Capítulo 11

No había ocurrido nada. Aun así, al día siguiente fue incapaz de dejar de pensar en ello. Resultaba sorprendente que lo que no era nada pudiera generar tantas cavilaciones. El sonrojo le sobrevenía en el momento más inoportuno, por lo que estaba convencida de que todo el mundo que la mirase a los ojos sabría exactamente qué estaba pensando. A decir verdad, menos mal que la reunión del Consejo estaba prevista para esa noche. Necesitaba sosegarse antes de salir a la ciudad otra vez.

Katsa irrumpió en sus aposentos muy temprano.

—Po me ha dicho que tienes que practicar con la espada —anunció, y a continuación incurrió en el ultraje de retirar de un tirón las sábanas.

—Pero si ni siquiera tengo una —gimió Bitterblue, que intentó meterse otra vez entre las mantas—. La están forjando.

—Como si fuésemos a empezar con otra cosa que no fueran espadas de madera. ¡Vamos! ¡Arriba! Piensa en lo satisfactorio que será atacarme con una espada.

Katsa salió disparada otra vez. Bitterblue se quedó tumbada unos instantes quejándose de todo lo habido y por haber. Después se incorporó y hundió los dedos de los pies en la mullida alfombra roja. Las paredes de su dormitorio estaban tapizadas con tela tejida de forma que creaba dibujos exquisitos con colores escarlata, bermejo, plata y oro. El techo, muy alto, era de un tono azul oscuro e intenso, salpicado —como en la sala de estar— de estrellas doradas y escarlatas. Los azulejos del cuarto de baño brillaban dorados a través del umbral de una puerta que había enfrente. Era un cuarto como un amanecer.

Al quitarse la camisola se vio reflejada en el espejo alto. Se quedó parada y se contempló de hito en hito, pensando de repente en dos personas incongruentes: Danzhol, que la había besado, y Zaf.

«No me agrada este cuarto deslumbrante —pensó—. Tengo los ojos grandes y apagados. Mi cabello es espeso y la barbilla, afilada. Soy tan pequeña que mi esposo no conseguirá encontrarme en la cama. Y cuando lo haga, descubrirá que mis pechos son asimétricos y que tengo la figura de una berenjena».

Resopló riéndose de sí misma; entonces, de pronto, faltó poco para que se echara a llorar y se arrodilló en el suelo delante del espejo, desnuda.

«Mi madre era muy bonita… Pero ¿cómo puede ser bonita una berenjena?».

Del fondo de la mollera no le llegó nada que le sirviera de respuesta a esa pregunta.

Recordaba cada parte del cuerpo que Danzhol le había tocado. Qué poco tenía que ver su baboseo con lo que ella había imaginado que sería besar. Sabía que no era eso lo que debía sentirse al intercambiar un beso. Había visto a Katsa y a Po besarse, se había tropezado con ellos en los establos, uno de ellos empujando al otro contra un montón de heno, y otra vez al final de un corredor, ya avanzada la noche, donde habían sido poco más que sombras oscuras y brillos de oro que hacían ruidos apagados, sin apenas moverse, ajenos a cuanto los rodeaba. Saltaba a la vista que disfrutaban con ello.

«Pero Po y Katsa son muy hermosos —pensó—. Y por supuesto, saben cómo debe hacerse».

No era que ella no tuviera imaginación, y tampoco se avergonzaba de su cuerpo; había descubierto cosas, y sabía la mecánica entre dos personas. Helda se lo había explicado y estaba bastante segura de que su madre también lo había hecho, hacía mucho tiempo. Pero comprender el anhelo y entender la mecánica no aclaraban gran cosa sobre cómo podía una invitar a alguien a verla, a tocarla de esa manera.

Esperaba que todos los besos de su vida y todo lo que seguía no fueran con lores que solo deseaban su dinero. Qué sencillo sería si fuera en realidad una panadera. Las panaderas conocían a los mozos de cocina, y nadie era un noble a la caza del dinero de una reina, y a lo mejor tampoco importaba demasiado que fueras feucha.

Se abrazó a sí misma.

Luego se puso de pie, avergonzada por pensar demasiado en esas cosas cuando había tanto por lo que preocuparse.

El príncipe Raffin, hijo del rey Randa y heredero del trono de Terramedia, así como su compañero Bann, también habían acudido a la práctica de esgrima a pesar de que por su aspecto no parecían estar muy despiertos.

—Majestad —saludó Raffin, que se inclinó desde las espectaculares alturas de su talla para besarle la mano a Bitterblue—. ¿Cómo está usted?

—Qué alegría verlos aquí. A los dos —dijo Bitterblue.

—También es una alegría para nosotros —respondió Raffin—. Aunque me temo que no teníamos alternativa, majestad. Nos atacaron norgandos, enemigos del Consejo, y Katsa nos convenció de que estaríamos más seguros acompañándola dondequiera que fuese.

Acto seguido, el príncipe de cabello rubio sonrió a Bitterblue como si no tuviera la más mínima preocupación. Bann, que tomó la otra mano de la reina, era, como Raffin, un cabecilla del Consejo además de farmacólogo. Irradiaba sosiego; un hombretón con los ojos de un color que recordaba el gris del mar.

—Majestad, es una alegría volver a verla —saludó—. Me temo que han pulverizado nuestro laboratorio.

—Habíamos dedicado casi un año en esa infusión para náuseas —explicó Raffin de mal humor—. Meses de trabajo y de aguantar vomitonas para nada, todo perdido.

—No sé, pero a mí me suena como si hubieseis tenido mucho éxito —dijo Katsa.

—¡La intención era hacer una infusión contra las náuseas, no inducirlas! —rezongó Raffin—. Nos faltaba poco para lograrlo, estoy seguro.

—Sí, el último lote apenas te provocó vómitos —convino Bann.

—Eh, un momento. ¿Es eso por lo que los dos me vomitasteis encima cuando os rescataba? —inquirió Katsa con aire de sospecha—. ¿Os habéis estado tragando vuestra infusión? ¿Y por qué diantres se molesta nadie en mataros? —continuó alzando las manos al aire—. ¿Por qué no limitarse a dejar que os matéis vosotros mismos? Anda, toma esto —le dijo a su primo, empujando una espada de madera contra el pecho de Raffin con tanta fuerza que le hizo toser—. Si depende de mí, la próxima vez que alguien cruce medio mundo para matarte, te encontrará preparado para que se quede con las ganas.

Bitterblue había olvidado lo estupendo que era participar en estas prácticas: un proyecto con objetivos directos, identificables y, sobre todo, físicos. Una instructora cuya confianza en la habilidad de una era absoluta, incluso cuando te enganchabas la espada en la falda, tropezabas y te ibas de bruces al suelo.

—La falda es un invento estúpido —opinó Katsa, que siempre vestía pantalón y llevaba el cabello corto. Luego la ayudó a incorporarse y a ponerse de pie con tal rapidez que Bitterblue empezó a dudar de haber estado despatarrada en el suelo, para empezar—. Es de suponer que fue idea de un hombre. ¿No tienes ningún pantalón para practicar?

El único par de pantalones que tenía Bitterblue era el que utilizaba por la noche para escabullirse de palacio y, como tal, estaba embarrado y empapado de agua; lo había puesto a secar lo mejor que había podido en el suelo del vestidor, donde esperaba que Helda no lo encontrara. Quizás ahora podría pedirle a Helda más pantalones con la disculpa de las lecciones de esgrima.

—Pensé que debería practicar con la ropa que seguramente llevaré puesta cuando alguien me ataque —improvisó.

—Tienes razón, bien pensado. ¿Te has golpeado la cabeza? —preguntó Katsa mientras le echaba el pelo hacia atrás.

—Sí —mintió, para que Katsa siguiera acariciándola.

—Lo haces bien —la animó Katsa—. Reaccionas con rapidez, pero eso es algo que siempre has hecho. No como ese zoquete —añadió, poniendo los ojos en blanco al mirar a Raffin, que se entrenaba torpemente con Bann al otro extremo de la sala de prácticas.

Raffin y Bann distaban mucho de estar al mismo nivel. Bann no solo era más corpulento, sino también más rápido y más fuerte. El acobardado príncipe, que manejaba la espada con movimientos lentos y pesados, como si le estorbara, nunca parecía ver llegar un ataque, aunque le hubieran dicho cuándo debía esperar que ocurriera.

—Raff, tu problema es que no pones interés —le regañó Katsa—. Hemos de encontrar el modo de incrementar tu disposición defensiva. ¿Y si actúas como si él intentara destrozar tu planta medicinal favorita?

—El poco común alazor azul —sugirió Bann.

—Sí, imagina que quiere cargarse tu alazor —animó Katsa de buena gana.

—Bann jamás intentaría destrozar mi extraordinario alazor azul —dijo Raffin con firmeza—. La mera idea es absurda.

—Pues imagina que no es Bann. Piensa que es tu padre —sugirió Katsa.

Aquello pareció surtir cierto efecto, si no en la rapidez del príncipe, sí al menos en el entusiasmo. Calmada por los ruidos de una ocupación productiva llevándose a cabo cerca de ella, Bitterblue se centró en sus ejercicios y se permitió el lujo de dejar la mente en blanco. Ni recuerdos, ni interrogantes, ni Zaf; solo la espada, la vaina, la velocidad y el aire.

Escribió una carta cifrada a Ror respecto al tema de las indemnizaciones y se la confió a Thiel, que la llevó con aire serio a su mesa. Era difícil calcular cuánto tardaba en llegar una carta a Burgo de Ror. Dependía por completo del barco que la llevara y del tiempo que hiciese. De darse las condiciones ideales, podría esperar respuesta al cabo de dos meses, es decir, a principios de noviembre.

Entre tanto, había que hacer algo respecto a Ivan en el distrito este. Pero Bitterblue no podía alegar otra vez que se había enterado de ese asunto a través de sus espías, o su credibilidad empezaría a perder consistencia. Tal vez si pudiera deambular por el castillo a diario, entonces sería razonable simular que había oído conversaciones por casualidad. Podría argumentar que quería tener un mayor conocimiento práctico general, familiarizarse más con todo.

—Thiel —empezó—, ¿crees que podría tener una ocupación que cada día requiriera salir de esta torre? ¿Aunque solo fueran unos cuantos minutos?

—¿Está intranquila, majestad? —preguntó el consejero, afable.

Sí, y también estaba distraída y con la mente muy lejos de ese despacho, en un callejón lluvioso, bajo una farola titilante, con un chico. Avergonzada, se llevó la mano al cuello enrojecido.

—Sí, lo estoy —admitió—. Y no quiero tener que pelearme cada día por lo mismo. Debes permitir que haga algo más que revolver papeles, Thiel, o me volveré loca.

—Es cuestión de encontrar tiempo para hacerlo, majestad, como bien sabe. Pero Rood dice que hoy se celebra un juicio por asesinato en la Corte Suprema —añadió Thiel con benevolencia al advertir su gesto de decepción—. ¿Por qué no va allí y ya buscaremos algo pertinente para mañana?

El acusado era un hombre conmocionado y tembloroso, con una historia de comportamiento irregular y un olor que Bitterblue fingió que no notaba. Había acuchillado a un hombre hasta matarlo, un completo desconocido, a plena luz del día y sin ninguna razón que pudiera explicar. Solo dijo que… sintió el impulso de hacerlo. Al no intentar siquiera negar los cargos, fue declarado culpable por unanimidad.

—¿Se ejecuta siempre a los asesinos? —preguntó Bitterblue a Quall, que estaba sentado a su derecha.

—Sí, majestad.

Bitterblue observó a los guardias que se llevaban al hombre tembloroso, atónita por la brevedad del juicio. Tan poco tiempo, tan pocas explicaciones, para condenar a muerte a un hombre.

—Esperad —dijo.

Los guardias que flanqueaban al condenado se detuvieron y le hicieron dar media vuelta para mirarla. Bitterblue observó con fijeza al hombre, cuyos ojos se volvieron hacia atrás al intentar mirarla y se le pusieron en blanco.

Era repulsivo y había hecho algo horrible, pero ¿nadie más tenía la sensación de que allí pasaba algo raro?

—Antes de que se ejecute a este hombre —dijo—, me gustaría que mi sanadora, Madlen, lo viera y determinara si está en su sano juicio. No quiero ejecutar a una persona incapacitada para pensar con raciocinio. No es justo. Y, como mínimo, insisto en poner más empeño y esfuerzo para dar con una razón que lo indujera a cometer un acto tan absurdo.

Ese mismo día, más tarde, Runnemood y Thiel se mostraron muy agradables con ella, si bien parecía haber tensión entre ambos y evitaban hablarse. Bitterblue se preguntó si habrían tenido algún rifirrafe. ¿Se pelearían sus consejeros entre ellos? No había presenciado ninguna riña hasta el momento.

—Majestad —dijo Rood casi a última hora de la tarde, cuando los dos se quedaron momentáneamente solos. Desde luego, Rood no estaba enfrentado con nadie. Había andado rondando por allí, sumiso, procurando evitar a la gente en general—. Me complace que su majestad sea tan buena persona —dijo.

Al oír aquello, Bitterblue se quedó estupefacta. Sabía que no era una buena persona. Además de ser ignorante en gran medida, estaba atrapada tras cosas inescrutables, atrapada tras cosas que sabía pero que no podía admitir saberlas, y era una mentirosa, cuando lo que deseaba era ser útil, racional, eficiente. Si se presentaba una situación de forma que lo que estaba bien y lo que estaba mal fuera evidente, entonces se aferraría a ella. El mundo ofrecía muy pocas cosas a las que anclarse para dejar pasar de largo una.

Ojalá que la reunión del Consejo fuera otra más.

A medianoche, Bitterblue se deslizó sigilosa escalera abajo y recorrió pasillos poco alumbrados hacia los aposentos de Katsa. Al aproximarse a la puerta, esta se abrió y apareció Po. Esos no eran los aposentos habituales de Katsa, que por lo general los escogía contiguos a los de Po, cerca de Bitterblue y de todos sus invitados personales, pero su primo, por alguna razón, había dispuesto que Katsa ocupara en esta ocasión unas habitaciones del ala sur del castillo y le había indicado a Bitterblue cómo llegar a ellas.

—Prima, ¿conoces la escalera secreta que hay detrás de la bañera de Katsa? —le preguntó.

Poco después, Bitterblue observaba estupefacta a Po y a Katsa meterse en la bañera. El cuarto de baño en sí era muy peculiar, revestido con brillantes azulejos de insectos de vivos colores que parecían tan reales que Bitterblue no se creía capaz de relajarse si tuviera que bañarse allí. Po alargó una mano hacia el suelo, detrás de la bañera, y apretó algo. Se oyó un pequeño chasquido y entonces un trozo de la pared de mármol, detrás de la bañera, se desplazó hacia atrás y dejó a la vista un umbral pequeño y bajo.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó Bitterblue.

—Hacia arriba conduce a la galería de arte, y hacia abajo, a la biblioteca —contestó Po—. Me encontraba en la biblioteca cuando lo descubrí. Y allí es donde vamos.

—¿Es una escalera?

—Sí. De caracol.

«Detesto las escaleras de caracol».

Todavía de pie en la bañera, Po le tendió la mano.

—Iré delante de ti —la tranquilizó—. Y Katsa estará detrás.

Tras unos minutos de apartar telarañas, inhalar polvo y estornudar, Bitterblue cruzó con esfuerzo una pequeña puerta en la pared, apartó a un lado un tapiz y entró en la biblioteca real. La puerta daba a un hueco amplio situado en alguna parte de la biblioteca, al fondo. Parecía un cuarto aparte porque estaba casi aislado al hallarse rodeado por las estanterías; estas, de madera maciza y oscura, eran tan altas como árboles y tenían el mismo olor húmedo, cargado y vivo de un bosque. Los libros, con encuadernaciones cobrizas, marrones y anaranjadas, parecían las hojas; el techo era alto y azul.

Bitterblue dio vueltas sobre sí misma. Era la primera vez que estaba en la biblioteca desde hacía muchísimo tiempo, tanto que casi se le había borrado de la memoria, pero era exactamente como la recordaba.