Capítulo 33
Había treinta y cinco libros en total. Bitterblue necesitaba ayuda, y cuanto antes; necesitaba a Helda, a Bann y a Giddon. Así pues, cerrando tras ella todas las puertas, fue a despertarlos a los tres.
Atendiendo a su insistente llamada con los nudillos, tres personas adormiladas acudieron a tres puertas, escucharon su frenética explicación y fueron a vestirse.
—¿Querrá ir a buscar a mi guardia Holt? —le pidió a Bann, quien se apoyaba contra la puerta, sin camisa, con aire de ir a desplomarse en las tablas del suelo, inconsciente, si ella se lo permitía—. Lo necesitamos para que arranque las maderas que condenan la puerta de mi sala de estar, y tiene que hacerlo sin meter jaleo porque hemos de subir los diarios a mis aposentos sin que nadie lo sepa. ¡Y por lo que más quiera, dese prisa!
Holt llegó acompañado por Hava, ya que el guardia se encontraba en la galería de arte para visitar a su sobrina cuando Bann lo encontró. Bitterblue, Hava, Holt, Giddon y Bann bajaron a hurtadillas por la escalera y entraron al laberinto con unos cuantos faroles; formaban un extraño y silencioso grupo de rescate a altas horas de la noche. Se deslizaron por los giros y revueltas hasta la puerta de Leck.
Bitterblue olvidó que los demás no habían entrado nunca allí; abrió la puerta con la llave y empujó a todos dentro sin advertir a Holt y a Hava que ese cuarto estaba lleno de esculturas de Belagavia. Hava, conmocionada al verlas, titiló en su desconcierto y se transformó en escultura para después volver a ser una chica.
—Las destruyó —dijo en voz baja, furiosa, acercando el farol a una de ellas—. Las llenó de pintura.
—Siguen siendo hermosas —susurró Bitterblue—. Él intentó destruirlas, pero creo que fracasó, Hava. Míralas. No necesito que me ayudes con los libros, quédate aquí y pasa un rato con ellas.
Holt se había parado delante de la escultura de la niña a la que le crecían alas y plumas.
—Esta eres tú, Hava. Lo recuerdo —dijo.
Holt echó un vistazo por la habitación. La intensa mirada se rezagó en el armazón de la cama vacío. Por fin desvió los ojos hacia Bitterblue, y ella se puso un poco nerviosa porque en esos ojos había una inseguridad que preferiría no ver en la mirada de un hombre cuya gracia era la fuerza y conocido por tener un comportamiento impredecible.
—Holt, ¿quieres acompañarme? —dijo al tiempo que le tendía la mano.
El guardia la tomó en la suya y ella lo condujo, como a un niño, hacia el fondo de la habitación y escalera arriba. Allí le mostró los tablones clavados a la puerta de su sala de estar.
—¿Puedes quitarlos sin hacer ruido para que si hay miembros de la guardia monmarda patrullando por el laberinto no lo oigan?
—Sí, majestad —afirmó. Asió un tablón con las dos manos y empezó a tirar con suavidad, de forma que salió de la pared sin más ruido que un leve chirrido.
Satisfecha, Bitterblue dejó a Holt con su trabajo y bajó la escalera para reunirse con Giddon y Bann, que esperaban a que los condujera por debajo del tapiz y a través del túnel hasta los libros de Leck.
Cuando llegaron al cubículo de los libros, Bitterblue mandó a Giddon que siguiera pasadizo adelante hasta el final a fin de descubrir adónde llevaba. Alguien tenía que hacerlo, y Bitterblue no soportaba la idea de dejar atrás los libros. Entonces Bann y ella empezaron a bajar los volúmenes de los estantes y a llevarlos de vuelta a la habitación de Leck, donde los fueron apilando encima de la alfombra. Unos ruidos apagados revelaban que Holt aún quitaba tablones de la puerta. Hava iba de una escultura a otra, las tocaba, les quitaba el polvo, todo ello sin pronunciar palabra.
Bitterblue se hallaba en el armario de piedra recogiendo los últimos libros que quedaban cuando Giddon regresó.
—Continúa durante un buen trecho y acaba en una puerta majestad —informó—. Me costó muchísimo tiempo encontrar el resorte para abrirla. Comunica con el mismo corredor, en la zona oriental del castillo, donde empieza el túnel que da al distrito este, y está oculta detrás de un tapiz, igual que parece ocurrir con todas estas puertas. Solo vi el tapiz por detrás, pero parece representar un enorme felino salvaje de color verde que desgarra la garganta a un hombre. Me asomé al corredor. No creo que me viera nadie.
—Confío en que nadie más haya descubierto la relación entre animales de colores extraños y túneles —resopló Bitterblue—. Estoy furiosa con Po por no caer en la cuenta.
—Eso no es justo, majestad —dijo Giddon—. Po no ve colores y, de todos modos, no ha tenido tiempo para crearse un mapa mental de su castillo.
Ahora estaba furiosa consigo misma.
—Había olvidado lo de los colores. Soy una estúpida.
Antes de que Giddon tuviera ocasión de responder, se oyó un enorme estruendo en la distancia. Se miraron el uno al otro, alarmados.
—Tome, lleve estos —dijo Bitterblue, que le entregó casi todos los libros que quedaban y sostuvo en un brazo los demás.
Los ruidos seguían y llegaban de arriba, de la dirección de la habitación de Leck. Giddon y Bitterblue subieron corriendo la cuesta del pasadizo. En el dormitorio, Holt tenía levantado el bastidor de la cama y lo arrojó contra la alfombra, haciéndolo pedazos.
—Tío —gritó Hava, que intentaba agarrarlo del brazo—. Basta. ¡Para ya!
Bann forcejeaba con Hava en un intento de apartar a la chica, pero la soltaba cada vez que se transformaba en otra cosa y él gemía mientras se sujetaba la cabeza.
—La destruyó —repetía Holt una y otra vez, delirante, enarbolando trozos del armazón roto y descargándolos contra el suelo—. La destruyó. Le dejé que acabara con mi hermana.
El bastidor de la cama que destrozaba con tanta facilidad era un mueble de madera maciza. Las astillas volaban por toda la habitación, golpeaban esculturas, levantaban nubes de polvo. Hava cayó y él ni siquiera la miró. Bann arrastró a Hava lejos de la ira desatada de Holt, y la chica se acurrucó en el suelo, sollozando.
—¿Ha quitado todos los tablones de la puerta? —preguntó Bitterblue a Bann a gritos para hacerse oír. Falto de aliento, él asintió con la cabeza—. Entonces suban los libros por la escalera a mis aposentos, antes de que toda la guardia monmarda irrumpa por esa puerta para ver a qué se debe el jaleo —les ordenó a Giddon y a él. Después se acercó a Hava y la asió lo mejor que pudo, con los ojos cerrados, porque la joven seguía cambiando de apariencia y resultaba mareante.
—No podemos hacer nada —le dijo—. Hava, debemos dejarlo en paz hasta que se calme.
—Se odiará cuando haya pasado —comentó Hava, que hipaba y lloraba—. Es lo peor de todo. Cuando recobre el juicio y se dé cuenta de que perdió los estribos, se detestará.
—Entonces debemos quitarnos de en medio y ponernos donde no pueda hacernos daño —contestó Bitterblue—. Así podremos tranquilizarlo porque lo único que se ha roto ha sido el armazón de una cama.
No acudieron guardias. Cuando por fin el mueble quedó hecho trizas, Holt se sentó en el suelo entre los trozos y se echó a llorar. Hava y Bitterblue se acercaron a él; se sentaron a su lado mientras él empezaba con las disculpas y las manifestaciones de vergüenza. Intentaron aliviarlo de esa carga con palabras amables.
A la mañana siguiente, Bitterblue entró en la biblioteca con un diario debajo del brazo y se paró delante del escritorio de Deceso.
—Tu gracia de leer y recordar —le dijo—. ¿Funciona también con símbolos que no entiendes o solo con letras que sí conoces?
Deceso arrugó la nariz de una forma que hizo que pareciera que arrugaba toda la cara.
—No sé de lo que me habla, majestad —dijo.
—Un criptograma. Tú has escrito páginas enteras codificadas del libro sobre códigos que Leck destruyó. ¿Pudiste hacerlo porque entendías los criptogramas? ¿O es que recuerdas una sarta de letras aunque no tengan ningún significado para ti?
—Es una pregunta complicada —empezó Deceso—. Si puedo hacer que signifiquen algo, aunque sea algo estúpido que en realidad no sea lo que significa, entonces sí, hasta cierto punto, siempre que el pasaje no sea demasiado largo. Pero en el caso de los criptogramas del libro de códigos, majestad, pude reescribirlos porque los entendía y tenía memorizada su traducción. Pasajes de tal extensión, si hubiesen sido sartas de letras o de números al azar sin significado, me habrían resultado mucho más difíciles. Por fortuna, a mi mente se le dan bien los criptogramas.
—Se le dan bien los criptogramas —repitió Bitterblue, distraída, hablando más para sí misma que para él—. Tienes un don para mirar letras y palabras y encontrarles estructuras y significado. Así es como funciona tu gracia.
—Bueno, más o menos, majestad. La mayor parte del tiempo.
—¿Y si es un código de símbolos, en lugar de letras?
—Las letras son símbolos, majestad —razonó Deceso con gesto estirado—. Siempre se puede aprender más de ellas.
Bitterblue le tendió el libro que llevaba y esperó mientras el bibliotecario lo abría. Al ver la primera página, Deceso frunció las cejas en un gesto perplejo. Con la segunda, empezó a abrir la boca. Se apoyó en el respaldo de la silla, pasmado, y alzó los ojos hacia ella. Parpadeó con exagerada rapidez.
—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó en voz ronca, gutural.
—¿Sabes qué es?
—Está escrito de su puño y letra —susurró Deceso.
—¡De su puño y letra! ¿Cómo puedes afirmar tal cosa, cuando ninguno de esos signos se parece a nuestra escritura?
—Su letra era extraña, majestad. Seguro que lo recordáis. De forma sistemática, escribía de un modo raro algunas letras. Las escribía de un modo similar y, en algunos casos, idénticas a los símbolos de este libro. ¿Lo ve?
Con un dedo delgado, Deceso señaló un símbolo que parecía una «U» cruzada por un trazo oblicuo.
En efecto, Leck siempre había escrito la «U» con ese extraño trazo oblicuo que partía del extremo superior derecho de la letra. Bitterblue reconoció dicho rasgo y de repente se dio cuenta de que ella había intuido tal similitud desde que había abierto el primer libro por primera vez.
—Claro —dijo—. ¿Crees que este símbolo corresponde entonces a nuestra «U»?
—No sería un código cifrado muy bueno si fuera así.
—Pues este código es tu nuevo trabajo —decidió Bitterblue—. Solo he venido a pedirte que lo leyeras, con la esperanza de que pudieras memorizarlo o incluso copiarlo, a fin de que no se perdieran para siempre si se nos extraviaban. Pero ahora veo que eres el indicado para descifrar este código. No es un cifrado de sustitución simple, porque hay treinta y dos símbolos. Los he contado. Y tenemos treinta y cinco libros.
—¡Treinta y cinco!
—Sí.
Los extraños ojos de Deceso se habían humedecido. El bibliotecario tiró del libro hacia sí y lo sostuvo contra el pecho.
—Descifra el código —pidió Bitterblue—. Te lo suplico, Deceso. Puede que sea la única forma de que lleguemos a entender algo. Yo trabajaré también en ello, así como un par de mis espías a los que se les dan bien los códigos. Puedes guardar aquí tantos libros como quieras, pero nadie más debe verlos nunca, nunca. ¿Entendido?
Sin decir palabra, Deceso asintió. Entonces Amoroso, que estaba tumbado en el regazo del bibliotecario, se sentó y su cabeza asomó por el borde del escritorio, con el pelo proyectado en distintas direcciones de forma rara, como siempre, como si la piel no le encajara bien. Bitterblue ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí. Deceso lo recostó contra su pecho y lo sostuvo con firmeza, sujetando al gato y el libro como si temiera que alguien fuera a quitárselos.
—¿Por qué te dejó vivir Leck? —le preguntó Bitterblue.
—Porque me necesitaba. No podía controlar el conocimiento a menos que supiera cuál era el conocimiento y dónde encontrarlo. Le mentía siempre que podía. Fingía que su gracia tenía efecto en mí aunque no era así; salvé todo lo que pude; reescribí lo que me fue posible y lo escondí. Pero no era suficiente; nunca lo fue —dijo con voz ronca—. Expolió y destruyó su biblioteca y las de otros, y yo no pude impedírselo. Cuando sospechaba de mí, me hacía cortes y, cuando me pillaba en una mentira, torturaba a mis gatos.
Una lágrima se deslizó por la cara de Deceso. Amoroso empezó a debatirse por estar sujeto con tanta fuerza. Bitterblue comprendió que el pelaje de un gato podía quedarle raro en el cuerpo si le habían cortado la piel con cuchillos. Y el alma de un ser humano se estremecería con incomodidad en torno a su cuerpo si la persona había estado sola con el horror y el sufrimiento durante demasiado tiempo.
Ella no podía hacer nada para mitigar semejante sufrimiento. Tampoco quería atemorizar a Deceso con un comportamiento efusivo. Pero marcharse sin darse por enterada de todo lo que el bibliotecario había dicho tampoco era una opción. ¿Había algo que fuera correcto hacer? ¿O solo mil cosas contraproducentes?
Bitterblue rodeó el escritorio para ir hacia él y posó una mano con suavidad en el hombro del bibliotecario. Cuando Deceso inhaló y exhaló aire una vez, de forma irregular, Bitterblue obedeció un sorprendente impulso, se inclinó y le besó la seca frente. Él respiró otra vez antes de susurrar:
—Descifraré este código para usted, majestad.
En su despacho, con Thiel al timón, los documentos pasaban con más fluidez por el escritorio de Bitterblue de lo que lo habían hecho hacía semanas.
—Ahora que es noviembre —le dijo al consejero—, supongo que tendremos pronto respuesta de mi tío con su asesoramiento respecto a cómo habré de indemnizar a la gente a la que Leck perjudicó. Le escribí a principios de septiembre, ¿recuerdas? Será un alivio ponerme a trabajar en eso. Me parecerá que realmente estoy haciendo algo.
—Mi teoría respecto a esos restos óseos del río es que son de cuerpos arrojados al agua por el rey Leck, majestad —contestó Thiel.
—¿Qué? —preguntó Bitterblue, sobresaltada—. ¿Tiene eso algo que ver con una indemnización a los afectados?
—No, majestad. Pero la gente hace preguntas sobre los restos óseos y me planteaba si no deberíamos emitir un comunicado explicando que el rey Leck se deshizo de ellos. Eso pondría fin a la especulación, majestad, y nos permitiría centrarnos en asuntos como la indemnización.
—Comprendo. Preferiría esperar hasta que Madlen haya concluido su investigación, Thiel. En realidad aún no sabemos cómo llegaron esos restos allí.
—Por supuesto, majestad —aceptó Thiel con absoluta corrección—. Entre tanto, redactaré el comunicado a fin de que esté listo para publicarlo sin tardanza.
—Thiel. —Bitterblue dejó la pluma y lo miró—. ¡Preferiría que dedicaras el tiempo a la incógnita de quién está incendiando edificios y matando a gente en el distrito este, en lugar de redactar un comunicado que quizá no llegue a publicarse nunca! Ahora que el capitán Smit está «ausente» —añadió, procurando que la palabra no destilara demasiado sarcasmo—, entérate de quién está al cargo de la investigación. Quiero informes a diario, igual que antes, y quizá no esté de más decirte que he perdido la confianza en la guardia monmarda. Si sus miembros desean convencerme de que cambie de opinión, habrán de hallar algunas respuestas que encajen con las que están encontrando mis espías, y deprisa.
Naturalmente sus espías no habían encontrado nada. Nadie en la ciudad tenía nada útil que ofrecer; los espías enviados a investigar los nombres de la lista de Teddy tampoco descubrían nada. Pero ni la guardia monmarda ni Thiel tenían por qué saberlo.
Entonces, una semana después de que Madlen y Zaf partieran hacia Ciervo Argento, Bitterblue recibió una carta que —posiblemente— dilucidaba por qué sus espías no hallaban ninguna respuesta.
La primera parte de la misiva estaba escrita con la letra extraña e infantil de Madlen.
Estamos recuperando cientos de huesos. Miles, majestad. Su Zafiro y su equipo los están sacando más deprisa de lo que yo puedo llevar la cuenta. Me temo que no puedo decirle gran cosa respecto a esos restos, aparte de lo más esencial. Casi todos son huesos pequeños. He encontrado trozos de, al menos, cuarenta y siete cráneos, y estoy intentando recomponer los esqueletos. Hemos instalado un laboratorio improvisado en las habitaciones vacías de una posada. Tenemos suerte de que al posadero le interese la ciencia y la historia. Dudo que otros hosteleros quisieran tener sus habitaciones llenas de restos óseos.
Zafiro desea escribirle unas líneas. Dice que usted sabrá la clave.
Lo que seguía era un párrafo en una de las letras más indescifrables que Bitterblue había visto en su vida, tan enmarañada que tardó un poco en darse cuenta de que, en efecto, era un texto cifrado. Le vinieron a la mente dos posibles claves. Para ahorrarse un mal rato y no sufrir una desilusión, probó primero con la hiriente: «mentirosa». No funcionó. Con la segunda, sin embargo, descodificó el texto cifrado:
Fue acertado enviar su guardia lenita. Le doy gracias por ello. Detuvieron hombre con cuchillo que se lanzó sobre mí en campamento cuando salía de río congelado incapaz de luchar. Hombre salvaje sonado no supo dar razón ni nombres de contratantes. Bolsillos llenos de dinero. Así lo hacen. Eligen desdichados que hagan trabajo, gente desesperada sin motivos de matar que no los identificaría aunque quisiera, así parecen crímenes al azar sin sentido. Sea prudente tenga los ojos bien abiertos. ¿Hay guardias vigilando la imprenta?
Bitterblue utilizó la clave de Zaf para contestarle.
Hay guardias vigilando la imprenta. Ten cuidado también en esa agua tan fría Zaf.
Lo último lo añadió tras vacilar unos instantes. La clave era «Chispas». No pudo evitar que su corazón alentara una pequeña esperanza de que él la hubiera perdonado.
Entre tanto, las sábanas bordadas de Cinérea reposaban apiladas en montones, abandonadas, en el suelo del dormitorio, con tres de los libros de Leck escondidos debajo. Bitterblue pasaba todo el tiempo que podía con la nariz metida en uno de esos libros, emborronando con garabatos hojas y hojas de papel, estrujándose el cerebro con cada tipo de conversión de códigos que había leído a lo largo de años; o al menos lo intentaba. Nunca había tenido que hacer algo semejante. Había cifrado mensajes que utilizaban las claves más complicadas que uno pudiera imaginar, y disfrutaba con el esmero y la habilidad con que estaban creadas, así como con los rápidos cálculos de su propia mente. Pero descodificar era harina de otro costal. Entendía los principios básicos de los códigos cifrados, pero, cuando intentaba transferir ese conocimiento a los símbolos de Leck, todo se venía abajo. En algunos sitios encontraba pautas. Hallaba series de cuatro, cinco o incluso siete símbolos que reaparecían aquí y allá exactamente en la misma secuencia, lo cual tendría que haber sido algo positivo. Que hubiera repeticiones de una secuencia de símbolos en particular dentro de un criptograma sugería una palabra repetida. Pero las repeticiones eran sumamente escasas, sugerían una variante de cifrado polialfabético, y no ayudaba lo más mínimo que los símbolos en uso fueran treinta y dos en total. Treinta y dos símbolos para representar veintiséis letras. ¿Los símbolos sobrantes eran espacios en blanco? ¿Se utilizaban como alternativas para las letras más comunes, como la «A» y la «E», a fin de dificultar a quien intentara descifrar el código mediante el examen de frecuencia de letras? ¿O representaban combinaciones de consonantes, como «CH» y «LL»? A Bitterblue le estaba dando dolor de cabeza.
Deceso tampoco había hecho muchos progresos en el descifrado del código, y se mostraba más agobiado e irascible de lo normal.
—Es muy posible que haya seis alfabetos distintos aplicados de forma alternativa —dijo Bitterblue al bibliotecario una tarde—. Lo cual sugiere que la clave es de seis letras.
—¡A eso ya llegué yo hace días! —replicó él casi a voces—. ¡No me distraiga!
Observando la forma en que Thiel iba y venía por la torre a veces, Bitterblue se preguntó cuál era la razón principal que tenía para ocultarle al consejero la existencia de los diarios. ¿Lo que le daba más miedo era que interfiriese? ¿O era el daño que podría hacer a su frágil alma saber que se habían hallado los escritos ocultos de Leck? Se había enfurecido con él por ocultarle la verdad y ahora ella estaba haciendo lo mismo.
Rood había vuelto a las oficinas y se movía despacio de un lado para otro, inhalando aire en respiraciones cortas y superficiales. Darby, por su parte, no paraba un momento, subía y bajaba la escalera, repartía papeles y palabras, olía a vino añejo y, por fin, un día, se desplomó en el suelo delante del escritorio de Bitterblue.
No paró de farfullar un galimatías incomprensible mientras los sanadores lo atendían. Cuando lo sacaron del despacho, Thiel se quedó paralizado, con la mirada fija en las ventanas. Parecía tener los ojos clavados en algo que no estaba allí.
—Thiel —llamó Bitterblue, sin saber qué decir—. ¿Puedo ayudarte en algo?
Al principio fue como si no la hubiese oído. Luego se volvió de espaldas a las ventanas.
—La gracia de Darby le impide dormir como hacemos nosotros, majestad —musitó—. A veces, la única forma que tiene de desconectar la mente es emborracharse hasta perder el sentido.
—Tiene que haber algo que podamos hacer para ayudarlo —dijo Bitterblue—. Quizá deberías darle un trabajo menos estresante o sugerirle incluso que se retirara.
—El trabajo lo consuela, majestad. El trabajo nos conforta a todos. Lo mejor que usted puede hacer por nosotros es permitir que sigamos trabajando.
—Sí, de acuerdo —accedió, porque el trabajo también la ayudaba a no perder el control de sus propios pensamientos. Lo comprendía.
Esa noche se sentó en el suelo de su dormitorio con dos de sus espías expertas en descifrar códigos. Mantenían los libros abiertos delante de ellas mientras planteaban hipótesis, exponían argumentos y pasaban del cansancio a la frustración y de la frustración al cansancio. Bitterblue estaba tan exhausta que no se daba cuenta del agotamiento que tenía y de que no estaba en absoluto capacitada para esa tarea.
En el límite de su arco visual, una mole llenó el vano de la puerta. Se volvió, procurando no perder el hilo del pensamiento; vio a Giddon recostado en el marco y detrás de él a Bann, que apoyaba la barbilla en el hombro de Giddon.
—¿Podemos convencerla de que se una a nosotros, majestad? —preguntó Giddon.
—¿Y qué están haciendo?
—Estamos sentados —respondió él—. En su sala de estar. Hablando de Elestia. Quejándonos de Katsa y de Po.
—Y de Raffin —añadió Bann—. Hay un pastel de nata agria.
El pastel era una buena motivación, por supuesto; pero, sobre todo, Bitterblue quería saber qué cosas había dicho Bann cuando se quejó de Raffin.
—No estoy llegando a ninguna parte con esto —admitió con los ojos velados por el cansancio.
—Bien. Además, necesitamos que haga algo —comentó Giddon.
Dando algún traspié con las zapatillas, Bitterblue se reunió con ellos en la puerta y los tres echaron a andar corredor adelante.
—Para ser concretos, necesitamos que se tumbe en posición supina en el sofá —aclaró Bann cuando entraron en la sala de estar.
La extraña petición despertó cierto recelo en Bitterblue, pero se avino a ella y se sintió muy complacida cuando Helda apareció como salida de la nada y le plantó un plato con pastel encima del estómago.
—Estamos teniendo un poco de suerte con desertores militares en el sur de Elestia —empezó Giddon.
—Este relleno de frambuesa está riquísimo —comentó con vehemencia Bitterblue, y a continuación se quedó dormida, con un trozo de pastel en la boca y el tenedor en la mano.