Capítulo 14
En El libro de códigos había poca información que Bitterblue no supiera ya. No estaba segura de si se debía a que los recordaba por haberlos leído o simplemente porque las claves de varias clases formaban parte de su vida cotidiana. Su correspondencia personal con Ror, con Celaje, con sus amigos del Consejo, incluso con Helda, era cifrada por rutina. Algo que a ella se le daba bien.
El libro de códigos parecía ser la historia de los mensajes cifrados a través del tiempo, empezando con el secretario de un rey emeridio, siglos atrás, quien un día reparó en que los singulares dibujos de la moldura a lo largo de la pared de su despacho sumaban veintiocho, al igual que el número de letras que tenía el alfabeto por aquel entonces. Aquello dio lugar a la primera clave del mundo —un dibujo asignado a cada letra del alfabeto—, una clave que funcionó con éxito… hasta que alguien se fijó en que el secretario del rey miraba de hito en hito las paredes mientras escribía. La siguiente idea fue un alfabeto cifrado que sustituyera al alfabeto real, lo cual requería una clave para la descodificación. Este era el método que Bitterblue utilizaba con Helda. Por ejemplo, la clave «DULCE A LA CREMA». En primer lugar, uno quitaba las letras repetidas en la clave, lo cual dejaba D U L C E A R M. El siguiente paso era continuar con el alfabeto conocido de veintiséis letras a partir de la letra en que la clave terminaba, saltándose cualquier letra que ya se hubiese utilizado en la clave, y empezando de nuevo por la A tras haber llegado a la Z, sin repetir las que ya estuvieran apuntadas. El alfabeto resultante,
D U L C E A R M N Ñ O P Q S T V X Y Z B F G H I J K,
se convertía en el alfabeto a utilizar para escribir el mensaje cifrado, de este modo:
De manera que al sustituir las veintiséis letras del alfabeto normal por el obtenido con la clave, una nota cifrada para informar que «Ha llegado una carta de lady Katsa», pasaría a ser:
M D P P E R D C V G S D L D Z F D C E P D C J O D F B D.
La clave de las cartas cifradas de Bitterblue con Ror empezaba con una premisa similar, pero se trabajaba con varios niveles de forma simultánea y se usaban varios alfabetos distintos a lo largo de un mensaje. El numero de alfabetos y el orden en que se utilizaban dependía de una serie de claves cambiantes. Comunicar estas claves a Bitterblue —de un modo sutil e ingenioso que solo ella sabría interpretar— era una de las funciones de las cartas codificadas de Celaje.
Bitterblue estaba asombrada —muy asombrada— con la gracia de Deceso. Suponía que nunca había pensado en serio sobre lo que el bibliotecario era capaz de hacer. Ahora tenía el resultado en sus manos: la regeneración de un libro que presentaba unos diez o doce tipos diferentes de cifrado y ofrecía ejemplos de cada uno de ellos, algunos de los cuales eran terriblemente complicados de realizar, mientras que la mayoría parecían ser una absurda sarta de letras escritas al azar para el lector.
«¿Entenderá Deceso todo lo que lee? ¿O solo recuerda la apariencia de lo que ve, los símbolos y en qué parte de la página están en relación con los demás?».
No parecía que hubiera mucho en ese texto reescrito que mereciera la pena investigar. Aun así, Bitterblue leyó todas las líneas y se permitió el lujo de demorarse un poco en cada una de ellas para revivir el recuerdo de estar con Cinérea leyendo ese mismo libro, sentadas las dos delante de la chimenea.
Cuando disponía de tiempo libre, Bitterblue seguía con sus excursiones nocturnas. A mediados de septiembre, Teddy ya había mejorado y se sentaba o incluso caminaba de un cuarto a otro, aunque con ayuda. Una noche que no había trabajo en la imprenta, Teddy dejó que Bitterblue pasara a la tienda y le enseñó cómo componer palabras con los tipos. Era difícil manejar los pequeños moldes de las matrices de las letras.
—Lo has pillado enseguida —comentó Teddy mientras ella peleaba con una «i» que no conseguía colocar por la base en el cajetín.
—No me halagues. Tengo los dedos torpes como salchichas.
—Cierto, pero no tienes problema para componer palabras al revés con letras del revés. Tilda, Bran y Zaf tienen unos dedos ágiles, pero siempre trasponen letras y mezclan las que se reflejan entre sí. A ti no te ha pasado ni una sola vez.
Bitterblue se encogió de hombros mientras movía los dedos con más rapidez ahora que manejaba letras con un poco más de peso, como la «m», la «o», la «n».
—Es como escribir textos cifrados. Alguna parte de mi cerebro se desconecta de todo lo demás e interpreta por mí.
—Escribes muchos textos cifrados, ¿verdad, panadera? —preguntó Zaf, que entraba por la puerta de la calle, y Bitterblue se sobresaltó de tal modo que puso una «y» donde no era—. ¿Las recetas secretas de la cocina de palacio?
Una semana después, por la mañana, Bitterblue subió la escalera hacia la torre y encontró a su guardia Holt puesto de pie en el alféizar de una ventana abierta. Estaba de espaldas al cuarto y se inclinaba hacia fuera, agarrado solo a la moldura, que era lo único que impedía que se precipitara al vacío.
—¡Holt! —gritó, convencida, en aquel primer instante irracional, de que alguien había caído por la ventana y el guardia se asomaba para ver el cuerpo destrozado—. ¿Qué ha pasado?
—Oh, nada, majestad —respondió Holt sin alterarse.
—¿Nada? —gritó Bitterblue—. ¿Estás seguro? ¿Dónde están todos?
—Thiel ha ido abajo, a alguna parte —contestó el hombre, todavía inclinado hacia fuera desde la ventana y corriendo un gran peligro; hablaba en voz alta, pero con calma, para que ella pudiera oír lo que decía—. Darby está ebrio. Runnemood se encuentra en la ciudad para asistir a unas reuniones, y Rood está consultando con los jueces de la Corte Suprema los casos programados.
—Pero… —El corazón de Bitterblue parecía querer abrirse paso a golpes a través del pecho. Deseaba ir hacia el hombre y tirar de él para que se bajara del alféizar y entrara al despacho, pero temía que, si se acercaba demasiado y lo tocaba, él podría sobresaltarse y quizá caer al vacío—. ¡Holt! ¡Bájate de ahí! ¿Qué haces?
—Nada, solo me preguntaba qué pasaría, majestad —contestó, todavía inclinado hacia fuera.
—Vuelve aquí dentro ahora mismo —ordenó Bitterblue.
Encogiéndose de hombros, Holt se bajó al suelo justo cuando Thiel entraba en el despacho.
—¿Qué pasa? —inquirió el consejero de forma cortante—. ¿Qué ocurre aquí?
—¿Qué querías decir con que te preguntabas qué pasaría? —insistió Bitterblue sin hacer caso a Thiel.
—¿Nunca ha pensado qué ocurriría si saltara desde una ventana alta, majestad? —preguntó Holt a su vez.
—¡No! —gritó ella—. ¡No me pregunto qué ocurriría! Lo sé. Mi cuerpo se destrozaría con el impacto y me mataría. Y a ti te pasaría lo mismo. ¡Tu gracia es la fuerza, Holt, nada más!
—No pensaba saltar, majestad —contestó con la misma actitud despreocupada que empezaba a ponerla furiosa—. Solo quería ver qué pasaría.
—Holt —dijo Bitterblue con los dientes apretados—, te prohíbo terminantemente que te subas al alféizar de una ventana y mires abajo preguntándote cosas así. ¿Me has entendido?
—¡Será posible! —rezongó Thiel, que fue hacia Holt y, agarrándolo por el cuello, lo empujó hasta la puerta de una forma que casi resultaba cómica, ya que el guardia era más alto que él, muchísimo más fuerte y casi veinte años más joven, pero Holt volvió a encogerse de hombros, sin protestar—. Recobra la compostura, hombre —añadió el consejero—. Y deja de dar sustos a la reina.
A continuación abrió la puerta y lo empujó fuera.
—¿Se encuentra bien, majestad? —preguntó Thiel, que cerró de un portazo y se volvió hacia ella.
—No entiendo a nadie —dijo Bitterblue con abatimiento—. No entiendo nada. Thiel, ¿cómo voy a ser soberana de un reino de chiflados?
—Tiene razón, majestad. Ha sido todo un espectáculo.
A continuación, el consejero tomó varios fueros de encima de su mesa, se le cayeron al suelo, los recogió y se los tendió a Bitterblue con un gesto adusto y las manos temblorosas.
—¿Qué te ha pasado, Thiel? —preguntó Bitterblue al ver el vendaje que asomaba por debajo de una manga al consejero.
—No es nada, majestad —contestó él—. Solo un corte.
—¿Te lo ha visto alguien cualificado?
—Para esto no es menester un sanador, majestad. Ya me he ocupado yo.
—Me gustaría que Madlen lo examinara. A lo mejor hay que coserlo.
—No hace falta.
—Eso es algo que tendrá que decidir un sanador, Thiel.
El consejero se puso erguido.
—Ya lo ha cosido un sanador, majestad —manifestó con firmeza.
—¡Vale, vale! Entonces, ¿por qué me has dicho que te habías ocupado tú mismo del corte?
—Porque me ocupé de ponerme en manos de un sanador.
—No te creo. Enséñame los puntos.
—Majestad…
—Rood —llamó Bitterblue al consejero de cabello blanco, que acababa de entrar al despacho resoplando entre jadeos por el esfuerzo de subir la escalera—. Ayuda a Thiel a quitarse ese vendaje para que yo vea los puntos.
Sin dar señal alguna de confusión, Rood hizo lo que le pedía. Unos segundos después, los tres miraban el corte largo y diagonal a través de la parte interior de la muñeca del primer consejero; estaba perfectamente cosido.
—¿Cómo te lo hiciste? —preguntó Rood, que estaba visiblemente afectado.
—Con un espejo roto —fue la rotunda respuesta de Thiel.
—Dejar desatendida una herida como esa sería un asunto muy serio —sentenció Rood.
—Ya está recibiendo atención más que de sobra —repuso Thiel—. Ahora, con el permiso de los dos, tengo muchas cosas que hacer.
—Thiel —se apresuró a decir Bitterblue con la intención de que el hombre siguiera a su lado, pero sin saber cómo conseguirlo. ¿Una pregunta sobre el nombre del río mejoraría las cosas o las empeoraría?—. El nombre del río… —se aventuró a decir.
—¿Sí, majestad?
Bitterblue lo observó un momento buscando una brecha en la fortaleza inexpugnable que era el rostro del primer consejero, las aceradas trampas que eran los ojos, y no encontró nada salvo una tristeza extraña, personal. Rood puso la mano en el hombro de Thiel y chasqueó la lengua. El primer consejero se quitó la mano de encima con un movimiento y fue hacia su mesa. Fue entonces cuando Bitterblue se dio cuenta de que cojeaba.
—Thiel —lo llamó de nuevo. Haría otra pregunta.
—¿Sí, majestad? —susurró él, sin volverse hacia Bitterblue.
—¿Por casualidad no sabrás los ingredientes del pan?
Al cabo de unos segundos, Thiel se volvió para mirarla.
—Algún tipo de levadura como agente fermentador, majestad —dijo—. Harina, que es, creo, el ingrediente de mayor porcentaje en la masa. Agua o leche —agregó, con más confianza—. ¿Sal, tal vez? ¿Quiere que le busque una receta, majestad?
—Sí, Thiel, por favor.
Thiel se retiró para buscarle una receta para el pan, tarea que era ridícula para el primer consejero de la reina. Lo siguió con la mirada mientras salía por la puerta, cojeando, y advirtió que el pelo empezaba a clarearle por arriba. No lo había notado hasta ahora y, de algún modo, le resultó insoportable. Recordaba a Thiel con una mata de cabello oscuro. Lo recordaba mandón y seguro de sí mismo. También lo recordaba desmoronado y lloroso, desconcertado, ensangrentado, en el suelo de los aposentos de su madre. Recordaba a Thiel de muchas formas, pero jamás había pensado en él como un hombre que estaba envejeciendo.
A continuación se dirigió a la biblioteca, pero antes hizo un alto en sus aposentos para echar una mirada furiosa a su lista de piezas de rompecabezas. La sacó con brusquedad del extraño libro de ilustraciones y la releyó; suponía que la lista también era una especie de código cifrado, en el sentido de que cada parte de la misma guardaba un significado que aún no se revelaba. Luchando para contener las lágrimas y harta de problemas, harta de la gente que hacía cosas sin sentido y mentía, escribió «MIERDA», en enormes mayúsculas, de lado a lado al pie de la página, una expresión de insatisfacción general con el estado de todas las cosas.
«Podría ser un código, y “mierda” podría ser la clave. ¿No sería maravillosamente sencillo?».
Po, dirigió el pensamiento a su primo mientras salía disparada hacia la biblioteca, con la lista apretada en el puño. ¿Estás por aquí? Tengo que hacerte unas preguntas.
Sobre el escritorio de Deceso en la biblioteca solo estaba el gato, enroscado en una prieta bola que le marcaba todas las vértebras. Bitterblue dio un rodeo para no pasar cerca de él. Deambulando de sala en sala, por fin encontró a Deceso, plantado entre dos hileras de estantes y utilizando uno vacío que tenía delante como escritorio para garabatear algo de forma febril. Páginas y páginas. Llegó al final de una, la levantó, la sacudió para que la tinta se secara y la apartó a un lado mientras la mano con la que escribía se deslizaba a través de la siguiente antes de haberse quitado de encima la anterior. A Bitterblue le costaba trabajo creer lo deprisa que escribía el bibliotecario. Llegó al final de esa página y empezó otra sin pausa. Al final de esa, empezó con la siguiente, y entonces soltó de repente la pluma y se quedó con los ojos cerrados al tiempo que se daba un masaje en la mano.
Bitterblue se aclaró la garganta. Deceso dio un brinco, sobresaltado, y los ojos diferentes y algo desorbitados se desviaron como un rayo hacia ella.
—Ah, majestad —dijo, más o menos como alguien que al examinar un agujero en un manzana dice: «Ah, gusanos».
—Deceso, —Bitterblue agitó en el aire el papel que había llevado consigo—, tengo una lista de preguntas. Quiero saber si tú, como mi bibliotecario, conoces las respuestas o cómo encontrarlas.
Aquello pareció dejar a Deceso absolutamente desconcertado, como si le estuviera pidiendo que hiciera un trabajo que no era de su incumbencia. El hombre siguió frotándose la mano, y Bitterblue deseó que le estuviera doliendo a rabiar con calambres. Por fin, sin decir nada, Deceso alargó los dedos y cogió el papel.
—¡Eh! —protestó Bitterblue sobresaltada—. ¡Devuélveme eso!
El bibliotecario echó un vistazo al papel por delante y por detrás y después se lo devolvió —sin mirarla siquiera, como si no viera nada— con el ceño fruncido en un gesto pensativo. Bitterblue, que recordó alarmada que, cuando Deceso leía una cosa ya la recordaba para siempre sin tener que volver a consultarla jamás, releyó las dos caras en un intento de evaluar los posibles perjuicios.
—Algunos de esos planteamientos son un tanto vagos, ¿no cree, majestad? —sugirió Deceso—. Por ejemplo, la pregunta «¿Por qué todo el mundo está loco?», y la referente a por qué cree que faltan tantas piezas del rompecabezas en todas partes…
—No he acudido a ti por eso —lo interrumpió de mal humor—. Quiero saber si tienes conocimiento de lo que hizo Leck, y quién, si es que hay alguien que lo hace, me está mintiendo.
—En cuanto a la pregunta del centro, sobre las razones de un hombre para robar una gárgola, majestad —continuó Deceso—, la criminalidad es una forma de expresión natural en el ser humano. Todos somos en parte luz y en parte sombra…
—Deceso —lo interrumpió de nuevo—. No sigas haciéndome perder el tiempo.
—¿Lo de «MIERDA» es una pregunta, majestad?
Bitterblue estaba ahora peligrosamente cerca de hacer algo que nunca se perdonaría: echarse a reír. Se mordió el labio y cambió el tono:
—¿Por qué me diste ese mapa?
—¿Qué mapa, majestad?
—El pequeño, el de vitela —contestó—. Vamos a ver, tú, que consideras tu trabajo tan importante que no se te puede interrumpir, ¿por qué te molestaste en subir a mi despacho para entregarme ese mapa?
—Porque el príncipe Po me pidió que lo hiciera, majestad.
—Comprendo. ¿Y…?
—¿Y qué, majestad?
Bitterblue esperó con paciencia sin apartar los ojos de los del bibliotecario. Por fin Deceso cedió.
—No tengo ni idea de quién puede estarle mintiendo, majestad. No tengo razones para pensar que alguien miente aparte de que es algo que la gente hace. Y si lo que me pregunta es qué hacía el rey Leck en secreto, majestad, usted debería saberlo mejor que yo. Usted pasó más tiempo con él.
—Yo desconozco sus secretos.
—Igual que yo, majestad, y, como ya le dije, que yo sepa no guardaba archivos de nada. Y tampoco sé de otros que lo hicieran.
No le hacía gracia darle a Deceso la satisfacción de saber que la había decepcionado, así que se dio la vuelta antes de que él lo viera en su semblante.
—Puedo responder a su primera pregunta, majestad —dijo el bibliotecario a su espalda.
Bitterblue se paró en seco. Esa pregunta era: «¿Quiénes son mis “hombres principales”?».
—La pregunta está relacionada, de un modo bastante conspicuo, con las palabras escritas en la parte posterior de la lista, ¿no es así, majestad?
«Lo que dijo Teddy».
—Sí —admitió Bitterblue mientras se volvía hacia él.
—«Supongo que la pequeña reina está a salvo hoy sin su presencia, porque sus hombres principales pueden hacer lo que haría usted. Una vez que uno aprende a cortar y coser, ¿acaso lo olvida por la injerencia de algo o de alguien? ¿Aunque quien interfiriera fuera Leck? Ella me preocupa. Mi ilusión es que la reina sea una persona que va en pos de la verdad, pero, si por hacerlo se convierte en el blanco de alguien, no». ¿Estas palabras se las dijeron a uno de sus sanadores, majestad?
—En efecto —susurró Bitterblue.
—¿Puedo asumir, pues, majestad, que ignora que hará unos cuarenta y tantos años, antes de que Leck subiera al poder, sus consejeros Thiel, Darby, Runnemood y Rood eran unos jóvenes sanadores, brillantes en su oficio?
—¡Sanadores! ¿Sanadores cualificados?
—Entonces Leck asesinó a los viejos reyes —prosiguió Deceso—, se coronó e incluyó a los sanadores en su equipo de consejeros… Tal vez «interponiéndose» entre los hombres y su profesión médica, si lo preferís, majestad. Esas palabras parecen sugerir que un sanador de hace cuarenta y tantos años sigue siendo sanador en la actualidad, por lo que la considera a salvo en compañía de sus «hombres principales», sus consejeros, majestad, aunque sus sanadores oficiales no estén a mano.
—¿Cómo sabes esto sobre mis consejeros?
—No es ningún secreto, majestad, para cualquiera que sea capaz de recordar. Mi memoria tiene la ayuda de tratados de medicina que hay en esta biblioteca, escritos hace mucho tiempo por Thiel, Darby, Runnemood y Rood, cuando eran estudiantes de las artes curativas. Infiero que a los cuatro se los consideraba jóvenes promesas de primer orden.
La mente de Bitterblue estaba repleta del recuerdo de Rood y Thiel hacía un rato, los dos observando con atención la herida de Thiel. Repleta de su discusión con su primer consejero, que al principio dijo haberse ocupado él mismo de la herida y después afirmó que había recurrido a un sanador para que la cosiera.
¿Las dos afirmaciones habían sido ciertas? No se habría cosido él mismo, ¿verdad? ¿Y le había ocultado su pericia, como llevaba haciendo hasta donde a Bitterblue le alcanzaba la memoria?
—Mis consejeros son sanadores —dijo en voz alta, apocada de repente—. ¿Por qué iba Leck a elegir sanadores como sus consejeros políticos?
—No tengo la más remota idea —contestó Deceso con impaciencia—. Solo sé que lo hizo. ¿Quiere leer los tratados de medicina, majestad?
—Sí, claro —contestó sin entusiasmo.
Po apareció entonces entre las estanterías; llevaba al gato del bibliotecario en brazos y hacía ruidos como si le diera besitos en la pelambre, nada menos.
—Deceso, Amoroso huele hoy estupendamente. ¿Lo has bañado? —dijo.
—¿Amoroso? —repitió Bitterblue, que miraba a Deceso con incredulidad—. ¿El gato se llama Amoroso? ¿No se te ocurrió un nombre más irónico?
—En realidad se llama Gozo Amoroso. Amoroso es para los amigos —repuso Deceso con un suave resoplido desdeñoso. Luego, tomó con suavidad al gato de los brazos de Po, recogió sus papeles y se marchó.
—No deberías insultar al gato del hombre —la reprendió Po con suavidad.
Haciendo caso omiso de eso último, Bitterblue se frotó las trenzas.
—Po, gracias por venir. ¿Puedo servirme de ti?
—Es muy posible —contestó él—. ¿Qué te ronda por la cabeza?
—Dos preguntas —respondió—. Para dos personas.
—¿Sí? ¿Por Holt?
Bitterblue soltó un suspiro suave y breve.
—Quiero saber qué le pasa. ¿Querrás preguntarle por qué se ha encaramado hoy al alféizar de la ventana de mi torre? A ver qué te parece su respuesta.
—Bueno, creo que sí. ¿Encaramado cómo? —quiso saber Po.
Bitterblue abrió la mente al recuerdo de lo ocurrido esa mañana para que Po lo captara.
—Vaya —dijo él—. Sí que es extraño, mucho. —Entonces los ojos de su primo se dirigieron hacia ella, relucientes, amables—. No sabes bien qué pregunta quieres que le haga a Thiel.
—No —admitió—. Estoy un poco perdida con él. Me parece impredecible. Se pone nervioso con demasiada facilidad, y hoy tenía un corte terrible en el brazo sobre el que no ha sido sincero conmigo.
—Puedo decirte que le importas mucho, Escarabajito. Pero si crees que tienes razones para dudar de su fiabilidad, le haré un libro entero de preguntas, tanto si quieres que lo haga como si no.
—No se trata de que no confíe en él —dijo Bitterblue, con el entrecejo fruncido—. Es que me preocupa, pero no sé bien por qué.
Po sacó una bolsita del bolsillo y se la ofreció abierta. Ella metió la mano y sacó un caramelo de menta y chocolate.
—Me he enterado de que Danzhol tenía familia y conexiones en Elestia, Escarabajito —informó Po, que empezó a mecerse sobre los talones mientras se comía otro caramelo—. ¿Qué te parece eso?
—Me parece que está muerto —repuso ella sin entusiasmo—. Creo que no tiene importancia.
—Pues te equivocas. Si había pensado venderte a alguien en Elestia, significa que tienes enemigos allí, y eso sí es importante.
—Sí. —Bitterblue volvió a suspirar—. Lo sé.
—Lo sabes, pero no te importa.
—Claro que me importa, Po. Es solo que tengo otras cosas de las que preocuparme también. Hazme un favor, ¿quieres?
—¿Sí?
—Pregunta a Thiel por qué cojea.