Capítulo 28

Cuando el capitán Smit le informó a la mañana siguiente —y a la siguiente, y a la siguiente— de que no tenía nada de lo que informar, Bitterblue empezó a sorprenderse de la intensidad a la que podía llegar su frustración. Hacía seis días que Runnemood había desaparecido y no se había hecho el menor progreso.

Al séptimo día, cuando el informe del capitán Smit fue el mismo, Bitterblue se levantó del escritorio y acometió la tarea de realizar una exploración sistemática. Si se pateaba todos los pasillos del castillo y golpeaba con la mano todas las paredes, si echaba un vistazo al interior de todos los talleres y descubría lo que podía esperar encontrarse al doblar cualquier esquina, entonces tal vez lograría calmar la agitación que tenía, y también las preocupaciones por Zaf. Porque eso era parte de lo que hacía que esos días vacíos fueran tan difíciles de soportar. Tampoco había noticias de Gris ni de la corona, y Teddy y Zaf no se habían puesto en contacto con ella.

Bajó la escalera de la torre pisando con fuerza, saludó a los escribientes, que la observaron con una mirada carente de expresión, y después salió a buscar el taller del zapatero para devolver el broche a Devra.

La encontró en el patio de artesanos, que resonaba con golpes secos y repiques de toneleros, carpinteros, hojalateros. También olía a los aceites de los talabarteros y a las ceras de abeja de los cereros; en un taller, una mujer mayor, seca y arrugada, fabricaba arpas y otros instrumentos musicales.

¿Por qué no se oía nunca música en el castillo? Ya puestos, ¿por qué no se encontraba nunca con un alma, aparte de Deceso, en la biblioteca? Seguro que algunas personas sabían leer. ¿Y por qué cuando recorría los pasillos a veces tenía la sensación de una especie de vacío inexorable —algo extraño que no conseguía quitarse de encima— al mirar los rostros de la gente? Le hacían reverencias, pero no estaba segura de que la vieran en realidad.

En el nivel superior del ala oeste del castillo encontró una barbería, y al lado, un pequeño taller donde se hacían pelucas. Por raro que pudiera parecer, aquello le encantó. Al día siguiente encontró los cuartos de los niños. Los pequeños no tenían la mirada vacía.

Al otro día —nueve ya sin que hubiera novedades— regresó a la panadería y se sentó en la esquina durante varios minutos para observar a los panaderos mientras trabajaban.

Anna le dio una explicación no solicitada sobre algo que, de hecho, Bitterblue se había preguntado para sus adentros.

—Nací con un brazo inútil, majestad —dijo—. No debe preocuparse de que su padre fuera el responsable.

Bitterblue no supo disimular la sorpresa cuando la mujer le habló con tanta franqueza.

—No es de mi incumbencia, Anna, pero te agradezco que me lo hayas dicho.

—Parece que le gusta la panadería, majestad —dijo la mujer, que trabajaba una montaña de masa mientras conversaban.

—No querría molestarte, Anna, pero me gustaría aprender a amasar pan algún día.

—Amasar puede que sea justo el ejercicio que necesita para devolver al brazo herido la fuerza, una vez que le quiten la escayola, majestad. Pídale consejo a su sanadora. Es usted menuda —añadió con un asentimiento de cabeza tajante—. Puede venir a cualquier hora y trabajar en un rincón sin temor a estorbarnos.

Bitterblue alargó la mano y, cuando Anna dejó de mover la masa, se la puso encima. Era suave, cálida y seca; al retirar la mano, tenía la palma espolvoreada de harina. Durante el resto del día, cada vez que se llevaba los dedos a la nariz, casi podía olerla.

Tocar las cosas y saber que eran de verdad era útil, y reconfortante. Descubrir tal cosa hizo que echara de menos a Zaf con una intensidad dolorosa que la acompañó por los pasillos, ya que en otro tiempo había podido tocarlo a él también.

Al decimocuarto día de la desaparición de Runnemood, Deceso fue a ver a Bitterblue en el cuarto de lectura de la biblioteca, donde aún pasaba el tiempo que tenía libre con los libros reescritos y el repaso de los antiguos. Deceso soltó en la mesa —desde una considerable altura— un nuevo ejemplar manuscrito, giró sobre sus talones y se marchó.

Amoroso, enroscado junto al codo de Bitterblue, pegó un salto al tiempo que maullaba. Al caer de nuevo en la mesa, se puso de inmediato a asearse con entusiasmo, como si el instinto le dictara que aparentase resolución y ocultara el hecho de que no tenía idea de lo que había pasado.

—Estoy de acuerdo en que no debería ser tan traumático volver a la consciencia —le dijo Bitterblue en un intento de mostrarse cortés. No hacía mucho que Amoroso había empezado a alternar dos personalidades, una que le bufaba con furibundo odio cada vez que la veía, y la otra que la seguía de forma arisca y a veces se dormía pegado a ella. El animal no se iba cuando ella lo ahuyentaba, así que se había dado por vencida en cuanto a tener influencia en él.

El nuevo manuscrito se titulaba Monarquía es tiranía.

Bitterblue rompió a reír, haciendo que Amoroso dejara de lamerse para mirarla con desconfianza y con una pata alzada en el aire, como un pollo asado.

—Oh, vaya —dijo—. No me extraña que Deceso me lo soltara así. Estoy segura de que le ha parecido muy satisfactorio.

Y entonces dejó de parecerle divertido. Volviéndose en la silla, miró a la niña de la escultura; su rostro rebelde, desafiante. Pensó que quizá la niña sabía algo de la tiranía, que se estaba convirtiendo en roca para protegerse de ella. Entonces Bitterblue desvió la vista hacia la mujer del tapiz, que a su vez la miraba a ella con esos ojos profundos y plácidos, unos ojos que parecían entender todo lo que era el mundo.

«Me gustaría tenerla como madre —pensó; entonces casi gritó, herida por su propia deslealtad—. Mamá, por supuesto no quería decir eso. Es solo que… Ella está atrapada en un instante del tiempo en el que todo es sencillo y claro. Nuestros momentos sencillos y claros nunca tuvieron ocasión de ser duraderos. Y cómo me gustaría un poco de claridad, un poco de simplicidad».

Intentó centrarse de nuevo en el libro que había estado releyendo cuando Deceso había aparecido, un libro sobre el proceso artístico. Detestaba ese libro. Se pasaba páginas y páginas explicando algo que podría decirse en dos frases: el artista es una jarra vacía; la inspiración entra a raudales y el arte sale a raudales. Bitterblue no sabía nada sobre el proceso artístico; no era artista y tampoco lo eran sus amigos. Aun así, ese libro daba la impresión de estar mal. A Leck le gustaba que la gente estuviera vacía para así entrar él y que saliera la reacción que él anhelaba. Lo más probable era que Leck hubiera querido controlar a sus artistas; controlarlos y después matarlos. Por supuesto, tenía que haberle gustado un libro que caracterizase la inspiración como una especie de… tiranía.

El decimoquinto día desde la desaparición de Runnemood, Bitterblue se tropezó con algo interesante en los bordados.

Su hospital está debajo del río. El río es su cementerio de huesos. Lo seguí y vi el monstruo que es. Tengo que llevarme pronto a Bitterblue.

Eso era todo lo que decía. Sentada en la alfombra carmesí, con la sábana en el regazo y el hombro doliéndole, Bitterblue recordó algo que Po había dicho cuando deliraba: que en el río flotaban cadáveres.

Po, le transmitió, dondequiera que estuviese. Si mandara drenar el río, ¿encontraría huesos?

Huesos, no, fue la respuesta cifrada que le llegó, pero escrita con tinta, en lugar del acostumbrado grafito que usaba Po, y con la letra pulcra de Giddon, así que se alegraba de que Giddon le estuviera haciendo a Po el favor de escribir en su lugar. Tampoco hospital. No sé de dónde saldrían esas alucinaciones. Las palabras que dije no encajan con lo que vi. Lo que vi era a Thiel cruzando el Puente Alígero, aunque mi don no tiene tanto radio de alcance. También vi a mis hermanos sosteniendo una lucha cuerpo a cuerpo en el techo, así que ten en cuenta eso antes de pedirme que esté más pendiente de Thiel en el futuro. Mi mente no puede estar en todas partes, ¿comprendes? No obstante, da la casualidad de que lo sentí dos veces, en noches recientes, entrar a ese túnel que pasa por debajo de la muralla hacia el distrito este.

También te he percibido a ti vagando por ahí como alma en pena. ¿Por qué no curioseas un rato por la galería de arte? Hava pasa casi todas las noches allí. Relaciónate con ella. Es hábil y bien dispuesta. Deberías conocerla. Has de saber que tiene antecedentes de mentirosa compulsiva. Desarrolló esa costumbre siendo muy pequeña, por necesidad. Creció en el castillo con una madre y un tío demasiado cercanos al rey, y se distinguió por evitar llamar la atención sobre sí. En consecuencia, no tiene amigos y acabó rondando por Monmar y, con el tiempo, en compañía de gente como Danzhol. Ahora intenta no mentir. De verdad, de verdad, querría que la conocieras.

De acuerdo, respondió mentalmente a Po, malhumorada. Iré a conocer a tu amiga mentirosa compulsiva. Estoy segura de que nos llevaremos estupendamente bien.

Esa noche, Bitterblue se dirigió hacia la galería de arte con un farol en la mano. Sin saber cuál era la mejor ruta, pero al tanto de que estaba en el nivel alto, varios pisos por encima de la biblioteca, caminó hacia el sur a través de corredores con techos de cristal. Diminutos fragmentos de hielo rebotaban contra el vidrio por encima de ella.

Entonces se paró en seco, sorprendida, porque al otro lado del cristal que tenía encima había una persona apoyada en manos y pies, limpiando el vidrio con un trapo. En el tejado, con frío, a medianoche, trabajando bajo la cellisca. Era Raposa, por supuesto. Al verla abajo, levantó la mano.

«Su gracia es la locura —pensó Bitterblue mientras seguía caminando—. Pura locura».

La galería de arte, cuando la encontró, no era como la biblioteca. Las salas se comunicaban entre sí con inesperados recovecos y giros que desorientaron a Bitterblue. A la luz de su farol, los amplios espacios vacíos y los destellos de color en las pareces resultaban inquietantes, escalofriantes. El suelo era de mármol, pero apenas hacía ruido al caminar sobre él. Soltó un estornudo y se preguntó si lo habría provocado caminar por encima de una alfombra de polvo.

Se detuvo delante de un enorme tapiz que era, obviamente, de la familia de todos los demás que había visto. Este representaba a varias criaturas de colores intensos que atacaban a un hombre en un acantilado que se asomaba al mar. Cada animal de la escena era de un color fuera de lo normal, y Bitterblue pensó que el hombre, gritando de dolor, podría ser Leck. No llevaba parche en el ojo y los rasgos no eran claros, pero aun así, por alguna razón, era la impresión que le trasmitía el tapiz.

Bitterblue empezaba a estar harta de que las obras de arte del castillo la dejaran hecha polvo.

Le dio la espalda al tapiz, cruzó la sala, subió un peldaño y se encontró en una galería de estatuas. Recordando la razón por la que había ido allí, observó con detenimiento cada talla, pero no logró dar con lo que buscaba.

—Hava —llamó en voz queda—. Sé que estás aquí.

No ocurrió nada en un primer momento. Entonces se oyó un leve movimiento y una estatua situada casi al fondo se transfiguró en una muchacha con la cabeza agachada. Bitterblue rechazó el amago de la náusea. La chica estaba llorando y se enjugaba la cara con una manga andrajosa. Dio un paso hacia Bitterblue, se transformó de nuevo en estatua y a continuación fluctuó hasta volver a ser una persona.

—Hava, por favor, deja de hacer eso —pidió Bitterblue con desesperación al tiempo que intentaba no vomitar.

Hava se acercó a ella y cayó de hinojos.

—Perdón, majestad —dijo ahogada en lágrimas—. Cuando él me lo explicó tenía sentido, ¿comprende? No utilizó la palabra «rapto». Pero aun así yo sabía que estaba mal, majestad —lloró—. Estaba deseosa de camuflar el barco, porque era un desafío mucho mayor que encubrirme yo. No tiene que ver con mi gracia. ¡Requiere maestría!

—Hava, —Bitterblue se inclinó hacia ella, sin saber qué decir a una mentirosa compulsiva que parecía estar pasándolo mal de verdad—, te perdono —dijo sin sentirlo de verdad, pero dándose cuenta de que el perdón era necesario para tranquilizar el desenfreno de la muchacha—. Te perdono —repitió—. Me has salvado la vida dos veces, ¿recuerdas? Respira hondo, Hava. Tranquilízate y explícame cómo funciona tu gracia. ¿Es que cambias algo en ti misma o es mi percepción de las cosas lo que cambias?

Cuando Hava se levantó para mirarla, Bitterblue vio que tenía una cara muy bonita. Franca, como la de Holt, triste y asustada, pero con una dulzura que era una lástima que sintiera la necesidad de ocultar. Tenía unos ojos rotundamente preciosos o, al menos, el que captaba la luz del farol lo era, con un brillo cobrizo, tan reluciente como los ojos —dorado y plateado— de Po. Bitterblue no distinguía el color del otro en la oscuridad.

—Es su percepción, majestad —dijo Hava—. La percepción de lo que ve.

Era lo que había imaginado Bitterblue. La otra opción no tenía sentido; era demasiado improbable incluso para una gracia. Y ahí, comprendió, estaba una de las muchas razones por las que seguía resistiéndose a las exhortaciones de Po sobre fiarse de Hava. Confiar en alguien que era capaz de cambiar el modo en que su mente percibía las cosas no le resultaba cómodo a Bitterblue.

—Hava, estás en la ciudad con frecuencia, escondiéndote —comentó—, lo cual te da la posibilidad de ver cosas. Conocías a lord Danzhol. Estoy intentando hallar un modo de relacionar las cosas que hace Runnemood con las cosas que gente como Danzhol hacía; intento descubrir con quién podría estar trabajando Runnemood y qué verdades desea ocultar cuando mata buscadores de la verdad. ¿Sabes algo al respecto?

—Lord Danzhol estaba relacionado con un montón de personas, majestad. Parecía tener amigos en todos los reinos, y mil cartas secretas, y visitantes a su hacienda que entraban por la puerta de atrás, de noche, y a quienes los demás no veíamos nunca. Pero no me hablaba de ello. Y tampoco he visto nada en la ciudad que pudiera dar explicación a algo. Si alguna vez quiere que siga a alguien, majestad, lo haré en un periquete.

—Lo tendré en cuenta, Hava —respondió Bitterblue dubitativamente, sin saber qué creer—. Se lo mencionaré a Helda.

—He oído un rumor extraño sobre su corona, majestad —dijo Hava tras una pausa.

—¡Sobre la corona! —exclamó Bitterblue—. ¿Cómo sabes tú lo de la corona?

—Por las murmuraciones, majestad —respondió Hava, sobresaltada—. Los rumores en un salón de relatos. Confiaba en que no fuera cierto; es tan ridículo que ha de ser mentira.

—Quizá lo sea. ¿Qué oíste?

—Oí hablar de alguien llamado Gris, majestad, que es nieto de un famoso ladrón que roba los tesoros de la nobleza monmarda. La familia lo viene haciendo desde hace generaciones, majestad. Es su sello personal en el negocio. Viven en una cueva, en alguna parte, y Gris afirma estar en condiciones de vender su corona. Le ha puesto un precio tan alto que solo un rey podría pagarlo.

Bitterblue se apretó las sienes.

—Eso no lo hará fácil si al final tengo que comprarla, cosa que seguramente habré de hacer pronto, antes de que corra más la voz.

—Oh —exclamó Hava, consternada—. Por desgracia, lo otro que he oído decir es que Gris no se la venderá a usted, majestad.

—¿Qué? Entonces, ¿quién cree que va a comprársela? Ninguno de los otros reyes se desprenderá de una fortuna solo por hacer una estúpida bribonada. ¡Y no permitiré que mi tío la compre en mi lugar!

—Me temo que no sé cuál es el propósito, majestad. Es lo que oí murmurar. Pero a menudo los rumores son mentira, majestad. A lo mejor es lo que ocurre con este. ¡Ojalá lo sea!

—No se lo cuentes a nadie, Hava —advirtió Bitterblue—. Si dudas de la importancia de guardar esto en secreto, pregunta al príncipe Po.

—Si usted dice que es importante, majestad, entonces no necesito preguntar al príncipe Po —respondió Hava.

Bitterblue observó a aquella graceling mentirosa, esa extraña joven que parecía ir a dondequiera que deseara y hacer lo que quisiera que se le antojara, pero con miedo y en la más absoluta soledad. Seguía arrodillada.

—Levántate, Hava, por favor —dijo Bitterblue.

Era alta. Al ponerse de pie la luz le dio en la cara y Bitterblue vio que el otro ojo era de un extraño e intenso color rojo.

—¿Por qué te ocultas en mi galería de arte, Hava?

—Porque no hay ningún otro sitio, majestad —respondió la chica en voz baja—. Y estoy cerca de mi tío, que me necesita. Y puedo estar con las obras artísticas de mi madre.

—¿La recuerdas?

Hava asintió con un cabeceo.

—Tenía ocho años cuando murió, majestad —añadió luego—. Me enseñaba a esconderme del rey Leck, siempre.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciséis años, majestad.

—¿Y… no estás muy sola escondiéndote todo el tiempo, Hava?

Hubo una oscilación en el hermoso rostro de la chica.

—Hava —dijo Bitterblue, de repente asaltada por la duda—, ¿es este tu verdadero aspecto?

La chica agachó la cabeza. Cuando volvió a alzarla, los ojos seguían siendo cobre y rojo, pero estaban en una cara que quizás era demasiado corriente para albergar su rareza, con una boca larga y fina como una cuchillada y una nariz respingona.

Bitterblue tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse y no alargar la mano y tocar la cara de Hava, porque lo comprendía. Cómo deseaba consolar la infelicidad que brillaba en esos ojos y que no tenía por qué estar en ellos. Le gustaba su rostro.

—Me gusta mucho tu aspecto —dijo—. Gracias por mostrármelo.

—Lo siento, majestad —susurró la chica—. Me cuesta no ocultarme. Estoy tan acostumbrada a hacerlo…

—Quizá no ha sido justo por mi parte pedírtelo.

—Pero es un alivio que alguien me vea, majestad —susurró Hava.

Al día siguiente, el capitán Smit le dio la noticia a Bitterblue de que, en efecto, Runnemood no solo había sido responsable de la falsa acusación a Zaf, sino del asesinato del ingeniero Ivan.

«Por fin algún progreso —pensó Bitterblue—. Le pediré a Helda que presione un poco a mis espías para confirmarlo».

Al día siguiente, el capitán Smit le dijo que ahora era evidente que Runnemood también había sido responsable de la muerte de lady Capelina, la mujer de la lista de Teddy que había robado tantas niñas para Leck.

—¿Fue, pues, un asesinato? —preguntó Bitterblue, consternada—. ¿Runnemood está matando a otros cómplices culpables?

—Lamento que nuestras investigaciones sugieran que tal es el caso, majestad —dijo el capitán.

Últimamente su apariencia era la de un hombre sometido a mucha tensión, y Bitterblue le hizo tomar un poco de té antes de que se marchara del despacho.

La siguiente noticia que llegó era que Runnemood había mantenido correspondencia privada con lord Danzhol, que incluso cabía la posibilidad de que hubiera sido responsable de convencer al noble de que atacara a la reina. Después, fue la noticia de que ninguna de las personas de la lista de Teddy que aún vivían parecía estar involucrada en asesinatos, falsas acusaciones o cualquier otro modo de perjudicar o hacer daño a los buscadores de la verdad. Las que habían muerto habían sido asesinadas por Runnemood.

Al día siguiente —el decimonoveno desde la desaparición de Runnemood— el capitán Smit entró en el despacho de Bitterblue con gesto decidido y los puños apretados, y le planteó la teoría de que Runnemood había sido el único cerebro detrás de todos los asesinatos de los buscadores de la verdad y de todos los delitos relacionados con ello, posiblemente porque el instinto de actuar con visión de futuro y dejar atrás el reinado de Leck había desencadenado un deterioro mental tan grande que acabó volviéndose loco.

Bitterblue poco tenía que decir en respuesta a ese planteamiento. Sus espías aún no habían logrado confirmar o denegar cualquiera de las cosas que Smit le había dicho. Pero a ella empezaba a sonarle algo ridículo y aún más conveniente que Runnemood y su locura fueran la única explicación de algo que había causado tanto daño. Runnemood no era Leck; ni siquiera era graceling. Y Smit, de pie delante del escritorio, brincaba con nerviosismo con el más leve ruido, aunque nunca había parecido ser un tipo nervioso. En sus ojos brillaba una extraña agitación, y cuando la miraba era como si estuviese viendo a otra persona o algo distinto.

—Capitán Smit —dijo en voz baja—. ¿Por qué no me cuenta qué es lo que pasa de verdad?

—Oh, ya se lo he contado, majestad. Desde luego que sí. Si me disculpa su majestad, iré a mi despacho y volveré con pruebas corroborantes.

Se marchó y no regresó.

Po, pensó mientras revolvía entre los documentos que había en el escritorio. Necesito que hables de forma urgente con el capitán de la guardia monmarda. Me está mintiendo. Algo va terriblemente mal.

Po lo intentó durante dos días y por fin envió un mensaje a Bitterblue: No lo encuentro, prima. Se ha ido.