Capítulo 32
Al día siguiente, Po y Raffin partieron antes de que amaneciera; condujeron los caballos hacia el distrito este y a través de Puente Alígero al paso, en silencio. Katsa se marchó poco después dejando a Bann, a Helda y a Bitterblue intercambiando miradas taciturnas por encima de los platos del desayuno. Giddon no había regresado aún de Ciervo Agento.
Luego, a última hora de la mañana, Darby subió corriendo la escalera y soltó una nota doblada en el escritorio.
—Esto parece urgente, majestad —jadeó.
La nota estaba escrita con la letra de Giddon, sin cifrar.
Majestad, le ruego que venga a las caballerizas lo antes posible y traiga a Rood con usted. Actúe con discreción.
No entendía por qué le hacía Giddon semejante petición, y dudaba que fuera por una razón alegre. En fin, al menos había regresado sano y salvo.
Rood la siguió hacia los establos como un perro tímido, encogido; como si intentara desaparecer.
—¿Sabes a qué viene esto? —le preguntó Bitterblue.
—No, majestad —susurró en respuesta.
Al entrar a las caballerizas no vio a Giddon por ningún sitio, por lo que decidió echar a andar por la hilera de establos más próxima; avanzó pasando delante de los caballos, que resoplaban y pateaban el suelo. Al doblar en la primera esquina, vio a Giddon en la puerta de una cuadra, inclinado sobre algo caído en el suelo. Había otro hombre con él: Ornik, el joven herrero.
Rood emitió un sollozo a su lado.
Giddon lo oyó, giró sobre sus talones y se acercó a ellos con rapidez para impedir que siguieran adelante. Fue con un brazo extendido para detener a Bitterblue y con el otro sosteniendo a Rood para que no se desplomara.
—Es terrible, me temo —advirtió—. Es un cadáver que ha estado en el río durante un tiempo. Yo… —Vaciló—. Rood, lo lamento, pero creo que es tu hermano. ¿Sabrías identificar sus anillos?
Rood cayó de rodillas.
—No pasa nada —tranquilizó Bitterblue a Giddon cuando él la miró con aire impotente. Le puso la mano en un brazo—. Encárguese de Rood. Yo conozco los anillos.
—Preferiría que no tuviera que verlo, majestad.
—Me afectará menos que a Rood.
Giddon giró la cabeza hacia atrás para hablar con Ornik:
—Quédate con la reina —ordenó sin necesidad, ya que el herrero se había acercado; olía a vómito.
—¿Tan malo es, Ornik? —preguntó Bitterblue.
—Mucho, majestad —respondió él con gravedad—. Solo le mostraré las manos.
—Querría verle el rostro, Ornik —dijo, sin explicarse por qué necesitaba ver todo lo que fuera posible. Solo para saber y, quizá, comprender.
Y sí, identificó los anillos que constreñían los dedos de una mano horriblemente hinchada, si bien el resto del hombre era irreconocible. Apenas humano; fétido. Mirarlo era soportable a duras penas.
—Son los anillos de Runnemood —le dijo a Ornik.
«Y esto responde la pregunta de si Runnemood era la única persona que daba caza a los buscadores de la verdad. Este cadáver no provocó el incendio en la ciudad de hace —contó los días mentalmente— cuatro noches».
»Habría muerto de todos modos, de haberlo declarado culpable de sus crímenes. Así pues, ¿por qué verlo muerto me resulta tan horrible?».
Ornik cubrió el cuerpo con una manta. Cuando Giddon se acercó a ellos, Bitterblue miró hacia atrás y vio que Darby había llegado y estaba de rodillas, rodeando con un brazo a Rood. Y más atrás se hallaba Thiel, de pie, vacía la mirada, como un fantasma.
—¿Hay algún modo de saber qué ocurrió? —preguntó Bitterblue.
—Lo dudo, majestad —dijo Giddon—. Cuando un cuerpo pasa tanto tiempo en el río como parece que ha estado este, no. Debe de haber sido hace alrededor de tres semanas y media, supongo, si murió la noche de su desaparición, ¿no? Rood y Darby, los dos, hacen conjeturas de que fuera un suicidio.
—Suicidio —repitió—. ¿Runnemood se habría suicidado?
—Por desgracia, majestad, hay algo más que he de decirle —añadió Giddon.
—Está bien. —Bitterblue vio que a espaldas de Giddon, al fondo del pasillo de las cuadras, Thiel se había dado media vuelta y se dirigía hacia la salida—. Deme un minuto, por favor.
Corrió para alcanzar a Thiel al tiempo que lo llamaba.
El hombre se volvió hacia ella con gesto inexpresivo y movimientos envarados.
—¿Tú también crees que fue un suicidio, Thiel? ¿No te parece que debía de tener enemigos?
—No puedo pensar, majestad —dijo Thiel en voz ronca, tensa—. ¿Que si habría sido capaz de suicidarse? ¿Tan loco estaba? Quizá sea culpa mía, por dejar que se fuera corriendo esa noche, solo —añadió—. Perdóneme, majestad —continuó mientras retrocedía con aire confuso—. Perdóneme, porque esto es culpa mía.
—¡Thiel! —llamó, pero él hizo oídos sordos y se marchó.
Bitterblue dio media vuelta y vio a Giddon al fondo de otra hilera de cuadras; abrazaba a un hombre al que ella no había visto nunca, lo abrazaba como a un pariente cercano desaparecido hacía tiempo. A continuación, Giddon abrazó al caballo que por lo visto acababa de entrar con el hombre. A Giddon le corrían las lágrimas por las mejillas.
¿Qué diantres estaba pasando? ¿Es que todo el mundo se había vuelto loco? Se fijó en el cuadro vivo que componían Darby y Rood, de rodillas. El cadáver de Runnemood envuelto en la manta yacía en el suelo, un poco más allá, y Rood sollozaba, inconsolable. Bitterblue suponía que uno lloraría la muerte de un hermano, sin importar en qué se había convertido con el paso del tiempo.
Fue hacia él para decirle que lo sentía.
El hombre al que Giddon había abrazado era el hijo de su ama de llaves. El caballo al que se había abrazado era una de sus monturas, una yegua que se habían llevado a la ciudad para hacer un encargo cuando empezó el ataque por sorpresa de Randa. Nadie había sentido la necesidad de decirles a los hombres del rey que en su inventario de la cuadra propiedad de Giddon faltaba uno de los animales.
Toda la gente había tenido tiempo de salir de los edificios. Todos los caballos habían sobrevivido, así como todos los perros, hasta el cachorro más renacuajo de la camada. En cuanto a las cosas de Giddon, poco quedaba. Los hombres de Randa habían recorrido el lugar de antemano para recoger todos los objetos de valor antes de provocar el tipo de incendio que desencadenaba la máxima destrucción.
Bitterblue regresó al castillo con Giddon.
—Lamento mucho todo lo ocurrido —le dijo en voz queda.
—Es un consuelo hablar de ello con usted, majestad. Pero ¿recuerda que había algo más que tenía que decirle?
—¿Es sobre su heredad?
No lo era. Se trataba del río, y a Bitterblue se le desorbitaron los ojos conforme él la ponía al corriente.
El río, en Ciervo Argento, estaba lleno de restos óseos. Se habían descubierto al mismo tiempo que el cadáver de Runnemood porque dio la casualidad de que el cuerpo se había quedado enganchado en lo que, tras una investigación, resultó ser un encalladero generado por huesos acumulados. Se había formado hielo alrededor del cadáver de forma que se congeló y se quedó anclado en el sitio. Todo ello había ocurrido en un meandro del río donde el agua se embalsaba y discurría con progresiva lentitud hasta casi detenerse. Era un tramo profundo que los vecinos del lugar solían evitar por la sencilla razón de que las cosas muertas se acumulaban allí, peces y plantas eran arrastrados a las orillas y se quedaban hasta descomponerse. Era un lugar pútrido.
Los restos óseos eran humanos.
—Pero ¿cuántos años tienen? —preguntó Bitterblue, sin comprender—. ¿Son de los cuerpos que Leck incineraba en el Puente del Monstruo?
—El sanador creía que no, majestad, porque no halló señales de quemaduras, aunque admitió tener poca experiencia en el examen de esqueletos. No se sentía cómodo haciendo especulaciones respecto a la edad que podrían tener, pero es posible que se hayan estado acumulando allí durante tiempo. Si la gente no hubiera tenido que entrar remando en esa zona para liberar el cadáver de Runnemood, no los habrían descubierto. Nadie se anima a ir a ese tramo del río, majestad, y nadie se mete en la charca, porque aventurarse por el cauce es peligroso.
A Bitterblue se le vino a la cabeza otra cosa: Po y sus alucinaciones de que en el río flotaban cadáveres. Cinérea y sus bordados: «El río es su cementerio de huesos».
—Tenemos que sacarlos —dijo.
—Por lo visto hay cuevas subacuáticas allí, majestad, con mucha profundidad de agua. Podría ser difícil.
Un recuerdo se abrió paso en la mente de Bitterblue como un rayo de luz.
—Bucear en busca del tesoro —musitó.
—¿Perdón, majestad?
—Por lo que Zaf me dijo una vez, él sabe algo sobre recuperar cosas del fondo del mar. Imagino que lo podría extrapolar al cauce de un río. ¿Es factible hacer eso en agua fría? —A regañadientes añadió—: Zaf es discreto, al menos en cuanto a información se refiere, bien que no tanto en lo relacionado con su comportamiento.
—En cualquier caso, no creo que la discreción sea un problema en este asunto, majestad —repuso Giddon—. Toda la ciudad está al corriente de la aparición de restos óseos en el río. Los descubrieron antes de que yo llegara e incluso oí hablar del asunto en varias ocasiones antes de reunirme con mi contacto. Si llevamos a cabo una operación de rescate de esos restos en un lugar a medio día de camino a caballo de la capital, no creo posible que podamos mantenerlo en secreto.
—Sobre todo si decidimos buscar también en otras zonas del río —le comentó Bitterblue.
—¿Deberíamos?
—Creo que hay más restos óseos de las víctimas de Leck, Giddon. Y creo que tiene que haber algunos aquí, en el río, cerca del castillo. Po los buscó ex profeso, pero no los percibió. Sin embargo, cuando estuvo enfermo y delirante, con su gracia henchida y distorsionada, una parte de él los descubrió. Dijo que en el río flotaban cadáveres.
—Comprendo. Si Leck arrojaba restos al cauce del río, supongo que podríamos encontrarlos prácticamente hasta en el puerto. ¿Qué flotabilidad tienen los huesos?
—Ni idea —reconoció Bitterblue con la voz ronca—. A lo mejor Madlen lo sabe. Quizá debería unir en equipo a Madlen y Zafiro, y enviarlos a Ciervo Argento. Oh, cómo me duele el hombro. Y la cabeza me va a estallar —se quejó; se paró en el patio mayor y se frotó el cuero cabelludo por debajo de las trenzas, demasiado prietas—. Giddon, qué ganas tengo de disfrutar de unos pocos días sin noticias desagradables.
—Son muchas sus preocupaciones, majestad —musitó él.
Advertida por el tono de su voz, se sintió avergonzada por protestar. Lo miró a la cara y captó un atisbo de desolación en los ojos del hombre, que él procuraba no transmitir con la voz.
—Giddon, quizá decir esto no sirva para nada ni lo ayude —empezó—. Espero que no le parezca ofensivo, pero quiero que sepa que siempre será bienvenido en Monmar y en mi corte. Y si algunos de los que estaban a su servicio no tienen empleo o desean, por la razón que sea, encontrarse en otro lugar, todos serán bien recibidos aquí. Monmar no es un sitio perfecto —continuó, tras hacer una inhalación, y apretó el puño para rechazar todos los sentimientos que tal declaración había despertado en ella—. Pero aquí hay buenas personas, y quería que usted lo supiera.
Giddon le tomó el puño apretado en su mano y se lo llevó a los labios para besarlo. Bitterblue sintió una cálida sensación ante la magia de saber que había hecho algo, aunque fuera poca cosa, bien. Ojalá se sintiera así más a menudo.
De vuelta en el despacho, Darby le dijo que Rood se encontraba en la cama, al cuidado de su esposa y, tal vez, zarandeado por los brincos de sus nietos, aunque Bitterblue era incapaz de imaginar a Rood zarandeado por nada sin que se rompiera. Darby no reaccionó bien a la noticia de los restos óseos. Se alejó dando tumbos y, con el paso de las horas, los andares y la conversación del consejero se tornaron irregulares. Bitterblue se preguntó si estaría bebiendo en su escritorio.
Nunca se le había ocurrido pensar, hasta lo ocurrido esa mañana, dónde se encontraban exactamente los aposentos de Thiel. Solo sabía que estaban en la planta cuarta, hacia el lado norte, aunque por supuesto no era dentro del laberinto de Leck. Esa tarde, a última hora, le pidió a Darby indicaciones más específicas.
Ya en el pasillo correcto, le consultó a un lacayo, que la miró con ojos de pez y señaló, sin decir palabra, una puerta.
Un tanto inquieta, Bitterblue llamó con los nudillos. Hubo una pausa. Luego, la puerta se abrió hacia dentro y Thiel estuvo ante ella, mirándola desde su altura. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y los faldones sueltos.
—¡Majestad! —exclamó, sobresaltado.
—Thiel. ¿Te he sacado de la cama?
—No, majestad.
—¡Thiel! —exclamó, al reparar en la mancha roja que tenía uno de los puños—. ¡Estás sangrando! ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado?
—Oh. —El hombre miró hacia abajo, buscando en el pecho y los brazos la mancha causante de la alarma; al verla, la cubrió con la mano—. No ocurre nada, majestad, aparte de mi torpeza. Me ocuparé de esto inmediatamente. ¿Quiere…? ¿Desea entrar?
Abrió la puerta del todo y se apartó a un lado con aturdimiento para que ella pasara. Era una única habitación, pequeña y sin chimenea, con una cama, un lavamanos, dos sillas de madera y un escritorio que parecía demasiado pequeño para un hombre tan grande, como si tuviera que tocar con las rodillas la pared cuando lo utilizara. La temperatura del cuarto era muy fría y la luz, demasiado tenue. No había ventanas.
Cuando le ofreció la mejor de las dos sillas de respaldo recto, Bitterblue se sentó, incómoda, avergonzada e incomprensiblemente confusa. Thiel fue hacia el lavamanos, se giró de forma que no viera el lado que estaba herido, se subió la manga e hizo algo, no sabía qué, dándose golpecitos con agua y luego vendas. Había un instrumento de cuerda en un estuche abierto, contra la pared. Un arpa. Al recordar la música que había oído el día anterior estando en el laberinto de Leck, Bitterblue se preguntó si cuando Thiel la tocaba el sonido salvaría la distancia hasta allí.
También vio un trozo de espejo roto encima del lavamanos.
—¿Esta ha sido siempre tu habitación, Thiel? —le preguntó.
—Sí, majestad. Lamento que no sea más acogedora.
—¿Te fue… asignada o la elegiste tú? —preguntó con tiento.
—La elegí, majestad.
—¿Nunca te ha apetecido disponer de más espacio? ¿Algo parecido a mis aposentos?
—No, majestad. —Se acercó y se sentó frente a ella—. Esta alcoba es adecuada para mí.
En absoluto. Ese cuarto cuadrado e incómodo, la manta gris de la cama, el mobiliario deprimente, no se correspondía con su posición, su inteligencia o su importancia para ella y para el reino.
—¿Has hecho que Darby y Rood vayan a trabajar a diario? —le preguntó—. Nunca había visto que ninguno de los dos acudiera a las oficinas tan seguido sin sufrir una crisis.
Él se miró las manos y luego se aclaró la garganta con delicadeza.
—Sí, majestad. Aunque, claro está, hoy no le insistí a Rood. Confieso que, siempre que me han pedido consejo, se lo he dado. Espero que no piense que me he extralimitado.
—¿Te has aburrido mucho?
—Oh, majestad —exclamó fervientemente, como si la pregunta en sí fuese un alivio al aburrimiento—. He estado sentado en este cuarto sin nada más que hacer que pensar. No tener nada que hacer salvo pensar le hace a uno sentirse impotente, te deja anquilosado.
—¿Y qué has pensado, Thiel?
—Que, si me permitiese volver a su torre, majestad, me esforzaría para servirla mejor.
—Thiel, nos ayudaste a escapar, ¿verdad? Le diste un cuchillo a mi madre. No habríamos escapado si no lo hubieras hecho; ella necesitaba ese cuchillo. Y distrajiste a Leck mientras huíamos.
Thiel se acurrucó, rodeándose con los brazos.
—Sí —susurró por fin.
—A veces me parte el corazón no recordar cosas. No recuerdo que los dos fueseis tan amigos. No recuerdo lo importante que eras para nosotras. Solo recuerdo momentos fugaces cuando os llevaba a los dos escalera abajo para castigaros juntos. No es justo que no recuerde tu bondad.
Thiel soltó un largo suspiro.
—Majestad, uno de los legados más crueles de Leck es que nos incapacitó para recordar ciertas cosas y para olvidar otras. No somos dueños de nuestra mente, no la controlamos.
—Me gustaría que volvieras mañana —dijo Bitterblue tras una pausa.
Él la miró y una creciente esperanza asomó a su rostro.
—Runnemood ha muerto —continuó ella—. Ese capítulo ha quedado atrás, pero el misterio sigue sin resolverse, porque mis amigos buscadores de la verdad de la ciudad siguen siendo el blanco de alguien. No sé cómo irán las cosas entre nosotros, Thiel. No sé cómo volveremos a confiar el uno en el otro, y no sé si estás lo bastante bien para ayudarme con los asuntos a los que me enfrento. Pero te echo de menos, y me gustaría intentarlo otra vez.
Un fino hilillo de sangre escurría a través de otra zona de la camisa de Thiel, en la parte alta de la manga. Al levantarse Bitterblue de la silla para marcharse, recorrió de nuevo con la mirada todo el cuarto. No podía quitarse de encima la sensación de que era como una celda.
A continuación, Bitterblue se dirigió a la enfermería. Encontró el cuarto de Madlen caliente por el calor de los braseros, bien iluminado para aliviar la temprana oscuridad otoñal y, como siempre, lleno de libros y papeles. Un acogedor refugio.
Madlen estaba haciendo el equipaje.
—¿Los restos óseos? —le preguntó Bitterblue.
—Sí, majestad. Los misteriosos restos óseos. Zafiro ha ido a casa y también se está preparando.
—Voy a mandar un par de soldados de la guardia lenita con vosotros, Madlen, porque Zaf me preocupa, pero ¿lo vigilarás tú también, como sanadora? Ignoro hasta qué punto sabe el procedimiento para recuperar cosas del agua, sobre todo en la que está fría, y se cree invencible.
—Por supuesto que lo haré, majestad. Y quizá cuando regrese podré echar un vistazo debajo de esa escayola. Estoy deseosa de comprobar la fuerza del brazo y ver cómo han funcionado mis medicinas.
—¿Podré amasar pan una vez que no lleve puesta la escayola?
—Si estoy satisfecha del resultado, entonces sí, podrá amasar pan. ¿Es por eso por lo que ha venido, majestad? ¿A pedir permiso para amasar pan?
Bitterblue se sentó a los pies de la cama de Madlen, al lado de un enorme montón de mantas, papeles y ropa.
—No —contestó.
Repasó lo que quería decir antes de dar voz a las palabras, preocupada de que fueran una prueba de que estaba loca.
—Madlen, ¿una persona se cortaría a sí misma a propósito? —le preguntó.
La sanadora dejó de revolver cosas y miró a Bitterblue. Luego apartó el montón de ropas que había en la cama y se sentó junto a ella.
—¿Lo pregunta por sí misma, majestad, o por otra persona?
—Sabes que yo no me haría tal cosa.
—Desde luego me gustaría pensar que lo sé, majestad —respondió Madlen. Hizo una pausa, con un aire muy sombrío—. No hay límites en las formas que la gente conocida puede dejarlo a uno pasmado. No tengo una explicación para esa costumbre, majestad. Me pregunto si hacerlo significa castigarse por algo de lo que uno es incapaz de perdonarse a sí mismo. O la expresión externa de un dolor interno, majestad. O tal vez es un modo de darse cuenta de que, en realidad, uno quiere seguir vivo.
—No hables de ello como si fuese una afirmación de la vida —susurró Bitterblue, furiosa.
Madlen se miró las manos, que eran grandes, fuertes, y —como Bitterblue sabía por propia experiencia— infinitamente tiernas.
—Para mí es un alivio saber que, en su propio dolor, la idea de hacerse daño a sí misma no le atraiga, majestad.
—¿Por qué iba a atraerme? —estalló—. ¿Por qué? Es una estupidez. Me gustaría dar de patadas a quien lo hace.
—Eso, majestad, tal vez estaría de más.
De vuelta a sus aposentos, Bitterblue entró como un vendaval en su dormitorio, cerró de un portazo e incluso echó la llave, tras lo cual se soltó las trenzas, se quitó el cabestrillo y la ropa, todo ello a tirones, mientras las lágrimas le trazaban surcos silenciosos en la cara. Alguien llamó a la puerta.
—Vete —chilló sin dejar de caminar de un lado para otro a zancadas.
«¿Cómo voy a ayudarle? Si me enfrento a él, lo negará y después se quedará sumido en sí mismo y se desmoronará».
—Majestad —dijo la voz de Helda al otro lado de la hoja de madera—. Dígame que no pasa nada ahí dentro o haré que Bann eche la puerta abajo.
Llorando y riendo a la vez, Bitterblue encontró una bata. Después fue hacia la puerta y la abrió.
—Helda —le dijo a la mujer que se erguía ante ella con aire imperioso; la llave que sostenía en la mano hacía su amenaza un tanto teatral—. Lamento mi brusquedad. Estaba… disgustada.
—Mmmm… Bueno, hay motivos más que suficientes para estar disgustado, majestad. Serénese y venga al comedor, si hace el favor. A Bann se le ha ocurrido un sitio para que escondamos a su Zafiro, si las cosas llegaran a un punto crítico con la corona.
—Fue una sugerencia de Katsa, majestad —dijo Bann—. ¿Cree usted que él iría de buen grado a ocultarse en un escondrijo nuestro?
—Tal vez. Podría intentar hablarlo con él. ¿Dónde está ese sitio?
—En el Puente Alígero.
—¿El Puente Alígero? ¿No es esa zona de la ciudad una de las de mayor densidad de población?
—Tiene que subir al puente, majestad. Casi nadie va allí. Y resulta que es un puente levadizo, ¿lo sabía? En el lado más próximo tiene una especie de habitáculo, una torre, para el operario de las maniobras. Katsa lo descubrió la primera vez que viajó al túnel, porque la ruta la llevaba a través del puente y no tenía suministros esa noche, ¿recuerda?
—¿El Puente Alígero no es tan alto que prácticamente tres barcos de aparejo completo, apilados uno sobre otro, podrían pasar por debajo y aún quedaría espacio de sobra?
—En cierto modo —contestó Bann con suavidad—. No creo que se haya presentado nunca la necesidad de alzar el puente levadizo. Lo cual significa que es una torre que nadie mira dos veces. Está amueblada y en funcionamiento, equipada con ollas, sartenes, una estufa, etcétera. Sería muy propio de Leck estacionar allí a un hombre sin trabajo que hacer. En consonancia con su lógica, ¿verdad? Pero ahora está vacía. Según Katsa, todo está bajo una capa de polvo de años. Katsa entró a la fuerza y se llevó un cuchillo y otras cuantas cosas, pero dejó lo demás.
—Empieza a gustarme la idea —admitió Bitterblue—. A Zaf le vendría bien sentarse en un cuarto frío, estornudando y pensando en sus errores.
—De todos modos, es mejor que intentar esconderlo en uno de nuestros armarios, majestad. Y sería el primer paso para trasladarlo a Elestia.
—Por lo visto, tenéis planes para él —comentó con las cejas enarcadas.
—Desde luego, intentaríamos ayudarlo en cualquier caso, majestad, porque es su amigo —dijo Bann, que se encogió de hombros—. Pero también es una persona que podría sernos de utilidad.
—Me parece que de dejarle a él la elección, si es que decide huir, el destino sería Lenidia.
—No vamos a obligarlo a ir a ninguna parte, majestad —aclaró Bann—. Si alguien no quiere colaborar con nosotros, no nos es útil. Actúa guiado por su instinto. Es una de las razones de que nos guste, pero sabemos que eso significa que hará lo que le apetezca. Háblele de lo del puente, ¿quiere? Yo mismo iré allí una de estas noches y me aseguraré de que sirve para nuestros fines. A veces, los mejores escondrijos son los que están a plena vista.
Esa noche, en lugar de meterse con la laboriosa tarea de descifrar los bordados, Bitterblue se dirigió hacia la galería de arte. No sabía bien por qué lo hacía, y nada menos que en bata y zapatillas. Helda y Bann se habían ido a dormir, y Giddon tenía sus propios problemas. Bitterblue experimentaba la vaga sensación de necesitar compañía.
Sin embargo, no vio a Hava por allí.
—¡Hava! —llamó un par de veces, por si la chica estaba escondida, pero no obtuvo respuesta.
Acabó de pie delante del tapiz del hombre al que atacaban bestias de vivos colores. Por primera vez se preguntó si estaría contemplando una historia real.
Sonó un chasquido y el tapiz se movió y ondeó. Detrás había una persona.
—¿Hava?
Fue Raposa la que salió y parpadeó con la luz del farol de Bitterblue.
—¡Majestad!
—¿De dónde diantres sales, Raposa?
—Hay una escalera de caracol que conduce hasta aquí arriba desde la biblioteca, majestad —explicó Raposa—. La recorría por primera vez. Ornik me habló de ella, majestad. Al parecer también pasa por los aposentos de lady Katsa, y el Consejo la utiliza a veces para reuniones. ¿Cree que algún día me permitirán asistir a esas reuniones, majestad?
—Eso habrán de decidirlo el príncipe Po y los demás —contestó con serenidad—. ¿Conoces a alguno de ellos, Raposa?
—Al príncipe Po, no —fue la respuesta de la graceling, que a continuación se puso a hablar de los otros.
Bitterblue solo hacía caso a medias, porque Po era el que importaba. Ojalá le hubiera dicho que hablara con Raposa antes de marcharse. También estaba distraída porque algo completamente diferente acababa de ocurrírsele y no dejaba de darle vueltas: veía mentalmente una sucesión de accesos disimulados detrás de criaturas de colores extraños. La puerta a la escalera de Leck, oculta detrás del caballo azul, en su sala de estar. La entrada secreta a la biblioteca, escondida detrás del tapiz de la mujer de cabello alborotado. Los extraños y coloridos insectos en los azulejos del baño de Katsa. Y ahora, una puerta en la pared que cubría esa horrenda escena.
—Disculpa, Raposa, pero estoy exhausta. Es hora de que me vaya a acostar.
Regresó a sus aposentos y recogió las llaves. De nuevo salió pasando entre sus guardias, bajó por la escalera adecuada y serpenteó a través del laberinto, todo ello procurando no apresurarse; era absurdo albergar demasiadas esperanzas por una simple corazonada.
Ya dentro de la habitación, fue hacia el tapiz del pequeño búho, levantó el enorme y pesado lienzo tejido por la parte inferior y se metió por debajo.
No veía nada y se pasó el primer minuto tosiendo a causa del polvo. Con los ojos llorosos y la nariz picándole como loca, hizo presión sobre la pared y, casi asfixiada por la colgadura mural, se preguntó qué puñetas esperaba que ocurriera ahora: ¿tal vez que una puerta se abriera sola?
«Tantea de un lado a otro —se exhortó para sus adentros—. Po abrió la puerta que hay detrás de la tina de Katsa al apretar un azulejo. Tantea la pared. ¡Alza la mano hasta donde llegues! Leck era más alto que tú».
Conforme palpaba la pared sin encontrar nada excepto madera suave, el desánimo se fue apoderando de ella; y también cierta vergüenza. ¿Y si alguien inteligente, cuya opinión contara, entraba en la habitación y al ver el bulto detrás del tapiz lo levantaba y encontraba a la reina en bata y tanteando a lo tonto la madera de la pared? O lo que era peor, ¿y si la tomaba por un intruso y le zurraba por encima de la colgadura? ¿Y si…?
Un dedo topó con un nudo en la madera, muy arriba, tanto que Bitterblue estaba de puntillas cuando lo encontró. Estirándose todo lo posible, tanteó un agujero en el nudo y empujó con el dedo. Sonó un chasquido seguido de una especie de apagado retumbo. Entonces, se abrió un acceso ante ella.
Tuvo que gatear de vuelta a la habitación para recoger el farol. Una vez estuvo de nuevo detrás del tapiz, alzó el farol, que iluminó una escalera de caracol de piedra que llevaba hacia abajo.
Bitterblue apretó los dientes y empezó a descender, deseando tener la mano sana libre para apoyarla contra la pared. Al final de la escalera arrancaba un pasadizo, también de piedra, largo e inclinado. Siguió bajando; en algunos sitios trazaba una curva y de vez en cuando había algunos escalones, siempre hacia abajo. Era difícil calcular dónde se encontraba con relación a la habitación de Leck.
Cuando el farol alumbró un dibujo brillante en la pared, Bitterblue se paró para examinarlo. Era una pintura realizada directamente en la piedra. Una manada de lobos, de pelambre plateado, dorado y rosa pálido, aullaba a una luna de plata.
Ya estaba escarmentada como para pasar de largo sin antes probar, así que dejó el farol en el suelo y tanteó el muro de piedra con la mano en busca de algo, cualquier cosa que pareciera anómala. Se le enganchó un dedo en un agujero, a un lado de la pintura. La forma del agujero era rara. Rara, pero familiar. Bitterblue palpó los bordes y se dio cuenta de que era el ojo de una cerradura.
Trémula la respiración, Bitterblue sacó las llaves del bolsillo de la bata. Separó la tercera llave de las otras, la introdujo en la cerradura y la giró. Se oyó un chasquido. El muro de piedra que Bitterblue tenía enfrente se desplazó hacia adelante.
Recogiendo el farol otra vez, Bitterblue se metió con trabajo por el estrecho hueco a un cubículo poco profundo y de techo bajo, una especie de armario con estantes en la pared del fondo. En los estantes había libros protegidos con piel. Dejó el farol en el suelo. Temblando ahora de pies a cabeza, sacó un libro al azar y se arrodilló. La cubierta de piel era una especie de carpeta que guardaba papeles sueltos. Abriendo la carpeta con una mano, torpemente, acercó una hoja de papel al farol y vio garabatos, curvas, raros trazos perpendiculares y oblicuos.
Entonces recordó la escritura extraña y serpenteante de su padre. Una vez había arrojado unos papeles con esa escritura al fuego. No había entendido lo que ponía, y ahora comprendía por qué.
«Más secretos cifrados —pensó, soltando la respiración contenida ante aquel descubrimiento—. Mi padre escribió sus secretos en clave. Si no queda nadie de los que Leck hirió para contarme lo que hacía, si nadie va a explicarme los secretos que los demás intentan ocultarme, los secretos que atrapan a todos en el dolor, quizá ya no importe. Porque el propio Leck puede contármelo. Sus secretos me revelarán lo que hizo para dejar mi reino tan quebrantado. Y por fin lo entenderé».