Capítulo 17
Leck está muerto.
«Pero si está muerto, ¿por qué no ha quedado todo atrás?».
Esa noche, recorriendo con sigilo los corredores del castillo y subiendo la escalera, Bitterblue no dejaba de darle vueltas al tema de esos asesinatos que la desconcertaban. Comprendía el instinto de continuar, de seguir adelante, de dejar atrás el dolor del reinado de Leck. Pero ¿reaccionar volviéndose como el propio Leck? ¿Matar? Era demencial.
Sus guardias le abrieron la puerta a sus aposentos. Oyó voces dentro y se quedó petrificada, dominada por el pánico. El cerebro alcanzó al instinto: las voces que sonaban en el dormitorio eran las de Helda y Katsa.
—Qué puñetas —masculló entre dientes.
Entonces un hombre se aclaró la garganta en la sala de estar y a Bitterblue casi le dio un infarto del susto que se llevó antes de reconocer a Po. Fue hacia él con paso resuelto.
—Se lo has contado —instó en voz baja.
Po estaba sentado en un sillón y hacía dobleces en un trozo de papel que tenía encima del muslo.
—No, no lo he hecho —respondió.
—Entonces, ¿qué hacen en mi dormitorio?
—Creo que están discutiendo. Estoy esperando que terminen para poder reanudar la discusión que tengo con Katsa.
Había algo raro en la cara de Po, en la actitud resuelta de no volverse hacia ella.
—Mírame —le dijo.
—No puedo, estoy ciego —comentó con locuacidad.
—Po, si pudieras imaginar parte de la noche que he pasado… —empezó.
Po se volvió. La piel por debajo del ojo plateado tenía una contusión tremenda y la hinchazón de la nariz no era menos aparatosa.
—¡Po! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado? ¡Katsa no te habrá golpeado la cara!
Tras hacer el último pliegue en el papel con el que jugueteaba, su primo lo alzó por encima del hombro y lo lanzó a través de la sala. El papel, largo, esbelto y alado, planeó en el aire, viró hacia la izquierda de forma espectacular y fue a chocar contra un estante de la librería.
—Vaya. Fascinante —dijo él con una tranquilidad desesperante.
—Po —siseó Bitterblue, que había apretado los dientes—. Tu actitud es irritante.
—Tengo algunas respuestas a tus preguntas —dijo al tiempo que se levantaba para recoger el papel planeador.
—¿Qué? ¿Las has hecho ya?
—No, ninguna de ellas, pero he reunido algunos datos. —Alisó la punta arrugada del papel planeador y lo lanzó de nuevo, esta vez directamente contra la pared desde una distancia corta. El papel chocó y cayó al suelo—. Justo lo que pensaba —musitó Po, pensativo.
Bitterblue se dejó caer con pesadez en el sofá.
—Po, ten compasión de mí —pidió.
Él se acercó para sentarse a su lado.
—Thiel tiene un corte en la pierna —informó.
—¡Oh! —exclamó Bitterblue—. Pobre Thiel. ¿Es un corte malo? ¿Sabes cómo se lo hizo?
—Tiene un enorme espejo en su habitación que está roto, pero, aparte de eso, no sé nada más —explicó Po—. ¿Sabes que toca el arpa?
—¿Por qué conserva ese espejo roto? —protestó Bitterblue—. ¿Le han cosido la herida?
—Sí, y se está curando bien, limpia.
—¿Sabes, Po? Es un poco escalofriante lo que puedes hacer. —Se echó hacia atrás para apoyarse y cerró los ojos.
—Esta noche he tenido tiempo de fisgonear mientras estaba tumbado en la cama con hielo en la cara —comentó con voz inexpresiva—. No vas a creer lo que Holt ha hecho esta noche a primera hora.
—Oh —gimió Bitterblue—. ¿Se tiró de cabeza al paso de unos caballos al galope solo para ver qué ocurriría?
—¿Alguna vez has visitado tu galería de arte?
¿La galería de arte? Bitterblue ni siquiera estaba segura de dónde se hallaba.
—¿Está en el último piso, con vistas al patio mayor desde el lado norte? —preguntó.
—Sí. Varios pisos por encima de la biblioteca. Está muy abandonada, ¿lo sabías? Polvo por todas partes, salvo en los lugares donde se han retirado obras de arte recientemente… Esa es la razón por la que pude contar el número exacto de tallas que han sido robadas de la sala de escultura. Cinco, por si te lo estás preguntando.
Bitterblue abrió los ojos como platos.
—Alguien está robando mis esculturas. —Era una afirmación, no una pregunta—. ¿Y se le restituyen al artista? ¿Quién es el autor?
—Ah, vaya —dijo Po complacido—. Por lo visto estás familiarizada con el trasfondo de este asunto. Excelente. Tuve que mantener una charla con alguien, es decir con Giddon, para comprenderlo yo. La situación es esta: Holt tenía una hermana llamada Belagavia que era escultora.
«Belagavia». Bitterblue rememoró la imagen de una mujer en el castillo: alta, de hombros anchos y ojos amables ¿Esa mujer había sido escultora?
—Belagavia esculpía transformaciones para Leck —continuó Po—. Una mujer transfigurándose en un árbol, un hombre transmutándose en montaña, y así sucesivamente.
—Ah. —Bitterblue entendía ahora que no solo estaba familiarizada con la obra de Belagavia, sino que entre la mujer y ella había existido familiaridad antaño—. ¿Giddon te contó todo eso? ¿Por qué sabe siempre más cosas de mi castillo que yo?
—Conoce a Holt —informó Po, que se encogió de hombros—. En serio, deberías preguntarle a Giddon qué le pasa a Holt en vez de pedirme a mí que me entere. Aunque a Giddon no le dije nada de lo que he presenciado.
—¿Y bien? ¿Qué has presenciado?
—¿Estás preparada para esto? —preguntó él con una sonrisa—. Vi a Holt venir de la ciudad y entrar al castillo cargado con un saco a la espalda. Subió a la galería de arte, sacó una obra esculpida del saco y la colocó en la sala de escultura, justo en el punto sin polvo de donde faltaba. ¿Te acuerdas de la chica que enmascaró la barca de Danzhol y luego adoptó el aspecto de un montón de lonas?
—¡Oh, mierda! Había olvidado ese episodio. Tenemos que encontrarla y arrestarla.
—Cada vez estoy más convencido de que no debemos hacerlo —se opuso Po—. Esta noche estaba con Holt porque… A ver, adivina. Es hija de Belagavia y sobrina de Holt. Se llama Hava.
—Un momento —dijo Bitterblue—. ¿Qué? Estoy desconcertada. ¿Alguien roba las esculturas para devolvérselas a Belagavia, pero Holt y la hija de la escultora vuelven a traérmelas?
—Belagavia murió —le aclaró Po—. Holt fue el que robó tus esculturas y se las llevó a Hava, la hija de su hermana. Pero Hava le dijo que no, que había que llevar de vuelta las esculturas a la reina, así que Holt las está trayendo con la supervisión de su sobrina.
—¡Qué! ¿Por qué?
—Holt me tiene perplejo —admitió Po, caviloso—. Puede que esté loco o que no lo esté, pero sí que está confuso.
—¡No lo entiendo! ¿Holt me roba y después cambia de parecer?
—Creo que lo que intenta es hacer lo correcto —contestó Po—, pero no tiene claro qué es lo correcto. Tengo entendido que Leck utilizó a Belagavia y después la mató. Holt opina que la propietaria legítima de las esculturas es Hava.
—¿Es Giddon quien te habló de Hava? —preguntó Bitterblue—. ¿No habría que hacer algo respecto a ella si anda deambulando por el castillo? ¡Intentó raptarme!
—Giddon no sabe nada de Hava.
—Entonces, ¿cómo has sacado esa conclusión? —le gritó Bitterblue.
—Lo hice y ya está —respondió su primo con aire avergonzado.
—¿Qué quieres decir exactamente? ¿Cómo voy a estar segura de que es la verdad basándome solo en que «lo hiciste y ya está»?
—Estoy bastante seguro de que todo eso es cierto, Escarabajito. Te lo explicaré en otro momento.
Bitterblue le examinó la cara magullada mientras su primo alisaba el papel volador contra la pierna. Saltaba a la vista que estaba disgustado por algo que no decía.
—¿De qué discuten Helda y Katsa? —preguntó con suavidad.
—De bebés —respondió, y le dedicó una fugaz sonrisa—. Como siempre.
—¿Y por qué discutíais Katsa y tú?
La sonrisa se borró en el rostro de su primo.
—Por Giddon.
—¿Por qué? ¿Es porque a Katsa no le cae bien? Me encantaría que alguien me explicara eso.
—Bitterblue, no metas las narices en los asuntos de ese hombre.
—Oh, qué consejo tan encomiable viniendo de un mentalista. Tú puedes husmear en sus asuntos siempre que quieras.
Po alzó la vista hacia ella.
—Como bien sabe él —dijo.
—Se lo has dicho a Giddon —comprendió de repente; lo entendió cuando él agachó la cabeza—. Fue él quien te pegó —continuó—. Y Katsa está furiosa contigo por contárselo a Giddon.
—Katsa está asustada —la corrigió su primo en voz baja—. Katsa es muy consciente de la tensión en la que vivo. Le aterra saber a cuánta gente me gustaría decírselo.
—¿A cuántos querrías contárselo?
Esta vez, cuando su primo alzó los ojos hacia ella, Bitterblue también se asustó.
—Po —susurró—, empieza por un número reducido, por favor. Si vas a hacerlo, díselo a Celaje, y a Helda, y tal vez a tu padre. Luego espera, déjate aconsejar y reflexiona. ¿Lo harás, por favor?
—Solo lo estoy pensando. No puedo dejar de darle vueltas al asunto. Estoy muy cansado, Escarabajito.
Los problemas de Po eran tan peculiares… El corazón de Bitterblue buscó el contacto con su primo, que se encontraba hundido en el sofá con aire de estar exhausto, disgustado y dolorido.
—Po. —Se acercó a él, le acarició el pelo y le besó en la frente—. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Podrías ir a consolar a Giddon —respondió él con un suspiro.
Una voz respondió a su llamada a la puerta. Cuando entró en los aposentos de Giddon, este se hallaba sentado en el suelo y apoyado en la pared, absorto en la contemplación de su mano izquierda.
—Es zurdo —le dijo Bitterblue—. Supongo que debería haberme fijado antes en ese detalle.
Él flexionó la mano y habló en tono desabrido, sin alzar la vista:
—A veces entreno con la derecha, por practicar.
—¿Se ha hecho daño?
—No.
—¿Ser zurdo implica tener ventaja en las peleas?
Giddon le lanzó una mirada sarcástica.
—¿Contra Po? —preguntó luego.
—Contra gente normal.
—A veces. —Se encogió de hombros con desinterés—. La mayoría de los luchadores están mejor entrenados para defenderse contra el ataque de un diestro.
La voz de Giddon, incluso malhumorada, tenía un timbre agradable.
—¿Puedo quedarme o prefiere que me marche? —preguntó ella con delicadeza.
Giddon aflojó la mano y alzó la vista hacia Bitterblue para mirarla a los ojos. El gesto del noble se suavizó.
—Quédese, majestad. —De pronto pareció recordar los buenos modales e hizo un amago de ponerse de pie.
—Oh, por favor, no se levante —le pidió Bitterblue—. Es una costumbre absurda.
Se sentó en el suelo al lado de Giddon y apoyó la espalda en la pared, aunque solo fuera para estar igual que él; a continuación empezó a hacer un profundo examen de sus propias manos.
—Hace menos de dos horas estaba sentada al lado de un amigo, así, como ahora, en el tejado de un comercio de la ciudad.
—¿Qué? ¿En serio?
—Nos había estado siguiendo gente que quería matarlo.
—Majestad, ¿lo dice en serio? —preguntó Giddon, atragantado.
—No se lo cuente a nadie y no interfiera —ordenó.
—¿Quiere decir que Katsa y Po…?
—No piense al mismo tiempo en él y en lo que le estoy diciendo —advirtió con tranquilidad—. Ni siquiera lo nombre en cualquier conversación o reflexión que no quiera compartir con él.
Giddon resopló con incredulidad; después se quedó en silencio y reflexionó sobre ello durante un tiempo.
—Hablemos en otra ocasión de lo que me ha contado, majestad, porque ahora mismo tengo la mente centrada en Po —pidió.
—La única observación que quería hacer es que tengo un miedo irracional a las alturas —comentó Bitterblue.
—A las alturas —repitió Giddon con aire confuso.
—A veces resulta muy humillante.
Giddon se quedó callado otra vez. Cuando volvió a hablar, ya no se lo veía perplejo:
—Le he mostrado el peor rasgo de mi conducta, majestad, y usted ha respondido con amabilidad.
—Si de verdad ese es el peor que tiene, entonces Po es afortunado de contar con un amigo excelente.
Giddon volvió a mirarse las manos, que eran anchas y grandes como platos. Bitterblue resistió el impulso de poner las suyas encima para maravillarse por la diferencia del tamaño.
—He estado intentando decidir qué es lo más humillante —dijo él—. Tal vez el hecho de que pude golpearlo porque él me dejó… Se quedó ahí quieto, como un saco de arena, majestad…
—¿Sí? Y encima no se le reconocerá el mérito de haberlo hecho —comentó Bitterblue—. Todo el mundo creerá que Katsa cometió un error en una de sus prácticas de lucha. Nadie creerá que usted fue capaz de lograrlo.
—No se sienta obligada a no herir mis sentimientos, majestad —espetó él de forma brusca.
—Continúe —animó Bitterblue con una sonrisa—. Estaba enumerando usted los puntos de su humillación.
—Sí, es muy considerada. En segundo lugar, no es grato ser el último en saberlo.
—Ah, permítame señalar que está muy lejos de ser la última persona que lo sabe —puntualizó Bitterblue.
—Pero usted lo entiende, majestad. Paso más tiempo con Po que cualquiera de ustedes. Incluso que Katsa. Aunque, en realidad, no hay comparación.
—¿Qué quiere decir?
—La verdadera humillación —empezó, pero enmudeció de repente, con la mandíbula en tensión y el gesto abatido; apretó los brazos contra el cuerpo y encorvó los hombros, como si así pudiera protegerse de algo físico, como un golpe o un viento frío, lo cual, por supuesto, no era cierto.
Bitterblue estiró las piernas para ponerlas rectas y, en silencio, hizo toda una exhibición de alisarse los pantalones a fin de evitarle la vergüenza de saberse observado.
—Sí, lo sé —dijo.
Giddon asintió con un cabeceo.
—Me he sincerado tanto con él, le he contando tantas cosas… Sobre todo los primeros años, cuando no albergaba sospechas y jamás se me ocurrió tener cuidado con lo que pensaba… y también daba la casualidad de que lo odiaba. Sabía hasta la última pizca de resentimiento que albergaba hacia él, cada pensamiento celoso; lo sabía. Y ahora lo estoy recordando todo, cada resquemor, cada sentimiento de malicia. Y la humillación es doble porque mientras lo revivo, él también lo hace.
Sí. Eso era lo peor, lo más injusto y humillante respecto a cualquier mentalista, sobre todo uno encubierto. Esa era la razón de que Katsa estuviera tan asustada: un inmenso manantial de cólera y humillación enfocado en Po, sobre todo si este empezaba a revelar su verdad de forma indiscriminada.
—Katsa me ha dicho que ella también se sintió humillada cuando Po se lo confesó —explicó Bitterblue—. Y furiosa. Le amenazó con contárselo a todo el mundo. No quería volver a verlo.
—Sí. Y entonces se escapó con él.
Giddon pronunció esa frase con ligereza, cosa que le llamó la atención. Bitterblue consideró ese tono un instante y después decidió aprovecharlo como justificación para hacer una pregunta indiscreta sobre algo que se había preguntado muchas veces:
—¿Está enamorado de ella?
Giddon le lanzó una mirada hostil de incredulidad.
—¿Acaso eso es de su incumbencia? —instó el noble.
—No —admitió—. ¿Está enamorado de él?
Giddon se quedó mudo de asombro.
—Majestad —dijo al recuperar el habla—, ¿de dónde ha sacado esa idea?
—Bueno, encajaría, ¿no es así? Explicaría la tensión entre Katsa y usted.
—Espero que no haya estado entablando conversaciones de este tipo con los demás. Si tiene que hacer preguntas indiscretas respecto a mi persona, hágamelas directamente a mí.
—Lo soy. —Él la miró, extrañado—. Indiscreta, quiero decir.
—Sí —ratificó Giddon pronunciando la palabra con un buen humor admirable—. Lo es.
—No lo he hecho —añadió Bitterblue.
—¿Perdón, majestad?
—Que no he hecho a nadie esa pregunta excepto a usted. Y nadie me ha dicho nada definitivo. Y sé guardar secretos.
—Ah. Bueno, tampoco es algo tan secreto, a decir verdad, y supongo que no me importa contárselo.
—Gracias.
—Oh, es un placer. Creo que es por su delicadeza, ¿sabe? Hace que un hombre quiera desnudar su alma.
Bitterblue esbozó una sonrisa.
—En otro tiempo estuve… bastante obsesionado con Katsa —dijo—. De eso hace mucho. Dije cosas de las que me avergüenzo y que Katsa no me perdona. Entre tanto, me he curado de mi obsesión.
—¿Es eso cierto?
—Majestad —contestó con paciencia—, entre mis cualidades menos atractivas se encuentra cierto orgullo que me es muy útil cuando descubro que una mujer a la que amo nunca querrá ni podrá darme lo que deseo.
—Lo que desea —repitió con acritud Bitterblue—. ¿Se trata de eso, de las cosas que usted desea? ¿Y qué es lo que quiere?
—Alguien que sea capaz de soportar la penosa pesadez de mi compañía, para empezar. Me temo que me obstino en eso.
Bitterblue estalló en carcajadas. Sonriente, él la observó y después suspiró.
—Perdura cierta hostilidad —añadió en voz queda—, aun cuando la razón que generó ese sentimiento haya dejado de existir. He deseado golpear a Po prácticamente desde la primera vez que lo vi. Me alegro de que por fin eso haya acabado. Ahora veo lo absurdo que era ese deseo.
—Oh, Giddon. —Bitterblue se quedó callada porque todo lo que quería decir eran cosas a las que no podía darles voz. Quería a Katsa y a Po con un cariño tan grande como el mundo. Pero sabía lo que era estar perdida en los confines del amor que se profesaban el uno al otro.
—Necesito su ayuda —dijo con la esperanza de que la distracción ayudara a consolarlo.
—¿De qué se trata, majestad? —preguntó él, que la miraba sorprendido.
—Hay alguien que intenta matar a las personas que quieren sacar a la luz los desmanes de Leck —dijo—. Si durante sus paseos por ahí oyera algo sobre ese asunto, ¿querría informarme de ello?
—Por supuesto. Cielos. ¿Cree que es alguien como Danzhol? ¿Otros nobles que robaron para Leck y no quieren que la verdad de su pasado se descubra?
—No tengo la menor idea, pero al menos le daría algo de sentido a tal locura; sí, tendré que investigar eso. Aunque no sé por dónde empezar —añadió con cansancio—. Hay cientos de nobles de los que ni siquiera he oído hablar. Giddon, ¿qué opina de mi guardia Holt?
—Holt es un aliado del Consejo, majestad. Fue el que estuvo de guardia durante la reunión que tuvimos en la biblioteca.
—¿De veras? También ha estado robando mis estatuas.
Giddon se la quedó mirando con absoluta estupefacción.
—Y después las ha traído de vuelta —continuó Bitterblue—. ¿Querrá prestarle atención cuando trate con él, Giddon? Me preocupa su salud.
—¿Quiere que esté pendiente de Holt, que le roba esculturas, porque le preocupa su salud? —repitió el noble con incredulidad.
—Sí. Su salud mental. Por favor, no le diga que he mencionado lo de las esculturas. Usted confía en él, ¿verdad, Giddon?
—¿En Holt, que le roba esculturas y cuya salud mental es cuestionable?
—Sí.
—Confiaba en él hace dos minutos, pero ahora no sé qué pensar.
—Su opinión de hace dos minutos me sirve. Tiene buena intuición.
—¿Sí?
—Supongo que debería regresar ya a mis aposentos —anunció Bitterblue con un suspiro—. Katsa está allí e imagino que tiene intención de poner el grito en el cielo en cuanto me vea.
—Eso lo dudo mucho, majestad.
—Los dos juntos pueden resultar muy dominantes, ¿sabe? —comentó ella bromeando—. Una parte de mí espera que usted le haya roto la nariz.
Los nudillos de la mano izquierda de Giddon se estaban oscureciendo con moretones del impacto contra la cara de Po. El noble no mordió el anzuelo. En cambio, sin dejar de observarse la mano, susurró:
—Jamás revelaré su secreto.
De vuelta en su sala de estar miró a Po, que se había quedado dormido en el sofá y roncaba con el sonido atascado de alguien que tiene la nariz hinchada; lo tapó con una manta. Después, sin más excusas a las que recurrir, entró en el dormitorio.
Katsa y Helda estaban haciendo la cama.
—Menos mal —dijo Katsa al verla—. Helda ha estado intentando impresionarme con los bordados de las sábanas. Un minuto más y hubiera empezado a pensar en ahorcarme con ellas.
—Mi madre hizo los bordados.
Katsa cerró de golpe la boca y lanzó una mirada feroz al ama.
—Gracias, Helda, por pasar por alto ese detalle.
Con un movimiento experto, Helda desdobló de una sacudida una manta y la extendió sobre la cama.
—¿Acaso no es comprensible que se me pasen por alto detalles debido a la preocupación por haber descubierto que la reina no se halla en su cama? —dijo.
El ama fue hacia las almohadas y las golpeó sin compasión hasta que quedaron mullidas, como nubes obedientes. Bitterblue pensó que podría jugar a su favor hacerse con el control de esa conversación desde el principio.
—Helda, necesito la ayuda de mis espías. Alguien está matando gente de la ciudad que intenta descubrir verdades sobre el reinado de Leck. He de saber quién está detrás de esos asesinatos. ¿Podemos descubrirlo?
—Pues claro que podemos —contestó el ama, que aspiró por la nariz con aire petulante—. Y entre tanto, mientras hay asesinos que andan sueltos por la ciudad, usted se moverá entre ellos vestida como un muchacho, sin guardia que la proteja y sin usar siquiera su propio nombre como salvaguarda. Ustedes dos creen que soy una vieja tonta, cuyas opiniones carecen de importancia.
—¡Helda! —exclamó Katsa, que casi saltó por encima de la cama para acercarse al ama—. Nosotras no pensamos eso en absoluto.
—Da igual —dijo la mujer mayor, que dio una última sacudida a las almohadas y después se irguió para mirar a las dos damas con una inabordable dignidad—. En realidad no tiene importancia. Aunque creyeran que tengo la gracia de un conocimiento supremo, ninguna de las dos me haría caso y ambas cometerían cualquier insensatez que les apeteciera. Todos ustedes se consideran invencibles, ¿no es cierto? Creen que lo único que carece de importancia es su seguridad. Es para volverse loca. —Buscó en un bolsillo y echó un paquetito en la cama de Bitterblue—. He sabido desde el principio que se escabullía de noche, majestad. Las dos noches que no volvió las pasé en vela. Quizá quiera recordar eso la próxima vez que considere la posibilidad de dormir en una cama que no sea la suya. No voy a fingir que ignoro que está sometida a mucha presión, y eso va también por usted, mi señora —añadió, señalando a Katsa—. No voy a negar que sus responsabilidades son diferentes a cualesquiera otras que me son conocidas y, llegado el momento, no se mide por el mismo rasero a personas como ustedes. Pero ello no significa que sea agradable que le mientan a una ni que la tomen por tonta. Transmítaselo así a su joven amigo —finalizó, levantando la barbilla lo bastante para mirar a los ojos a Katsa, tras lo cual abandonó el dormitorio.
Se produjo un silencio que se prolongó unos largos instantes.
—Se le da muy bien guardar secretos, ¿verdad? —dijo Bitterblue, en un punto intermedio entre la vergüenza y el temor.
—Es tu jefa de espías —le recordó Katsa, dejándose caer despatarrada en la cama—. Estoy reventada.
—Yo también.
—Me pregunto qué habrá querido decir exactamente en cuanto a Po. Él no ha mencionado que Helda sepa lo de su gracia. ¿Es cierto lo de los asesinatos en la ciudad? Si lo es, no quiero marcharme.
—Es cierto, sí —confirmó Bitterblue en voz queda—, y yo tampoco quiero que te vayas, pero creo que ahora te debes a Elestia, ¿no te parece?
—Acércate, ¿quieres?
Bitterblue dejó que Katsa la asiera por el brazo y tirara de ella hacia la cama. Se quedaron tendidas cara a cara, sin que Katsa le soltara la mano. Las manos de Katsa eran fuertes, activas, y las tenía calientes como un horno.
—¿Adónde vas por la noche? —preguntó.
Con eso la magia del momento se rompió y Bitterblue se apartó.
—No es justo que me hagas esa pregunta.
—Pues no la respondas —dijo Katsa, sorprendida—. Yo no soy Po.
«Pero yo no puedo mentirte —pensó Bitterblue—. Si me preguntas algo, te lo contestaré».
—Voy al distrito este de la ciudad, a visitar a unos amigos —dijo.
—¿Qué clase de amigos?
—Un impresor y un marinero que trabaja con él.
—¿Es peligroso?
—Sí, a veces. Pero eso no te incumbe, y sé cómo llevar este asunto, así que deja de hacer preguntas.
Katsa se quedó callada, mirando al techo con el entrecejo fruncido.
—Ese impresor y ese marinero, Bitterblue —dijo luego en voz queda—. ¿Has…? —Hizo una pausa—. ¿Le has entregado el corazón a alguno de ellos?
—No —respondió, anonadada y sin aliento—. Deja de hacerme preguntas.
—¿Me necesitas? ¿Me dejarías que hiciera algo?
«No. Vete».
»Sí. Quédate conmigo, quédate aquí hasta que me duerma. Dime que estoy a salvo y que mi mundo tiene sentido. Dime qué he de hacer con lo que siento cuando Zaf me toca. Dime lo que significa enamorarse de alguien».
Katsa se volvió hacia ella, le echó el pelo hacia atrás y la besó en la frente; le puso algo en la mano y se la apretó.
—Quizás esto sea algo que no quieres ni necesitas —dijo—. Aunque desearía que no lo tuvieras, prefiero que lo tengas antes que no sea así y desees haberlo tenido.
Katsa se marchó y cerró la puerta tras ella. Iría al encuentro de quién sabía qué aventura. Seguramente a su cama, con Po, donde se perderían el uno en el otro y se amarían.
Bitterblue examinó el objeto que tenía en la mano. Era un paquetito de herbolario con una etiqueta escrita claramente en la parte delantera: «Hierba doncella. Para prevención de embarazos».
Aturdida, leyó las instrucciones. Después, dejando la hierba doncella a un lado, trató de descifrar lo que sentía, pero no llegó a ninguna conclusión. Entonces recordó lo que Helda había echado encima de la cama y lo recogió. Era una bolsita de tela; la abrió y dentro encontró otro sobre de herbolario, también etiquetado con claridad.
Se echó a reír, sin saber muy bien qué había de divertido en que una chica con el corazón hecho un lío tuviera bastante hierba doncella para que le durara todos los años de fertilidad.
Luego, exhausta hasta casi el desmayo, se tendió de costado y apretó la frente, donde Katsa la había besado, contra las almohadas impecables de Helda.