Capítulo 10

Esa noche, caminando a través del patio mayor sin hacer ruido, Bitterblue intentó asumir su desazón.

Confiaba en el trabajo que realizaban sus amigos, pero para ser un grupo de gente que afirmaba estar preocupada por su seguridad parecían haber adquirido la costumbre de fomentar levantamientos contra monarcas. En fin, mañana a medianoche vería qué era lo que se proponían hacer.

La lluvia había dado paso a la niebla para cuando llamó a la puerta de la imprenta en la calle del Hojalatero; gotitas infinitesimales le empapaban la ropa y el cabello de tal forma que goteaban como los árboles de un bosque. Pasó un poco de tiempo antes de que hubiera respuesta a su llamada y abrió Zaf, que le aferró un brazo y tiró de ella hacia el interior de la imprenta.

—¡Eh! ¡Quítame las manos de encima! —protestó al tiempo que intentaba echar un vistazo a la tienda, que estaba alumbrada con tanta intensidad que le hacía daño en los ojos.

Por la mañana, Zaf la había conducido también a toda prisa a través de la imprenta de camino a la puerta de la calle. Ahora, de noche, atisbó papel por todas partes, rollos y rollos, hojas y hojas; unas mesas altas se hallaban abarrotadas de objetos misteriosos; había una hilera de tarros llenos de lo que debía de ser tinta; y esa estructura enorme y de formas extrañas, situada en el centro de la tienda, chirriaba, daba golpetazos y apestaba a grasa y a metal. Todo resultaba tan fascinante que, de hecho, Bitterblue le pegó una patada a Zaf —no muy fuerte— para que dejara de tirar de ella y no la sacara de allí.

—¡Ay! —chilló él—. ¡Todo el mundo me zurra!

—Quiero ver la prensa —dijo Bitterblue.

—No tienes permiso para verla —replicó Zaf—. Como vuelvas a soltarme una patada, te daré otra a ti.

Tilda y Bren estaban juntas en la prensa y trabajaban amigablemente. Volvieron la cabeza al unísono para ver a qué venía el jaleo; luego se miraron y pusieron los ojos en blanco.

Un instante después Zaf tiraba de ella hasta la trastienda y cerraba la puerta tras ellos; ahora sí se fijó bien en él. Tenía un ojo tan hinchado que estaba medio cerrado, además de lucir un color purpúreo que tiraba a negro.

—Mierda —masculló Bitterblue—. ¿Qué te ha pasado?

—Una pelea callejera.

—Dime la verdad —exigió, poniéndose erguida.

—¿Por qué? ¿Es esta tu tercera pregunta?

—¿Qué?

—Si tienes que salir otra vez, Zaf —dijo Teddy con voz débil, desde la cama—, evita ir por la calle Callender. Las chicas me contaron anoche que un edificio se vino abajo y arrastró a otros dos en la caída.

—¡Tres edificios desplomados! —exclamó Bitterblue—. ¿Por qué se halla tan deteriorado el distrito este?

—¿Es esa tu tercera pregunta? —inquirió Zaf.

—Yo te responderé las dos preguntas, Suerte —se ofreció Teddy.

En respuesta a esto, Zaf se metió airado en otro cuarto y cerró de un portazo, indignado.

Bitterblue se acercó al rincón en el que se encontraba Teddy y se sentó con él en el pequeño círculo de luz. Había papeles desperdigados por toda la cama en la que yacía, y algunos habían resbalado y estaban tirados en el suelo.

—Gracias —dijo él cuando Bitterblue los recogió—. ¿Sabías que Madlen se pasó por aquí esta mañana para verme, Suerte? Dice que voy a vivir.

—Oh, Teddy. —Bitterblue apretó los papeles contra sí—. Eso es maravilloso.

—A ver, ¿querías saber por qué el distrito este se está cayendo a pedazos?

—Sí. Y por qué se han hecho algunas reparaciones tan extrañas. Como cosas rotas que se han repintado.

—Ah, sí. Bueno, resulta que es la misma respuesta para ambas preguntas. Es por el noventa y ocho por ciento de la tasa de empleo de la corona.

—¿Qué?

—Sabrás que la administración de la reina ha sido enérgica en cuanto a encontrar empleo para la gente, ¿no? Es parte de su filosofía de reactivación.

Bitterblue recordaba que Runnemood le había dicho que casi todos los ciudadanos tenían trabajo. A estas alturas, ya no se creía con tanta facilidad ninguna de sus estadísticas.

—¿Me estás diciendo que el noventa y ocho por ciento de tasa de empleo es real?

—En su mayor parte, sí. Y algunos de los nuevos puestos de trabajo están relacionados con la reparación de estructuras que se dejaron en un estado de abandono total durante el reinado de Leck. Cada zona de la ciudad cuenta con un equipo de constructores e ingenieros asignados a ese trabajo y, Suerte, el ingeniero que dirige el equipo en el distrito este es un completo mastuerzo. Como también lo es su subalterno y unos cuantos de sus trabajadores. Son un caso perdido.

—¿Cómo se llama el jefe? —preguntó Bitterblue aunque sabía la respuesta.

—Ivan —contestó Teddy—. Hubo un tiempo en que fue un ingeniero extraordinario. Él construyó los puentes. Ahora solo es pura suerte que no nos haya matado a todos. Hacemos lo que podemos nosotros mismos para reparar cosas, pero hay mucho que hacer, ¿sabes? Nadie tiene tiempo.

—Pero ¿por qué se permite que las cosas sigan igual?

—La reina no tiene tiempo —fue la simple respuesta de Teddy—. La reina está al timón de un reino que empieza a despertar del embrujo al que lo sometió un demente durante treinta y cinco años. Aunque ahora haya dejado de ser una niña, todavía tiene más quebraderos de cabeza, más complicaciones y más embrollos a los que enfrentarse que los otros seis reinos juntos. Estoy seguro de que se ocupará de esto en cuando pueda.

La fe de Teddy la conmovió, pero también hizo que se sintiera frustrada.

«¿Podré hacerlo? —pensó, consternada—. ¿Lo hago? Sí, es cierto que me enfrento a embrollos. Parecen surgir de todas partes, pero no tengo la impresión de que esté ocupándome realmente de nada; y ¿cómo voy a corregir problemas de los que ni siquiera tengo noticia?».

—En cuanto a las heridas de Zaf —prosiguió Teddy—, está ese grupo de cuatro o cinco idiotas con los que nos encontramos de vez en cuando. Tienen el cerebro del tamaño de un guisante. Para empezar, Zaf nunca les ha caído bien, porque es lenita y tiene esos ojos y, en fin, algunas tendencias suyas no les gustan. Una noche le dijeron que demostrara su gracia y, por supuesto, no pudo demostrar nada. Así que decidieron que estaba ocultándoles algo. Me refiero a que creían que era un mentalista —explicó Teddy—. Ahora, cada vez que lo ven, le zurran por sistema.

—Oh —susurró Bitterblue, incapaz de evitar que la mente se la jugara imaginando los puñetazos y las patadas que eran parte de esas zurras. Puñetazos y patadas a Zaf, en la cara. Alejó ese pensamiento—. Entonces, ¿no están relacionados con el que te atacó a ti?

—No, no lo están, Suerte.

—Teddy, ¿quién te atacó?

A esa pregunta, Teddy respondió solo con una sonrisa tranquila.

—¿A qué se refería Zaf con eso de que le hicieras la tercera pregunta? —preguntó a su vez el joven—. ¿Estáis participando en algún juego?

—Algo parecido.

—Chispas, yo que tú no aceptaría jugar con Zaf a nada.

—¿Por qué? ¿Crees que me miente?

—No, pero creo que hay cosas en las que podría ser peligroso para ti aunque no te dijera una sola mentira.

—Teddy —dijo ella con un suspiro—. No quiero que hablemos con adivinanzas. ¿Querrías, por favor, no hablarme así?

—De acuerdo —accedió Teddy con una sonrisa—. ¿De qué podríamos hablar?

—¿Qué son estos papeles? —le preguntó al tiempo que le entregaba los que tenía en las manos—. ¿Es tu libro de palabras o tu libro de verdades?

—Estas son palabras mías —contestó Teddy, que apretó los papeles contra su pecho, como si los estrechara en un abrazo protector—. Mis amadas palabras. Hoy estaba pensando en las pes. Oh, Suerte, ¿cómo voy a ser capaz de pensar en todas las palabras y todas las definiciones? A veces, cuando sostengo una conversación, no puedo prestar atención porque lo único que hago es desmenuzar las frases de otras personas y obsesionarme con la idea de si me habré acordado de incluir todas sus palabras. Mi diccionario está destinado a tener grandes lagunas de acepciones.

«Grandes lagunas de acepciones —repitió Bitterblue para sus adentros, inhalando aire y exhalándolo a través de la frase—. Sí».

—Vas a hacer un trabajo maravilloso, Teddy. Solo una persona con el corazón de un escritor de diccionarios estaría tendida en la cama, tres días después de que lo hubieran acuchillado en el vientre, dándoles vueltas a las pes.

—Solo has usado una palabra que empieza con pe en esa frase —dijo él, distraído.

La puerta se abrió y Zaf asomó la cabeza y le dirigió una mirada furiosa a Teddy.

—¿Ya has divulgado todos nuestros secretos?

—En esa frase no había palabras con pe —comentó Teddy, medio dormido.

Zaf soltó un resoplido de impaciencia.

—Voy a salir —anunció.

Teddy se despertó de golpe, intentó sentarse e hizo un gesto de dolor.

—Por favor, no salgas solo para buscar camorra, Zaf.

—¿Y cuándo ha hecho falta que la busque?

—Al menos véndate ese brazo —insistió Teddy, que sacó una venda de la mesita que había junto a la cama.

—¿Brazo? —intervino Bitterblue—. ¿Te han hecho daño en un brazo? —Entonces se fijó en la forma en que se lo sujetaba pegado contra el torso. Se levantó de la silla y se acercó a él—. Déjame que eche un vistazo.

—Lárgate.

—Te ayudaré con el vendaje.

—Puedo hacerlo yo.

—¿Con una mano?

Tras un segundo y con un resoplido irritado, Zaf se acercó a la mesa, enganchó el pie alrededor de la pata de una silla, la arrastró y se sentó en ella. Después se subió la manga izquierda hasta el hombro y miró malhumorado a Bitterblue, que intentó que el rostro no delatara lo que sintió al ver el brazo. Todo el antebrazo estaba magullado e hinchado. En la parte alta había un corte uniforme de un palmo de largo, cuidadosamente cosido con hilo, cuyo tono rojizo provenía —no le cupo duda alguna— de la sangre de Zaf.

Es decir, que el dolor era la raíz de la irritación demostrada por Zaf esa noche. ¿Quizá por la humillación también? ¿Le habían sujetado contra el suelo y le habían cortado a propósito? La incisión era larga y limpia.

—¿Es profundo el corte? —preguntó mientras se lo vendaba—. ¿Te lo ha limpiado bien alguien y te ha dado remedios?

—Roke no será un sanador de la reina, Chispas, pero sabe qué ha de hacer para que una persona no se muera por una herida superficial —replicó él con sarcasmo.

—¿Adónde vas a ir, Zaf? —preguntó Teddy, débil la voz.

—A los muelles de la plata. Tengo algo que hacer allí esta noche.

—Chispas, me quedaré más tranquilo si vas con él —dijo Teddy—. Tendrá más cuidado con lo que hace si sabe que tiene que cuidar de ti.

Bitterblue no opinaba lo mismo. Por el mero hecho de tocarle el brazo a Zaf casi podía percibir la tensión que irradiaba su cuerpo. Esa noche transmitía un impulso hacia la temeridad que estaba arraigado en la cólera que sentía.

Y por esa razón se marchó con él, no para que tuviera que cuidar de alguien, sino para que ese alguien, aunque fuera una persona menuda y reacia a acompañarlo, estuviera allí para cuidar de él.

Menos mal que era una buena corredora, pues de no ser así Zaf la habría dejado atrás.

—En la calle se habla de que lady Katsa ha llegado hoy a la ciudad —comentó Zaf—. ¿Es cierto? ¿Y su príncipe Po sigue en la corte?

—¿A qué viene ese interés? ¿Planeas robarles o algo por el estilo?

—Chispas, antes me robaría a mí mismo que a mi príncipe. ¿Cómo está tu madre?

Esa noche, la extraña y persistente cortesía de Zaf hacia su madre casi parecía chistosa en contraste con su actitud violenta y la disparatada forma de correr por las calles mojadas como si buscara algo que machacar.

—Está bien —respondió—. Gracias —añadió sin estar muy segura al principio de por qué se las daba. Entonces, sintiéndose profundamente avergonzada, comprendió que era por la firme predisposición del joven por su madre.

En los muelles de la plata, el aire del río hacía que la lluvia azotara la piel. Los barcos, con las velas recogidas y bien atadas, goteaban y se agitaban como si temblasen. En realidad no eran tan grandes como parecían en la oscuridad. Eso lo sabía Bitterblue; no eran navíos para navegar por el océano, sino barcos fluviales diseñados para transportar cargas pesadas hacia el norte, río Val arriba, a contracorriente, desde las minas y las refinerías del sur. Sin embargo, de noche parecían enormes y se alzaban imponentes sobre los muelles, con las siluetas de soldados alineados en cubierta, porque aquel era el punto de desembarco de la riqueza del reino.

«Y el tesoro, cuando esa riqueza se guarda, es mío —pensó Bitterblue—. Y también son míos los barcos, que tripulan mis soldados, y llevan mi fortuna desde las minas y las refinerías, que también son mías. Todo eso es mío porque soy la reina. Qué extraño es pensarlo».

—¿Qué haría falta para asaltar uno de los barcos del tesoro de la reina? —comentó Zaf.

—Los piratas lo intentan de vez en cuando, o eso he oído contar, cerca de las refinerías —dijo Bitterblue, que esbozó una sonrisa desdeñosa—. Unas tentativas con resultados desastrosos. Para los piratas, quiero decir.

—Sí. —En la voz de Zaf se advertía un timbre irritado—. Bueno, cada uno de los barcos reales lleva un pequeño ejército, por supuesto. Y de todos modos, los piratas no estarían a salvo con el botín hasta que se encontraran en alta mar. Apuesto que el tramo de río desde las refinerías hasta la bahía está bien vigilado por las patrullas de la guardia fluvial de la reina. No es tarea fácil ocultar un barco pirata en un río.

—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Bitterblue, inquieta de repente—. Por todos los mares. ¡No me digas que eres un pirata! ¡Tus padres te metieron a escondidas en un barco pirata! ¡Fue eso! ¡Me he dado cuenta al mirarte ahora!

—Desde luego que no hicieron eso —respondió él, soltando un suspiro con aire sufrido—. No seas tonta, Chispas. Los piratas asesinan, violan y hunden barcos. ¿Es esa la opinión que tienes de mí?

—Oh, me vuelves loca —le reprochó con acritud—. Andáis a hurtadillas por ahí robando y haciendo que os acuchillen, salvo cuando escribís libros abstractos o imprimís quién sabe qué en vuestra imprenta. No me cuentas nada y te enfurruñas cuando intento sacar conclusiones por mí misma.

Zaf se alejó de los muelles y entró en una calle oscura que Bitterblue no conocía. Cerca de la entrada de lo que obviamente era un almacén, se volvió hacia ella, sonriendo en la oscuridad.

—He estado jugando un poco a la caza del tesoro —anunció.

—¿A la caza del tesoro?

—Pero jamás he sido pirata ni lo seré, Chispas, como me gustaría que me creyeras sin tener que decírtelo.

—¿Qué es la caza del tesoro?

—Bueno, hay barcos que se hunden, ¿sabes? Naufragan durante una tormenta, arden o se van a pique. Los cazadores de tesoros llegan después y bucean hasta el fondo del mar en busca de tesoros que salvar de naufragios.

Bitterblue examinó con atención el rostro vapuleado de Zaf. Hablaba de forma agradable, incluso cariñosa. Le gustaba hablar con ella. Sin embargo, no había menguado un ápice la rabia que sentía antes. En su mirada alentaba algo de dureza y de estar dolido, y mantenía el brazo herido pegado al cuerpo.

Este marinero, cazador de tesoros o ladrón —fuera lo que fuese— debería estar metido en una cama caliente y seca para recobrar la salud y templar el genio, y no andar robando o cazando tesoros o lo que quiera que hubiera ido a hacer allí.

—Eso suena peligroso —dijo ella con un suspiro.

—Es peligroso, pero no ilegal. Anda, pasa. Te va a gustar lo que he robado hoy.

Empujó la puerta para abrirla y le hizo un gesto hacia la luz amarilla y notó el olor, el vaho de cuerpos y de lana húmeda. Y el sonido áspero y profundo que la atrajo como un imán: la voz de un fabulista.

En los mostradores y las mesas de ese salón de relatos, cacerolas y cubos repicaban con el tenue ritmo de las gotas de lluvia al caer dentro. Bitterblue echó una mirada dubitativa al techo y se quedó por el perímetro del salón.

Era una fabulista, una mujer achaparrada de voz profunda y melodiosa. El relato era uno de los viejos cuentos de Leck sobre animales que empezaba con un chico en una barca en un río helado y un ave de presa de color fucsia con garras plateadas como rezones; una criatura espléndida, fascinante, peligrosa… Bitterblue odiaba ese relato. Recordaba a Leck contándole ese u otro por el estilo. Casi lo veía allí mismo, en el mostrador, con un ojo tapado y el otro de color gris, penetrante y receloso.

Entonces le vino a la memoria una imagen, como un fogonazo: el horrible destrozo del ojo que cubría el parche de Leck.

—Venga, vámonos, Chispas —le estaba diciendo Zaf—. Ya he acabado aquí. Podemos irnos.

Bitterblue no le oía. Leck se quitó el parche para que ella lo viera, solo una vez, mientras reía y decía algo sobre un caballo encabritado que le había pateado la cara. Le vio el globo ocular purpúreo e hinchado de sangre, y pensó que el intenso carmesí de la pupila era una mancha de sangre recogida, no una pista que apuntaba a la verdad de todo. Una pista que explicaba por qué se sentía tan lenta y pesada, tan estúpida y tan olvidadiza la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando estaba sentada con él, ansiosa de demostrar lo bien que leía con la esperanza de complacerlo.

Zaf la asió por la muñeca e intentó sacarla de allí tirando de ella. De forma repentina, el recuerdo se difuminó; alerta, se dejó llevar por un impulso. Arremetió contra él para darle un puñetazo, pero Zaf la sujetó también por esa muñeca y mantuvo la presa firmemente.

—Chispas —masculló en voz baja—, no luches contra mí aquí. Espera hasta que hayamos salido. Vamos.

¿Desde cuándo hacía tanto calor en el salón y estaba tan abarrotado de gente? Un hombre se acercó demasiado a ella y le habló con una voz demasiado suave:

—¿Este tipo adornado con oro te está haciendo pasar un mal rato, chico? ¿Necesitas un amigo?

Zaf se volvió hacia el hombre con un bramido y el tipo retrocedió al tiempo que alzaba las manos y enarcaba las cejas, admitiendo la derrota, y fue Bitterblue quien agarró a Zaf cuando este siguió lanzado tras el hombre; le apretó el brazo herido a propósito para que sintiera dolor y se revolviera contra ella, pues sabía que no la agrediría. Lo llevó lejos de todos los que estaban en el salón, a quienes no estaba tan segura de que no haría daño.

—Déjalo ya —le dijo—. Vámonos.

Zaf jadeaba. Las lágrimas le brillaban en los ojos. Le había hecho más daño de lo que era su intención, pero tal vez era lo que necesitaba hacerle; de cualquier forma, tampoco importaba porque se marchaban abriéndose paso entre la gente a empujones. Salieron a trompicones bajo la lluvia.

Ya fuera, Zaf echó a correr, dobló en un callejón y se agazapó al resguardo que ofrecía un alpendre. Bitterblue fue tras él y se quedó a su lado, de pie, mientras él se sujetaba el brazo contra el pecho, con cuidado, y barbotaba maldiciones como si lo estuvieran matando.

—Lo siento —se disculpó Bitterblue cuando por fin pareció que Zaf pasaba de las palabras a hacer respiraciones profundas.

—Chispas… —Unas cuantas respiraciones más—. ¿Qué ha pasado ahí dentro? Te perdí, no oías ni una palabra de lo que te decía.

—Teddy tenía razón. Te ha ayudado tenerme al lado para cuidar de mí. Y yo también tenía razón. Necesitabas que alguien cuidara de ti. —Oyó sus palabras y sacudió la cabeza para aclarar las ideas—. Lo siento muchísimo, Zaf… Estaba en otra parte. Esa historia me transportó.

—Está bien. —Zaf se puso de pie con cuidado—. Te enseñaré algo que te traerá de vuelta.

—¿Te ha dado tiempo a robar algo?

—Solo hace falta un momento, Chispas.

Sacó un objeto redondo y dorado del bolsillo de la chaqueta y lo sostuvo debajo de la luz parpadeante de una farola. Cuando Zaf lo abrió con un movimiento rápido, lo sujetó por el canto de la mano para ajustar el ángulo a fin de poder ver lo que le parecía haber visto: un reloj de bolsillo grande, con una esfera que no tenía doce, sino quince horas, y en lugar de sesenta minutos, cincuenta.

—¿Quieres explicarme esto?

—Oh, era uno de los jueguecitos de Leck —le explicó Zaf—. Tenía una artesana que era brillante con los pequeños mecanismos y le gustaba arreglar relojes. Leck la obligó a crear relojes de bolsillo que dividían la mitad del día en quince horas, aunque eran horas que pasaban más deprisa para compensar la diferencia. Por lo visto le encantaba tener a todo el mundo que estaba a su alrededor soltando despropósitos sobre el tiempo y creyendo sus propias sandeces: «Son las catorce y media, majestad. ¿Le gustaría comer a su majestad?». Y cosas por el estilo.

Qué horripilante que aquello le sonara tan familiar. No era un recuerdo ni nada específico, solo la sensación de que ella conocía desde siempre los relojes de bolsillo así, pero que no había creído que mereciera la pena pensar en ellos durante los últimos ocho años.

—Tenía un sentido del humor retorcido, perverso —dijo.

—Ahora son populares en ciertos círculos. Valen una pequeña fortuna —comentó Zaf en voz baja—, pero se los considera una propiedad robada. Leck obligaba a la mujer a construirlos sin recibir compensación. Luego, se supone, la asesinó, como hizo con la mayoría de sus artesanos y artistas, y atesoró los relojes para sí. Tras su muerte, de algún modo encontraron los cauces para llegar al mercado negro, y los estoy recobrando para la familia de la mujer.

—¿Aún funcionan bien?

—Sí, pero hace falta aplicar la aritmética con maña para calcular la hora que es realmente.

—Sí, supongo que un modo de hacerlo es convertirlo todo en minutos —dijo Bitterblue—. Doce por sesenta son setecientos veinte, y quince por cincuenta son setecientos cincuenta. Así que nuestro medio día de setecientos veinte minutos es igual a su mediodía de setecientos cincuenta. Veamos… Ahora mismo, el reloj marca casi las dos y veinticinco. Eso hace ciento veinticinco minutos, que, divididos por setecientos cincuenta, deberían igualar a nuestra hora en minutos divididos por setecientos veinte… Así, setecientos veinte por ciento veinticinco son… Espera un momento… Noventa mil… Dividido entre setecientos cincuenta… Ciento veinte… Lo que significa… ¡Bien! Los números están bastante claros, ¿verdad? Son casi las dos en punto. Debería volver a casa.

Zaf había empezado a reír bajito a partir de algún momento de aquella letanía. Cuando en el momento justo, el reloj de una torre lejana dio las dos, Zaf prorrumpió en carcajadas.

—Personalmente, a mí me resultaría más fácil aprender de memoria qué hora significa cuál —añadió Bitterblue.

—Naturalmente —dijo Zaf sin dejar de reír.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—A estas alturas tendría que saber que no debería sorprenderme nada de lo que digas o hagas, ¿verdad, Chispas?

La voz de Zaf había adquirido un timbre amable. Guasón. Estaban muy cerca, con las cabezas inclinadas sobre el reloj y ella sujetando aún la mano de él. Bitterblue comprendió algo de repente, no con la mente, sino por el aire que le acarició la garganta y la hizo estremecerse cuando alzó la cara hacia el rostro magullado de él.

—Eh… Buenas noches, Zaf —se despidió, y sin más se escabulló.