mientras pasaba las páginas.

—Un criptograma escrito por Leck que no somos capaces de descifrar. Hemos encontrado treinta y cinco volúmenes.

—Uno por cada año de reinado —comentó Zaf.

—Sí —contestó, procurando dar la impresión de que ella ya se había percatado de ese detalle. Como si, de hecho, Zaf no acabara de darle un instrumento que transmitir al equipo que trabajaba en la descodificación. Si cada libro representaba un año, ¿podrían identificar similitudes entre partes correspondientes de los diferentes diarios? Por ejemplo, si en las palabras iniciales de cada libro se haría referencia al invierno.

—Quiero que te lo lleves, pero debes tener mucho cuidado, Zaf. No se lo enseñes a nadie aparte de Teddy, Tilda y Bren. No hables de él con nadie, y si a ninguno de vosotros se os ocurre alguna idea útil, devuélvemelo de inmediato. Y, sobre todo, no dejes que te sorprendan con él.

—No —rechazó Zaf, que movió la cabeza en un gesto de negación y sostuvo en alto el libro para devolvérselo—. No me lo llevaré. Con las cosas que he visto, no. Alguien lo descubrirá. Me atacarán, me lo quitarán, y su secreto dejará de serlo.

—Supongo que no puedo oponerme. —Bitterblue suspiró—. Bien, pues, ¿querrás echarle un vistazo ahora para hablarles a los otros de él y después decirme qué opinan?

—Sí, de acuerdo, si cree que eso servirá de algo.

Zaf se había cortado el pelo. Ahora lo tenía más oscuro y algunos mechones se alzaban de forma encantadora en distintas direcciones. Desconcertada por su buena disposición para ayudar, y consciente de que lo estaba mirando con fijeza, se acercó al tapiz mientras él hojeaba el libro otra vez. Los ojos verdes, tristes, de la mujer de blanco la tranquilizaron.

—¿Cuál era esa petición? —preguntó Zaf.

—¿Qué? —Bitterblue se dio la vuelta.

—Dijo que tenía que enseñarme algo —contestó Zaf, que señaló el libro con un gesto—, y hacerme una petición. Lo haré, sea lo que sea.

—¿Lo harás, dices? ¿No vas a discutir ni a poner objeciones?

Él la miró a la cara con una franqueza que Bitterblue no había vuelto a ver en Zaf desde la noche en que la besó y después la encontró llorando en el cementerio y se culpó por ello. Zaf se azoró un poco.

—A lo mejor es que el agua fría me ha aclarado las ideas. ¿Qué tiene que pedirme?

Bitterblue tragó saliva con esfuerzo.

—Mis amigos han encontrado un sitio para que te ocultes. Si estallara una crisis con el tema de la corona y necesitaras esconderte, ¿querrías ir al puente levadizo del Puente Alígero?

—Sí.

—Pues era eso.

—Entonces, ¿puedo volver ya a mi trabajo?

—Zaf, no lo entiendo. ¿Qué significa esto? ¿Somos amigos?

La pregunta pareció desconcertarlo. Soltó con cuidado el libro encima de la mesa.

—Quizá seamos otra cosa que aún no ha llegado a conceptualizarse —contestó.

—No entiendo qué quiere decir eso.

—Creo que de eso se trata —comentó Zaf, y se pasó la mano por el pelo con aparente desánimo—. Sé que actué como un chiquillo. Y la veo con claridad de nuevo. Pero no es que las cosas vayan a ser otra vez como antes. He de irme ya, majestad, si da su permiso.

Como Bitterblue no dijo nada, Zaf giró sobre sus talones y se marchó. Pasados unos segundos, Bitterblue volvió a la mesa e intentó retomar un rato la lectura del libro sobre monarquía y tiranía. Leyó algo respecto a las oligarquías y algo de las diarquías, pero no asimiló nada.

No estaba segura de tener la más ligera idea de quién era Zaf ahora, y el hecho de que se dirigiera a ella por su título la había dejado anonadada.

A la mañana siguiente, Bitterblue abrió la puerta del dormitorio y se encontró con Madlen, que blandía una sierra.

—No es una vista tranquilizadora, Madlen —dijo.

—Solo nos hace falta una superficie plana y todo saldrá a pedir de boca, majestad —respondió la sanadora.

—Madlen…

—¿Sí?

—¿Qué le ocurrió a Zaf en Ciervo Argento?

—¿A qué se refiere?

—Ayer, cuando hablamos, parecía otro.

—Ah. —Madlen se quedó pensativa—. No sabría decirle, majestad. Estuvo callado y yo pensé que los huesos le habían vuelto más comedido. Tal vez lo indujeron a plantearse que usted es la reina y a tener en cuenta los problemas a los que se enfrenta.

—Sí, tal vez. —Bitterblue suspiró—. ¿Entramos al cuarto de baño?

Uno de los diarios de Leck descansaba, abierto, a los pies de la cama, donde Bitterblue había estado estudiándolo. Al pasar por delante de las páginas, Madlen se paró de golpe, impresionada.

—¿Se te dan bien los códigos, Madlen? —preguntó Bitterblue.

—¿Los códigos? —repitió la sanadora, con aparente desconcierto.

—No debes decírselo a nadie, ¿me has entendido? A nadie. Es un criptograma escrito por Leck, y nos está dando un trabajo ímprobo descodificarlo.

—Claro. Es un criptograma.

—Sí —dijo Bitterblue con paciencia—. Hasta ahora, ni siquiera hemos conseguido identificar el significado de un solo símbolo.

—Ah. —Madlen observó la página con más atención—. Entiendo a lo que se refiere. Es un criptograma y usted cree que cada símbolo representa una letra.

Bitterblue llegó a la conclusión de que a Madlen no se le daban bien los códigos cifrados.

—¿Acabamos ya con esto? —dijo.

—¿Cuántos símbolos hay, majestad? —inquirió la sanadora.

—Treinta y dos —respondió—. Ven por aquí.

No llevar la escayola era maravilloso. Podía tocarse el brazo otra vez. Podía rascarse la piel y frotarla; se lo podía lavar.

—No volveré a romperme un hueso —anunció mientras Madlen le enseñaba una serie nueva de ejercicios—. Me encanta mi brazo.

—Algún día sufrirá otro ataque, majestad —dijo con severidad la sanadora—. Ponga atención a los ejercicios para que así esté fuerte de nuevo cuando llegue ese día.

Después, cuando Bitterblue y Madlen salieron juntas del cuarto de baño, encontraron a Raposa parada al pie de la cama, mirando el libro cifrado de Leck y sosteniendo una de las sábanas de Cinérea en las manos.

Bitterblue tomó una decisión de forma instantánea.

—Raposa —dijo en voz placentera—, había confiado en que, a estas alturas, ya sabrías que no debes hurgar en mis cosas cuando no estoy presente. Deja eso y salgamos.

—Lo siento, majestad. —Raposa soltó la página como si se hubiera prendido fuego—. Estoy muy avergonzada. No encontraba a Helda, ¿comprende?

—¡Vamos!

—La puerta de su dormitorio estaba abierta, majestad —continuó la graceling mientras salían—. La oí hablar a usted, así que me asomé. Las sábanas estaban amontonadas en el suelo y la que estaba encima era tan preciosa con esos bordados que me acerqué para verla mejor. No pude resistirlo, majestad. Lo siento mucho. Le traía cierta información, ¿sabe?

Bitterblue acompañó a Madlen a la puerta y luego llevó a Raposa a la sala de estar.

—Muy bien —empezó con calma—. ¿Qué información es esa? ¿Has encontrado a Gris?

—No, majestad, pero he oído rumores en los salones de relatos que hablan de que Gris tiene la corona, y de que se sabe que Zafiro es el ladrón.

—Mmmm… —musitó Bitterblue, sin costarle ni pizca fingir preocupación ya que su inquietud era genuina, aun cuando para sus adentros estuviera dándole vueltas a un centenar de otras cosas.

Raposa, que siempre se encontraba cerca cuando ocurría algo delicado. Raposa, que sabía un montón de secretos de Bitterblue, mientras que Bitterblue apenas sabía nada de ella. ¿Dónde vivía cuando estaba fuera del castillo? ¿Qué clase de gente animaba a su hija a que trabajara en esos horarios tan raros, que anduviera por ahí con un puñado de ganzúas en el bolsillo, que fisgoneara y buscara congraciarse con los demás?

—¿Cómo te hiciste sirviente del castillo, Raposa, si no vives aquí? —preguntó Bitterblue.

—Mi familia ha servido a la nobleza durante generaciones, majestad. Siempre hemos sido propensos a vivir fuera del hogar de nuestros patrones; es nuestra costumbre.

Cuando Raposa se marchó, Bitterblue fue a buscar a Helda. La encontró en su dormitorio, sentada en un sillón verde y haciendo calceta.

—Helda, ¿qué te parecería que hiciéramos seguir a Raposa?

—Cielos, majestad —exclamó Helda, las agujas tintineando a un ritmo sosegado—. ¿Las cosas han llegado a eso?

—Es que… No me fío de ella, Helda.

—¿Y a qué se debe esa desconfianza?

Bitterblue se quedó en silencio un instante, pensativa.

—A que hace que se me erice el pelo de la nuca —contestó.

Al día siguiente, Bitterblue se encontraba en la panadería real, aporreando firmemente con el brazo cansado una bola de masa, cuando al alzar la vista se encontró con el bibliotecario dando brincos delante de ella.

—Deceso —exclamó, estupefacta—. Pero ¿qué diantre…?

El hombre tenía una mirada sobreexcitada. La pluma que se había puesto encima de la oreja le goteaba tinta en la camisa, y llevaba telarañas enganchadas en el cabello.

—He encontrado un libro —susurró el bibliotecario.

Limpiándose las manos, Bitterblue lo apartó de Anna y sus ayudantes, los cuales intentaban disimular la curiosidad.

—¿Has encontrado otro libro cifrado? —le preguntó en voz baja.

—No, he encontrado un libro completamente nuevo. Uno que descifrará el criptograma.

—¿Es un libro de códigos?

—¡Es el libro más maravilloso del mundo! —exclamó Deceso—. ¡No sé de dónde ha salido! ¡Es un libro mágico!

—Vale, vale, está bien —trató de tranquilizarlo Bitterblue, que lo condujo hacia las puertas a través del estrepitoso trajín que reinaba en el resto de la cocina, procurando que se sosegara y conteniéndolo para que no se pusiera a cantar y a bailar todo el trecho. No estaba preocupada por la cordura del bibliotecario; o, al menos, no más de lo que se preocupaba por la cordura de cualquier morador del castillo. Ella sabía que los libros podían ser mágicos.

—Muéstrame ese libro.

Era un volumen grande, gordo y rojo; y resultaba espectacular.

—Comprendo —dijo Bitterblue, que compartía la excitación del bibliotecario mientras lo hojeaba.

—No, ni mucho menos —la contradijo Deceso—. No es lo que usted cree.

Ella imaginaba que ese libro era una especie de clave enorme, extensísima, que mostraba lo que cada palabra de símbolos de Leck significaba realmente. La razón de pensar que se trataba de eso era que la primera mitad del libro la componían páginas y páginas de palabras que Bitterblue sabía interpretar por pertenecer al lenguaje común de los siete reinos, y a cada una de las palabras la seguía otra de símbolos.

La mitad posterior del libro parecía tener la misma información, solo que al revés: primero las palabras de símbolos, seguidas por las palabras equivalentes en común. Lo interesante era que la grafía parecía por completo aleatoria. Una palabra de cuatro letras en el común, «care», aparecía con una grafía de tres símbolos, mientras que otra en la que también habían ces, aes y erres solo compartía un símbolo igual a los que usaba «care».

También era interesante el hecho de que alguien corriera tanto riesgo con un criptograma al permitir que existiese un libro así. El criptograma de Leck, desde luego, era infrangible, siempre que ese libro se guardara donde nadie pudiera hallarlo.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó a Deceso, de repente temerosa de que el ejemplar se desintegrara, se prendiera fuego o lo robaran ladrones—. ¿Hay más copias?

—No es la clave del criptograma de Leck, majestad —dijo Deceso—. Sé que cree que es eso, pero se equivoca. Lo he probado y no funciona.

—Tiene que serlo —insistió Bitterblue—. ¿Qué otra cosa podría ser?

—Un diccionario para traducir el lenguaje común a otra lengua nueva y viceversa, majestad.

—¿Qué quieres decir? —Bitterblue soltó el libro en el escritorio, al lado de Amoroso. Era enorme y los brazos se le habían cansado de sostenerlo; además, empezaba a estar irritada.

—Quiero decir lo que he dicho, majestad. Los símbolos de Leck son las letras de un lenguaje completo. Es un diccionario de dos idiomas: todas las del lenguaje común de los siete reinos traducido al suyo, y todas las palabras del suyo traducidas a las del común. Mire.

El bibliotecario le mostró de nuevo la página de antes, donde había palabras que empezaban por la «c», en orden alfabético. Dentro había una hoja garabateada por él en la que había tres columnas escritas.

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—Majestad, veréis que he copiado ocho vocablos de esa página del libro, donde aparecen palabras del común en orden alfabético, a la izquierda. En el centro he copiado los símbolos que son sus equivalentes en esa lengua nueva. Y he agregado una tercera columna con las palabras en nuestro idioma. Creo que debería hacerse una copia de este diccionario con las palabras de nuestro idioma y el lenguaje de símbolos. Os voy a enseñar algo, majestad.

El bibliotecario pasó las páginas del volumen hasta llegar al principio, donde aparecían treinta y dos símbolos escritos en columnas, cada uno con una letra o una combinación de letras escritas al lado.

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—Mi teoría es que esta página es una guía fonética para que personas como nosotros, que hablamos otro idioma, sepamos cómo pronunciar los símbolos —explicó Deceso—. Nos muestra cómo pronunciar las «letras» de este nuevo lenguaje, ¿ve?

Todo un lenguaje nuevo. Un lenguaje de símbolos. Ese era un concepto totalmente extraño para Bitterblue, tanto que deseaba creer que era el idioma privado de Leck, uno que él había inventado para crear codificaciones. Solo que, la última vez que había supuesto que Leck se había inventado algo, Katsa había entrado en sus aposentos con la pelambre de una rata del color de uno de los ojos de Po.

—Si existen otras tierras al este —susurró Bitterblue—, supongo que lo más probable es que tengan un idioma por completo diferente al nuestro, e incluso que lo escriban con símbolos, en lugar de letras.

—Sí —convino Deceso, que brincaba por la excitación.

—Un momento —dijo Bitterblue al caer de pronto en algo—. Este libro no está manuscrito, sino impreso.

—¡Sí! —gritó el bibliotecario.

—Pero… ¿Dónde hay una imprenta con moldes de tipos para estos símbolos?

—¡No lo sé! —gritó de nuevo Deceso—. ¿No es maravilloso? ¡Forcé la puerta y entré en la imprenta en desuso del castillo, majestad, y la registré por completo, pero no hallé nada!

Bitterblue ni siquiera estaba enterada de que hubiera una imprenta en desuso.

—¿Eso explica lo de las telarañas en el pelo?

—¡Puedo indicarle cómo se dice la palabra «telaraña» en esta lengua, majestad! —gritó Deceso, que a continuación masculló algo que sonaba como el nombre de un nuevo tipo de pastel exquisito: jopcuepain.

—¿Qué? —preguntó Bitterblue—. ¿Es que ya lo has aprendido? ¡Cielos benditos! ¿Has leído el libro y has aprendido todo un idioma nuevo? —Notó que necesitaba sentarse, así que rodeó el escritorio y se dejó caer en la silla del bibliotecario—. ¿Dónde encontraste este libro?

—Estaba en esa estantería —contestó Deceso, que señaló la que había justo enfrente del escritorio, a unos cinco pasos de distancia.

—¿No es esa la sección de matemáticas?

—Justo esa, majestad —confirmó Deceso—; llena de volúmenes finos y encuadernados en cuero oscuro, que es por lo que este enorme y rojo ejemplar me llamó la atención.

—Pero… ¿cuándo…?

—¡Lo vi esta mañana! ¡Apareció durante la noche, majestad!

—Qué extraordinario —comentó Bitterblue—. Hemos de descubrir quién lo puso ahí. Le preguntaré a Helda. Pero ¿me estás diciendo que este libro no hace que los libros de Leck sean coherentes?

—Si se utiliza como clave, majestad, el contenido de los libros de Leck es un galimatías.

—¿Has probado a utilizar la clave de fonética? A lo mejor, si pronuncias los símbolos sonarían como nuestras palabras.

—Sí, majestad, probé a hacerlo así —contestó el bibliotecario, que se situó junto a ella detrás del escritorio, se arrodilló y abrió el cajón cerrado con la llave que llevaba colgada al cuello. Sacó uno de los diarios de Leck al azar, lo abrió por la mitad y, siguiendo con el dedo los símbolos, empezó a leer en voz alta:

Wayng eezh wghee zhdzlby ayf ypayzhgghnkeeog guión khf

—Sí, me has convencido, Deceso —dijo Bitterblue—. ¿Y si transcribes ese horrible sonido en nuestros caracteres? ¿Se convierte en un código que podríamos descifrar?

—Creo que es mucho menos complicado que eso, majestad. Creo que el rey Leck escribía en criptografía este otro idioma.

Bitterblue parpadeó.

—Quieres decir como lo hacemos en nuestro idioma, pero en el suyo —aventuró.

—Exactamente, majestad. Creo que todo nuestro trabajo para identificar el uso de una clave de seis letras no ha sido en vano.

—Y… —Bitterblue había apoyado la frente en el tablero del escritorio y gimió—. ¿Consideras eso menos complicado? Para descifrar este criptograma no solo necesitaremos aprender otro idioma, sino que habremos de obtener una información completa sobre dicha lengua. Como por ejemplo, qué símbolos se utilizan con más frecuencia y en qué proporción con los otros. Qué palabras tienden a usarse juntas. ¿Y qué pasa si no es un código con alfabetos distintos aplicados de forma alternativa y una clave de seis símbolos? ¿O si hay más de una clave de seis símbolos? ¿Cómo vamos a poder adivinar una clave en otro idioma? Y si alguna vez conseguimos descifrar algo, ¡el texto descifrado seguirá estando en otra lengua!

—Majestad —empezó Deceso con solemnidad, todavía arrodillado a su lado—, será el desafío mental más difícil al que me he enfrentado nunca, y el más importante.

Bitterblue alzó la cabeza del tablero y volvió la vista hacia el hombre. Todo él parecía resplandecer, y de pronto Bitterblue entendió al bibliotecario; comprendió su devoción por un trabajo difícil pero importante.

—¿De verdad has aprendido ya el otro idioma?

—No, apenas he empezado. Será un proceso lento y arduo.

—A mí me supera, Deceso. Podría aprender algunas palabras, pero no creo que mi mente sea capaz de seguir la tuya en la descodificación. No podré ayudarte. Además, me aterroriza que cargues con tanta responsabilidad tú solo. Algo tan grande como esto no debería depender exclusivamente de una única persona. Nadie debe saber lo que estás haciendo o tu vida correrá peligro. ¿Necesitas algo o quieres alguna cosa que pueda proporcionarte para facilitarte la tarea?

—Majestad, me ha dado todo cuanto anhelo. Es usted la reina con la que sueña cualquier bibliotecario.

Pensó que ojalá pudiera aprender a ser la reina con la que soñaban aquellos que tenían otro tipo de consideraciones más prácticas.

Por fin recibió una carta codificada de su tío Ror, que accedía —aunque con acritud— a viajar a Monmar con un generoso contingente de la armada lenita. Decía:

No es algo de mi agrado, Bitterblue. Sabes que evito involucrarme en los asuntos de los cinco reinos del continente. Te recomiendo encarecidamente que tú hagas lo mismo, y no concibo que no me hayas dejado otra alternativa que ofrecerte mi armada para protegerte de sus arbitrariedades.

Su primo Celaje también enviaba una carta cifrada, como hacía siempre, ya que las letras decimoctavas de cada frase del texto de la carta descifrada de Celaje siempre se encadenaban para crear la clave de la siguiente carta de Ror. Su primo decía:

Padre haría por ti casi todo, prima, pero con esto has conseguido enojarlo a más no poder. Me tomé unas largas vacaciones en el norte con tal de escapar de sus gritos. Estoy realmente impresionado contigo. Sigue así. No nos haría maldita gracia que se sintiera demasiado pagado de sí mismo en la vejez. ¿Qué se cuenta mi hermanito?

La cosa no podía estar tan mal si Celaje se lo tomaba a broma. Y para ella era un gran alivio saber, por un lado, que estaba en condiciones de influir en Ror, y por otro, que su tío aún era lo bastante enérgico para protestar. Eso sugería la posibilidad de que, algún día, se produjera un equilibro de poder entre ellos dos… Si es que conseguía convencer a su tío de que ya era mayor, que había madurado. Y de que, a veces, tenía razón.

Bitterblue pensaba que Ror se equivocaba en ciertas cosas. El aislamiento de Lenidia de los otros cinco reinos del continente era un lujo para un reino insular, pero quizás, en su opinión, también era un poquitín hipócrita por parte de Ror. Ella, su sobrina, era la reina de Monmar, en tanto que su hijo era uno de los cabecillas del Consejo. De los siete reinos, el de Ror era el más acaudalado y el más justo y, en una época en la que se destronaban monarcas y los reinos renacían sacudidos por convulsiones, Ror tenía la capacidad de ser un firme ejemplo para el resto del mundo.

Bitterblue quería llegar a ser otro firme ejemplo con él. Deseaba hallar la forma de construir una nación que otras naciones desearan imitar.

Qué extraño que Ror no hubiese hecho la menor mención al tema de las indemnizaciones en la carta; ella le había enviado una para pedirle consejo sobre la indemnización a las víctimas de abusos por parte de Leck antes de enviar la siguiente pidiéndole que el próximo viaje lo hiciera acompañado por su armada. Quizá la carta sobre la flota lo había alterado tanto que se había olvidado del otro asunto. Quizá… Quizás ella podría empezar sin su consejo. Quizás era algo que ella podía planear con la ayuda de las pocas personas que gozaban de su confianza. ¿Y si tuviera consejeros, administradores, ministros que le hicieran caso? ¿Y si dispusiera de consejeros que no tuviesen miedo de su propio dolor, a los que las cosas del reino que aún no habían sanado no los asustaran? ¿Y si no tuviera que estar luchando siempre contra aquellos que deberían ayudarla?

Qué cosa tan extraña era ser reina. A veces, sobre todo durante los pocos minutos al día que Madlen le permitía trabajar la masa de pan, solía darle vueltas a esas ideas.

«Si Leck procedía de alguna tierra al este de las montañas y mi padre era natural de Lenidia, ¿cómo he llegado a ser la soberana de Monmar? ¿Cómo puedo serlo sin llevar una sola gota de sangre monmarda en mis venas?».

Aun así, era incapaz de imaginarse como otra persona distinta; su condición de reina era algo que no podía separar de su condición de persona. Había ocurrido muy deprisa; con el lanzamiento de una daga. Bitterblue había contemplado a través de una estancia el cuerpo de su padre muerto y había sabido en lo más hondo de su ser en lo que acababa de convertirse. Y así lo había dicho en voz alta aquel día: «Soy la reina de Monmar».

Si consiguiera encontrar a la gente adecuada, gente en la que pudiera confiar que iba a ayudarla, ¿empezaría a asumir la verdadera razón de ser de una reina?

Y luego, ¿qué? Monarquía era tiranía. Eso se había demostrado con el reinado de Leck. Si encontrara la gente adecuada que la ayudara, ¿habría alguna forma de cambiar eso también? ¿Podía una reina con su poder organizar su administración de manera que sus ciudadanos tuvieran asimismo poder para manifestar sus necesidades?

Había algo en el acto de trabajar la masa de pan que la hacía tener los pies en la tierra. También lo hacían sus vagabundeos, sus constantes exploraciones por el castillo. Un día que necesitaba velas para la mesilla de noche, fue a buscarlas ella misma al cerero. Al reparar en la rapidez con que crecía su vestuario con vestidos de falda pantalón, así como el hecho de que las mangas habían vuelto a ser como antes, sin botones, le pidió a Helda que le presentara a su costurera. Sintiendo curiosidad al oír el ruido de loza fuera, irrumpió en la sala de estar para abordar al muchacho que iba todas las noches a retirar los platos de la cena; y entonces deseó haber controlado su impulso y pensar mejor lo que iba a hacer, porque resultó que no era un muchacho. Era un hombre joven, moreno, muy guapo, con unos hombros fantásticos y un modo maravilloso de mover las manos, y ella llevaba puesta una bata de color rojo intenso y unas zapatillas rosas muy grandes, tenía el cabello hecho un desastre y una mancha de tinta en la nariz.

El funcionamiento del castillo a su alrededor era muy satisfactorio. Al cruzar una vez el patio mayor con un frío que se le metía en los huesos, había visto a Zaf encaramado en la plataforma, y a unos trabajadores quitando el hielo de los desagües. Había visto caer copos en el cristal y el agua de la nieve fundida precipitarse en la fuente. En mitad de la noche, hombres y mujeres puestos de rodillas en los pasillos pulían los suelos con paños suaves mientras la nieve se acumulaba encima, en los techos de cristal. Empezó a reconocer a la gente con la que se cruzaba. No se habían hecho progresos en la búsqueda de alguien que hubiera presenciado el alumbramiento del diccionario rojo, pero, cuando Bitterblue visitaba a Deceso en la biblioteca, aprendía el nuevo alfabeto, observaba al hombre mientras trazaba cuadrículas alfabéticas y diagramas de frecuencia de letras, y lo ayudaba a seguir la pista de las cifras.

—A su lenguaje le dan un nombre que podríamos pronunciar, más o menos, «delian», que sería «valense» en nuestro idioma, majestad. Y llaman, o al menos lo llama Leck, «gracelingio» al idioma común de los siete reinos.

—Valense… ¿Como un derivado o un adjetivo del nombre falso del río? Me refiero al río Val.

—Sí, majestad.

—¿«Gracelingio»? ¿El nombre que le dan al idioma común de los siete reinos es «gracelingio»? —inquirió, sin salir de su asombro.

—Sí.

Hasta el trabajo de Madlen de agrupar los huesos en esqueletos, con los que tenían ocupados los laboratorios de la enfermería y una de las salas de pacientes, reconfortaba a Bitterblue. Esos huesos eran la verdad de algo que Leck había hecho, y Madlen estaba intentando volverlos a su ser. Para Bitterblue era un modo de mostrarles respeto.

—¿Qué tal va su brazo, majestad? —le preguntó Madlen, que sostenía en las manos lo que parecía un puñado de costillas y las miraba como si fueran a hablarle.

Bitterblue sabía que la sanadora tenía razón al actuar así, porque había poder en tocar las cosas. Asiendo ese hueso partido, sentía el dolor que la persona había sentido cuando se rompió. Sentía la tristeza de una vida que había acabado demasiado pronto, y de un cuerpo del que se había deshecho alguien como si no fuera nada; sentía su propia muerte, que llegaría algún día. En eso también había una intensa tristeza. Bitterblue no acababa de asumir la idea de la muerte.

En la panadería, inclinada sobre la masa de pan, empujándola y dándole la forma de algo elástico, empezó a entender una cosa con claridad: como a Deceso, a ella también le gustaban los quehaceres pesados, difíciles y enrevesados que rayaran lo imposible. Aprender a ser reina sería una tarea lenta, ardua. Conseguiría darle un nuevo sentido al significado de ser reina y la reforma de ese significado reformaría el reino.

Y entonces, el mismo día que empezaba diciembre, mientras forzaba los cansados brazos al límite, alzó los ojos de la mesa de la panadería. Deceso estaba delante de ella. Bitterblue no necesitó preguntar nada. Por la expresión radiante en la cara del bibliotecario, lo supo.