Capítulo 18

Bitterblue estaba soñando con un hombre, un amigo. Empezó siendo Po, luego pasó a ser Giddon y, a continuación, Zaf. Cuando se convirtió en Zaf, él empezó a besarla.

—¿Dolerá? —preguntó Bitterblue.

A todo esto, su madre apareció entre ellos y le habló con calma:

—Tranquila, cariño. Él no quiere hacerte daño. Tómale de la mano.

—No me importa si duele. Solo quiero saberlo.

—No le dejaré que te haga daño —dijo Cinérea, frenética de repente.

Bitterblue vio que el hombre había cambiado otra vez. Ahora era Leck y Cinérea se interponía entre los dos, protegiéndola de su padre. Ella era una niñita.

—Jamás le haría daño —dijo Leck sonriente. En la mano sostenía un cuchillo.

—No permitiré que te acerques a ella —replicó Cinérea, temblorosa pero con firmeza—. No tendrá una vida como la mía, la protegeré para que eso no ocurra.

Leck envainó el arma y después asestó un puñetazo en el estómago a Cinérea, la tiró al suelo, le dio una patada y se marchó, todo ello mientras Bitterblue chillaba.

En su cama, Bitterblue se despertó llorando a lágrima viva. La última parte del sueño era algo más que un sueño; era un recuerdo. Su madre jamás había permitido que Leck convenciera a Bitterblue para que bajara con él a sus aposentos ni a sus jaulas. Leck había castigado siempre a Cinérea por obstaculizar sus intentos. Y cada vez que Bitterblue había corrido hacia su madre tirada en el suelo, hecha un ovillo, Cinérea le había susurrado:

—No debes ir jamás con él. Prométemelo, Bitterblue. Eso me dolería mucho más que cualquier cosa que pueda hacerme a mí.

«No fui jamás, mamá —pensó mientras las lágrimas mojaban las sábanas—. Nunca fui con él. Mantuve mi promesa. Pero tú perdiste la vida, de todos modos».

En las prácticas matinales, entrenando con Bann, fue incapaz de centrarse en lo que hacía.

—¿Qué le ocurre, majestad? —le preguntó él.

—He tenido una pesadilla —contestó frotándose la cara—. Una en el que mi padre hacía daño a mi madre. Entonces me he despertado y he comprendido que era real, un recuerdo.

Bann detuvo los movimientos de la espada para sopesar aquello. Los ojos sosegados del hombre la conmovieron y le recordaron el principio del sueño, la parte en la que Cinérea la consolaba.

—Esa clase de sueños suelen ser horribles —dijo Bann—. Yo tengo uno recurrente sobre las circunstancias de la muerte de mis padres. Llega a atormentarme de forma cruel.

—Oh, Bann, lo lamento. ¿Cómo murieron?

—A causa de una enfermedad. Sufrían alucinaciones terribles y expresaban cosas crueles que ahora sé que decían sin querer. Pero cuando era niño no comprendía que fueran crueles solo por la enfermedad. Y cuando tengo ese sueño, me ocurre lo mismo.

—Odio los sueños —expresó Bitterblue, ahora furiosa en defensa de su amigo.

—¿Y qué tal atacar ese sueño estando despierta, majestad? —sugirió Bann—. ¿Sabría exteriorizar lo que sería resistirse a su padre? Podría fingir que soy él y lograr su venganza ahora mismo —dijo al tiempo que alzaba la espada, aprestándose a su ataque.

La práctica de esgrima mejoró durante toda la mañana imaginando que atacaba al Leck de su sueño. Pero Bann era un hombretón amable en el mundo real y podría hacerle daño si arremetía contra él con demasiado ímpetu. De modo que su imaginación no le permitía olvidar del todo ese detalle. Al acabar las prácticas tenía un calambre en la mano y seguía de mal humor.

En el despacho de la torre, Bitterblue observó que Thiel y Runnemood se movían con cuidado al andar uno alrededor del otro, sin hablarse, forzado el gesto. Fuera cual fuese el enfrentamiento que tuvieran ese día, ocupaba un espacio tan grande como si hubiera otra persona en el despacho. Bitterblue se preguntó qué decirles sobre los buscadores de la verdad que eran víctimas de ataques. No podía recurrir a la disculpa de haber oído por casualidad una conversación detallada respecto a acuchillamientos y asesinatos brutales en la calle; rayaría en lo absurdo. Tendría que usar de nuevo la excusa del espía. No obstante, si difundía información falsa sobre cosas que se suponía que sabían sus espías, ¿no los pondría en peligro? Por otro lado, Teddy, Zaf y sus amigos quebrantaban la ley. ¿Era justo llamar la atención de sus consejeros sobre ese asunto?

—¿Por qué sé tan poco sobre mis nobles? —dijo—. ¿Por qué hay cientos de lores y damas a los que no reconocería si entraran por esa puerta?

—Majestad, nuestro deber es evitar que tenga que ocuparse de todas las menudencias —contestó Thiel con gentileza.

—Ah. Pero, ya que estáis sobrecargados con mi trabajo —contestó ella con intención—, creo que lo mejor es que aprenda todo lo posible. Me gustaría conocer sus historias y asegurarme de que no están todos tan locos como Danzhol. ¿Otra vez volvemos a ser solo los tres hoy? —añadió. Luego, con el propósito de forzar el resultado que buscaba, preguntó—: ¿Sufre Rood un ataque de nervios y Darby sigue ebrio?

Runnemood abandonó el hueco de la ventana donde estaba sentado.

—Qué falta de consideración hablar de eso, majestad —dijo de un modo que sonaba ofendido—. Rood no puede evitar esos ataques.

—En ningún momento he dicho que pueda hacerlo —replicó Bitterblue—. Solo digo que sufre ataques. ¿Por qué vamos a actuar con disimulo siempre? ¿No sería más provechoso hablar de lo que sabemos?

Tomada la decisión de que había algo que deseaba, que necesitaba, se puso de pie.

—¿Adónde va, majestad? —inquirió Runnemood.

—A ver a Madlen. Necesito un sanador.

—¿Estáis enferma, majestad? —preguntó Thiel, consternado, al tiempo que daba un paso hacia ella, tendiéndole una mano.

—Ese es un asunto a discutir entre un sanador y yo —repuso; le sostuvo la mirada para que sus palabras le calaran hondo—. ¿Acaso lo eres tú, Thiel?

Se marchó para no tener que verlo vencido —por nada, por palabras que no deberían importar— y sentirse avergonzada.

Cuando Bitterblue entró en la habitación de Madlen, esta garabateaba símbolos en un escritorio cubierto de papeles.

—Majestad —saludó mientras los recogía y los metía debajo de la hoja de papel secante—. Espero que haya venido a rescatarme de mis tareas de anotaciones médicas. ¿Se encuentra bien? —preguntó al reparar en la expresión de Bitterblue.

—Madlen, tuve un sueño anoche. —Se sentó en la cama—. Mi madre se negaba a que mi padre me llevara con él, y él le pegaba. Pero no era un sueño, Madlen; era un recuerdo. Es algo que ocurrió una y otra vez, y nunca pude protegerla. —Bitterblue se ciñó con los brazos, temblorosa—. Quizás habría podido hacerlo si me hubiera ido con él cuando lo intentaba, pero jamás lo acompañé. Ella me hizo prometérselo.

Madlen se acercó para sentarse a su lado en la cama.

—Majestad, no es tarea de una niña proteger a su madre —manifestó con su estilo personal de bondadosa dureza—. El deber de una madre es proteger a sus hijos. Al permitir que su madre la protegiera, le hizo un regalo. ¿Me comprende?

Bitterblue nunca lo había enfocado así. Se sorprendió asiendo la mano de Madlen con los ojos llenos de lágrimas.

—El sueño no empezaba mal —continuó tras un breve silencio.

—¿De veras? ¿Ha venido a hablarme de su sueño, majestad?

«Sí», pensó Bitterblue.

—Me duele la mano —contestó en cambio; la abrió y se la mostró a Madlen.

—¿Mucho?

—Creo que he sostenido la espada con demasiada fuerza en las prácticas de esta mañana.

—Veamos —respondió la mujer, que pareció entender la situación. Le tomó la mano a Bitterblue e hizo un examen cuidadoso—. Creo que esto mejorará con facilidad, majestad.

Y sí que mejoró algo, por el hecho de pasar esos pocos minutos al cuidado afectuoso de Madlen.

En el camino de vuelta a su torre, Bitterblue se encontró con Raffin en mitad del pasillo; el príncipe contemplaba con preocupación un cuchillo que tenía en las manos. Bitterblue se paró delante de él.

—¿Qué sucede? —le preguntó—. ¿Ha ocurrido algo, Raffin?

—Majestad —saludó mientras apartaba cortésmente el cuchillo de ella. En el proceso, estuvo a punto de pinchar a un miembro de la guardia monmarda que pasaba por allí; el hombre pegó un brinco, alarmado—. Oh, vaya —se lamentó Raffin—. Eso es lo que pasa.

—¿Qué quiere decir, Raffin?

—Bann y yo vamos a hacer un viaje a Meridia, y Katsa dice que he de llevar esto en el brazo, pero sinceramente creo que el peligro es mayor si le hago caso. ¿Y si cae y me atraviesa? ¿Y si sale volando de mi manga y se le clava a alguien? Me conformo con envenenar a la gente —rezongó Raffin, que se recogió la manga y enfundó el arma—. El veneno es civilizado y controlable. ¿Por qué todo tiene que estar relacionado con cuchillos y sangre?

—No le saldrá disparado de la manga, Raffin, se lo prometo —lo tranquilizó Bitterblue—. ¿Se van a Meridia, dice?

—Por muy poco tiempo, majestad. Po se quedará aquí.

—Creía que Po y Giddon iban a investigar el túnel que conduce a Elestia.

Raffin se aclaró la garganta.

—Ahora mismo Giddon no está deseoso de contar con la compañía de Po, majestad —explicó con delicadeza—. Giddon irá solo.

—Entiendo. ¿Adónde irán después de Meridia? No de vuelta a casa, ¿verdad?

—Da la casualidad, majestad, de que esa no es una opción. Mi padre ha hecho saber que los miembros del Consejo no son bienvenidos en Terramedia, de momento.

—¿Qué? ¿Ni siquiera su propio hijo?

—Oh, solo es fanfarronería política, majestad. Conozco a mi padre, por desgracia. Intenta aplacar a los reyes de Elestia, de Meridia y de Oestia porque ahora les cae peor incluso que antes de que Nordicia pasara a estar en manos de una organización en la que se sospecha que estamos metidos Katsa y yo. No creo que pudiera impedirnos entrar a cualquiera de nosotros sin montar un escándalo mayor de lo que desea. No obstante, para nosotros no es un inconveniente de momento, así que no protestaremos. Si se prolonga, al que va a irritar más es a Giddon. Nunca le ha gustado estar lejos de su feudo demasiado tiempo. ¿De verdad es normal notarlo así? —demandó Raffin al tiempo que sacudía el brazo.

—¿Cómo si tuviese una hoja de acero pegada a la piel? —preguntó Bitterblue—. Sí. Y si alguien intenta hacerle daño debe utilizarlo, Raffin. Siempre y cuando no disponga de tiempo para responder con veneno, claro —añadió con sequedad.

—Lo he hecho antes —respondió el príncipe en un tono sombrío—. Solo es cuestión de tener información. Mientras sepa que se planea un ataque, soy capaz de frustrarlo tan bien como cualquiera. Y por lo general nadie tiene que morir. —Suspiró—. ¿Cómo han llegado las cosas a esto, majestad?

—¿Es que alguna vez han sido diferentes?

—¿Quiere decir en paz y con seguridad? Supongo que no. Y es muy probable que nos encontremos en el punto culminante de una violencia exacerbada tratando de tener cierto control sobre su desarrollo.

Bitterblue observó al príncipe, hijo de un rey que abusaba de su autoridad y primo de un meteoro como Katsa.

—¿Le gustaría ser rey, Raffin?

La respuesta se adivinaba en la expresión resignada que se plasmó en el rostro del hombre.

—¿Acaso importa eso? —respondió en voz baja. Se encogió de hombros con aire resignado—. Tendré menos tiempo para meterme en líos. Por desgracia, también dispondré de menos tiempo para mis fármacos. Y tendré que casarme, porque un rey debe engendrar herederos. —La miró a la cara y comentó con una sonrisa—. ¿Sabe? Le pediría que se casara conmigo, solo que no es algo que le pediría a nadie sin estar Bann presente, aunque tampoco le haría a usted una oferta tan inadecuada. Así resolvería muchos de mis problemas pero se los crearía a usted, ¿no?

Bitterblue no pudo por menos de sonreír.

—Confieso que no es el futuro que desearía —respondió—. Por otro lado, no es menos romántica que cualquiera de las propuestas que me han hecho. Pregúntemelo de nuevo dentro de cinco años. A lo mejor para entonces necesite algo complicado y extraño que al resto del mundo le parecería estupendo.

Riendo entre dientes, Raffin se puso a practicar estirando el brazo, doblándolo, volviendo a estirarlo.

—¿Y si hiero a Bann por accidente? —preguntó malhumorado.

—Solo tiene que abrir bien los ojos y mirar dónde apunta con el cuchillo —respondió ella risueña.

Esa noche, corriendo por el distrito este, Bitterblue no estaba segura de hacia quién corría. Con buscadores de la verdad y asesinos de la verdad bien presentes en la mente, estaba alerta, sin fiarse de ninguna persona con la que se cruzaba, consciente de las armas que llevaba enfundadas en los brazos, de la rapidez con que podría lanzarlas si era preciso. Cuando una mujer encapuchada pasó por debajo de una farola de la calle y la luz hizo brillar la pintura dorada en los labios, Bitterblue se paró en seco. Pintura dorada y brillo alrededor de los ojos.

Siguió parada, respirando con agitación. Sí, estaban a finales de septiembre; sí, posiblemente era el equinoccio. Sí, era muy probable que algunos habitantes de la ciudad celebraran —de forma discreta— esos rituales tradicionales. Por ejemplo, las mismas personas que enterraban a sus muertos y recobraban verdades robándolas.

Durante un brevísimo instante, Bitterblue vaciló, insegura. En ese instante podría haber dado media vuelta. No fue algo consciente; no profundizó tanto. Solo rozó la punta de los dedos —que se llevó a los labios— y la piel.

Siguió corriendo.

Tilda acudió a la llamada a la puerta y tiró de ella hacia el interior de un espacio que Bitterblue casi no reconoció por lo abarrotado que estaba de gente y por el ruido. Tilda se agachó y la besó en los labios, sonriente; llevaba el cabello adornado con algo que, en realidad, parecía un sombrero hecho de lágrimas de cristal que se mecían.

—Ven a besar a Teddy —dijo.

Al menos eso fue lo que a Bitterblue le pareció que decía, ya que dos muchachos cantaban a voz en cuello, enlazados del brazo. Al ver a Bitterblue, uno de ellos se agachó, arrastrando con él al otro, y le dio un breve beso en los labios. Llevaba la mitad de la cara pintada con un brillo plateado, de efecto deslumbrante —era atractivo; ambos lo eran— y Bitterblue empezó a entender que iba a ser una noche turbadora.

Tilda la condujo a través de la puerta hacia el apartamento de Teddy y Zaf, donde la luz resplandecía en las joyas de los presentes, en el brillo de los rostros, en las bebidas doradas que sostenían en vasos. El cuarto era demasiado pequeño para tanta gente. Bran apareció como salida de la nada, asió la barbilla de Bitterblue y la besó. Llevaba flores pintadas en los pómulos y por el cuello.

Cuando Bitterblue llegó por fin junto a la cama de Teddy, en el rincón, se dejó caer en una silla a su lado, falta de aliento, aliviada de verlo sin pintura y vestido como cualquier otro día.

—Supongo que tengo que besarte —dijo.

—Desde luego —respondió él alegremente. Tiró de su mano y la atrajo hacia sí para darle un beso suave y dulce—. ¿No es maravilloso? —dijo, mientras le daba un último beso sonoro en la nariz.

—Bueno, tiene su aquel —respondió Bitterblue; la cabeza le daba vueltas.

—Me encantan las fiestas.

—Teddy, ¿deberías beber eso estando convaleciente? —le preguntó al ver que sostenía en la mano un vaso lleno de un líquido de color ámbar.

—Tal vez no. Estoy ebrio —contestó jocosamente, tras lo cual echó el vaso atrás, hacia un tipo que pasaba cerca, para que se lo volviera a llenar. El hombre se lo llenó y también lo besó.

Alguien tomó a Bitterblue de la mano y la hizo levantarse de la silla. Se volvió y de pronto se encontró besando a Zaf. No fue como los otros besos, en absoluto.

—Chispas —susurró él en el hueco debajo de la oreja, acariciándola con la nariz, retirándole la capucha, lo cual le hizo echar la cabeza hacia atrás y besarlo otra vez.

Él parecía bien dispuesto a prolongar el intercambio de besos. Cuando se le ocurrió que antes o después podría dejar de besarla, Bitterblue alzó las manos para asirlo por la camisa e inmovilizarlo; lo mordió con suavidad.

—Chispas —sonrió él, tras lo cual soltó una risita entre dientes, pero se quedó donde estaba, sin moverse.

Llevaba los párpados y la piel alrededor de los ojos pintados en dorado con forma de máscara, lo que resultaba sorprendente y excitante por igual. Unas manos los apartaron con brusquedad.

—Hola —dijo un hombre al que Bitterblue no había visto nunca; era un tipo mal encarado, de cabello claro, y saltaba a la vista que no estaba sobrio. Acercó el dedo al rostro de Zaf—. Creo que no entiendes la naturaleza de esta fiesta, Zafiro.

—Creo que tú no entiendes la naturaleza de nuestra relación, Ander —repuso Zaf con repentina ferocidad, tras lo cual asestó un puñetazo al otro hombre en la cara, tan rápido que Bitterblue dio un respingo.

Un instante después, la gente los sujetó a los dos y tiró de ellos, apartándolos, para acto seguido sacarlos del cuarto. Bitterblue se quedó parada en el sitio, aturdida y apesadumbrada.

—Suerte —llamó una voz.

Teddy le tendía la mano desde la cama, como un cabo con el que tirar de ella hacia la orilla. Se acercó a él como entumecida, se agarró a su mano y se sentó. Tras unos instantes de intentar salir de dudas por sí misma sin resultado, dijo:

—¿Qué ha pasado?

—Oh, Chispas. —Teddy le dio unas palmaditas en la mano—. Bienvenida al mundo de Zafiro.

—No, Teddy; en serio. Por favor, sin acertijos. ¿Qué ha pasado? ¿Era ese uno de los matones que disfrutan pegándole?

—No. —Teddy sacudió la cabeza despacio—. Ese era otro tipo de matón. Zaf tiene cerca de sí, a todas horas, una amplia gama de matones. Ese parece pertenecer a la variedad de los celosos.

—¿Celosos? ¿De mí?

—Bueno, tú eras la que lo besaba de un modo muy alejado del estilo de la festividad, ¿cierto?

—Pero ese hombre es su…

—No —repitió Teddy—. Ahora no. Por desgracia, Ander es un sicópata. Zaf tiene gustos muy raros, Chispas, mejorando lo presente, por supuesto, y, por mucho que quiera advertirte con la debida contundencia que evites verte involucrada, ¿serviría de algo? —Teddy agitó la mano libre en un gesto de desánimo y, como era de esperar, derramó parte de la bebida—. Salta a la vista que ya lo estás. Hablaré con él. Le caes bien. A lo mejor consigo hacerle entrar en razón respecto a ti.

—¿Quién más hay? —se oyó preguntar a sí misma.

—Nadie. —Teddy sacudió la cabeza con aire desdichado—. Pero no te conviene, Chispas, ¿lo comprendes? No se va a casar contigo.

—Ni yo quiero que lo haga —respondió.

—Pues sea lo que sea lo que deseas de él, te suplico que recuerdes que es temerario —contestó Teddy de forma categórica. Luego, dando otro sorbo a su bebida, añadió—: Me temo que eres tú la que está ebria.

Se marchó de la fiesta con la sensación física y dolorosa de no haber acabado algo. Pero no había nada que hacer al respecto, ya que Zaf no regresó.

Fuera, se caló más la capucha porque el aire nocturno era frío, además de llevar olor a lluvia. Cuando llegó al cementerio, una sombra se movió en la oscuridad. Bitterblue hizo intención de recurrir a sus cuchillos, pero entonces vio que era Zaf.

—Chispas.

Al acercarse a ella, Bitterblue entendió algo de golpe, algo relacionado con sus adornos dorados, su temeridad, el brillo llamativo de la pintura de la cara. Su vitalidad y su aspereza y su autenticidad le recordaron muchísimo, de repente, a Katsa, a Po, a cualquiera de las personas que quería, con las que se peleaba y por las que se preocupaba.

—Chispas —repitió Zaf, falto de aliento; se paró delante de ella—. Te he estado esperando para disculparme. Lamento lo que he hecho ahí dentro.

Bitterblue alzó la vista hacia él, incapaz de contestar.

—Chispas, ¿por qué lloras?

—No lloro.

—Te he hecho llorar —dijo él, desolado. Acortó la distancia que los separaba y la abrazó con fuerza. Luego empezó a besarla y ella olvidó qué era lo que la había hecho llorar.

Esta vez era diferente, por el silencio y porque estaban solos. De pie en el cementerio, ellos dos eran las únicas personas que había en el mundo. Él cambió y empezó a mostrarse más tierno —demasiado— a propósito. La estaba volviendo loca —adrede— de anhelo, incitándola; lo sabía por su sonrisa. Fue vagamente consciente de que las ropas estorbaban para el contacto que deseaba.

—Chispas.

Murmuró algo que ella no entendió.

—¿Mmmm…?

—Teddy va a matarme —dijo Zaf.

—¿Teddy?

—Lo cierto es que me gustas. Sé que soy un desastre, pero me gustas.

—¿Mmmm…?

—Sé que no confías en mí.

La idea se abrió paso en su mente con lentitud.

—No —susurró al comprender; esbozó una sonrisa—. Eres un ladrón.

Ahora él sonreía demasiado para besarla como era debido.

—Yo seré el ladrón y tú la mentirosa, como en el cuento —dijo.

—Zaf…

—Eres mi mentirosa —susurró él—. ¿Quieres decirme una mentira, Chispas? Dime tu nombre.

—Mi nombre —respondió, también en un susurro, pero enmudeció. Dejó de besarlo. Había estado a punto de decir su nombre en voz alta—. Zaf, espera —jadeó, luchando con el dolor de recobrar la cordura de una forma tan brusca e hiriente—. Espera, déjame pensar.

—Chispas…

Forcejeó para soltarse; él intentó impedírselo, y entonces también recuperó el dominio de sí mismo.

—Chispas —repitió mientras la soltaba y parpadeaba, confuso—. ¿Qué ocurre?

Ella lo miró de hito en hito, consciente ahora de lo que estaba haciendo en el cementerio con un chico al que le gustaba y no tenía ni idea de quién era ella. No tenía ni idea de la magnitud de la mentira que él le estaba suplicando que le dijera.

—Tengo que irme —contestó, porque necesitaba estar donde él no pudiera ver lo que había visto ella.

—¿Ahora? ¿Qué pasa? Te acompañaré.

—No. He de irme, Zaf. —Dio media vuelta y echó a correr.

«Nunca más. No debo ir a verlos nunca más, por mucho que lo desee».

»¿Es que me he vuelto loca? ¿Estoy loca de remate? Mira qué clase de reina soy. Mira lo que le haría a uno de mis súbditos.

»Mi padre estaría complacido con mi mentira perfecta».

Corría con la capucha bien calada, sin el menor cuidado, sin preocuparse por nada, hasta el punto de no ser consciente de lo que la rodeaba. En consecuencia, cuando alguien salió de repente de un oscuro umbral, ya en las inmediaciones del castillo, y le tapó la boca con la mano, la pilló lamentablemente desprevenida.