Capítulo 26
–Me sorprende verte —dijo Bitterblue a la mañana siguiente cuando Rood entró en el despacho de la torre.
El consejero estaba callado y abatido en ausencia de su hermano, pero no sumiso ni temeroso. Era evidente que no se encontraba en pleno ataque nervioso.
—He pasado veinticuatro horas muy malas, majestad —respondió en voz baja—. No fingiré que no ha sido así. Pero Thiel vino a verme anoche y recalcó lo mucho que se me necesita ahora.
Cuando Rood sufría, era un sufrimiento presente y material; no se escondía tras el vacío. Era una franqueza que hizo que Bitterblue deseara confiar en él.
—¿Hasta qué punto estás enterado de lo ocurrido? —se aventuró.
—Hace años que no soy confidente de mi hermano, majestad. Para ser franco, mejor que fuera a Thiel a quien encontró en los pasillos esa noche. Podría haber pasado junto a mí sin decir una palabra, y fue el hecho de que hablara lo que le salvó la vida a su majestad.
—¿La guardia monmarda te ha interrogado sobre el posible paradero de tu hermano, Rood?
—Desde luego, majestad. Aunque me temo que no he sido de gran ayuda. Mi esposa, mis hijos, mis nietos y yo somos sus únicos familiares vivos, majestad, y el castillo, el único hogar que hemos tenido. Él y yo crecimos aquí, ¿sabe, majestad? Nuestros padres fueron sanadores al servicio de la corona.
—Comprendo. —De modo que ese hombre que se movía de aquí para allí casi de puntillas y se encogía por cualquier cosa ¿tenía esposa, hijos y nietos? ¿Eran para él motivo de gozo y satisfacción? ¿Cenaba todas las noches con ellos, despertaba con ellos por las mañanas y lo consolaban cuando estaba enfermo? Runnemood parecía tan distante y frío en comparación… Bitterblue era incapaz de imaginar que si tuviera un hermano pasara de largo, sin verlo, al cruzarse con él por un pasillo.
—¿Tú tienes familia, Darby? —le preguntó a su consejero graceling con una pupila amarilla y otra verde cuando el hombre remontó la escalera, jadeante, la siguiente vez que subió a su despacho.
—Hubo un tiempo en que la tuve —respondió, y encogió la nariz en un gesto de desagrado.
—¿No te…? —empezó con vacilación Bitterblue—. ¿No les tenías cariño, Darby?
—Más bien es que hace tiempo que no pienso en ellos, majestad.
Estuvo tentada de preguntarle en qué pensaba, si lo hacía, mientras corría de aquí para allá como un frenético mecanismo diseñado para distribuir documentos.
—Confieso que me sorprende verte hoy a ti también en las oficinas, Darby.
El consejero la miró a los ojos y le sostuvo la mirada, un gesto que la sorprendió porque no recordaba que hubiera hecho algo así nunca. Entonces reparó en el horrible aspecto del hombre, con los ojos inyectados en sangre y desorbitados, como si los mantuviera abiertos a la fuerza. También se fijó en un leve temblor en los músculos de su cara, algo de lo que tampoco se había dado cuenta hasta entonces.
—Thiel me ha amenazado para que acudiera al trabajo, majestad —dijo.
Luego le tendió un papel, así como una nota doblada, y retiró la pila de documentos salientes, que hojeó con una expresión como si quisiera castigar a cualquier hoja del montón que no estuviera en perfecto orden. Bitterblue se lo imaginó agujereando los papeles con un abrecartas para después sostenerlos cerca del fuego mientras gritaban.
—Eres un bicho raro, Darby —dijo en voz alta.
Darby emitió un suave resoplido antes de dejarla sola.
Estar en la torre sin Thiel le causaba una extraña sensación de aplazamiento, como si estuviera aguardando a que empezara la jornada de trabajo, a la espera de que Thiel regresara de la diligencia en la que estuviera ocupado y le hiciera compañía. Qué furiosa estaba con él por hacer algo que la había obligado a retirarlo del servicio.
El trozo de papel que Darby le había llevado enumeraba los resultados de los últimos estudios sobre alfabetización de Runnemood. Tanto en el castillo como en la ciudad, las estadísticas rondaban el ochenta por ciento. Por supuesto, no había razón alguna para creer que fueran rigurosos.
La nota estaba escrita con grafito y en la letra grande y esmerada de Po. Informaba de forma breve que Teddy y Zaf habían sido convocados y se reunirían con ella en su cuarto de lectura de la biblioteca, a mediodía.
Se dirigió hacia una ventana orientada hacia el este, de repente preocupada por cómo se las arreglaría Teddy para hacer el recorrido. Apoyó la frente en el cristal y respiró hondo para superar el dolor y el mareo. El cielo tenía el acerado color propio de un día de otoño avanzado, a pesar de que solo era octubre. Los puentes se alzaban como espejismos con el reverbero del aire, magníficamente espléndidos en sus volátiles travesías sobre el río. Entrecerró los ojos y comprendió lo que pasaba en la atmósfera para dar la impresión de que cambiaba de color y se movía: copos de nieve. No una gran nevada, sino una precipitación ligera, la primera de la temporada.
Más tarde, cuando salió hacia la biblioteca, se detuvo en las oficinas de abajo para mirar a los escribientes que trabajaban allí todos los días. Suponía que había entre treinta y cinco y cuarenta a cualquier hora, dependiendo de… Bueno, no sabía realmente de qué dependía. ¿Adónde iban los escribientes cuando no se encontraban allí? ¿Recorrían el castillo verificando… lo que fuera? En un castillo había montones de cosas que comprobar, ¿no?
Bitterblue tomó nota para sus adentros de preguntar a Madlen si las medicinas que estaba tomando para el dolor le embotaban el cerebro o es que en realidad era estúpida. Cerca, un escribiente joven llamado Froggatt, de unos treinta años y cabello oscuro y exuberante, se encontraba inclinado sobre una mesa. Se puso erguido y le preguntó si necesitaba algo.
—No, gracias, Froggatt.
—Todos nos sentimos tremendamente aliviados de que haya sobrevivido al ataque, majestad —dijo el escribiente.
Sorprendida, lo miró a la cara y después observó el rostro de los demás que se encontraban en la sala. Por supuesto, todos se habían puesto de pie cuando ella había entrado, y ahora la miraban también, esperando que se fuera para poder reanudar su trabajo. ¿Se sentían aliviados? ¿De verdad? Bitterblue sabía cómo se llamaban, pero desconocía cualquier detalle sobre sus vidas, su personalidad o sus historias aparte de que todos habían trabajado en la administración de su padre durante diversos periodos de tiempo, dependiendo de la edad de cada cual. Si uno de ellos desaparecía y nadie se lo informaba, era probable que ella no se diera cuenta. Y si se lo decían, ¿lo sentiría?
Por otro lado, no era alivio lo que percibía en esas caras, sino inexpresividad, como si no la vieran, como si solo existieran de verdad en el papeleo al que todos estaban deseosos de volver.
No había nadie en su cuarto de lectura de la biblioteca a excepción de la mujer del tapiz y la versión infantil de sí misma trocándose en castillo.
Le parecía irónico en cierto modo pararse delante de la escultura en el estado en el que se encontraba en ese momento. El brazo derecho de la niña esculpida se estaba transformando en una torre de roca con soldados, fortaleciéndose, convirtiéndose en su propia protección. El brazo de la Bitterblue de la vida real iba pegado al costado con un cabestrillo.
«Como el reflejo en un espejo distorsionado», pensó.
Oyó pasos y poco después apareció Holt entre las estanterías asiendo a Teddy por el brazo con una mano y a Zaf con la otra. Teddy giraba sobre sí mismo hasta donde el brazo sujeto se lo permitía y volvía a girar al contrario, con los ojos abiertos como platos.
—¡Geografía lingüística de Elestia, Oriente y Lejano Oriente! —exclamó al tiempo que alargaba la mano hacia el estante donde estaba el libro, aunque enseguida gruñó cuando Holt tiró de él.
—Ten cuidado, Holt; no quiero maltratos —advirtió Bitterblue un poco alarmada—. Teddy no se lo merece. E imagino que Zaf disfruta demasiado con ello —añadió, al captar la justificada indignación de Zaf mientras intentaba zafarse de la mano de Holt. Zaf lucía contusiones recientes que le daban la apariencia de un camorrista.
—Me quedaré a una distancia prudente, donde la oiré si llama. Por si me necesita, majestad —dijo Holt. Tras asestar una última mirada gris y plata a Zaf, el guardia graceling se alejó.
—¿Llegaste bien hasta aquí, Teddy? —preguntó Bitterblue—. ¿No tuviste que caminar?
—No, majestad. Fueron a buscarnos en un magnífico carruaje. ¿Y usted, majestad? ¿Se encuentra bien?
—Sí, claro. —Bitterblue se dirigió a la mesa y retiró una silla con una mano—. Siéntate.
Teddy lo hizo con cuidado, y después acarició la cubierta de piel del manuscrito que había en la mesa delante de él. Los ojos se le abrieron de par en par al leer la etiqueta. Después, el asombro rebosó en ellos a medida que Teddy leía más etiquetas.
—Puedes llevarte tantos como quieras, Teddy —le dijo Bitterblue—. Confío en que aceptes mi oferta de contratarte para que los imprimas. Si tienes amigos con prensas, también querría contratarlos.
—Gracias, majestad —susurró Teddy—. Acepto con mucho gusto.
Bitterblue se permitió echar una mirada a Zaf, que estaba de pie con las manos en los bolsillos y una estudiada expresión de aburrimiento.
—Tengo entendido que me defendiste y quiero expresarte mi gratitud por ello —le dijo.
—Disfruto con una buena pelea —repuso él de forma brusca—. ¿Hemos venido aquí por alguna razón?
—Tengo información que compartir con vosotros sobre mi consejero Runnemood.
—Estamos enterados —dijo Zaf.
—¿Cómo?
—Cuando la guardia monmarda, la guardia real y la guardia lenita de las puertas registran la ciudad buscando a un hombre de la reina que ha intentado matarla, la gente suele enterarse —repuso Zaf en tono frío.
—Siempre sabéis más de lo que imagino.
—Deje de mostrar tanta suficiencia —espetó él.
—Estaría encantada si pudiésemos hablar en lugar de discutir —le replicó con tirantez—. Y puesto que sueles saber tanto, me pregunto qué más podrías decirme sobre Runnemood. Es decir, de cuántos crímenes es responsable, por qué puñetas lo hace y adónde ha ido. He sabido que fue él quien planeó la trampa que te tendieron para incriminarte en ese asesinato, Zaf. ¿Qué más puedes contarme? ¿Estaba detrás de tu apuñalamiento, Teddy?
—No tengo la menor idea, majestad —respondió el aludido—. Sobre eso ni sobre el resto de crímenes. Resulta un poco difícil creer que es un solo hombre el que está detrás de todo, ¿no es cierto? Hablamos de docenas de muertes en los últimos años, y cuando digo eso me refiero a todo tipo de víctimas. No solo ladrones u otros delincuentes como nosotros, sino personas cuyo mayor crimen es enseñar a leer a otros.
—Enseñar a leer —repitió Bitterblue, desolada—. ¿De verdad? Por eso me ocultabais las lecciones de lectura. Supongo que es peligroso que las imprimáis. Pero no lo entiendo. ¿Es que no se enseña a leer en las escuelas?
—Oh, majestad, las escuelas de la ciudad, salvo contadas excepciones, están en ruinas —informó Teddy—. Los maestros designados oficialmente no están cualificados para enseñar. Los niños que saben leer es porque les han enseñado en casa o personas como yo, o Bren o Tilda. La historia también está desatendida… A nadie se le enseña la historia reciente de Monmar.
Bitterblue contuvo a duras penas la ira creciente.
—Como es habitual —dijo—, tampoco tenía la menor idea sobre esto. Además, la escolarización de la ciudad entra en la jurisdicción de Runnemood. Mas, ¿qué puede significar eso? Casi da la impresión de que Runnemood hubiera adoptado una política con visión de futuro y se hubiera vuelto completamente loco como resultado. ¿Por qué? ¿Qué sabemos de él? ¿Quién podría haber influido en él?
—Eso me recuerda algo, majestad. —Teddy se llevó una mano al bolsillo—. Le he preparado una lista nueva, por si había perdido la suya cuando la atacaron.
—¿Una lista?
—De los nobles que cometieron los robos más graves en favor de Leck, majestad; ¿os acordáis?
—Oh, cierto. Por supuesto, gracias. Teddy, cualquier cosa que puedas decirme para que esté al tanto de la situación en la ciudad me será de ayuda, ¿lo comprendes? Yo no veo lo que ocurre desde mi torre —añadió—. La vida que mi pueblo lleva en realidad no se refleja nunca en los documentos que pasan por mi despacho. ¿Querrás ayudarme?
—Desde luego, majestad.
—¿Y la corona? —preguntó Bitterblue, que volvió los ojos hacia el rostro pétreo de Zaf.
—No logro dar con Gris —dijo él, encogiéndose de hombros.
—¿Lo estás buscando?
—Sí, claro que lo busco —repuso malhumorado—, aunque no sea mi principal preocupación en este momento.
—¿Y qué puede haber que sea más preocupante? —le espetó Bitterblue.
—Oh, pues no lo sé. ¿Tal vez su demente consejero que intentó matarme una vez y que ahora anda suelto en algún lugar del distrito este?
—Encuentra a Gris —ordenó Bitterblue.
—Por supuesto, su real y altísima majestad.
—Zaf —dijo Teddy con voz sosegada—. Plantéate si estás siendo justo al seguir castigando a nuestra Chispas.
Zaf se dio la vuelta hacia el tapiz, donde se quedó mirando con rabia, cruzado de brazos, a la extraña dama de cabello rojo. A Bitterblue le costó unos segundos recobrar el habla, porque jamás habría imaginado que volvería a escuchar ese nombre.
—Entonces, ¿te llevarás unos cuantos libros de estos, Teddy? —preguntó después.
—Nos los llevaremos todos, del primero al último, majestad —anunció Teddy—. Pero quizá lo hagamos de dos en dos o de tres en tres cada vez, porque Zaf tiene razón. No quiero despertar un interés no deseado. Y ya me he metido en bastantes jaleos.
Después de que Teddy y Zaf se hubieron ido, Bitterblue se quedó sentada unos instantes mirando los manuscritos reescritos por Deceso mientras intentaba decidir con cuál empezar. Cuando el bibliotecario entró pisando con fuerza y alzó la mano mostrándole un libro para releer, Bitterblue preguntó:
—¿De qué trata?
—Del proceso artístico, majestad —respondió Deceso.
—¿Por qué quería mi padre que leyera cosas sobre el proceso artístico?
—¿Y cómo quiere que yo lo sepa, majestad? Estaba obsesionado con el arte y los artistas. Quizá quería que usted lo estuviese también.
—¿Obsesionado? ¿De verdad?
—Majestad, ¿es que camina usted por el castillo con los ojos cerrados? —sugirió Deceso.
Bitterblue se apretó las sienes y contó hasta diez.
—Deceso —dijo después—. ¿Qué opinarías de que le entregara unos cuantos de estos libros reescritos a un amigo que tiene una prensa?
—Majestad —respondió Deceso tras parpadear sorprendido—, estos manuscritos, como todo cuanto hay en esta biblioteca, son suyos para hacer con ellos lo que le plazca. —Hizo un breve silencio—. Mi anhelo es que descubra que desea entregarle todos ellos a ese amigo.
Bitterblue estrechó los ojos para observar al bibliotecario.
—Querría mantener en secreto esta cesión, en consideración a mi amigo y su seguridad —le dijo—. Al menos hasta que encontremos a Runnemood y se haya aclarado todo este misterio. Guardarás el secreto, ¿verdad, Deceso?
—Desde luego que sí, majestad —exclamó el bibliotecario; saltaba a la vista que se sentía insultado por tal pregunta. Soltó el libro sobre el proceso artístico en el escritorio y se retiró con un resoplido enfurruñado.
—Estoy preocupada por Teddy y Zaf —le confesó Bitterblue a Helda más tarde—. ¿Sería poco razonable pedirle a mi guardia lenita de las puertas que prescindiera de unos cuantos hombres para que velaran por su seguridad?
—Pues claro que no, majestad. Harían todo lo que les pidiera.
—Sé que harían lo que les ordenara. Lo cual no hace que mi orden sea razonable.
—Me refiero a que lo harán por lealtad, majestad, no por obligación —la reprendió Helda—. Se preocupan por usted y por sus inquietudes. Supongo que es consciente de que gracias a ellos supe desde el principio que se escabullía del castillo, ¿verdad? Me lo advertían siempre.
Bitterblue asimiló aquella revelación con cierto azoramiento.
—Se suponía que no me reconocerían —susurró.
—Llevan ocho años cuidando de usted, majestad. ¿De verdad pensaba que no conocían al dedillo su actitud, su forma de caminar, su voz?
«He pasado delante de ellos incontables veces —pensó Bitterblue—, viendo nada más que cuerpos apostados junto a una puerta. Me gusta su presencia porque me recuerdan a mi madre por el físico y por la forma de hablar».
—A ver si espabilo de una vez —rezongó.
—¿Perdón, majestad?
—¿Cuántas cosas más hay que se me escapan, Helda?
Bitterblue estaba en los aposentos del ama porque quería echar un vistazo a todos los pañuelos que Helda seguía sacando del fondo de su armario para que Bitterblue se tapara las contusiones.
—No lo entiendo —continuó mientras el ama abría más las puertas y dejaba a la vista estanterías llenas de telas que llegaban como flechas de remembranzas a su corazón—. No sabía que los tenías. ¿Por qué los guardaste?
—Cuando vine para estar a su servicio, majestad —respondió Helda mientras sacaba pañuelos y los colgaba para que Bitterblue los tocara, maravillada—, descubrí que la servidumbre asignada a esa tarea había llevado a cabo una limpieza demasiado entusiasta en los armarios de su madre. El rey Ror había salvado unas cuantas cosas que identificó como lenitas; los pañuelos, por ejemplo, así como cualquier cosa que tuviera valor, majestad. Pero del resto, como vestidos, capas, zapatos, no quedaba ni rastro. Recogí lo que se había salvado. Puse las joyas en su baúl, como usted sabe, y decidí guardar los pañuelos para cuando fuera mayor. Lamento que haya sido la necesidad de tapar las marcas de un ataque lo que hizo que me acordara de ellos, majestad —añadió.
—Así es como funciona la memoria —comentó en voz queda Bitterblue—. Los recuerdos desaparecen sin permiso, y después regresan del mismo modo, sin preguntarnos. —A veces volvían incompletos y deformados.
Aquel era un aspecto de la memoria al que Bitterblue había intentado resignarse últimamente, uno tan doloroso que aún no había logrado afrontarlo por completo. Sus recuerdos de Cinérea eran una serie de retazos. Muchos de ellos eran momentos que habían ocurrido en presencia de Leck, lo cual significaba que sus facultades mentales estaban mermadas. Cuando estuvieron solas pasaron gran parte de ese tiempo luchando para despejar la bruma mental del rey. Leck no solo le había arrebatado a su madre al matarla: también se la había robado antes. Bitterblue no alcanzaba a imaginar qué clase de persona sería Cinérea en la actualidad si estuviera viva. No era justo que se descubriera a veces dudando de hasta qué punto había llegado a conocer a su madre.
Incluso los aposentos de Helda, el sencillo y pequeño dormitorio en verde y el cuarto de baño en color turquesa la desconcertaban, porque habían sido su dormitorio y su cuarto de baño en vida de Cinérea. Cerrando la puerta para que Leck no entrara, su madre la había bañado en la que era ahora la tina turquesa de Helda y le hablaba de todo tipo de cosas. Del Burgo de Ror, donde había vivido en el castillo del rey, el edificio más grande del mundo, con cúpulas y altas torres que se elevaban hacia el cielo por encima del mar de Lenidia. De su padre, de sus hermanos y hermanas, sobrinas y sobrinos. De su hermano mayor, Ror, el rey. De las personas a las que echaba de menos y que no conocían a Bitterblue, pero que algún día la conocerían. De sus anillos, que irradiaban destellos en el agua.
«Todo eso era real», pensó con obstinación.
Recordaba un punto áspero en una de las teselas de la tina que le había arañado el brazo de vez en cuando. Recordaba que se lo señalaba a su madre. Se acercó a la bañera y encontró de inmediato la pequeña irregularidad.
—Ahí está —dijo, mientras le pasaba el dedo por encima con una especie de feroz triunfo.
Fueron esos minutos pasados en el cuarto de Helda, evocando sensaciones de otro tiempo, lo que indujo a Bitterblue a sentir curiosidad sobre otra pieza del rompecabezas que faltaba, y se preguntó si serviría para responder a cualquiera de sus preguntas. Por fin, decidió que quería ver los aposentos que habían pertenecido a Leck.
El caballo del tapiz que cubría la puerta en la sala de estar tenía unos ojos verdes y tristes que parecían mirar a los de Bitterblue con fijeza. El copete que le colgaba sobre los ojos tenía un color azul que tiraba más a violeta que al azul oscuro y profundo del resto del pelaje, y le recordó a Zaf. Helda la ayudó a apartar a un lado el tapiz.
El examen de la puerta que había detrás no les llevó mucho tiempo. Era de madera sólida, recia, bien encajada en el marco, y parecía que estaba cerrada con llave. Había un ojo de cerradura, y Bitterblue recordó que Leck usaba una llave para abrirla.
—¿A quién conocemos que sepa forzar cerraduras? —preguntó—. No he visto a Zaf hacerlo nunca, pero lo creo muy capaz. O… me pregunto si Po podría encontrar la llave.
—Majestad —dijo una voz a sus espaldas, haciendo que Bitterblue diera un brinco de sobresalto.
Se volvió y encontró a Raposa en la entrada.
—No he oído abrirse las puertas —instó Bitterblue.
—Perdón, majestad; no era mi intención alarmarla —se disculpó Raposa mientras entraba—. Por si le sirve de algo, majestad, tengo unas ganzúas que he aprendido a usar. Pensé que sería una habilidad práctica para una espía —aclaró, un poco a la defensiva, cuando Helda la observó con las cejas enarcadas—. La idea fue de Ornik.
—Parece que estás entablando una gran amistad con el joven y apuesto herrero —comentó el ama con voz inexpresiva—. Pero recuerda, Raposa, que, aunque él es aliado del Consejo y nos ha ayudado con el asunto de la corona, no es un espía. No tiene por qué compartir tu información.
—Por supuesto que no, Helda —contestó Raposa con aire de sentirse un poco ofendida.
—Veamos, ¿tienes aquí esas ganzúas? —preguntó Bitterblue.
La doncella graceling sacó de un bolsillo un cordel del que colgaban un surtido de limas, alambres y ganchos atados en manojo para que no tintinearan. Cuando soltó el atado, Bitterblue vio que el metal estaba arañado y áspero en algunos sitios, pero limpio de óxido.
Raposa tuvo que hurgar en la cerradura durante varios minutos, cosa que realizó con cuidado, de rodillas y con la oreja pegada a la puerta. Por fin sonó un fuerte chasquido.
—Ya está —anunció mientras se ponía de pie, giraba el picaporte y empujaba. La puerta no se movió. Probó tirando de ella.
—Recuerdo que abría hacia dentro —dijo Bitterblue—. Y nunca vi que él tuviera que forcejear.
—Bien, pues hay algo que la bloquea, majestad —comentó Raposa, que pegó el hombro en la madera y empujó fuerte—. Estoy bastante segura de haber abierto la cerradura.
—Ah, mirad —dijo Helda, que señaló un punto en el centro de la puerta donde la afilada punta de un clavo asomaba a través de la superficie de la madera—. A lo mejor está entablada por dentro, majestad.
—Cerrada con llave y entablada —suspiró Bitterblue—. ¿A alguna de vosotras se le dan bien los laberintos?
Mientras Raposa y ella bajaban por la escalera de caracol que, en cierta ocasión, había conducido a Bitterblue al laberinto de Leck, la doncella graceling le explicó su teoría sobre los laberintos de caminos alternativos como ese: una vez que estabas dentro, había que elegir una mano, derecha o izquierda, apoyarla en la pared y, a continuación, seguir el laberinto todo el camino sin apartar esa mano del muro. Con el tiempo, uno llegaría al centro.
—Un guardia lo hizo así conmigo la última vez —comentó Bitterblue—. Pero no funcionará si resulta que empezamos por una pared que es de alguna de las islas, separada del resto del laberinto —añadió tras reflexionar—. Pondremos las manos en el muro de la mano derecha. Si acabamos donde empezamos, sabremos que es una isla. Entonces tomaremos el siguiente giro a la izquierda, y volveremos a poner las manos en el muro de la derecha. Eso funcionará. ¡Oh! —exclamó, consternada—. A menos que en el desvío hayamos ido a dar a otra isla. En ese caso, tendríamos que empezar todo de nuevo, además de recordar qué recorridos hemos hecho ya. Mierda. Deberíamos haber traído señales para ponerlas en el camino.
—¿Por qué no lo intentamos, majestad, y vemos qué tal funciona? —propuso Raposa.
Era muy desorientador. Los laberintos estaban hechos para Katsa, con su increíble sentido de orientación, o para Po, que veía a través de las paredes. Por suerte, Raposa había tenido la previsión de llevar un farol. Después de cuarenta y tres giros con las manos en la pared de la derecha, se encontraron con una puerta en medio del corredor.
La puerta, ni que decir tiene, estaba cerrada con llave.
—En fin —dijo Bitterblue mientras Raposa volvía a ponerse de rodillas y, con paciencia, comenzaba a hurgar con la ganzúa—, al menos sabemos que esta no puede estar entablada por dentro. A no ser que la persona entablara ambas puertas y después se quedara encerrada para morir, con lo que estaríamos a punto de encontrar un cadáver putrefacto —añadió y soltó una risita, divertida por su chanza morbosa—. O a no ser, claro —continuó con un gemido—, que exista una tercera vía para salir de los aposentos de Leck. Un pasadizo secreto que aún no hemos descubierto.
—¿Un pasadizo secreto, majestad? —dijo Raposa con aire absorto y la oreja pegada a la puerta.
—El castillo parece estar lleno de ellos, Raposa.
—No tenía ni idea, majestad.
Sonó un chasquido apagado. Cuando Raposa asió el picaporte y empujó, la puerta se abrió. Conteniendo la respiración y sin saber muy bien contra qué prepararse, pero de todos modos armándose de valor, Bitterblue entró al oscuro cuarto lleno de sombras altas. Las sombras tenían una forma tan humana que se le escapó un respingo.
—Esculturas, majestad —dijo a su espalda Raposa, tranquila—. Creo que son eso.
El cuarto olía a polvo y no tenía ventanas. Era cuadrado y cavernoso, sin muebles a excepción de un enorme armazón de cama vacío que había en el centro. Las esculturas, en pedestales, llenaban el resto del espacio; debía de haber unas cuarenta. Caminar entre ellas con Raposa y el farol era un poco como andar de noche entre los setos del patio mayor, porque se cernían igual de amenazadoras y daban la impresión de que estuvieran a punto de cobrar vida y empezar a caminar de un lado para otro.
Bitterblue se dio cuenta de que eran obra de Belagavia. Animales transformándose en otros, personas transformándose en animales o en montañas o en árboles, todos irradiando tal vitalidad, tal sensación de movimiento, que parecían vivos. Entonces el farol captó un extraño borrón de color y Bitterblue comprendió que había algo peculiar en esas esculturas. No solo algo peculiar, sino algo impropio: estaban salpicadas con pinturas chillonas; pinturas de las que había salpicones por toda la alfombra.
En esa habitación había esperado encontrar artilugios de tortura, tal vez. Una colección de cuchillos, manchas de sangre. Pero no deterioradas obras de arte colocadas encima de una alfombra estropeada y alrededor del armazón de madera de una cama.
«Destruía las esculturas en sus aposentos. ¿Por qué?».
Las paredes en derredor estaban cubiertas con tapices consecutivos: un prado de pasto que se transformaba en campo de flores silvestres, a continuación en un denso bosque de árboles, de nuevo en campo de flores silvestres, y de vuelta al prado de pasto con el que había empezado la secuencia. Bitterblue tocó el bosque de la pared para asegurarse de que no era real, sino un tapiz. Se levantó polvo y estornudó. Se fijó en un diminuto búho, de plumas turquesa y plata, dormido en las ramas de uno de los árboles.
En la pared del fondo del cuarto había una puerta. Conducía, nada menos, que a un cuarto de baño funcional, frío, corriente. Otra puerta daba a un vestidor vacío, salvo por el polvo. Bitterblue no paraba de estornudar.
Había un tercer acceso en la pared trasera, este un simple vano sin puerta, que llevaba a una escalera de caracol que subía. En lo alto de la escalera había una puerta tan tapada con tableros clavados que apenas se veía la madera de la puerta en sí. Bitterblue le dio varios golpes y llamó a voces a Helda. Cuando el ama respondió, su pregunta tuvo respuesta: esa era la escalera que ascendía a la sala de estar de sus aposentos y al tapiz con el caballo azul.
—Es espeluznante, ¿verdad? —le dijo a Raposa mientras descendían de nuevo por la escalera.
—Es fascinante, majestad —opinó la criada graceling, que se paró delante de la escultura más pequeña del cuarto y se la quedó mirando, embelesada.
Era una niña de unos dos años, arrodillada y con los brazos extendidos. Había una expresión en los ojos de la pequeña que daba a entender que hacía algo a sabiendas. Los brazos y las manos se estaban transformando en alas. De su fino cabello empezaban a brotar plumas, mientras que los dedos de los pies cobraban la forma de garras. Leck había manchado la cara de la escultura con un ancho trazo de pintura roja, pero con eso no había logrado mitigar la expresión de aquellos ojos.
«¿Por qué estropear algo tan hermoso? ¿Qué era lo que intentaba crear con tanto afán, sin conseguirlo?».
»¿Qué mundo trata de crear Runnemood? ¿Y por qué los dos tenían que crear sus mundos a través de la destrucción?».