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El hombre estaba sentado en el Buick y observaba cómo iban deteniéndose los coches de policía frente al bufete de King y cómo iban entrando los agentes a toda prisa. Había cambiado mucho de aspecto desde el día en que interpretó el papel de un viejo que tallaba madera frente a la funeraria mientras se llevaban a John Bruno. El traje que llevó aquel día era dos tallas más grande, para hacerle parecer pequeño y ajado; los dientes manchados, el bigote, la petaca de licor, la navaja y el chicle de la boca estaban pensados cuidadosamente para llamar la atención. Así el observador podía sacar la impresión indeleble de quién y qué era. Y esa conclusión sería absolutamente incorrecta, que es de lo que se trataba exactamente.

Ahora era más joven, quizás había rejuvenecido más de treinta años. Al igual que King, él también se había reinventado. Mordisqueaba un rosco con mantequilla, daba sorbos a su café solo y analizaba en silencio la reacción de King tras el descubrimiento del cadáver en su oficina. Al principio impresionado, y luego quizá furioso, pero no sorprendido, no; bien mirado, no estaba sorprendido.

Mientras pensaba en ello puso la radio, en la que siempre tenía sintonizado el canal de noticias, y oyó el informativo de las ocho, que empezaba con la abducción de John Bruno, historia de cabecera prácticamente en todos los noticiarios del mundo. En la mente de muchos estadounidenses, había superado en protagonismo al conflicto en Oriente Próximo y a la liga de fútbol americano, al menos temporalmente.

El hombre se chupó la mantequilla y el sésamo de los dedos mientras escuchaba. La noticia hacía referencia a Michelle Maxwell, la jefa del equipo de seguridad del Servicio Secreto. Aunque oficialmente se le había concedido la excedencia, él sabía que eso significaba que su carrera profesional estaba a un paso de la tumba.

De modo que la mujer había quedado fuera de juego, por lo menos oficialmente. Pero ¿y la versión no oficial? Esa era la razón por la que había memorizado cada rasgo de Maxwell cuando pasó a su lado aquel día. No era descabellado pensar que se la volvería a encontrar en algún momento. Ya sabía todo su historial, pero cuanta más información y más secreta, mejor. Era una mujer que podía acabar amargada en casa, pero también era capaz de entrar a la carga y correr riesgos. Por lo poco que había visto de ella, pensó que la segunda opción era bastante más probable.

Volvió a centrarse en la escena que se desarrollaba en aquel momento ante él. Algunos lugareños que iban a trabajar o que abrían sus tiendas se acercaban al despacho del abogado mientras aparecía otro coche de policía más y luego una camioneta de investigación policial en el reducido aparcamiento. Para la pequeña y respetable metrópoli de Wrightsburg sin duda era un grave suceso. Parecía que los hombres de uniforme apenas sabían qué hacer. Todo le resultaba muy alentador, y siguió mordisqueando su rosco. Había aguardado mucho tiempo este momento; quería disfrutarlo. Y faltaba mucho por venir.

Volvió a ver a la mujer que estaba junto a la oficina. Había visto a Susan Whitehead cuando esta abordó a King frente al despacho. ¿Una novia? Por lo que había visto, quizás sería más acertado decir una aspirante a amante. Sacó la cámara y le hizo un par de fotografías. Esperó que King saliera a tomar aire, pero quizás eso no llegara a pasar. King había corrido mucho en sus rondas como ayudante del jefe de policía; muchas carreteras secundarias y solitarias. En la espesura del bosque se podía encontrar cualquier cosa. Pero, en los tiempos que corren ¿hay alguien que esté seguro?

En el interior de una bolsa con cremallera que tenía en el maletero había algo muy especial que debía ir a un lugar muy especial. De hecho, era el momento perfecto para hacerlo.

Tras echar los restos de su desayuno en una papelera de la acera, puso el oxidado Buick en marcha y salió traqueteando. Siguió la calle, echando una mirada en dirección a la oficina de King, y levantó los pulgares en un gesto apático. Cuando pasó junto a Susan Whitehead, que estaba mirando hacia el despacho de King, pensó: «Quizá nos veamos. Más temprano que tarde.»

El Buick desapareció por la carretera, dejando atrás un Wrightsburg que se despertaba convulso.

Oficialmente el primer asalto ya había acabado. Estaba impaciente por ver el inicio del segundo.