Capítulo 12

Una extraña y reducida representación del personal del castillo se hallaba presente en la reunión. Helda, por supuesto, cuya presencia no sorprendió a Bitterblue; también estaba Ornik, el joven herrero de semblante solemne, ahora limpio de hollín; una mujer mayor de rostro curtido de estar a la intemperie, llamada Dyan, que le presentaron como su jardinera mayor; y Anna, una mujer alta, atractiva, de cabello oscuro y corto y facciones muy definidas, que por lo visto era la panadera mayor de las cocinas.

«En mi mundo imaginario, es mi jefa», pensó Bitterblue.

Por último, y lo más sorprendente, uno de los jueces de su Corte Suprema estaba presente.

—Lord Piper —saludó de manera sosegada Bitterblue—. Desconocía su propensión a derrocar monarquías.

—Majestad —saludó el hombre, que se enjugó la calva testa con un pañuelo y tragó saliva, incómodo. Su expresión parecía decir que la presencia de un caballo parlante en la reunión habría sido menos alarmante que la aparición de la reina. En realidad, los cuatro asistentes pertenecientes al personal del castillo parecían un poco asustados por su presencia.

—Algunos estáis sorprendidos de que la reina Bitterblue se haya reunido con nosotros —empezó a decir Po al grupo—. Debéis comprender que el Consejo está compuesto por familiares y amigos. Esta es la primera reunión que se celebra en Monmar y a la que hemos invitado a monmardos. No requerimos que la reina se involucre en nuestras actividades, pero desde luego sería inverosímil que actuáramos en su corte sin su conocimiento ni su permiso.

En apariencia, esas explicaciones no apaciguaron a una sola persona del grupo. Rascándose la cabeza y con un atisbo de sonrisa, Po rodeó con el brazo a Bitterblue y enarcó una ceja a Giddon en un gesto elocuente. Mientras este conducía a los demás a través de una hilera de estanterías hacia un rincón oscuro, Po habló a la reina en voz baja, al oído, mientras los seguían:

—El Consejo es una organización de transgresores de la ley, Bitterblue, y para estos monmardos tú representas la ley. Todos han venido a escondidas esta noche y se han encontrado cara a cara con su soberana. Les costará un poco de tiempo adaptarse a ti.

—Lo comprendo muy bien —contestó con voz inexpresiva, lo que provocó que Po resoplara.

—Sí. Bien —continuó su primo—. Deja de poner nervioso a Piper a propósito solo porque no te cae bien.

La alfombra allí era gruesa, de burda lana en color verde. Cuando Giddon se sentó en el suelo y le indicó con un gesto a Bitterblue que hiciera lo mismo, los demás, tras vacilar un momento, formaron un círculo amplio y empezaron a sentarse. Incluso Helda se dejó caer pesadamente en la alfombra, sacó unas agujas de tricotar y ovillos de un bolsillo y se puso a tejer.

—Vayamos a lo importante —empezó Giddon sin más preámbulos—. Mientras que el derrocamiento de Drowden en Nordicia tuvo su origen en el descontento de la nobleza, en Elestia lo que se está considerando es una revolución popular. La gente se muere de hambre. De todos los reinos, el pueblo de Elestia es el más empobrecido por los impuestos que le exigen el rey Thigpen y sus lores. Por suerte para los rebeldes, nuestro éxito con desertores del ejército en Nordicia ha atemorizado a Thigpen. Les está apretando las tuercas a sus soldados, con severidad, y un ejército malcontento es algo que los rebeldes pueden aprovechar. Creo, y Po está de acuerdo, que hay suficiente gente desesperada en Elestia, así como suficiente gente inteligente y meticulosa, para que esto llegue a buen término.

—Lo que me asusta es que no saben lo que quieren —intervino Katsa—. En Nordicia, lo que hicimos en realidad fue raptar al rey por encargo de ellos, y después se estableció una coalición de nobles a los que ya habían elegido de antemano…

—Fue mil veces más complicado que eso —adujo Giddon.

—Lo sé. A lo que me refiero es a que allí había gente poderosa que tenía un plan —insistió Katsa—. En Elestia, gente que no tiene poder alguno sabe que no quiere al rey Thigpen, pero ¿qué es lo que quieren? ¿Al hijo de Thigpen o algún tipo de cambio radical? ¿Una república? ¿Cómo? No tienen nada ultimado, nada planificado para tomar posesión cuando Thigpen no esté. Si no tienen cuidado, el rey Murgon ocupará el país desde Meridia y Elestia pasará a llamarse Meridia Oriental. Y Murgon será un tirano por partida doble. ¿Es que eso no te asusta?

—Claro —respondió Giddon con frialdad—. Razón por la cual voy a votar a favor de responder a su petición de ayuda. ¿No estás de acuerdo?

—Totalmente —replicó Katsa, mirándolo furiosa.

—¿No es maravilloso estar todos juntos otra vez? —dijo Raffin mientras echaba un brazo sobre los hombros de Po y el otro alrededor de Bann—. Mi voto es sí.

—Y el mío —abundó Bann, sonriente.

—El mío también —dijo Po.

—Como sigas con ese gesto, se te va a anquilosar la cara, Katsa —comentó Raffin amablemente.

—A lo mejor me animo y hago algo para cambiarte la tuya, Raff —replicó ella.

—Me gustaría tener las orejas más pequeñas —sugirió Raffin.

—El príncipe Raffin tiene unas orejas muy bonitas —opinó Helda sin alzar la vista de la labor de punto—. Como las tendrán sus hijos. Los vuestros no tendrán orejas, mi señora —dijo con severidad a Katsa.

Katsa la miró de hito en hito, sin salir de su asombro.

—Me parece que no serán solo orejas lo que no tendrán sus hijos —empezó Raffin—, lo cual, estaréis de acuerdo, parece mucho menos…

—Muy bien —le interrumpió Giddon en voz alta, aunque tal vez no más de lo que las circunstancias justificaban—. En ausencia de Oll, el voto es unánime. El Consejo se involucra en el levantamiento popular elestino con el fin de derrocar a su rey.

Para Bitterblue era una declaración que requeriría cierto tiempo asumir. Los demás continuaron con los quiénes, cuándos y cómos, pero ella no era una de las personas que iba a entrar en Elestia con una espada ni a meter alegremente en un saco al rey Thigpen o comoquiera que decidieran hacerlo. Pensando que, tal vez, el herrero Ornik, la jardinera Dyan, la panadera Anna y el juez Piper se sentirían menos cohibidos con su contribución si ella no formaba parte del círculo, se puso de pie. Cortando los apresurados intentos de levantarse con un gesto de la mano, caminó entre las estanterías hacia el tapiz que colgaba delante del acceso por el que habían entrado. Abstraída, reparó en la mujer representada en el tapiz, vestida con níveas pieles en medio de la cruda blancura de un bosque, de ojos color verde como el musgo y cabello esplendoroso y llameante como una puesta de sol o como el fuego. La imagen era demasiado vívida, demasiado insólita para ser humana. Otro extraño objeto decorativo de Leck.

Bitterblue necesitaba reflexionar.

Un monarca era responsable del bienestar del pueblo al que gobernaba. Si lo perjudicaba con premeditación, merecía perder el privilegio de la soberanía. Pero ¿y un monarca que perjudicaba a su pueblo de forma involuntaria? Que lo perjudicaba por no prestarle ayuda. Por no arreglar sus casas. Por no compensarlo por sus pérdidas. Por no estar a su lado cuando lloraba la muerte de sus hijos. Por no dudar en enviar a los dementes o a los angustiados a su ejecución.

«Sí sé una cosa —pensó, fija la mirada en los ojos tristes de la mujer del tapiz—. No me gustaría que me destronaran. Sería tanto como si me desollaran o me descuartizaran».

»Y, sin embargo, ¿qué cualidades tengo como reina? Mi madre decía que poseía la fuerza y el coraje necesarios para serlo. Pero no es cierto, no hago nada útil. Mamá, ¿qué nos ocurrió? ¿Cómo es posible que tú estés muerta y yo sea soberana de un reino con el que ni siquiera puedo tener contacto?».

Posada en el suelo había una escultura de mármol, con el tapiz como telón de fondo. Representaba a una niña, quizá de unos cinco o seis años, cuya falda sufría una metamorfosis que la transformaba en hileras de ladrillos; la pequeña se estaba transfigurando en un castillo. Era evidente que esta era otra obra del mismo autor que la estatua de la mujer transmutándose en puma que había en el jardín de atrás. Uno de los brazos de la niña, alzado hacia el cielo, evolucionaba de forma progresiva a partir del hombro hasta adquirir la apariencia de una torre. En el tejado plano de esa torre, que tendría que haber sido la palma de la mano y donde deberían haber estado los dedos, había cinco guardias diminutos: cuatro con los arcos listos para disparar y uno con una espada enarbolada. Todos apuntaban hacia arriba, como si del cielo llegara alguna amenaza. Algo perfecto en la forma y absolutamente feroz.

Las voces de sus amigos le llegaban a intervalos, de forma que oía fragmentos de la conversación. Katsa decía algo sobre lo mucho que se tardaba en llegar a Elestia desde allí si se viajaba al norte a través del puerto de montaña: días y días; semanas. Empezó una discusión sobre qué reino serviría mejor como base para la operación en Elestia.

Escuchando a medias y observando a medias a la niña castillo, a Bitterblue la asaltó de pronto una peculiar sensación de reconocimiento. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Conocía el rictus rebelde de esa boca y la barbilla pequeña y afilada de la niña esculpida; conocía esos ojos grandes y sosegados. Estaba mirando su propio rostro.

Era una estatua de ella.

Bitterblue retrocedió, tambaleándose. Chocó con el costado de una estantería, donde se apoyó para mantenerse de pie mientras contemplaba fijamente a la niña que parecía sostenerle la mirada con igual intensidad; la niña que era ella.

—Un túnel conecta Monmar con Elestia —dijo una voz; la de Piper, el juez—. Es un pasadizo secreto bajo las montañas. Desagradable y estrecho, pero transitable. El viaje desde aquí hasta Elestia por esa ruta se realiza en cuestión de días, dependiendo de hasta qué punto está dispuesto uno a forzar a su caballo.

—¿Qué? —exclamó Katsa—. No puede ser. ¿Podéis creéroslo? ¡Me parece imposible!

—Se hace constar que Katsa no se lo cree —dijo Raffin.

—Yo tampoco —abundó Giddon—. ¿Cuántas veces he cruzado esas montañas por el puerto?

—Les aseguro que existe, milord, mi señora —insistió Piper—. Mi predio se halla en el extremo noroccidental de Monmar. El túnel arranca en mis tierras. Lo utilizábamos para sacar graceling de Monmar a escondidas durante el reinado de Leck, y ahora lo usamos para sacar graceling de Elestia a escondidas.

—Esto va a cambiarnos la vida —opinó Katsa.

—Siempre y cuando el Consejo instale su base en Monmar —argumentó Piper—. Los elestinos podrían reunirse rápidamente con el Consejo a través del túnel y ustedes con ellos. Podrían pasarles armas de contrabando al norte, así como otros suministros que necesitarán.

—No vamos a situar la base del Consejo aquí —intervino Po—. No vamos a convertir a Bitterblue en un blanco de las iras de cualquier monarca furioso que busque venganza. Ya es el blanco de enemigos desconocidos; todavía no hemos descubierto a quién se proponía pedirle Danzhol un rescate por ella. ¿Y si alguno de esos reyes decide actuar sin tanta discreción? ¿Qué le impide a cualquiera de ellos declarar la guerra a Monmar?

La Bitterblue esculpida parecía tan desafiante… Los diminutos soldados que se erguían en la palma de su mano se mostraban dispuestos a defenderla con sus vidas. Era en verdad sorprendente que un escultor hubiera sido capaz de imaginarla así años atrás: tan fuerte y tan segura, afianzada con tanta firmeza en la tierra. Pero ella sabía que no poseía esas cualidades.

También sabía lo que ocurriría si sus amigos elegían instalar su base de operaciones en cualquier otro sitio que no fuera Monmar. Regresó junto al grupo, volvió a indicarles con un ademán que no se levantaran cuando todos hicieron intención de ponerse de pie y les habló en voz queda y sosegada:

—Debéis utilizar esta ciudad como vuestra base.

—Eh… Creo que no —se opuso Po.

—Solo os estoy ofreciendo una estancia temporal mientras os organizáis —agregó Bitterblue—. No os proporcionaré soldados ni permitiré que utilicéis artesanos monmardos para hacer las armas que necesitáis.

Quizá —le transmitió mentalmente a Po, pensativa— escriba a tu padre. Hay dos formas de que un ejército invada Monmar: el desfiladero de las montañas, que es fácil de defender, y el mar. Lenidia es el único reino con una fuerza naval propiamente dicha. ¿Crees que Ror accedería a traer consigo parte de su flota cuando venga a visitarme este invierno? Me gustaría verla. A veces acaricio la idea de construir una, y la de tu padre ofrecería una vista hermosa y amenazadora anclada en mi puerto.

Sus palabras hicieron que Po se rascara la cabeza con fuerza. Incluso dejó escapar un ligero gemido.

—Lo comprendemos, Bitterblue, y estamos agradecidos —dijo—. Pero algunos amigos de Drowden entraron en Terramedia para matar a Bann y a Raffin en represalia por lo que hicimos en Nordicia, ¿eres consciente de eso? Algunos elestinos podrían entrar con igual facilidad en Monmar…

—Sí, lo sé —contestó—. He oído lo que has dicho sobre la guerra y sobre Danzhol.

—No se trata solo de Danzhol —espetó su primo—. Puede haber otros. No correré el riesgo de involucrarte en esto.

—Ya estoy involucrada —apuntó Bitterblue—. Mis problemas ya son los vuestros. Mi familia es vuestra familia.

Po seguía con las manos en la cabeza, el gesto preocupado.

—No estás invitada a ninguna otra reunión —dijo.

—Me parece bien —convino ella—. Resultará mejor si no se me ve participando en el proyecto.

El círculo reflexionó en silencio lo que había dicho Bitterblue. Los cuatro monmardos que trabajaban en el castillo parecían bastante impresionados. Helda, que había dejado de tejer, le echó una mirada de complacida aprobación.

—En fin —habló Katsa—. Ni que decir tiene que actuaremos con el mayor sigilo posible, Bitterblue. Y por si sirve de algo, negaremos tu participación hasta nuestro último aliento, y mataré a quien no lo haga así.

Bann empezó a reírse en el hombro de Raffin. Este, sonriendo, giró la cabeza hacia él y le dijo de soslayo:

—¿Te imaginas ser capaz de afirmar algo así y decirlo en serio?

Bitterblue no sonrió. Puede que los hubiera impresionado con sus bonitas palabras y sus opiniones, pero la verdadera razón para ofrecer su ciudad como base de operaciones era que no quería que se marcharan. Deseaba tenerlos cerca; incluso si estaban inmersos en sus propios asuntos, quería tenerlos en las prácticas de esgrima por la mañana, en la cena por la noche, moviéndose cerca, marchándose, regresando, discutiendo, bromeando, actuando como personas que sabían quiénes eran. Que entendían el mundo y comprendían cómo moldearlo. Si pudiera mantenerlos a su lado, quizás algún día se despertaría y descubriría que había cambiado y sabía hacer lo mismo que ellos.

Sucedió otra cosa inquietante antes de que Bitterblue abandonara la biblioteca esa noche. Lo ocurrido tuvo que ver con un libro que encontró por casualidad cuando regresaba hacia el pasadizo secreto. Una forma cuadrada y plana sobresalía de una estantería, o quizá la luz de una lámpara se reflejó en la cubierta y la hizo brillar. Fuera por lo que fuese, cuando los ojos se le desviaron hacia él supo al instante que no era la primera vez que lo veía. Ese libro, con el mismo arañazo en la filigrana dorada del lomo, solía encontrarse en las estanterías de su sala de estar azul, cuando esa sala era la de su madre.

Bitterblue sacó el ejemplar. El título en la cubierta —oro grabado en cuero— rezaba: El libro de cosas ciertas. Lo abrió por la primera página y se encontró mirando la ilustración sencilla pero hermosa de un cuchillo bellamente dibujado. Debajo del cuchillo alguien había escrito la palabra «Medicina». Pasó la página y el recuerdo la asaltó como un sueño, como si estuviera sonámbula, de forma que sabía lo que hallaría: la ilustración de una colección de esculturas en pedestales, y debajo, escrita la palabra «Arte». En la siguiente página, una ilustración del Puente Alígero y la palabra «Arquitectura». En la siguiente, la de una extraña criatura peluda, verde, con garras, una especie de oso, y la palabra «Monstruo». En la siguiente, la de una persona o… ¿Un cadáver? Tenía los ojos abiertos, pintados de distinto color, pero había algo raro en esa imagen, como si el rostro estuviera rígido y petrificado; debajo, la palabra «Graceling». Por último, la ilustración de un hombre apuesto, con un parche en un ojo, y la palabra «Padre».

Recordaba a un ilustrador llevándole este libro con láminas pintadas a su padre. Recordaba a su padre sentado a la mesa, en la sala de estar, para escribir él mismo las palabras al pie de cada ilustración, y después llevarle el libro a ella y ayudarla a leerlo.

Bitterblue empujó el libro hacia atrás en la estantería, furiosa de repente. Ese libro, ese recuerdo, no la ayudaban. Solo faltaba que tuviera que encontrarle sentido a más cosas extrañas.

Pero tampoco podía dejarlo allí; no, en realidad no podía. Se titulaba El libro de cosas ciertas. Y lo que ella quería saber era la verdad de las cosas. Ese libro que no entendía debía de ser una clave sobre la verdad de «algo».

Alargó de nuevo la mano hacia el libro. Cuando regresó a su dormitorio, lo dejó en la mesilla y dentro metió la lista de piezas del rompecabezas.