Capítulo 30

Esa noche Raffin, Bann y Po cenaron con ella y con Helda. Teniendo en cuenta que era un grupo de amigos que se reunían, a Bitterblue le pareció que se comportaban de forma extraña —como inhibidos—, y se preguntó si la inquietud por Katsa empezaba a ser contagiosa. De ser así, la intranquilidad de los otros no ayudaba mucho a aliviar sus propias preocupaciones.

—Me gusta cómo has seguido mi consejo de no atraer la atención sobre tu relación con Zaf —comentó Po con sarcasmo.

—No nos vio nadie —replicó Bitterblue, que esperaba con paciencia que Bann le cortara la chuleta de cerdo. Ejercitó los músculos del hombro herido con precaución para aliviar las molestias acumuladas a lo largo del día—. En cualquier caso, ¿quién te crees que eres para ir organizando tareas y hacer encargos en mi castillo?

—Zaf es un grano en el culo, Escarabajito —dijo su primo—. Pero un grano útil. Si ocurriera algo con la corona, es preferible tenerlo a nuestro alcance. Y ¿quién sabe? Quizás oiga por casualidad algo interesante para nosotros. Le he pedido a Giddon que lo vigile después de que me marche.

—Yo colaboraré, si hay que hacerlo unos cuantos días —se ofreció Bann.

—Gracias, Bann —dijo Po.

Bitterblue se quedó pensativa, sin entender ese intercambio, pero entonces se le ocurrió otra pregunta:

—Po, ¿qué le has contado exactamente a Giddon de mi historia con Zaf?

Po abrió la boca y enseguida la volvió a cerrar.

—Yo tampoco sé mucho sobre eso, Bitterblue —dijo después—. Aparte de que he tenido la discreción de no preguntaros a ninguno de los dos respecto a eso. —Su primo hizo una pausa para empujar con el tenedor algunas zanahorias del plato—. Giddon sabe que, si observa en Zaf cualquier tipo de comportamiento irrespetuoso hacia ti, tiene que estamparlo contra una pared.

—Es probable que a Zaf le guste eso.

Po emitió un sonido de exasperación.

—Mañana voy al distrito este de la ciudad —anunció entonces—. Ojalá no tuviera que viajar a Elestia, porque pondría patas arriba toda la ciudad para dar con Runnemood y luego cabalgaría hasta las refinerías para encontrar yo mismo a tu capitán.

—¿Hay tiempo para que Giddon o yo vayamos a buscar a Smit? —preguntó Bann.

—Buena pregunta —dijo Po, que lo miró con el ceño fruncido—. Ya lo discutiremos.

—¿Y qué tal les fue a ustedes dos? —intervino Bitterblue mientras se volvía hacia Raffin y Bann—. ¿Llevaron a buen fin los asuntos por los que viajaron a Meridia?

—En realidad no ha sido un viaje relacionado con el Consejo, majestad —contestó Raffin con aparente apuro.

—¿No? ¿Qué fueron a hacer, pues?

—Era una misión real. Mi padre insistió en que hablara con Murgon sobre casarme con su hija.

Bitterblue se quedó boquiabierta.

—¡No puede casarse con su hija! —exclamó tras reaccionar.

—Y eso es lo que le dije, majestad —contestó Raffin, y no añadió nada más. Que no diera más detalles la complació. Al fin y al cabo, no era un asunto de su incumbencia.

Desde luego, estando en esa compañía, era imposible no pensar en equilibrios de poder. Raffin y Bann intercambiaban miradas de vez en cuando, ya fuera compartiendo un silencioso acuerdo o tomándose el pelo; o simplemente se miraban, como si el uno fuera un plácido lugar de reposo para el otro. El príncipe Raffin, heredero del trono de Terramedia; Bann, que no poseía título ni fortuna. Cómo anhelaba hacerles preguntas que eran demasiado indiscretas para plantearlas, incluso para sus criterios. ¿Qué hacían para compensar el tema económico? ¿Cómo tomaban decisiones? ¿De qué forma afrontaba Bann la expectativa de que Raffin se casara y engendrara herederos? Si Randa sabía la verdad sobre su hijo, ¿correría peligro Bann? ¿Bann no se sentiría incómodo alguna vez por la riqueza y la jerarquía de Raffin? ¿En qué afectaba, si lo hacía, el desequilibrio de poder en la cama?

—¿Giddon está fuera? —preguntó, porque lo echaba de menos—. ¿Por qué no se ha reunido con nosotros?

La reacción fue inmediata: el silencio se adueñó de la mesa y sus amigos se miraron entre sí con expresión apurada. A Bitterblue le dio un vuelco el corazón.

—¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo malo?

—No está herido, majestad —contestó Raffin con un tono que no la convenció—. Al menos físicamente. Deseaba estar solo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Bitterblue al tiempo que se incorporaba de golpe.

Raffin respiró hondo y soltó despacio el aire antes de contestar con la misma voz pesimista:

—Mi padre lo ha declarado reo de traición, majestad, basándose tanto en su participación en el derrocamiento del rey de Nordicia como en sus continuas contribuciones monetarias al Consejo. Lo ha despojado de título, tierras y fortuna, y si regresa a Terramedia será ejecutado. Y para hacerlo fehaciente, Randa ha quemado su casa solariega y la ha arrasado hasta los cimientos.

A Bitterblue le faltó tiempo para llegar a los aposentos de Giddon.

Lo encontró en una silla, en un rincón apartado, con los brazos colgando, las piernas estiradas y el rostro petrificado por la conmoción.

Bitterblue se acercó a él y se arrodilló delante; lo tomó de la mano y deseó poder mover las dos para consolarlo.

—No debería arrodillarse ante mí —susurró él.

—Calle —le dijo. Se acercó a la cara la mano de Giddon, la meció, la acarició y la besó al tiempo que las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Majestad —exclamó él, que se inclinó hacia Bitterblue y le tocó la cara con las manos, suave y afectuosamente, como si fuera la cosa más natural hacer algo así—. Está llorando.

—Lo siento. No puedo evitarlo.

—Me consuela —dijo Giddon, que le enjugó las lágrimas con los dedos—. Yo no siento nada.

Bitterblue conocía esa especie de insensibilidad. También sabía lo que venía a continuación, cuando la conmoción se pasaba. Se preguntó si Giddon era consciente de lo que se avecinaba, de si había experimentado alguna vez esa clase de aflicción, esa pesadumbre trágica.

Parecía que hacerle preguntas ayudaba a Giddon, como si al responderlas fuera llenando espacios vacíos y recordara quién era. Así pues, le preguntó cosas y aprovechó cada respuesta para encontrar qué pregunta hacer a continuación.

Así fue como se enteró de que Giddon había tenido un hermano que murió al caer de un caballo cuando tenía quince años; que el animal era de Giddon y no le gustaba que lo montaran otras personas, y que él había aguijoneado a su hermano para que montara, sin imaginar jamás las consecuencias. Giddon y Arlend habían peleado y competido continuamente, no solo por los caballos; lo más probable era que hubiesen peleado también por las propiedades de su padre si Arlend hubiera vivido. Ahora Giddon deseaba que su hermano no hubiera muerto y hubiera salido victorioso en la disputa por la heredad. Puede que no hubiera sido un señor justo, pero no habría provocado la ira del rey.

—Éramos gemelos, majestad. Después de que muriera, cada vez que mi madre me miraba, creo que veía un fantasma. Me juraba que no, y nunca me culpó de ello abiertamente, pero yo se lo veía en la cara. No vivió mucho después de aquello.

También fue así como Bitterblue descubrió que Giddon no sabía si todos habían conseguido salir sin sufrir daños.

—¿Salir? —repitió, y entonces comprendió. «Oh. Oh, no.»—. Seguro que la intención de Randa no era matar a nadie. Seguro que se advirtió a la gente para que saliera de la casa. Él no es Thigpen o Drowden.

—Me preocupa que cometieran la estupidez de intentar salvar algo de los recuerdos familiares. Mi ama de llaves habría intentado salvar a los perros, y mi jefe de caballerizas, a los caballos. Yo… —Aturdido, Giddon sacudió la cabeza—. Si alguno ha muerto, majestad…

—Mandaré a alguien a investigar.

—Gracias, majestad, pero estoy seguro de que la información ya está en camino.

—Yo… —Era intolerable no poder hacer nada más. Se contuvo antes de decir algo precipitado, como una oferta de un señorío monmardo, pero, tras examinar la idea, comprendió que no serviría en absoluto para consolarlo y, probablemente, haría que se sintiera insultado. Si a ella la depusieran y arrasaran su castillo, ¿cómo le afectaría que le ofrecieran como regalo la soberanía de un país del que no sabía nada, en otro lugar que no fuera Monmar? Era inconcebible.

—¿Cuántas personas estaban a su servicio, Giddon?

—Noventa y nueve en la casa y los terrenos aledaños, gente que ahora no tiene hogar ni ocupación. Quinientos ochenta y tres en la ciudad y en las granjas que no tendrán en Randa un señor considerado. —Hundió la cabeza en las manos—. Y aun así, ignoro si hubiese actuado de otra forma aun sabiendo las consecuencias, majestad. Jamás habría seguido siendo un hombre de Randa. Qué mal lo he hecho todo. Arlend tendría que haber vivido.

—Giddon. Esto ha sido obra de Randa, no de usted.

Alzando el rostro de las manos, Giddon la miró con una expresión torva, irónica y convencida.

—Vale, de acuerdo —continuó Bitterblue, que hizo una pausa para meditar lo que deseaba decir—. En parte, usted es responsable. Su desafío a Randa hizo vulnerables a aquellos de los que usted era responsable. Pero no creo que hubiera podido prevenirlo o que hubiera tenido que preverlo. Randa ha conmocionado a todos con su actuación. Sus gestos simbólicos no habían sido nunca tan extremosos, y nadie habría adivinado que la totalidad de las consecuencias del asunto del Consejo se descargaría contra usted.

Porque eso era otra cosa que Giddon le había contado: Randa había despojado de su capitanía a Oll, todavía en Nordicia, si bien este había perdido la confianza del rey años atrás, así que poco importaba. Contra Katsa se había dado de nuevo la orden de destierro, pero a ella ya la había desterrado y privado de fortuna mucho tiempo atrás. Lo cual no le había impedido entrar en Terramedia cuando quería ni a negarse a que Raffin le adelantara dinero cuando lo necesitaba. Randa vilipendiaba a Raffin, lo amenazaba con no reconocerlo como propio, desheredarlo, renegar de él, pero nunca lo hacía. Raffin parecía ser el principal punto de fricción de Randa; era incapaz de causar a su hijo un perjuicio serio. ¿Y a Bann? Randa tenía una capacidad extraordinaria para fingir que Bann no existía.

Giddon, por otro lado, era el blanco perfecto de un rey cobarde: un noble poseedor de un patrimonio considerable que no se acobardaba con Randa y al que sería divertido destrozar.

—Quizá deberíamos haberlo visto venir, si no hubiésemos tenidos mil cosas más de las que ocuparnos —admitió Bitterblue—. Pero sigo dudando de que usted hubiera podido prevenir que ocurriera; no sin convertirse en un hombre de menos valía.

—Me prometió que nunca me mentiría, majestad —dijo Giddon.

El noble tenía los ojos húmedos y le brillaban demasiado. El agotamiento había empezado a reflejarse en sus rasgos, como si todo —las manos, los brazos, la piel— le pesara demasiado para aguantarlo. Bitterblue se preguntó si la insensibilidad empezaba a quedar atrás.

—No miento, Giddon. Creo que cuando se entregó a la causa del Consejo eligió el camino correcto.

Por la mañana, Bann y Raffin acudieron a desayunar. Bitterblue los observó mientras comían callados, medio dormidos. Bann tenía el cabello húmedo y rizado en las puntas, y parecía estar dándole vueltas a algo, abstraído. Raffin no dejaba de suspirar. Al día siguiente partía hacia Elestia, con Po.

—¿El Consejo no puede hacer nada por Giddon? —preguntó Bitterblue al cabo de un rato—. ¿Ese acto de Randa no lo ha rebajado a la categoría de los peores reyes?

—Es complicado, majestad —contestó Bann tras unos instantes; se aclaró la garganta—. De hecho, Giddon proveía de fondos al Consejo con la riqueza de su patrimonio, al igual que hacen Po y Raffin. Como tal, cometía un delito que podría interpretarse como traición. Está justificado que un monarca se apodere de posesiones de un señor que ha incurrido en traición. La sanción de Randa ha sido exagerada, pero lo ha llevado todo a cabo siguiendo las leyes. —Bann posó los ojos en Raffin, que estaba sentado como si fuese una talla de madera—. Randa es el padre de Raffin. Incluso Giddon se opone a tomar medidas que lo enfrentarían de forma directa con el rey. Giddon ha perdido todo lo que le importaba. Nada de lo que pudiéramos hacer cambiaría eso.

De nuevo comieron un rato en silencio, durante un tiempo. Entonces, Raffin habló como si hubiese tomado una decisión:

—Yo también he perdido algo que era importante para mí. Aún no doy crédito a que hiciera algo así. Se ha convertido en mi enemigo.

—Siempre lo ha sido, Raffin —le dijo Bann con suavidad.

—Esto es diferente. Jamás había querido renegar de él como mi padre. Jamás había deseado ser rey con tal de que él no lo fuera.

—Tú nunca has querido ser rey de ninguna manera.

—Y aún soy de la misma opinión —contestó Raffin con repentina amargura—. Pero él no debería serlo. Estaría totalmente perdido como monarca —añadió vocalizando despacio cada palabra—, pero al menos no sería un soberano cruel, maldita sea.

—Raffin —dijo Bitterblue, henchido el corazón de comprensión por saber lo que le ocurría—. Cuando ese día llegue no estará solo, se lo prometo. Yo estaré con usted y también todos los que me ayudaron a mí. Mi tío le acompañará si quiere. Los dos aprenderán cómo ser rey —añadió, refiriéndose asimismo a Bann, por supuesto, y más agradecida que nunca por su capacidad para tener los pies en la tierra, que actuaba como contrapunto a la abstracción de Raffin. Quizás entre los dos conseguirían modelar un buen monarca.

Helda entró en la sala y abrió la boca para hablar, pero no lo hizo; se hizo un silencio cuando oyeron que las puertas exteriores se abrían. Unos instantes después, Giddon los sorprendió a todos haciendo entrar a Zaf propinándole un tirón del brazo. Giddon tenía los ojos enrojecidos y estaba despeinado.

—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Bitterblue, cortante.

—Lo he encontrado en el laberinto de su padre, majestad —respondió Giddon.

—Zaf, ¿qué hacías en el laberinto? —instó Bitterblue.

—No va contra ninguna ley deambular por el castillo —repuso Zaf—. Y en cualquier caso, ¿cuál es la disculpa de él para estar allí?

Giddon le dio un bofetón en la boca, lo asió por el cuello y lo miró a los ojos sorprendidos.

—Habla a la reina con respeto o jamás trabajarás para el Consejo en ninguna comisión.

El labio de Zaf sangraba y él lo tocó con la lengua, tras lo cual esbozó una mueca a Giddon, que lo soltó con brusquedad. Zaf se volvió hacia Bitterblue.

—Qué amigos tan agradables tiene —dijo.

Bitterblue estaba casi segura de que Giddon había ido al laberinto porque Po lo había enviado allí para que descubriera qué se traía entre manos Zaf.

—Basta —ordenó, enfadada con ambos—. Giddon, no quiero que haya más golpes. Zaf, dime por qué estabas en el laberinto.

Metiendo la mano en el bolsillo, Zaf sacó un aro con tres llaves, seguido de un juego de ganzúas que Bitterblue reconoció. Sin ceremonias, le soltó ambas cosas en la mano.

—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó Bitterblue, desconcertada.

—Parecen las ganzúas de Raposa, majestad —comentó Helda.

—Lo son —confirmó Bitterblue—. ¿Te las dio ella, Zaf, o se las robaste?

—¿Por qué iba a darme sus ganzúas? —preguntó él con suavidad—. Sabe exactamente quién soy.

—¿Y las llaves? —inquirió Bitterblue con calma.

—Las llaves salieron de su bolsillo cuando le birlé las ganzúas.

—¿Para qué son las llaves? —le preguntó Bitterblue a Helda.

—No sabría decirle, majestad. Ignoraba que Raposa tuviera llaves.

Bitterblue examinó las llaves que tenía en la mano. Las tres eran grandes y ornamentadas.

—Me resultan conocidas —dijo, indecisa—. Helda, estas llaves me son familiares. Ven, ayúdame —pidió mientras se dirigía al tapiz del caballo azul.

Cuando el ama recogió el tapiz entre los brazos, Bitterblue empezó a probar las llaves en la cerradura. La segunda la abrió. Bitterblue miró a Helda a los ojos y vio que las dos se estaban haciendo la misma pregunta: ¿por qué Raposa tenía las llaves de Leck en el bolsillo? ¿Y por qué, si las tenía, había hecho el alarde de utilizar las ganzúas?

—Estoy segura de que hay una explicación satisfactoria, majestad —le dijo Helda.

—Yo también lo estoy. Esperemos a ver si se ofrece a facilitar la información por propia iniciativa cuando descubra que Zaf las cogió.

—Confío en ella, majestad.

—Yo no —intervino Zaf desde el otro lado de la habitación—. Tiene agujeros en los lóbulos de las orejas.

—Bueno, eso es porque pasó la infancia en Lenidia, igual que tú, joven. ¿Dónde crees que le dieron el nombre que encaja con el color de su cabello?

—En tal caso, ¿por qué no habla conmigo de Lenidia? —inquirió Zaf—. Si su familia estuvo lo bastante despierta para mandarla lejos, ¿por qué no comenta conmigo cosas sobre la resistencia? ¿Por qué no me cuenta nada de su familia, de su casa? ¿Y dónde ha dejado el acento lenita? Procura hablar lo menos posible de sí misma, y eso me hace desconfiar. Su conversación es demasiado selectiva. Me dijo la ubicación de los aposentos de Leck, pero no mencionó el hecho de que hubiera un laberinto. ¿Acaso esperaba que me capturaran allí?

—¿Acaso te encargó ella que fueras a husmear? —replicó Bitterblue—. Protestas por el comportamiento receloso de alguien a quien has robado, Zaf. Quizá no habla contigo porque no le caes bien. Quizá no le gustaba Lenidia. De todos modos, la lista de gente en la que confías es menor que el número de llaves que hay en ese aro. ¿Qué tenemos que hacer para conseguir que dejes de comportarte como un crío? No siempre vamos a hacer malabarismos para protegerte, ¿sabes? ¿Te ha dicho el príncipe Po que, el día que te salvó la vida en el juicio y se lo pagaste robándome la corona, se pasó horas recorriendo la ciudad bajo la lluvia tras ella, y después cayó gravemente enfermo?

No, saltaba a la vista que Po no se lo había contado. La callada mortificación que apareció de pronto en el rostro de Zaf daba prueba de ello.

—¿Por qué entraste en el laberinto de mi padre? —repitió.

—Por curiosidad —contestó, abatido.

—¿Respecto a qué?

—Raposa mencionó los aposentos de Leck. Entonces le quité las ganzúas y las llaves salieron detrás, enganchadas. Supongo que imaginé para qué servían. Sentía curiosidad por ver personalmente esos aposentos. ¿Cree que Teddy o Tilda o Bren me perdonarían si no hubiera aprovechado la oportunidad de descubrir algunas verdades durante el tiempo que pasase en el castillo?

—Creo que Teddy te habría dicho que dejaras de hacernos perder el tiempo a mí y al Consejo —contestó Bitterblue—. Y creo que sabes que estaría encantada de describir yo misma a Teddy los aposentos de mi padre. Mierda, Zaf. Si me lo pidiera, lo llevaría allí para que los viera con sus propios ojos.

Las puertas exteriores sonaron otra vez.

—Creo que hemos terminado con este asunto —dijo Bitterblue, temiendo por la seguridad de Zaf en caso de que la persona que estaba a punto de entrar no fuera Po o Madlen. O Deceso. O Holt. O Hava.

«Es decir, esas son las personas en las que confío», pensó, y puso los ojos en blanco por su conclusión.

—¿El príncipe Po se ha recuperado? —se interesó Zaf.

Katsa irrumpió en el cuarto.

—¿Recuperarse de qué? —demandó—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Katsa! —Bitterblue sintió tal alivio que la dejó desmadejada y la puso al borde del llanto—. No ha pasado nada. Se encuentra bien.

—¿Es que ha…? —Katsa se dio cuenta de la presencia de un desconocido en el cuarto—. ¿Se ha…? —empezó de nuevo, desconcertada.

—Tranquilízate, Katsa —pidió Giddon—. Cálmate —repitió al tiempo que le ofrecía la mano, que ella asió tras un instante de vacilación—. Estuvo enfermo durante un tiempo, pero ahora se encuentra mejor. Todo va bien. ¿Qué te retrasó tanto?

—Esperad a que os cuente, porque no os lo vais a creer. —Katsa se acercó a Bitterblue y la estrechó sin rodearle el brazo herido.

—¿Quién te hizo esto? —demandó mientras le pasaba los dedos con suavidad a lo largo del brazo enyesado.

Bitterblue estaba tan contenta que no sentía el dolor. Hundió el rostro en la frialdad y el extraño olor de la pelliza de Katsa.

—Es una larga historia, Kat —dijo la voz de Raffin junto a ellas—. Han pasado muchas cosas.

Katsa se puso de puntillas para besar a Raffin, tras lo cual escudriñó con más detenimiento, por encima de la cabeza de Bitterblue, a Zaf y lo observó con los ojos entrecerrados; después miró a Bitterblue, y luego de nuevo a él. Empezó a sonreír en tanto que Zaf, pasmado por su presencia, se quedaba con la boca ligeramente abierta y los ojos graceling más grandes del mundo. El oro le relucía en orejas y dedos.

—Hola, marinero —saludó Katsa. Luego le habló a Bitterblue—. ¿Te recuerda a alguien?

—Sí —contestó, a sabiendas de que hacía alusión a Po, aunque ella se refería a Katsa. Despreocupación por el peligro—. ¿Encontraste el túnel? —preguntó, todavía con la cara apoyada en Katsa.

—Sí, y lo recorrí todo el trecho hasta Elestia. Y también encontré algo más, a través de una grieta. Las había por doquier, Bitterblue, y el aire que soplaba a través de ellas me sonaba raro de algún modo. Y olía diferente. Así que aparté unas cuantas piedras. Me llevó siglos, y en cierto momento provoqué un pequeño desprendimiento de rocas, pero me las arreglé para abrir un acceso a toda una serie nueva de pasadizos. Tome el más amplio, hasta donde podía justificar dedicarle tiempo. Me agobiaba pensar en el regreso. Pero había aberturas a la superficie de vez en cuando y, escucha bien lo que digo, Bitterblue: tengo que volver allí. Había un pasadizo hacia el este por debajo de las montañas. Mira la rata que me atacó.

De nuevo, las puertas exteriores sonaron al abrirse. Esta vez, Bitterblue sabía quién llegaba.

—Fuera —le dijo a Zaf con el índice extendido, porque iba a haber un intercambio privado e impredecible, algo que no estaba destinado a los ojos de Zaf, henchidos de admiración—. Vete —insistió con más contundencia; hizo un gesto a Giddon para que se ocupara de ello mientras Po aparecía en la puerta, jadeante, agarrándose al marco de la puerta con una mano.

—Lo siento —dijo Po—. Lo siento, Katsa.

—Yo también —dijo ella, que corrió hacia él.

Giddon sacó a Zaf casi a rastras. Katsa y Po se abrazaron, lloraron, montaron un número como cualquiera esperaría de ellos, pero Bitterblue había dejado de estar pendiente de esos dos, porque toda su atención estaba volcada en algo que Katsa había tirado sobre la mesa del desayuno cuando echó a correr hacia Po. Alargó una mano hacia aquello.

Después la retiró con brusquedad, como si algo la hubiese impresionado o la hubiera mordido.

Era la piel de una rata, pero había algo que no estaba bien. Era de un color casi normal, pero solo casi. En lugar de gris, tenía un tornasol plateado, con un viso dorado en ciertos ángulos; y aparte de la rareza del color, había algo peculiar en esa piel que no podía determinar. Era incapaz de apartar los ojos de ella. Esa piel de rata plateada era lo más bonito que Bitterblue había visto en su vida.

Se obligó a tocarla. Era de verdad; la piel era de una rata de verdad que había estado viva y a la que Katsa había matado.

Despacio, Bitterblue caminó hacia atrás para alejarse de la mesa. La lágrimas le corrían por las mejillas a causa de estar sumida en su propio alud de emociones.