Capítulo 23
No era un alfabeto cifrado de sustitución simple. Bitterblue entresacó los veintiséis dibujos bordados de Cinérea del baúl y aplicó al dibujo superior situado más a la izquierda —una estrella— la letra «A», y al siguiente en la fila —una luna menguante—, la letra «B», y así sucesivamente. Al acabar probó el alfabeto de símbolos resultante con los bordados de su madre, y el resultado fue un galimatías, nada más.
Lo intentó aplicando al dibujo inferior situado más a la derecha la letra «A» y continuó hacia arriba, de atrás adelante. También lo intentó siguiendo las columnas del baúl hacia arriba y hacia abajo.
No funcionó ningún sistema.
Bueno, pues, a lo mejor había una clave. ¿Cuál habría utilizado su madre?
Haciendo una inhalación para sosegarse, Bitterblue quitó las letras repetidas de su nombre y construyó el alfabeto cifrado de veintiséis letras.
A continuación lo aplicó a los símbolos del baúl empezando de nuevo por el primer dibujo de la fila superior, a la izquierda:
Sujetando con fuerza la hoja en el regazo, la contrastó con la línea de dibujos del bordado de Cinérea.
Una vez que el proceso dio resultados, separó los dibujos en palabras y frases, además de añadir puntuación. En los sitios donde su madre se había saltado letras, supuestamente para ir más deprisa, ella las agregó también.
Ara vuelve cojeando.
Ella no recuerda nada hasta que se lo enseño. Al verlo le duele y se pone a gritar.
¿Tendré que dejar, pues, de decírselo a Ara? ¿Será mejor que no se dé cuenta?
¿Debería matarlas cuando veo que las ha marcado para morir? ¿Hacerlo sería un acto compasivo o una idea descabellada?
Ese primer día, Helda encontró a Bitterblue rodeada por una montaña de sábanas amontonadas en el suelo y con los brazos ceñidos al cuerpo, sacudida por temblores.
—¡Majestad! —exclamó el ama, que se arrodilló a su lado—. ¿Está enferma?
—Mi madre tenía una criada llamada Ara que desapareció —susurró—. La recuerdo.
—¿Perdón, majestad?
—¡Bordaba en código, Helda! Los bordados de mamá están cifrados. Tuvo que haber intentado crear una especie de registro que pudiera leer para recordar lo que era real. ¡Debió de tardar horas en escribir un simple mensaje corto! Mira, ayúdame. Mi nombre es la palabra clave. La estrella es la «B», una luna menguante es la «I», una vela es la «T», el sol es la «E», una estrella fugaz es la «R», una luna creciente es la «L», la constelación del anillo es la «U». Mi nombre está hecho de luz —gritó—. Mi madre eligió símbolos de luz para las letras de mi nombre. ¿Po está…? —Po estaba enfermo—. ¿Es verdad que Giddon se ha marchado?
—Sí, majestad. ¿De qué diantres está hablando sin parar?
—No se lo cuentes a nadie, Helda —advirtió Bitterblue—. Hasta que sepamos qué significa, no se lo digas a nadie y ayúdame a ordenarlas.
Sacaron las sábanas de los armarios y quitaron las de la cama para hacer un inventario: doscientas veintiocho sábanas con bordados que adornaban los embozos, además de ochenta y nueve fundas de almohadas. Por lo visto, Cinérea no había fechado nada; no había forma de determinar en qué orden ponerlas, así que Bitterblue y Helda las colocaron en el suelo del dormitorio y las dividieron en ordenados montones iguales. Y Bitterblue leyó, leyó y leyó.
Había ciertas palabras y frases que se repetían a menudo, a veces llenando una sábana entera.
Él miente. Él miente. Sangre. No puedo recordar. Tengo que recordar. Tengo que matarlo. Tengo que sacar de aquí a Bitterblue.
«Dime algo útil, mamá. Cuéntame lo que pasaba, lo que tú veías».
En las oficinas, tal y como se les había pedido, los consejeros de Bitterblue habían empezado a instruirla respecto a los lores y damas de su reino. Comenzaron con los que vivían más lejos: los nombres, las propiedades, las familias, los impuestos, su personalidad y sus habilidades. A ninguno lo presentaron como «el noble que le ha tomado gusto a asesinar a buscadores de la verdad» —de hecho, ninguno destacaba en nada— y Bitterblue comprendió que así no llegaría a ninguna parte. Se preguntó si alguna vez podría pedirles a Teddy y a Zaf la lista de lores y damas que habían cometido mayores abusos a sus feudatarios. ¿Alguna vez podría volver a preguntarles algo?
Entonces, conforme los días pasaban y estando octubre en puertas, se produjo un rápido aumento de papeleo en las oficinas.
—¿Pero qué es lo que pasa? —le preguntó Bitterblue a Thiel mientras firmaba órdenes de trabajo con mirada cansina, legalizaba fueros y estatutos y se debatía con montones de papeles que crecían tan deprisa que ella era incapaz de seguir el ritmo al que entraban.
—Siempre ocurre igual en octubre, majestad, ya que por todo el reino la gente intenta cerrar sus asuntos y prepararse para el frío del invierno —le recordó el primer consejero con compasiva amabilidad.
—¿De veras? —Bitterblue no recordaba un octubre como aquel. Claro que separar en el recuerdo un mes en concreto de los demás no le resultaba nada fácil, puesto que todos los meses eran iguales. O, mejor dicho, lo habían sido; hasta la noche que se metió en la ciudad y cambiaron cientos de facetas en su vida.
Otro día intentó de nuevo sacar el asunto de los buscadores de la verdad a los que alguien estaba matando.
—El juicio al que asistí del lenita monmardo, del que luego resultó que se habían amañado las pruebas de su culpabilidad —dijo—, ese que era amigo del príncipe Po…
—El juicio al que asistió sin informarnos, majestad, el día que después invitó al acusado a sus aposentos —intervino Runnemood con voz untuosa.
—Lo invité porque mi corte había cometido un grave error con él y era un amigo de mi primo —repuso con tranquilidad—. Y asistí a él porque estoy en mi derecho de ir adónde guste. Por otro lado, su juicio me ha dado que pensar. A partir de ahora, quiero presenciar el testimonio de los testigos en mi Corte Suprema. Si ese lenita monmardo estuvo a punto de ser condenado por un asesinato que no cometió, también podría haberles pasado a todos los que están encarcelados en prisión. ¿No te parece?
—Oh, por supuesto que no, majestad —contestó Runnemood con un cansancio y una exasperación que a Bitterblue no le gustaron lo más mínimo.
También ella estaba cansada y exasperada; cada dos por tres, se le venían a la cabeza los alegres dibujos bordados en las sábanas que revelaban muy poco que fuera útil y que sin embargo evocaban demasiado dolor.
Ojalá hubiese dado a mi pequeña un padre bondadoso. Ojalá le hubiese sido infiel entonces. Tales decisiones no se le ocurren a una joven de dieciocho años, cuando ha sido elegida por Leck. Esa posibilidad se desvanece con la bruma mental en la que te envuelve. ¿Cómo podría protegerla de esa bruma?
Un día, en el escritorio de su despacho, Bitterblue se quedó sin respiración. Parecía que la habitación se ladeaba, como si ella no pudiera llevar el aire que necesitaba a la garganta y a los pulmones. Entonces vio a Thiel arrodillado delante de ella, sujetándola con fuerza por las manos mientras le daba instrucciones para que inhalara despacio y a un ritmo regular.
—Infusión de lorasima —le dijo en voz firme a Darby, que acababa de subir la escalera con un montón de correspondencia. Las pisadas del otro consejero le retumbaron como golpes de martillo capaces de echar abajo la torre.
Después de que Darby se hubo ido a cumplir su encargo, Thiel se volvió de nuevo hacia ella.
—Majestad —dijo con una voz que dejaba patente la angustia—. En los últimos días le está ocurriendo algo, me he dado cuenta de que lo está pasando mal. ¿Alguien le ha hecho daño? ¿Está herida o enferma? Le suplico que me diga cómo puedo ayudarla. Dígame qué puedo hacer, majestad, o qué puedo decirle.
—¿Alguna vez consolaste a mi madre? —susurró—. Recuerdo que algunas veces estabas allí, Thiel, pero no me acuerdo de nada más, aparte de eso.
Se produjo un breve silencio.
—Cuando estaba lúcido —contestó entonces el consejero en una voz tan triste como si saliera de un profundo pozo de aflicción—, intentaba ofrecerle consuelo a su madre.
—¿Vas a ensimismarte ahora tras una mirada vacía? —le preguntó en tono acusador al tiempo que le observaba los ojos, furiosa.
—Majestad, no tiene sentido que los dos nos desvanezcamos. Sigo estando aquí, con usted. Dígame qué le ocurre, por favor. ¿Tiene que ver con ese ciudadano al que se llevó a juicio con una falsa acusación? ¿Ha entablado amistad con él?
Rood entró al despacho en ese momento con la taza de infusión; se acercó y se arrodilló junto a Thiel para ofrecérsela.
—Díganos qué podemos hacer, majestad —le pidió también mientras la ayudaba a cerrar las manos alrededor de la taza y las sostenía con las suyas.
«Podríais contarme lo que presenciasteis —respondió para sus adentros a los ojos bondadosos del otro consejero—. Basta de mentiras. ¡Decídmelo de una vez!».
El siguiente en entrar al despacho fue Runnemood.
—¿A qué viene todo esto? —demandó al ver a Thiel y a Rood de rodillas junto al sillón de Bitterblue.
—Dímelo tú —instó con un hilo de voz.
—¿Que le diga qué? —espetó Runnemood.
—Lo que visteis. Dejad de torturarme y contádmelo de una vez. Sé que erais sus sanadores. ¿Qué era lo que hacía? ¡Decídmelo!
Rood se apartó de ella y encontró una silla.
—Majestad —empezó Runnemood con un timbre grave mientras plantaba los pies en el suelo con firmeza—, no nos pida que recordemos esas cosas. Todo aquello ocurrió hace años, asumimos lo que pasó y estamos en paz con nosotros mismos.
—¿En paz con vosotros mismos? —gritó Bitterblue—. ¡Qué vais a haber asumido vosotros lo que pasó!
—Les hacía cortes —relató Runnemood, prietos los dientes—. A menudo hasta que estaban a punto de morir. Entonces nos los traía para que los cosiéramos. Se consideraba un genio de la medicina. Creía que estaba convirtiendo Monmar en una tierra de maravillas médicas, pero lo que hacía era torturar a la gente hasta que moría. Era un demente. ¿Ya está contenta? ¿Para obtener esta información ha valido la pena obligarnos a recordar? ¿Ha merecido la pena arriesgar nuestra cordura e incluso nuestra vida?
Runnemood fue hacia su hermano, que ahora temblaba como un azogado y gritaba; ayudó a Rood a incorporarse y a continuación lo sacó prácticamente en volandas por la puerta. Se quedó sola con Thiel, que después de aquello se había recluido en su caparazón, todavía de rodillas a su lado, frío, rígido y vacío. Era culpa suya. Había estado hablando de algo real y ella lo había estropeado con preguntas que no tenía pensado hacer.
—Lo siento —le susurró—. Thiel, lo siento.
—Majestad —respondió unos segundos después—. Hablar de estos temas peligrosos es arriesgado. Le suplico que tenga más cuidado con lo que dice.
Habían pasado dos semanas y no había ido a ver a Zaf. Había muchas cosas que la tenían muy ocupada, como el asunto de los bordados o las montañas de trabajo acumulado o la enfermedad de Po. Además, estaba avergonzada.
—He estado teniendo unos sueños de lo más maravillosos —le dijo su primo cuando lo visitó en la enfermería—. Pero no de esos que te deprimen al despertar al darte cuenta de que no son verdad. ¿Me entiendes?
Estaba tumbado sobre las sábanas empapadas de sudor, con las mantas retiradas y abanicándose con la camisa, que tenía abierta. Siguiendo las instrucciones de Madlen, Bitterblue metió un paño en agua fría, lo escurrió y le lavó la cara pegajosa. Hizo un esfuerzo para no tiritar, porque el fuego de la chimenea se mantenía bajo en ese cuarto.
—Sí —contestó, aunque era mentira, pero no quería agobiar a su primo enfermo con los sueños horribles que había estado teniendo, sueños de Cinérea con la flecha de Leck ensartada en la espalda—. Cuéntame qué has soñado.
—Que soy yo mismo —dijo Po—. Y que soy igual, con todos los poderes, limitaciones y secretos. Pero no hay carga de culpabilidad en mis mentiras. No hay dudas, porque he tomado una decisión, y es la mejor posible que está a mi alcance. Cuando despierto, es como si todo fuera un poco más liviano, ¿sabes?
La fiebre persistía; parecía mejorar, pero después se reavivaba con más virulencia que antes. A veces, cuando lo visitaba para comprobar cómo estaba, lo encontraba tiritando, sacudido por los temblores y diciendo cosas raras que no tenían sentido.
—Está delirando —le dijo Madlen una vez, cuando Po la agarró del brazo y gritó que los puentes estaban creciendo y que en el río flotaban cadáveres.
—Ojalá que las alucinaciones que tiene fueran tan agradables como los sueños —susurró mientras le tocaba la frente y le acariciaba el cabello sudoroso en un intento de sosegarlo. Y deseó que Raffin y Bann estuvieran allí porque sabían ocuparse de un enfermo mejor que ella. Deseó que Katsa estuviera con ella, porque seguro que si viera a Po en ese estado se disiparía su ira. Pero Katsa andaba por algún punto de un túnel, y Raffin y Bann estaba de camino a Meridia.
—Fue una orden de Randa —gritó Po, esta vez arropado con mantas, sacudido por los temblores—. Randa envió a Raffin a Meridia para casarse con la hija de Murgon. Regresará con una esposa e hijos y nietos.
—¿Casarse Raffin con la hija del rey de Meridia? —exclamó Bitterblue—. Ni en un millón de años.
Sonó el chasquear de una lengua en la mesa donde Madlen mezclaba una de sus horribles pociones que hacía tragarse a Po.
—Se lo volveremos a preguntar cuando no esté delirando, majestad —dijo la sanadora.
—¿Y eso cuándo será, Madlen?
La mujer añadió una pasta de olor agrio al cuenco, la machacó con los otros ingredientes y no respondió.
Entre tanto, Helda había encargado a Ornik, el herrero, que hiciera una réplica de la corona. El forjador realizó el encargo tan bien que a Bitterblue le latió el corazón por el alivio nada más verla, creyendo que la corona de verdad había sido recuperada… Hasta que cayó en la cuenta de que le faltaba la solidez y el lustre de la real, además de que las gemas solo eran de vidrio teñido.
—Oh —exclamó Bitterblue—. Cielos, Ornik es bueno en su trabajo. Tiene que haber visto la corona con anterioridad.
—No, majestad, pero Raposa sí, por supuesto, y ella se la describió.
—¿De modo que hemos metido a Raposa en este fiasco?
—Vio a Zaf, majestad, el día del robo, y regresó para acabar de bruñir la corona al día siguiente, ¿recuerda? No había posibilidad de evitar que estuviera involucrada en esto. Además, es una espía útil. La estoy utilizando para localizar al tal Fantasma que, supuestamente, tiene la corona.
—¿Y qué hemos descubierto?
—Que Fantasma está especializado en contrabando de objetos reales, majestad, todo tipo de tesoros nobles. Es un negocio familiar desde hace generaciones. Hasta el momento, ha guardado silencio respecto a la corona. Se dice que, salvo sus subordinados, nadie conoce el emplazamiento de esa cueva donde vive. Eso es beneficioso para nuestra necesidad de que el asunto se mantenga en secreto, y contraproducente para el imperativo de localizarlo y entender qué narices está ocurriendo.
—Zaf tiene que saberlo —rezongó Bitterblue de mala gana, mientras Helda tapaba la falsa corona con un paño—. ¿Cuál es la pena por robo al tesoro real, Helda?
—Majestad —dijo el ama tras un breve suspiro—, quizá no se le ha ocurrido que hurtar la corona de un monarca es más que un robo al tesoro real. La corona no es un simple adorno, como cualquier otra joya, sino la manifestación física de su poder. Robarla es traición.
—¿Traición?
El castigo por traición era la pena de muerte.
—Eso es ridículo —siseó—. Jamás permitiría a la Corte Suprema que condenara a muerte a Zaf por robar una corona.
—Querrá decir por traición, majestad —la corrigió Helda—. Y usted sabe tan bien como yo que su reinado podría acabar con un derrocamiento por el voto unánime de sus jueces.
Sí, era otra de las simpáticas resoluciones de Ror, esta para impedir el poder absolutista de un monarca.
—Reemplazaré a los jueces —dijo—. Te nombraré juez a ti.
—Una persona oriunda de Terramedia no puede ser juez de la Corte Suprema monmarda, majestad. No creo necesario explicarle que los requisitos para tal nombramiento son excepcionales y drásticos.
—Encontrad a Fantasma —pidió Bitterblue—. Encontradlo, Helda.
—Hacemos todo cuanto está en nuestra mano, majestad.
—Pues haced más. Yo iré dentro de poco a ver a Zaf y… no sé… le suplicaré. Quizá me la devuelva cuando comprenda las implicaciones de su acto.
—¿De verdad cree que no se le ha ocurrido, majestad? —le preguntó el ama con seriedad—. Es un ladrón profesional. Es temerario, pero no es estúpido en absoluto. Puede que incluso esté disfrutando con este embrollo en el que la ha metido.
«Disfruta metiéndome en un embrollo».
«¿Por qué me da tanto miedo ir a verlo?».
Esa misma noche, ya en la cama, Bitterblue se proveyó de tinta y papel y empezó a escribir una carta a Giddon. En realidad no tenía intención de enviársela nunca. Solo la escribía para ordenar las ideas, y la sola razón de que estuviera dirigida a Giddon es que él era la única persona a la que le decía la verdad; siempre que se lo imaginaba escuchando y haciendo preguntas, las que él planteaba eran menos preocupadas, menos tensas que las de cualquier otra persona.
¿Es porque está enamorada de él?, preguntó el imaginario Giddon.
¡Oh, mierda! ¿Cómo se me ocurre pensar siquiera en eso con tantas cosas como tengo en la cabeza?, escribió.
Es una pregunta bastante sencilla, ¿no?, dijo él de forma directa.
Bueno, no lo sé, escribió con impaciencia. ¿Significa eso que no lo estoy? Me gustó muchísimo besarlo. Disfrutaba recorriendo la ciudad con él y el modo en que confiábamos el uno en el otro sin fiarnos en absoluto. Me encantaría volver a ser su amiga. Me gustaría que recordara lo bien que nos llevábamos y que se diera cuenta de que ahora conoce mis secretos.
Me dijo usted una vez que se sentaron juntos en un tejado para ocultarse de unos asesinos, dijo Giddon. Y ahora me habla de besarse. ¿Se imagina el grave problema en el que se encontraría un ciudadano si lo sorprendieran enredando a la reina en algo así?
En ninguno si yo lo he consentido, escribió. Jamás permitiría que lo culparan por algo que hizo sin saber quién era yo. Francamente, tampoco quiero que lo culpen por robar la corona, y no es inocente de ese delito.
En tal caso, dijo Giddon, ¿no cabe la posibilidad de que una persona que os hubiera tomado por una plebeya se sintiera traicionada al descubrir que usted tiene tanto poder sobre su suerte?
Bitterblue estuvo un rato sin escribir. Por fin sostuvo la pluma con firmeza y con letras pequeñas, como si estuviera susurrando, escribió:
Últimamente he pensado mucho sobre el poder. Po dice que uno de los privilegios de la riqueza es que uno no tiene que pensar en ella. Creo que con el poder ocurre otro tanto. Me siento impotente, sin autoridad, más veces de las que me siento poderosa. Pero lo soy, ¿no es cierto? Tengo el poder de hacer daño a mis consejeros con unas palabras y a mis amigos con mentiras.
¿Son esos los ejemplos que me da?, dijo Giddon con un leve toque de regocijo.
¿Por qué?, escribió. ¿Qué tienen de malo?
Bueno, usted puso en riesgo el bienestar de todos los ciudadanos de su reino cuando invitó al Consejo a utilizar su burgo como base de operaciones para derrocar al rey elestino. Después envió al rey Ror una carta pidiéndole la ayuda de la armada lenita en caso de entrar en guerra. Reconoce estos hechos por lo que son, ¿verdad? ¡Son poder en grado sumo!
¿Quiere decir que no debería haberlo hecho?
Bueno, quizá no debería haberlo hecho tan a la ligera.
¡No lo hice a la ligera!
¡Lo hizo para tener cerca a sus amigos!, puntualizó Giddon. Y usted no conoce la guerra, majestad. ¿Cree de verdad que entendió el alcance de la decisión que tomó? ¿De verdad comprendió las implicaciones que conllevaba?
¿Por qué me lo dice ahora? Usted estaba presente en esa reunión, escribió. ¡De hecho, era usted el que la dirigía! ¡Podría haber hecho una objeción!
Pero esta conversación la está manteniendo consigo misma, majestad. En realidad yo no estoy aquí, ¿cierto? No soy yo quien hace objeciones.
Y Giddon se disipó. Bitterblue se quedó consigo misma de nuevo y acercó la extraña carta al fuego, sumida en demasiados tipos de complicaciones que la confundían. Su conclusión final fue que necesitaba la ayuda de Zaf para dar con la persona que tenía como objetivo a los buscadores de la verdad, tanto si él podía perdonarle su abuso de poder como si no.
Cinérea se había equivocado en sus decisiones debido a la bruma mental de Leck; las malas decisiones que ella había tomado eran responsabilidad suya y de nadie más.
Con esa idea deprimente rondándole en la cabeza, Bitterblue fue al vestidor y sacó de un armario la caperuza y los pantalones.