Capítulo 15
Al día siguiente, Bitterblue encontró la prueba que necesitaba para demostrarle a Zaf que era útil.
Se encontraba en la biblioteca —otra vez— preguntándose cuántas veces más podría abandonar su despacho para ir a ese cuarto de lectura antes de que sus consejeros perdieran la paciencia por completo. En la mesa del cuartito había doscientos cuarenta y cuatro ejemplares manuscritos apilados en montones, cada manuscrito metido en un envoltorio de piel suave, atado con delicadas tiras de cuero. Debajo de los lazos de cada libro, Deceso había metido una etiqueta donde estaban garabateados el título, el autor, la fecha de impresión, la fecha de destrucción y la fecha de restauración. Bitterblue movía los manuscritos de aquí para allá, empujando y rehaciendo los montones, cargándolos con esfuerzo y leyendo todos los títulos. Libros sobre costumbres y tradiciones monmardas, festividades monmardas, historia reciente monmarda pre-Leck. Libros de filósofos que defendían las ventajas de la monarquía frente a la república. Libros de medicina. Un raro y pequeño volumen biográfico sobre varios graceling que fueron famosos por haber ocultado al mundo sus gracias auténticas hasta que se descubrió la verdad. Era difícil saber por dónde empezar.
«Lo es porque no sé lo que estoy buscando», rumió, y justo en ese momento encontró algo. No algo grande y misterioso, solo una pequeñez, pero importante, y la miró boquiabierta, sin poder creer que la había encontrado: El beso en las tradiciones de Monmar.
El título se encontraba en la lista que Zaf le había mostrado, la lista de objetos que intentaba recuperar para la gente del feudo de Danzhol. Y allí estaba el libro, delante de ella, devuelto a la vida.
«Podría echar una vistazo, digo yo», pensó, y desató las lazadas de cuero. Despejó un hueco en un lugar donde daba el sol, se sentó y empezó a leer.
—Majestad.
Bitterblue dio un brinco de sobresalto. Estaba absorta en la descripción de cuatro celebraciones de oscuridad y luz: los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de invierno y verano. Bitterblue estaba acostumbrada a los festejos en la época del solsticio de invierno para celebrar la vuelta de la luz pero, al parecer, antes del reinado de Leck las cuatro ocasiones habían sido días de celebración en Monmar. La gente se vestía con ropajes alegres, se decoraba el rostro con pintura y, según la tradición, besaba a todo el mundo. La imaginación de Bitterblue se había quedado enganchada en la parte de besar a todo el mundo, y alzar la vista para encontrarse con la cara agria de Deceso no fue agradable en absoluto.
—¿Sí?
—Lamento no poder prestarle, después de todo, los tratados de medicina escritos por sus consejeros, majestad.
—¿Por qué no?
—Han desaparecido, majestad —anunció, pronunciando la frase sílaba a sílaba.
—¡Desaparecido! ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no están en los anaqueles donde deberían hallarse, majestad —respondió el bibliotecario—. Y ahora, para localizarlos, tendré que sacar tiempo de mi ocupación más importante.
—Eh… Ya —dijo Bitterblue, con repentina desconfianza. A lo mejor esos tratados no habían existido nunca. Quizá Deceso había leído su lista de piezas del rompecabezas y se había inventado toda la historia para divertirse. Para ser sincera, esperaba que no fuera así, puesto que Deceso había afirmado que estaba restaurando fielmente las verdades que Leck había eliminado.
Cuando Deceso la interrumpió otra vez, Bitterblue se había quedado dormida con la mejilla apoyada en el libro El beso en las tradiciones de Monmar.
—¿Majestad?
Conteniendo un grito, Bitterblue se incorporó demasiado deprisa y un músculo del cuello le dio un tirón y se quedó contraído. «Ay. ¿Dónde…?».
Había estado soñando. Al despertar, el sueño empezó a disiparse como suelen hacer los sueños, y ella lo aferró para que no se desvaneciera: su madre bordando, leyendo. ¿Haciendo las dos cosas a la vez? No, Cinérea estaba bordando, con los dedos rápidos como relámpagos, mientras Bitterblue leía en voz alta un libro que su madre había elegido, un libro complejo, pero fascinante en los fragmentos que Bitterblue entendía. Hasta que Leck las sorprendió, sentadas, y preguntó por el libro, escuchó la explicación de Bitterblue y entonces se echó a reír, la besó en la mejilla, el cuello y la garganta y, quitándole el libro, lo arrojó al fuego.
Sí. Ahora recordaba la destrucción de El libro de códigos.
Bitterblue se tocó la garganta, que sentía como sucia. Luego se dio un masaje en el músculo contraído, con una ligera sensación de ebriedad por el sueño que se borraba y la impresión de que no estaba del todo con los pies en la tierra.
—¿Qué pasa ahora, Deceso?
—Me disculpo por interrumpir su siesta, majestad —dijo el bibliotecario con aire desdeñoso, como mirándola por encima del hombro.
—Oh, no seas imbécil, Deceso.
El bibliotecario se aclaró la garganta con un sonoro carraspeo.
—Majestad, ¿releer libros de su infancia es un proyecto que aún desea llevar a cabo? En caso afirmativo, tengo una colección de cuentos fantásticos sobre curaciones médicas de fábula.
—¿De mi padre?
—Sí, majestad.
Bitterblue se sentó erguida y revolvió los manuscritos que había encima de la mesa buscando los dos libros de medicina que Deceso había reescrito. Esos libros no eran cuentos fantásticos, sino fácticos.
—Es decir, ¿qué destruyó algunos libros de medicina, condenándolos al olvido, pero me animó a leer otros?
—Si algo existe en mi mente, majestad, entonces no está condenado al olvido —repuso Deceso, ofendido.
—Por supuesto. —Suspiró—. De acuerdo, encontraré tiempo para esas fabulaciones. ¿Qué hora es? Más vale que regrese al despacho antes de que vengan a buscarme.
Pero cuando Bitterblue salió al patio mayor vio a Giddon sentado al borde del estanque, apoyadas las manos en las rodillas. Hablaba relajadamente con una mujer que al parecer estaba retocando un arbusto —la grupa de un caballo encabritado— con una podadera. Era Dyan, la jardinera mayor. A corta distancia Raposa, colgada de las ramas altas de un árbol, podaba la yedra en flor y dejaba caer una lluvia de oscuros pétalos marchitos.
—Raposa —dijo Bitterblue mientras caminaba hacia ellos con un montón de libros y papeles en los brazos y con la cabeza echada hacia atrás—. Trabajas en todas partes, ¿eh?
—Dondequiera que sea útil, majestad —respondió Raposa, que parpadeó al mirarla desde lo alto con aquellos ojos de diferentes tonos grises y el cabello destacando en contraste con las hojas. Sonrió.
El caballo verde en que trabajaba Dyan se alzaba de las bases de dos arbustos plantados muy juntos. Yedra en flor giraba en torno al pecho erguido y descendía por las patas.
—No, no se levanten —dijo Bitterblue a Dyan y a Giddon al llegar junto a ellos, pero este ya estaba de pie y le tendía una mano para ayudarla con el montón de libros—. De acuerdo, tome —accedió Bitterblue, y le pasó dos ejemplares de medicina reescritos así como los releídos, tras lo cual se sentó para poder atar otra vez las páginas de El beso en las tradiciones de Monmar, a salvo entre las cubiertas de cuero—. ¿Son suyos los diseños de los arbustos, Dyan? —preguntó, con la mirada prendida en el caballo, que era realmente impresionante.
—Eran diseños del jardinero del rey Leck, majestad, y del propio rey —fue la brusca contestación de Dyan—. Yo me limito a mantenerlos.
—¿No era usted la jardinera de Leck?
—Mi padre lo era, majestad. Mi padre está muerto —añadió Dyan, que emitió un quedo resoplido mientras se levantaba. Cruzó el patio pisando fuerte hacia donde se erguía un arbusto podado en forma de hombre, con el pelo de flores azules.
—En fin. —Bitterblue miró a Giddon un poco desanimada—. Es estupendo saber de otra persona a la que tu padre asesinó.
—Ha sido muy grosera con usted —dijo con aire de disculpa Giddon, que se sentó a su lado.
—Espero no haber interrumpido nada.
—No, majestad. Solo le hablaba de mi hogar.
—Usted es de la zona de pastizales de Terramedia, ¿verdad, Giddon?
—Sí, majestad, al oeste de Burgo de Randa.
—¿Es su tierra muy bonita?
—Eso creo, majestad. Es mi lugar preferido de todos los siete reinos —contestó mientras se echaba hacia atrás y esbozaba una sonrisa.
El rostro del hombre se transformó y, de golpe, las tradiciones más placenteras de las fiestas de la luz de Monmar se agolparon en la mente de Bitterblue. Se preguntó si Giddon compartiría el lecho con alguna mujer allí, en la corte; o el de un hombre. El rostro se le encendió entonces y se apresuró a hacer una pregunta:
—¿Cómo va el plan?
—Avanzando —contestó Giddon, que bajó la voz e hizo un gesto significativo con las cejas hacia donde Raposa seguía podando. El sonido de la fuente apagaba su voz—. Vamos a enviar a alguien a través del túnel de Piper para entrar en contacto con los rebeldes elestinos que nos pidieron ayuda. Y puede que haya un segundo túnel que conduce a un lugar próximo a las bases del ejército de Thigpen, en las montañas orientales de Elestia. Uno de nosotros va a ver si ese túnel existe de verdad. Se han descubierto dos entradas excavadas, pero no se sabe si se conectan la una con la otra o son independientes.
—¿Katsa o Po?
—Katsa comprobará lo del segundo túnel —dijo Giddon—. Po o yo, uno de los dos, atravesará el primer túnel para entrar en contacto con los elestinos. Aunque es muy probable que vayamos ambos.
—¿Y Po no llamará la atención al aparecer de repente en Elestia, reuniéndose con plebeyos y haciendo preguntas comprometidas? Tiene un algo de vistoso petimetre lenita, ¿no?
—A Po le es imposible ir de incógnito —convino Giddon—. Pero también tiene una maña especial para pasar inadvertido. Además, se le da extraordinariamente bien conseguir que la gente se confíe y hable —añadió con un timbre un tanto elocuente que hizo que Bitterblue se observara las manos unos instantes en lugar de mirarlo a los ojos por miedo a lo que los suyos pudieran evidenciar.
Eres consciente de que se pone en peligro al ir contigo, ¿verdad?, transmitió a Po en un arranque de resentimiento. ¿Acaso crees que no lo descubrirá algún día? ¿O que cuando lo descubra no le importará? Entonces apoyó la cabeza en las manos y se agarró el pelo.
—Majestad, ¿se encuentra bien? —preguntó Giddon.
No, no se encontraba bien; estaba pasando una crisis que no tenía nada que ver con las mentiras de Po, sino con las suyas.
—Giddon, voy a hacer un experimento con usted que nunca he intentado con nadie más.
—De acuerdo —accedió él de buen grado—. ¿Debería ponerme un casco?
—Quizá si Katsa le anuncia alguna vez que quiere hacer un experimento, sí —respondió con una sonrisa—. Lo que quería decir es que me gustaría tener a alguien con quien hablar sin mentirle nunca. A partir de ahora, usted es esa persona. Ni siquiera me andaré con ambigüedades. O le diré la verdad o no diré nada en absoluto.
—Mmmm… —Giddon se rascó la cabeza—. Tendré que discurrir un montón de preguntas indiscretas.
—Cuidado, no vaya a tentar demasiado la suerte. Ni siquiera le habría propuesto esto si usted tuviese la costumbre de hacerme preguntas indiscretas. También influye que no sea mi consejero, mi primo o mi servidor; ni siquiera es monmardo, así que no tiene la supuesta obligación moral de interferir en mis asuntos. Tampoco creo que vaya a ir corriendo a contarle a Po todo lo que yo le diga.
—O siquiera que se me pase por la cabeza contarle nada.
Giddon habló con un aire tan despreocupado que a Bitterblue se le puso el pelo de punta.
Por lo que más quieras, Po. Dile lo que ya sabe, transmitió a su primo, temblorosa.
—Por si le interesa, majestad —continuó Giddon con serenidad—, entiendo que su confianza es un regalo, no algo de lo que yo me haya hecho merecedor. Prometo guardar fielmente, en secreto, todo lo que decida contarme.
—Gracias, Giddon —respondió, aturullada.
Se quedó sentada allí, jugueteando con las lazadas que ataban El beso en las tradiciones de Monmar, a pesar de saber que tendría que marcharse, que Runnemood estaría preocupado y que Thiel se encontraría trabajando de firme para sacar el trabajo que ella había dejado sin hacer.
—Giddon.
—¿Sí, majestad?
«Fiarse es una estupidez —se dijo para sus adentros—. ¿Cuál es la verdadera razón de que haya decidido confiar en él? Desde luego, su trabajo en el Consejo lo acredita, así como su elección de amigos. Pero ¿no será también por el timbre de su voz? Me gusta oírle hablar. Me da confianza la intensidad con que dice: “Sí, majestad”».
Emitió un sonido que en parte era resoplido y en parte suspiro. Luego, antes de poder hacerle la pregunta, Runnemood salió al patio desde el gran vestíbulo con pasos airados, la vio y cruzó hacia ella.
—Majestad —dijo con sequedad, parándose tan cerca que Bitterblue tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Ha pasado fuera del despacho un alto porcentaje del horario de trabajo.
El consejero se mostraba muy seguro de sí mismo; se atusó con los dedos enjoyados el oscuro cabello. No parecía que le estuviera clareando el pelo.
—¿De veras? —preguntó Bitterblue con reserva.
—Me temo que soy menos indulgente que Thiel —continuó Runnemood al tiempo que esbozaba una sonrisa—. Tanto Darby como Rood se encuentran indispuestos hoy, y al regresar de la ciudad la encuentro charlando con amigos y entreteniéndose con viejos manuscritos polvorientos mientras toma el sol. Thiel y yo estamos desbordados con el trabajo que ha desatendido su majestad. ¿Capta lo que digo?
Pasándole el paquete de El beso en las tradiciones de Monmar a Giddon, Bitterblue se puso de pie de forma que Runnemood tuvo que retirarse hacia atrás de un brinco para no chocar con ella. Bitterblue no solo captaba sus palabras, sino el tono de superioridad que utilizaba, que la ofendía. Tampoco le gustaba la forma en que posaba la vista en los libros que sostenía Giddon, no como si no creyera que fueran unos simples manuscritos polvorientos e inofensivos, sino más bien como si tratara de evaluar cada uno de ellos y le desagradara lo que veía.
Deseaba decirle que hasta un perro amaestrado sería capaz de llevar a cabo el trabajo que ella había dejado de hacer. Deseaba decirle que sabía, de algún modo que no podía explicar ni justificar, que el tiempo que pasaba fuera del despacho era tan importante para el reino como el trabajo que hacía en la torre con fueros, órdenes y leyes. Pero el instinto le susurró que ocultara esas ideas al consejero. Que protegiera esos libros que Giddon sostenía contra el pecho.
—Runnemood —dijo en cambio—, por lo que he oído, se te supone un experto en manipular a la gente. Pon más empeño en lograr ser de mi agrado, ¿de acuerdo? Soy la reina. Tu vida será más grata si me caes bien.
Tuvo la satisfacción de ver sorprendido al consejero. Runnemood enarcó las cejas al máximo y la boca formó una pequeña «o». Resultaba satisfactorio verlo con esa expresión estúpida, verlo hacer un esfuerzo para recobrar su altivo aire de menosprecio. Por fin, el hombre se limitó a entrar en el castillo caminando a zancadas furiosas.
Bitterblue se sentó otra vez al lado de Giddon, al que no le estaba resultando nada fácil disimular una expresión divertida.
—Estaba a punto de hacerle una pregunta sobre un tema desagradable cuando ha aparecido —reanudó ella la conversación.
—Majestad, estoy a vuestra entera disposición —respondió Giddon, aún sin conseguir borrar del todo el gesto de regocijo.
—¿Se le ocurre alguna razón por la que Leck hubiera elegido a cuatro sanadores para ser sus consejeros?
El noble se quedó pensativo unos instantes.
—Bueno, sí —dijo después.
—Adelante —instó Bitterblue, abatida—. No hay nada que no haya imaginado ya.
—Bien, pues, es bien sabido el comportamiento de Leck con sus animales. Les hacía cortes, dejaba que se curaran, volvía a cortarlos… ¿Y si también le gustaba herir a la gente y después dejar que se curara? Si actuar así era parte de su manera de gobernar, por macabra que pueda sonar tal cosa, para él habría sido lógico tener sanadores a su lado todo el tiempo.
—Me han mentido, ¿sabe? —susurró ella—. Me han dicho que ignoraban las cosas que hacía en secreto, pero, si curaban a sus víctimas, entonces es evidente que sabían lo que hacía.
Giddon se quedó callado unos instantes y después añadió de forma sosegada:
—Algunas cosas son demasiado dolorosas para hablar de ellas, majestad.
—Lo sé, Giddon; lo sé. Preguntar sería una crueldad imperdonable. Sin embargo, ¿cómo voy a ayudar a nadie si no estoy enterada de lo que ocurrió entonces? Necesito saber la verdad, ¿no se da cuenta?