Capítulo 25
Los pensamientos volvieron con claridad y una calma sorprendente. Una mujer sentada sobre ella, de forma que la tenía inmovilizada contra el suelo, la estaba estrangulando con una fuerza férrea. Había más gente, otras pequeñas batallas que se disputaban a su alrededor, gritos y gruñidos, destellos de acero. «No estoy dispuesta a morir», pensó Bitterblue al tiempo que luchaba para llevar aire a los pulmones, pero no llegaba a los ojos de la mujer ni a la garganta, y no podía alcanzar los cuchillos que ocultaba en las botas; intentó encontrar el que tenía debajo de la manga del brazo roto, pero el dolor se lo impidió. De pronto comprendió qué era aquella abrasadora presión en la parte posterior del hombro: un cuchillo. Si pudiera alcanzarlo con la mano del brazo sano… Lo intentó, tanteó, encontró el mango y tiró de él. El arma salió con una sacudida de dolor que fue casi insoportable, pero acuchilló con ella a su atacante donde pudo. La cabeza le iba a estallar, pero siguió apuñalando a la mujer. La vista se le oscureció. Se sumió en la inconsciencia.
El dolor la hizo volver en sí. Cuando intentó gritar le sobrevino más dolor, porque tenía machacada la garganta.
—Sí, eso la ha despertado —dijo una profunda voz masculina—. Lo siento, pero tiene que hacerse con los huesos rotos. Contribuirá a que después haya menos dolores.
—¿Qué hacemos con todos estos cuerpos? —susurró alguien más, una voz de mujer.
—Ayúdame a meterlos dentro y mis amigos y yo nos ocuparemos de ellos —intervino una tercera voz que hizo que Bitterblue quisiera gritar otra vez: era la de Zaf.
—Algunos de los guardias lenitas se quedarán y os ayudarán —dijo la primera voz masculina con firmeza—. Yo me llevo a la reina a casa.
—¿Sabe quiénes son? —preguntó Zaf—. ¿No debería llevarse los cadáveres por si acaso la gente del castillo puede identificarlos?
—No son esas mis instrucciones —contestó la voz masculina.
Al reconocerla, Bitterblue dijo el nombre con un graznido:
—Holt.
—Sí, majestad —respondió el guardia graceling, que se inclinó sobre ella y entró en su campo visual—. ¿Cómo se encuentra, majestad?
—No consiento en morirme —susurró.
—Dista mucho de morirse, majestad —dijo Holt—. ¿Puede intentar beber un poco de agua?
Holt le pasó un frasco a alguien que estaba por encima de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía la cabeza apoyada en el regazo de alguien. Alzó los ojos para mirar la cara de esa persona y, por un instante, vio a una chica. Entonces esta se transformó en una estatua de mármol y el vértigo se apoderó de Bitterblue.
—Hava —instó Holt con brusquedad—. Deja de hacer eso. Le estás dando dolor de cabeza a la reina.
—Creo que alguien debería sustituirme —dijo la estatua con precipitación.
Entonces volvió a ser una chica, y se desembarazó de Bitterblue de forma que la cabeza le golpeó en el suelo. Mientras soltaba un grito ahogado por el nuevo dolor, oyó el ruido de pies que se escabullían con precipitación.
Holt acudió con rapidez al auxilio de la reina, sosteniéndole la cabeza y acercándole el frasco a los labios.
—Le pido disculpas por el comportamiento de mi sobrina, majestad —dijo—. La ayudó con valentía hasta que usted reparó en ella.
Beber agua fue como si tragara fuego.
—Holt —susurró—. ¿Qué ha ocurrido?
—Una partida de malhechores aguardaba fuera de la imprenta para matarla, majestad —explicó Holt—. Hava y yo nos encontrábamos aquí a petición del príncipe Po. Hicimos cuanto pudimos. Ese amigo suyo oyó el jaleo y salió a ayudar. Pero estábamos con el agua al cuello, majestad, si se me permite decirlo, hasta que seis hombres de su guardia lenita de las puertas llegaron corriendo a la escena.
—¿Mi guardia lenita de las puertas? —repitió Bitterblue sin salir de su asombro, captando ahora el sonido de botas en el pavimento y los gruñidos mientras los hombres levantaban cuerpos—. ¿Y cómo es que aparecieron aquí?
Holt apartó el frasco y lo dejó en alguna parte. Luego, con cuidado, la alzó en brazos. Ir así en los brazos de Holt era como flotar en el aire. Las zonas que dolían lo hicieron con suavidad, sin una sola sacudida.
—Por lo que he entendido, majestad —dijo el guardia graceling—, Thiel entró corriendo en sus aposentos anoche para comprobar si todo iba bien. Cuando descubrió que no estaba, exhortó a Helda a enviar un contingente de su guardia lenita de las puertas en pos de usted.
—¿Thiel? ¿Thiel sabía que estaba en peligro?
—Eh —dijo la voz de Zaf, de repente muy cercana—. Creo que eso es sangre suya. La manga de tu chaqueta se está oscureciendo, hombre. —Una mano le exploró la espalda, y, al llegar al hombro, Bitterblue soltó un grito—. La han acuchillado —dijo Zaf mientras el mundo se sumía en la oscuridad.
Volvió a despertarse y oyó los murmullos de las voces de Helda y Madlen. Tenía la sensación de estar toda ella envuelta en algodón, sobre todo la cabeza. Una especie de escayola le inmovilizaba la muñeca y el antebrazo izquierdos, y la parte posterior del hombro izquierdo parecía estar en llamas. Parpadeó y atisbó las estrellas rojas y doradas del techo de su dormitorio. A través de la ventana, empezaban a apuntar las primeras luces. Comenzaba un nuevo día.
Ahora, con Madlen y Helda cerca, parecía seguro pensar que no iba a morir. Y en el instante en que se supo a salvo, también le pareció imposible haber sobrevivido. Sintió deslizarse una lágrima por el rabillo del ojo hasta llegar al pelo, y eso fue todo, porque llorar significaba hipar y resollar, y solo tenía que hacer una inhalación profunda para recordar lo mucho que dolía respirar.
—¿Cómo lo supo Thiel? —susurró.
Las voces susurrantes enmudecieron. Las dos, Helda y Madlen, se acercaron y se inclinaron sobre ella. El rostro de Helda mostraba tensión y alivio; el ama alargó una mano y le acarició el cabello en las sienes.
—Ha sido una noche terrible, con entradas y salidas del castillo, majestad —contestó en voz queda—. Qué susto se llevó Madlen cuando Holt entró corriendo a la enfermería con usted en brazos, y el sobresalto que tuve yo no fue menor cuando Madlen la trajo conmigo.
—¿Pero cómo se enteró Thiel? —insistió Bitterblue.
—No lo dijo, majestad. Entró aquí, desesperado, con un aspecto como si hubiese luchado contra un oso, y me dijo que, si sabía dónde había ido usted y lo que me convenía, más me valía enviar a la guardia lenita a buscarla.
—¿Dónde está ahora? —susurró Bitterblue.
—No tengo ni idea, majestad.
—Manda alguien a buscarlo —ordenó—. ¿Todos los demás se encuentran bien?
—El príncipe Po pasó una noche horrible, majestad —informó Madlen—. Agitado e inconsolable. Tuve que administrarle sedantes cuando Holt llegó con usted, porque estaba fuera de sí. No podía controlarlo y se resistía, así que Holt tuvo que sujetarlo.
—Oh, pobre Po. ¿Va a ponerse bien, Madlen? —preguntó Bitterblue.
—Se encuentra en la misma situación que usted, majestad, con lo cual quiero decir que creo firmemente que mejorará si se aviene a descansar. Aquí tiene, majestad —dijo mientras le ponía una nota doblada en la mano buena—. Una vez que conseguí hacerle tragar la medicina y supo que resistirse era una causa perdida, hizo un esfuerzo extraordinario para dictarme esto. Me hizo prometer que se lo daría.
Bitterblue abrió la nota con una mano mientras trataba de recordar la clave que utilizaba esos días con Po. ¿«Pastel de semilla de amapola»? Sí. Con esa clave, el mensaje de Po descifrado en la letra revirada de la sanadora decía más o menos:
Runnemood fue a los calabozos a las once en punto y apuñaló a nueve prisioneros que dormían en una celda. Uno era el falso testigo en el juicio de Zaf. Otro era ese asesino demente al que pediste a Madlen que examinara. Después le prendió fuego al calabozo. Entró y se marchó por un pasadizo secreto. Más tarde, Runnemood y Thiel entraron por otro pasadizo subterráneo que pasa por debajo de la muralla este. Los perdí. No ha sido una alucinación ni un sueño.
Cuando la guardia lenita se mostró incapaz de dar con Runnemood, Bitterblue encargó la búsqueda a la guardia monmarda. El resultado fue el mismo. El consejero evadido no estaba en el castillo y tampoco hubo suerte en la batida que se hizo por la ciudad.
—Ha escapado a un lugar seguro —concluyó Bitterblue, frustrada—. ¿Dónde vive su familia? ¿Habéis hablado con Rood? Se supone que Runnemood tiene miles de amigos en la ciudad. ¡Descubrid quiénes son, capitán, y encontradlo!
—Sí, majestad —saludó el capitán Smit, que se encontraba al otro lado del escritorio y se mostraba adecuadamente adusto pero también aturdido—. ¿Y tiene razones concretas para creer que Runnemood está detrás del ataque a su persona, majestad?
—Está detrás de algo, eso es indiscutible —fue la respuesta de Bitterblue—. ¿Y Thiel? ¿Dónde está todo el mundo? Haga que alguien suba, ¿quiere?
La persona que el capitán mandó arriba era, de hecho, Thiel. Llevaba el pelo de punta hacia arriba, y lo tenía gris. Cuando le vio a Bitterblue el brazo y las marcas purpúreas en la garganta, los ojos se le enturbiaron con lágrimas y empezó a parpadear.
—Debería estar en cama, majestad —dijo con voz enronquecida.
—No me ha quedado más remedio que salir de ella para encontrar respuesta a la pregunta de por qué Runnemood ha asesinado a nueve de mis prisioneros y después se ha metido por un pasadizo que discurre por debajo de la muralla este. Contigo —contestó Bitterblue de manera inexpresiva.
Thiel se desplomó, tembloroso, en una silla.
—¿Que Runnemood ha asesinado a nueve prisioneros? —dijo—. Majestad, ¿cómo sabe todo eso?
—No estamos hablando de lo que sé yo, Thiel. Hablamos de lo que no sé. ¿Por qué fuiste con Runnemood por ese pasadizo secreto anoche? ¿Cómo sabías dónde enviar a mi guardia lenita para que me rescatara y qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Lo supe porque él me lo dijo, majestad —respondió Thiel, sentado en la silla con aire desconsolado y confuso—. Me encontré con Runnemood muy tarde. No parecía él, majestad. Tenía una expresión alterada y sonreía demasiado. Me ponía nervioso. Lo seguí por aquel pasadizo con la esperanza de que si me quedaba con él podría descubrir qué le ocurría. Cuando le presioné, me contestó que había hecho algo brillante, pero ni que decir tiene que yo ignoraba lo de esos prisioneros. Entonces me explicó que usted había salido a la ciudad y que había mandado una partida de malhechores a matarla.
—Comprendo. ¿Y te lo dijo así, sin más?
—No parecía el de siempre, majestad —repitió Thiel, que se agarró del pelo—. Parecía tener la absurda idea de que me complacería oír lo que me contaba. En serio, creo que se ha vuelto loco.
—¿Y eso te sorprende?
—Pues claro, majestad. ¡Estaba atónito! ¡Lo dejé y corrí de vuelta a los aposentos de su majestad con la esperanza de que hubiera mentido y que os encontraría a salvo allí!
—¿Dónde está Runnemood, Thiel? ¿Qué es lo que pasa? —preguntó Bitterblue.
—Ignoro dónde está, majestad —contestó con sorpresa el consejero—. Ni siquiera sé adónde conduce el pasadizo. ¿Por qué me da la impresión de que no me cree?
Bitterblue se alzó del sillón de un salto, incapaz de contener la congoja.
—Porque Runnemood no se ha vuelto loco de repente, y tú lo sabes —dijo—. Es el más cuerdo de todos vosotros. Tú has llegado a decirme que no hable en voz alta sobre el reinado de Leck, no has dejado de repetirme que te cuente a ti los recuerdos que guardo del pasado antes de decírselo a cualquier otra persona. Has estado discutiendo con él y me has estado haciendo advertencias sutiles. ¿O no es así? ¿Por qué otra razón ibas a hacer todo eso si ignorabas su campaña de persecución y hostigamiento a los buscadores de la verdad?
Thiel había empezado a ensimismarse, a aislarse de todo; Bitterblue conocía las señales. Se estaba retirando a un lugar recóndito de su mente mientras se ceñía el cuerpo con los brazos, y no se había incorporado de la silla cuando lo hizo ella.
—Ahora ya no sé de qué me habla, majestad —susurró—. No entiendo nada.
En aquel momento sonó una llamada a la puerta y Raposa asomó la cabeza por la rendija abierta.
—Majestad, perdón por interrumpir —se disculpó.
—¿Qué ocurre? —le gritó Bitterblue, exasperada.
—Traigo el pañuelo que le prometió Helda, majestad, para que se cubra las magulladuras —contestó Raposa.
Bitterblue le indicó que entrara con un gesto impaciente de la mano, tras lo cual le ordenó salir del mismo modo. Y entonces se quedó mirando asombrada el pañuelo que Raposa le había dejado en el escritorio. Los recuerdos acudieron en tropel a su mente, porque ese pañuelo había sido de su madre. La seda tenía un suave tono gris, con motas plateadas, y no había pensado ni una sola vez en él desde hacía más de ocho años; pero ahora recordaba a las dos, a ella de pequeña y a su madre, que le contaba los dedos y se los besaba. Recordaba a Cinérea riéndose… ¡Riéndose! Al parecer ella había dicho algo gracioso que había hecho reír a su madre.
Recogiendo el pañuelo con absoluta delicadeza, como si el mínimo soplo de una respiración pudiera deshacerlo, Bitterblue se lo puso en el cuello y le dio dos vueltas, tras lo cual se sentó. Le dio unos suaves toquecitos, lo alisó.
Alzó la vista hacia Thiel y descubrió al primer consejero mirándola boquiabierto, con una expresión acongojada en los ojos.
—Ese era el pañuelo de su madre, majestad —dijo. Entonces las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas. Algo en el interior de los ojos del hombre pareció desmoronarse, pero había algo vivo allí; nada de vacío, sino vida debatiéndose con el dolor—. Perdón, majestad —se disculpó, ahora llorando con más intensidad—. Supe desde el juicio de hace dos semanas que Runnemood estaba involucrado en algo terrible. Fue él quien amañó la culpabilidad de ese joven lenita monmardo, ¿comprende? Lo sorprendí en pleno ataque de cólera después de haber fracasado en su propósito, así que le obligué a que me confesara la verdad. He estado tratando de abordar ese asunto para hallar un modo de solucionarlo. Éramos amigos desde hace cincuenta años. Creí que, si intentaba comprender por qué Runnemood había hecho algo así, entonces podría hacerle entrar en razón.
—¡Pero me lo ocultaste! —gritó Bitterblue—. ¿Sabías lo que había hecho y lo encubriste?
—Siempre he querido hacerle más fácil el camino, majestad —respondió Thiel, desolado, mientras se enjugaba las lágrimas—. He querido protegerla para que no sufriera más.
No había mucho más que Thiel pudiera contarle.
—¿Sabes por qué lo hizo, Thiel? ¿Qué era lo que se proponía conseguir? ¿Trabajaba para alguien? ¿Quizá colaboraba con Danzhol?
—Lo ignoro, majestad. No logré que me contara nada de eso. No he sabido sacar ninguna conclusión lógica de todo este asunto.
—Pues yo sí veo que la tiene —manifestó ella con voz grave—. Fue pura lógica comprender que era necesario acceder a los calabozos y acuchillar a inocentes y a todos a los que había pagado para que mintieran o mataran. Sobre todo después de que yo hubiera ordenado que se juzgara de nuevo a todos los reos. Después prendió fuego a los calabozos para ocultar lo que había hecho. Limpió cualquier rastro de culpabilidad, ¿no es así? Me pregunto si no fue también el responsable del ataque que sufrí cuando me hirieron en la cabeza. Y también me pregunto si sabía que era yo.
—Majestad —dijo Thiel, alarmado—. Está refiriéndose a muchas cosas de las que no sé nada y que me consterna descubrir ahora. Su majestad nunca nos contó que había habido un ataque previo a este. Y Runnemood jamás habló de pagar a nadie para matar a otras personas.
—Hasta anoche, cuando te contó que había contratado una partida de malhechores para que me mataran —lo interrumpió Bitterblue.
—Sí, hasta anoche —respondió el consejero en un susurro—. Me dijo que había trabado amistad con mala gente, majestad. No me pida que busque una explicación a lo que hay detrás de todo esto, porque lo único que se me ocurre pensar es que está loco.
—La locura es una explicación muy conveniente —comentó con sarcasmo Bitterblue, que se puso de pie otra vez—. ¿Dónde está, Thiel?
—De verdad que no lo sé, majestad —contestó el primer consejero mientras empezaba a incorporarse—. No he vuelto a verlo desde que me separé de él en el pasadizo.
—Siéntate —espetó Bitterblue, deseando en ese instante ser más alta que él para así poder mirarlo desde arriba. Thiel se dejó caer en la silla de golpe—. ¿Por qué no mandaste a nadie tras él? ¡Lo dejaste escapar!
—En ese momento solo pensaba en usted, majestad —gritó—. ¡No en él!
—¡Lo dejaste escapar! —repitió Bitterblue, frustrada.
—Descubriré dónde se encuentra, majestad. Investigaré todas esas cosas que me ha contado ahora, todos esos delitos que cree que Runnemood ha cometido.
—No. Otra persona lo investigará. Ya no estás a mi servicio, Thiel.
—¿Qué? —exclamó él—. No, majestad, por favor. ¡No puede hacer eso!
—¿Ah, no? ¿De verdad no puedo? ¿Eres consciente de lo que has hecho? ¿Cómo voy a confiar en ti si me ocultas las atrocidades de mis propios consejeros? Estoy intentando ser una reina, Thiel. ¡Una reina, no una chiquilla a la que hay que proteger de la verdad! —La voz, quebrada y ronca, se abrió paso por la garganta magullada. Con esto Thiel le había hecho más daño de lo que creía posible que pudiera causarle un viejo estirado e impasible—. Me mentiste. Me hiciste creer que podía contar con tu ayuda para ser una reina justa.
—Lo es, majestad. Su madre estaría…
—Ni se te ocurra —siseó, atajándolo—. No te atrevas a utilizar el recuerdo de mi madre para apelar a mi clemencia.
Se produjo un breve silencio. Thiel agachó la cabeza; al parecer comprendía la situación.
—Ha de tener en cuenta, majestad, que estudiamos juntos —susurró—. Fue amigo mío mucho antes de que apareciera Leck. Pasamos los dos por muchísimas penalidades. También ha de considerar que usted tenía diez años. Y entonces, antes de que me diera cuenta de lo que ocurría, se convirtió en una mujer de dieciocho años que se bastaba a sí misma, que descubría verdades peligrosas y que, aparentemente, recorría las calles de noche. Tendría que darme tiempo para asumirlo.
—Vas a disponer de tiempo sobrado —contestó—. Mantente alejado hasta que hayas tomado la decisión de hacer de la verdad una práctica.
—Lo decido ya, majestad —dijo Thiel mientras parpadeaba para librarse de las lágrimas—. No volveré a mentirle, lo juro.
—Me temo que no te creo.
—Majestad, se lo suplico. Ahora que está herida va a necesitar mucha más ayuda.
—En tal caso solo deseo estar rodeada de aquellos que me son útiles —le dijo al hombre que hacía que todo funcionara—. Vete. Vuelve a tus aposentos y piensa bien en todo esto. Cuando recuerdes de pronto adónde ha ido Runnemood, envíanos una nota.
Thiel se puso de pie con trabajo, sin mirarla, y abandonó el despacho en silencio.
—Mientras tenga esta horrenda escayola en el brazo —le dijo esa noche a Helda— he de buscar un modo de poder vestirme y desnudarme sin organizar todo este lío.
—Sí —convino el ama, que rompió la costura de la manga de Bitterblue y pasó la tela por encima de la escayola. Había tenido que coser el vestido después de que Bitterblue se lo pusiera esa mañana—. Se me han ocurrido algunas ideas, majestad, para hacer mangas abiertas y abotonadas. Siéntese, querida, y no se mueva. Desataré el pañuelo y le quitaré la ropa interior. Luego la ayudaré a ponerse el camisón.
—No, nada de camisón.
—No tengo el menor empeño en impedir que duerma en cueros si es lo que quiere, majestad, pero tiene un poco de fiebre. Creo que estará más cómoda con algo más de ropa encima.
No pensaba pelear con Helda por el camisón, o el ama sospecharía la razón por la que no quería ponérselo. Pero cómo dolería y qué agotador resultaría tener que quitarse el maldito camisón, además de la lista de tareas imposibles que tendría que realizar a fin de escabullirse esa noche. Cuando Helda empezó a quitarle las horquillas y a desenredarle el pelo, Bitterblue se contuvo para no protestar otra vez.
—Por favor, Helda, ¿te importaría hacerme una trenza?
Por fin Helda se marchó, se apagaron las lámparas y Bitterblue yació en la cama tendida sobre el costado derecho y estremecida por unas punzadas tan fuertes que se preguntó si sería posible que una pequeña reina en una cama enorme diera inicio a un terremoto.
«En fin, no tiene sentido retrasarlo».
Al cabo de un rato, entre jadeos y con un terrible dolor de cabeza, Bitterblue abandonó sus aposentos y empezó el largo recorrido a lo largo de pasillos y escaleras abajo. No quería pensar que tenía un brazo inutilizado ni que no llevaba cuchillos escondidos en las mangas. Había muchas cosas en las que no quería pensar esa noche; confiaría en la suerte y en no encontrarse con nadie.
Después, en el patio mayor, una persona surgió de las sombras y se interpuso en su camino. La luz de las antorchas arrancó, como siempre, suaves destellos en el oro que él lucía.
—Por favor, no me obligues a detenerte —dijo su primo. No era broma ni una advertencia. Era una súplica—. Lo haré si es necesario, pero solo conseguirás que los dos empeoremos.
—Oh, Po —gimió; se acercó a él y lo abrazó con el brazo sano.
Él la estrechó por el costado que no estaba herido, la sostuvo contra sí y suspiró, despacio, en su cabello, mientras se balanceaba. Cuando Bitterblue apoyó la oreja en el pecho de su primo, percibió el rápido latido de su corazón, aunque poco a poco las palpitaciones recobraron un ritmo normal.
—¿Estás decidida a salir?
—Sí. Quiero contarles a Zaf y a Teddy lo de Runnemood. También quiero preguntarles si ha habido algún cambio con el asunto de la corona, y necesito decirle de nuevo a Zaf que lo siento.
—¿Por qué no esperas a mañana y dejas que envíe a alguien a buscarlos?
Era un gozo la mera idea de dar media vuelta y regresar a la cama.
—¿Lo harás a primera hora? —preguntó.
—Sí. ¿Y tú querrás dormir para que cuando vengan no te agote mantener una conversación con ellos?
—Sí, de acuerdo.
—Está bien. —Po volvió a suspirar sobre su pelo—. Cuando Madlen se ausentó un rato hoy, Escarabajito, exploré el túnel que pasa por debajo de la muralla este.
—¿Qué? ¡Po, no te recuperarás nunca!
Él resopló con sorna.
—Sí, claro, todos deberíamos seguir tu ejemplo en este tipo de cosas. En fin, el túnel empieza en una puerta cubierta por un tapiz, en un pasillo del ala oriental, en la planta baja. Va a dar a una callejuela oscura del distrito este, cerca del arranque del Puente Alígero.
—Entonces, ¿crees que escapó al distrito este de la ciudad?
—Supongo que sí. Lamento que mi radio de alcance mental no llegue tan lejos. Y lamento no haber dedicado un rato a hablar con él para darme cuenta de que algo iba mal. No te he sido de mucha ayuda desde que llegué.
—Po, has estado enfermo, y antes de eso estabas ocupado. Lo encontraremos, y entonces podrás hablar con él.
Su primo no contestó y se limitó a apoyar la cabeza en su cabello.
—¿Has sabido algo de Katsa? —se atrevió a preguntarle en un susurro.
Él negó con la cabeza.
—¿Estás preparado para su regreso?
—No estoy preparado para nada —respondió Po—. Pero eso no significa que no quiera que ocurra lo que tenga que ocurrir.
—¿Y eso qué se supone que significa?
—Deseo que ella vuelva. ¿Te parece una respuesta suficiente?
Sí, transmitió.
—¿Vuelves a la cama? —le preguntó su primo.
Vale, de acuerdo.
Antes de quedarse dormida, leyó un fragmento de un bordado.
Thiel llega hasta sus límites a diario, pero aun así sigue adelante. Quizá solo es porque se lo suplico. La mayoría preferiría olvidar y obedecer ciegamente antes que afrontar la verdad del mundo demencial que Leck intenta crear.
Lo intenta y a veces, creo, no lo consigue. Hoy ha destruido esculturas en sus aposentos. ¿Por qué? También se llevó a su escultora predilecta, Belagavia. No volveremos a verla. Éxito en destruir. Fracaso en algo, porque no logra sentirse satisfecho. Accesos de ira.
Está demasiado interesado en Bitterblue. Debo llevármela lejos. Por eso le he suplicado a Thiel que aguante.