Capítulo 27
Por la mañana, llegó Madlen para vendarle de nuevo la herida del hombro, le dio medicinas y le ordenó, con instrucciones claras y específicas, que se las tomara todas, incluso las de sabor amargo, aunque tragarlas le diera náuseas.
—Ayudará a que los huesos se suelden bien, majestad, y más deprisa de lo que lo harían por sí solos —explicó—. ¿Está haciendo los ejercicios que le prescribí?
Bitterblue desayunó sin dejar de rezongar mientras el sol ascendía en el cielo, aunque apenas había claridad. Cuando se acercó a las ventanas para buscar la luz, descubrió un mundo de niebla. Esforzándose para distinguir las formas del jardín trasero, le pareció ver a una persona de pie en el muro del jardín. Esa persona lanzó algo al aire, algo pequeño, esbelto y blanco que se deslizó abriendo un surco en el denso velo de la bruma.
Era Po con su estúpido papel volador. Al reconocerlo, su primo alzó un brazo para saludarla; entonces perdió el equilibrio, agitó los brazos como aspas de molino y a continuación se cayó del muro. A saber cómo, logró impulsarse hacia el lado del jardín en lugar de caer al río. Y tanto que era Po; solo a él se le ocurriría ponerse a hacer ejercicios gimnásticos en el jardín trasero sin encontrarse aún bien del todo.
Bitterblue miró a Madlen y a Helda, que estaban sentadas a la mesa de la sala de estar y hablaban en murmullos mientras bebían de las tazas. Si Po se había escapado otra vez de la enfermería, no quería delatarlo.
—Me apetece tomar un poco el aire antes de ir al despacho —dijo—. Si Rood o Darby vienen a buscarme, decidles de mi parte que se vayan a paseo.
Este anuncio dio pie a una gran puesta en escena: la elección y colocación del pañuelo, la disposición de la espada, el acomodo de la capa por encima del brazo herido. Por fin, sintiéndose como una percha de ropas de abrigo, Bitterblue salió de sus aposentos. Helda le había arreglado la falda a semejanza de perneras de pantalón anchas y ondeantes, como las de Raposa, y el día anterior había conseguido encontrar tiempo, a saber cómo, para acoplar con botones la manga izquierda al vestido que llevaba puesto. Por lo visto, Bitterblue solo tenía que mencionar lo que quería llevar puesto para que Helda se lo presentara confeccionado al cabo de unos pocos días.
Salvo, por supuesto, la corona.
En el jardín se erguía lúgubre la escultura de la mujer transformándose en un puma, con la boca abierta en un grito petrificado. Volutas de niebla la abrazaron, fugaces, y enseguida se alejaron flotando.
«¿Cómo logró Belagavia crearle unos ojos tan vitales?». Entonces el reconocimiento se abrió paso en la mente de Bitterblue, que se fijó de forma consciente en los rasgos del rostro, en los ojos rebosantes de determinación y dolor. Esa figura era su madre.
Por alguna razón, constatarlo no la sorprendió. Ni lo hizo tampoco la tristeza que comportaba. Le parecía lógico; la escultura no solo guardaba parecido con Cinérea, sino que transmitía su esencia. Lo cual era de agradecer porque la reafirmaba en la certeza de que, por lo menos a ratos, sí había conocido a su madre tal como era.
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó Po, ya que Bitterblue se había llevado la lista que Teddy le había entregado de lores y damas culpables.
—¿Qué tienes tú? —le preguntó a su vez mientras se acercaba a su primo, refiriéndose al papel volador—. ¿Por qué estás lanzando esa cosa por el jardín?
Po se encogió de hombros.
—Me preguntaba cómo lo haría en el aire frío y húmedo —explicó.
—En el aire frío y húmedo —repitió Bitterblue.
—Sí.
—¿Cómo harías qué, exactamente?
—Volar, por supuesto; todo tiene que ver con los principios básicos del vuelo. Estudio a los pájaros, sobre todo cuando planean, y esta figura de papel es mi tentativa de estudiarlos más a fondo. Pero mis progresos son lentos. Mi gracia no está tan bien afinada como para captar todos los detalles de lo que ocurre en los pocos segundos que pasan antes de que se estrelle.
—Comprendo. ¿Y por qué haces esto?
Po se acodó en el muro.
—Katsa lleva un tiempo preguntándose si alguien sería capaz de crear unas alas para volar con ellas.
—¿A qué te refieres con lo de volar con ellas? —dijo Bitterblue, iracunda de repente.
—Sabes a qué me refiero.
—Y tú la animas a creer que se puede hacer.
—No me cabe duda de que se puede.
—¿Con qué propósito? —espetó Bitterblue.
Las cejas de Po se arquearon.
—El hecho en sí de volar sería el propósito, prima —respondió—. No te preocupes, que nadie va a esperar nunca que la reina lo haga.
No, me quedará el honor de preparar y presidir los funerales, le transmitió con la mente.
Un asomo de sonrisa alegró el rostro de Po.
—Es tu turno —le dijo a Bitterblue—. ¿Qué me has traído?
—Quería leer los nombres de esta lista contigo —contestó mientras sacudía la hoja abierta en una mano—. Así, si alguna vez te enteras de algo sobre cualquiera de esas personas, podrás decírmelo.
—Te escucho.
—Un tal lord Stanpost, que vive a dos días a caballo al sur de la ciudad, fue el que proporcionó más niñas a Leck, sacadas de su hacienda —empezó Bitterblue—. Una tal lady Capelina lo sigue de cerca en el segundo puesto, pero ya ha muerto. En la comarca central de Monmar, los ciudadanos se mueren de hambre en un burgo gobernado por un lord llamado Markam, que los grava con unos impuestos inhumanos. Hay otros pocos nombres de nobles aquí, —Bitterblue los enumeró—, pero la mitad de ellos han muerto, Po, y no los conozco por los nombres ni sé nada más de ellos aparte de las estadísticas que me proporcionan mis consejeros.
—Tampoco a mí me resultan conocidos los nombres —dijo Po—. Pero haré algunas averiguaciones en cuanto me sea posible. ¿Con quién has compartido esa lista?
—Con el capitán Smit, de la guardia monmarda. Le he dicho que busco conexiones entre Runnemood y esos nombres, y también que intente descubrir si fue Runnemood el que arregló el asesinato de Ivan o solo planeó la falsa acusación contra Zaf.
—¿Ivan?
—El ingeniero de cuya muerte Runnemood acusó a Zaf. La he compartido también con mis espías, solo para ver si consiguen información que concuerde con la de Smit.
—¿Es que no te fías de él?
—Ya no estoy segura de en quién puedo confiar, Po —dijo Bitterblue con un suspiro—. Aunque es un alivio hablar con la guardia monmarda respecto a los asesinatos de los buscadores de la verdad y por fin contar con su ayuda.
—Dale también la lista a Giddon cuando regrese de Elestia. Lleva fuera casi tres semanas; tendría que regresar pronto.
—Sí, me fío de Giddon.
—Sí —convino Po tras una pausa, con una expresión algo melancólica.
—¿Qué ocurre, Po? —le preguntó en voz queda—. Sabes que te perdonará con el tiempo.
—Oh, Escarabajito —dijo Po con un resoplido—. Me aterroriza pensar que tengo que decírselo a mi padre y a mis hermanos. Se encolerizarán más aún que Giddon.
—Ummm. ¿Ya has tomado en serio la decisión de contárselo?
—No —contestó su primo—. Antes quiero discutirlo a fondo con Katsa.
Bitterblue se tomó unos instantes para controlar mejor todas las opiniones y ansiedades que sabía que le estaba transmitiendo, incluidas sus preocupaciones sobre cómo transcurriría esa conversación y por qué Katsa no había vuelto todavía si lo único que estaba haciendo era explorar un túnel en alguna parte.
—Bueno, Ror sabe tu conexión con el Consejo, ¿no es así? —preguntó.
—Sí.
—Y ya se ha enterado de que Celaje prefiere a los hombres. ¿Es que no se ha reconciliado con esas sorpresas?
—Es que ninguno de los dos casos fue una nadería —dijo Po—. Se armó un buen escándalo.
—A mí me pareces una persona con capacidad para aguantar unos cuantos gritos —comentó con ligereza.
La sonrisa que esbozó su primo era descorazonada y compungida.
—Ror y yo gritando y Katsa y yo gritando son dos cosas distintas por completo —dijo—. Él es mi padre, además de mi rey. Y le he estado mintiendo toda la vida. Está tan orgulloso de mí, Bitterblue. Su decepción va a ser demoledora, y lo percibiré hasta en su respiración.
—Po…
—¿Sí?
—Cuando mi madre tenía dieciocho años y Leck la eligió, ¿quién dio permiso para el casamiento?
Po se quedó pensativo.
—Mi padre era rey —dijo luego—. Debió de ser él, a requerimiento de Cinérea.
—Creo que Ror debe de saber lo que se siente al traicionar a alguien a quien quieres.
—Pero no era culpa suya, por supuesto. Leck visitó la corte lenita y manipuló con su don a cuantos estaban allí.
—¿Y hasta qué punto crees tú que le consuela a Ror esa reflexión? —preguntó Bitterblue en voz queda—. Él era su rey y su hermano mayor. La envió lejos para que fuera torturada.
—Espero que tu intención sea consolarme —dijo su primo, que tenía los hombros hundidos—. Pero lo único que se me ocurre es que, si Ror hubiese sabido por entonces mi aptitud para captar algunos pensamientos, me habría presentado a Leck durante esa visita a fin de investigar al posible esposo de su hermana. Y tal vez yo habría podido evitar todo eso.
—¿Cuántos años tenías?
A Po le llevó unos segundos calcularlo.
—Cuatro —dijo, en apariencia sorprendido por su respuesta.
—Po, ¿qué crees tú que Leck le habría hecho a un niño de cuatro años que percibiera su secreto e intentara que los demás lo vieran también?
Su primo no contestó.
—Fue tu madre quien te obligó a mentir sobre tu gracia, ¿no es cierto? —le preguntó.
—Y mi abuelo, sí. Por mi propia seguridad —confirmó Po—. Temían que mi padre quisiera utilizarme.
—Hicieron lo correcto. De no ser así, estarías muerto. Cuando Ror reflexione detenidamente sobre todo esto, verá que todos han hecho lo que creían que era lo mejor en todo momento. Te perdonará.
En su despacho había ciertas cosas que Bitterblue ya no creía necesario fingir que ignoraba. Rood y Darby no sabrían el origen de su amistad con Teddy y Zaf, pero ya no era un secreto que acaso ella estuviera enterada de cosas que ellos habían ocultado.
—Me he enterado de que la situación en las escuelas de la ciudad es desastrosa por culpa de Runnemood —les dijo a los dos—. Por lo visto, no se enseña historia a casi nadie, ni a leer, lo cual, además de vergonzoso, es un problema que vamos a abordar de inmediato. ¿Qué sugerencias tenéis vosotros dos?
—Perdón, majestad —dijo Darby, que estaba sudando y tenía la cara húmeda y pegajosa. Al hablar se puso a temblar—. Me siento terriblemente enfermo. —Dio media vuelta y salió corriendo por la puerta.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Bitterblue de forma intencionada, a sabiendas de cuál era la respuesta.
—Intenta dejar de beber, majestad, ahora que la ausencia de Thiel hace necesaria nuestra presencia —contestó Rood sin que se le alterara la voz—. La indisposición pasará cuando lo haya conseguido.
Bitterblue lo observó con detenimiento. Tenía los bordes de las mangas manchados de tinta; el cabello blanco, peinado de manera que le cubría la parte calva del cráneo, empezaba a descolocársele. La expresión de los ojos del consejero era tranquila y triste.
—Me pregunto por qué no hemos tenido una colaboración más estrecha en el trabajo, Rood —le dijo—. Creo que finges menos que los otros.
—En tal caso, majestad, podemos trabajar más estrechamente en este asunto de las escuelas. ¿Y si creamos un nuevo ministerio, dedicado a la educación? Podría presentarle candidatos idóneos para el puesto de ministro.
—Bueno, me doy cuenta de que tendría sentido reunir un equipo dedicado a esta materia, aunque tal vez nos estamos precipitando. —Bitterblue miró el reloj de pared—. ¿Y el capitán Smit? —añadió, porque el capitán monmardo había prometido ir al despacho todas las mañanas para informarle en persona respecto a la búsqueda de Runnemood. Y la mañana casi había quedado atrás ya.
—¿Quiere que vaya a buscarlo, majestad?
—No. Sigamos discutiendo este asunto un poco más. ¿Querrás empezar por explicarme cómo se dirige ahora la enseñanza?
Resultaba un poco extraño pasar un rato hablando de un objetivo claro con una persona que, en el momento más inesperado, podía recordarle a Runnemood. La personalidad sin pretensiones de Rood no podría ser más distinta, pero el timbre de voz era parecido, sobre todo cuando empezaba a sentirse seguro con el tema que trataba. También lo era el rostro, desde ciertos ángulos. Bitterblue echaba ojeadas a las ventanas vacías de vez en cuando en un intento de asimilar que un hombre que se había sentado en ellas tantas veces hubiera sido capaz de apuñalar a personas hasta matarlas mientras dormían e intentar matarla a ella.
Cuando llegó el mediodía sin que Smit se hubiera presentado todavía, Bitterblue decidió ir por sí misma a buscarlo.
El cuartel de la guardia monmarda estaba al oeste del patio mayor, en la planta baja del castillo. Bitterblue entró.
—¿Dónde está el capitán Smit? —demandó a un joven nervioso que había sentado a un escritorio, al otro lado de la puerta.
El guardia se la quedó mirando boquiabierto, se incorporó de un brinco y después la condujo a través de otra puerta que daba a un despacho. Bitterblue se encontró al capitán Smit apoyado en un escritorio pulcrísimo y hablando con Thiel. Los dos hombres se pusieron de pie al instante.
—Confío en que no esté entrometiéndose —le dijo Bitterblue a Smit—. Ya no es mi consejero. En consecuencia, no está en disposición de obligarle a hacer nada, capitán Smit.
—Todo lo contrario, majestad —contestó el capitán, que le hizo una reverencia—. No se entrometía ni me daba órdenes, sino que respondía a unas preguntas que le hacía sobre en qué empleaba el tiempo Runnemood. O, más bien, intentaba responderme, majestad. El problema con el que me estoy tropezando es que Runnemood se mostraba muy reservado y contaba historias contradictorias respecto a dónde iba en cualquier momento dado.
—Entiendo. ¿Y el motivo de no haber ido a informarme esta mañana?
—¿Cómo? —El capitán Smit echó un vistazo al reloj que tenía en el escritorio, y acto seguido dio un puñetazo tan fuerte en la madera que sobresaltó a Bitterblue—. Este reloj no deja de pararse. Da la casualidad de que tengo poco que informar, pero eso no es una excusa, desde luego. No he hecho progresos en la búsqueda de Runnemood ni he conseguido descubrir nada sobre las conexiones que podría tener con las personas de esa lista que me dio. Pero acabamos de empezar, majestad. Por favor, no pierda la esperanza; quizá mañana tenga algo de lo que informarle.
En el patio mayor, Bitterblue se paró para echar una mirada hostil a un arbusto podado en forma de pájaro, llamativo con las hojas del color del otoño. Estaba apretando con fuerza el puño del brazo sano.
Se dirigió a la fuente, se sentó en el frío borde e intentó discernir por qué se sentía tan frustrada.
«Supongo que forma parte de ser una reina —pensó—. Y de estar herida, y de que Zaf no quiera verme, y de que todo el mundo sepa dónde y con quién estoy todo el tiempo. Tengo que quedarme sentada y esperar mientras otros van de aquí para allá investigando cosas, y después vuelven y me presentan un informe. Estoy atrapada aquí, esperando, mientras todos los demás viven aventuras. No me hace gracia».
—¿Majestad?
Alzó la vista y se encontró con Giddon de pie, a su lado; copos de nieve se derretían en su cabello y en la chaqueta.
—¡Giddon! Po me decía esta misma mañana que usted volvería enseguida. Qué alegría verlo.
—Majestad —empezó él en voz grave mientras se pasaba los dedos por el pelo—, ¿qué le ha pasado en el brazo?
—Oh, esto. Runnemood intentó asesinarme —contestó.
Él se la quedó mirando con aire estupefacto.
—¿Runnemood, su consejero? —preguntó.
—Están pasando muchas cosas, Giddon —contestó, sonriente—. Mi amigo de la ciudad me robó la corona. Po está inventando una máquina voladora. He apartado del servicio a Thiel. Y he descubierto que todos los bordados de mi madre son mensajes cifrados.
—¡Pero si no he estado fuera ni tres semanas!
—Po ha estado enfermo, ¿sabe?
—Lo siento —dijo él, inexpresivo.
—No sea imbécil. De hecho, ha estado muy mal.
—¿Sí? —Ahora, Giddon parecía sentirse incómodo—. ¿A qué se refiere, majestad?
—¿Qué quiere decir con que a qué me refiero?
—Quiero decir que si ya está bien.
—Ahora se encuentra un poco mejor, sí.
—No está… No corre peligro, ¿verdad, majestad?
—Se va a poner bien, Giddon —dijo, aliviada al oír un atisbo de ansiedad en la voz del noble—. Tengo una lista de nombres que quiero darle. ¿Adónde va primero? Lo acompañaré.
Giddon tenía hambre; Bitterblue estaba aterida de frío por el aire helado y la humedad de la fuente, y quería enterarse del asunto del túnel de Piper y de lo que pasaba en Elestia. Así pues, él la invitó a acompañarlo a buscar algo de comer. Ella aceptó y Giddon la condujo a través del vestíbulo del este hacia un corredor abarrotado de gente.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Se me ocurrió que podríamos ir a las cocinas —repuso el noble—. ¿Conoce sus cocinas, majestad? Están contiguas a los jardines del sudeste.
—De nuevo me lleva a hacer una excursión por mi castillo.
—El Consejo tiene contactos aquí, majestad. Confío en que Po se reúna con nosotros. ¿Tiene tanto frío como aparenta? —preguntó.
Entonces vio lo que Giddon veía: un hombre que se acercaba con un montón de mantas de colores en los brazos.
—Oh, sí —contestó—. Acorralémoslo, Giddon.
Unos instantes después, Giddon la ayudaba a echarse una manta de colores verde musgo y dorado por encima del brazo herido y la espalda.
—Muy bonita —dijo él—. Este color me recuerda a mi hogar.
—Majestad —saludó una mujer a la que Bitterblue no había visto nunca, y que se metió afanosamente entre Giddon y ella. Era menuda, mayor, con arrugas, e incluso más baja que ella—. Permítame, majestad —dijo, agarrando la parte delantera de la manta, que Bitterblue mantenía cerrada con la mano buena. La mujer sacó un broche sencillo de estaño, juntó los bordes de la manta y los prendió con el broche.
—Gracias —dijo Bitterblue, sin salir de su asombro—. Tiene que decirme cómo se llama para poder devolverle el broche.
—Me llamo Devra, majestad, y trabajo con el zapatero.
—¡El zapatero! —Bitterblue dio unos toquecitos al broche en tanto que el movimiento de gente por el pasillo los arrastró a Giddon y a ella hacia su destino—. Ignoraba que hubiera un zapatero —se dijo a sí misma en voz alta, luego miró de reojo a Giddon y suspiró. La manta arrastraba tras ella como la cola de un magnífico y caro manto; lo extraño era que la hacía sentirse como una reina.
Bitterblue nunca había oído tanto ruido ni había visto a tanta gente trabajando a un ritmo tan frenético como en las cocinas. Se quedó estupefacta al descubrir que había un graceling de mirada alocada que era capaz de saber por el aspecto —y sobre todo por el olor de una persona— lo que sería, en ese momento, más satisfactorio comer para él o para ella.
—A veces es agradable que le digan a una lo que le apetece —le comentó Giddon, inhalando el vapor que se alzaba de la taza de chocolate que sostenía.
Cuando Po llegó y se detuvo con prudencia delante de Giddon, prietos los labios y cruzado de brazos, Bitterblue lo vio como lo estaría viendo Giddon y comprendió que su primo había perdido peso. Tras unos instantes de evaluación mutua, Giddon le habló:
—Te hace falta comer. Siéntate y deja que Jass te olfatee.
—Me pone nervioso. —Po se sentó—. Me preocupa hasta dónde puede llegar su percepción.
—Ironías de la vida —comentó Giddon con sequedad mientras se metía en la boca una cucharada llena de alubias con jamón—. Tienes un aspecto horrible. ¿Te ha vuelto el apetito?
—Estoy famélico.
—¿Tienes frío?
—Vaya, ¿es que piensas dejarme tu chaqueta empapada? —le preguntó Po con un resoplido—. Deja de interesarte por mí como si fuera a morirme hoy mismo. Estoy bien. ¿Por qué lleva Bitterblue una manta como si fuera una capa? ¿Qué le has hecho?
—Siempre me has caído mejor cuando Katsa está cerca —comentó Giddon—. Me trata de un modo tan infame que, en comparación, tú pareces agradable.
A Po se le curvó la boca con un tic, como si fuera a sonreír.
—Es que tú la provocas a propósito —comentó luego.
—Eso es fácil de lograr. Cualquier cosa la provoca. —Giddon empujó una bandeja de pan y queso para ponerla al alcance de Po—. A veces lo consigo incluso por el mero hecho de respirar. Bien —cambió de tema con brusquedad—, tenemos unos cuantos problemas y los expondré lisa y llanamente. El pueblo de Elestia está decidido, pero es justo como dijo Katsa: no tienen planes más allá de deponer a Thigpen. Y este tiene una reducida camarilla de lores y damas favoritos, nobles avariciosos, leales a su rey, pero aún más leales a sí mismos. Hay que neutralizarlos a todos, del primero al último, o en caso contrario se corre el peligro de que uno de ellos se alce con el poder en sustitución de Thigpen sin que haya el más mínimo progreso respecto a la situación actual. La gente con la que hablé no quiere saber nada de la nobleza elestina. Sienten una profunda desconfianza hacia cualquier otro habitante de Elestia que no haya sufrido tanto como ellos.
—Y aun así, ¿confían en nosotros?
—Sí —afirmó Giddon—. El Consejo no goza del aprecio de ninguno de los reyes déspotas, y el Consejo ha ayudado a deponer a Drowden, así que se fían de nosotros. Creo que si Raffin fuera el siguiente en ir a hablar con ellos, como futuro rey de Terramedia e hijo caído en desgracia de Randa, quizá lograría llegar a ellos por su carácter afable. Y por supuesto tú también tienes que ir —gesticuló Giddon con la cuchara—, y hacer lo que quiera que haces. Si ibas a echar las tripas, supongo que ha sido una suerte que no vinieras conmigo esta vez. Pero me habría venido bien tu compañía en ese túnel, y te he necesitado en Elestia. Lo siento, Po.
La sorpresa se plasmó en el rostro de Po. No era una expresión que Bitterblue viera en él muy a menudo. Su primo se aclaró la garganta mientras parpadeaba.
—Yo también lo siento, Giddon —dijo, y eso fue todo.
A Bitterblue la asaltó el deseo de que Zaf la perdonara también de un modo tan indulgente.
Jass llegó a la mesa, olisqueó a Po, volvió a olisquear a Giddon y, al parecer, decidió que lo satisfactorio para los dos sería engullir media cocina. Bitterblue se sentó y escuchó la conversación sobre conspirar y planear mientras ella se tomaba el chocolate e intentaba encontrar una posición menos molesta que las demás; desmenuzó y examinó cada palabra de la conversación y, de vez en cuando, discutió algún punto, sobre todo cada vez que Po retomaba el tema sobre su seguridad. También, durante todo el tiempo, no dejó de absorber la maravilla que eran las cocinas del castillo. La mesa a la que estaban sentados se encontraba en una esquina, cerca de la panadería. Desde ese rincón, las paredes parecían extenderse, interminables, en ambas direcciones. A un lado estaban los hornos y los fogones, construidos en los muros exteriores del castillo. Las altas ventanas no tenían cristales y los copos de nieve se colaban a través de ellas en ese momento para deshacerse al caer sobre fogones y personas.
Cerca, una montaña de peladuras de patatas se amontonaba en el suelo, debajo de una mesa. Anna, la panadera mayor, se dirigió hacia una hilera de cuencos enormes que estaban cubiertos con paños, levantó los lienzos y, uno tras otro, pegó con el puño en la masa de los cuencos. A un grito suyo acudió un desfile de ayudantes con las mangas remangadas que se alinearon a lo largo de la mesa, sacaron de los cuencos los grandes pegotes de masa y se pusieron a amasarlos valiéndose de la fuerza de espalda y hombros para realizar la tarea. Anna también se encontraba en la hilera y amasaba con un brazo; el otro lo mantenía pegado al cuerpo. La rigidez con la que colgaba la extremidad le hizo sospechar a Bitterblue que tenía una lesión de algún tipo. Los músculos del brazo con el que trabajaba se hinchaban al amasar, y también se le hinchaban los del cuello y los hombros. La fuerza de la mujer tenía hipnotizada a Bitterblue, no porque lo hiciera con una sola mano, sino por el hecho de que estuviera amasando, un trabajo que era a la vez violento y suave, y Bitterblue deseó saber cómo era el tacto de esa sedosa masa. Era consciente de que en algún momento, dentro de poco —si no esa noche, tal vez mañana y, si no esa hornada de masa, entonces la siguiente— tendría pan de patata con la comida.
La complacía —de un modo que casi era doloroso— estar sentada al lado de la panadería. El aire cálido que olía a levadura le resultaba tan familiar… Hizo una profunda inhalación para llenarse los pulmones de él con la sensación de haber estado respirando superficialmente durante años. El aroma a pan horneado era tan reconfortante, y el recuerdo de una historia que se había contado a sí misma —una historia que le había contado a Zaf sobre su trabajo y sobre vivir con su madre— parecía tan real, tan tangible al encontrarse sentada en aquel lugar, y tan triste…