Cuando regresó al hostal en el que se alojaba, Michelle echó un vistazo a la caja que estaba en la parte posterior del todoterreno. Allí estaban los archivos sobre Bob Scott que había recogido en la habitación de Joan en el Cedars. La llevó hasta su habitación con la idea de repasarla por si acaso Joan se había dejado algo. Al comenzar a inspeccionar el contenido de la caja vio que las notas de Joan también estaban allí.
Volvía a hacer frío, así que apiló un poco de leña y astillas en la chimenea y encendió el fuego con unas cerillas y un periódico enrollado. Pidió té caliente y comida en la cocina del hostal. Tras lo sucedido a Joan, cuando la bandeja llegó Michelle no apartó la vista de la persona que la traía ni alejó la mano de la pistola hasta que se hubo retirado. La habitación era grande y estaba decorada con un gusto caro y bueno que habría hecho sonreír a Thomas Jefferson. El fuego alegre realzaba el ambiente sereno; era un lugar de lo más acogedor. Sin embargo, a pesar de los servicios, el elevado precio de la habitación le habría obligado a marcharse de allí si el Servicio no se hubiera ofrecido a correr con los gastos de la comida y el alojamiento durante unos días. Estaba convencida de que, a cambio, esperaban una retribución por su parte, es decir, una solución razonable para ese caso problemático y exasperante. Y eran conscientes de que ella, junto con King, había obtenido las pistas más prometedoras hasta el momento. No obstante, no era tan ingenua como para no darse cuenta de que el hecho de que el Servicio corriera con los gastos era una buena forma de tenerla controlada.
Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, conectó el portátil al moderno datáfono de la pared, detrás de una reproducción de un escritorio del siglo XVIII, y comenzó a investigar para satisfacer la extraña petición de King. Como ya había imaginado, la respuesta no se hallaba en la base de datos del Servicio Secreto. Llamó a varios compañeros de trabajo. Al quinto intento dio con alguien que podría ayudarla. Le facilitó la información que King le había dado.
–Joder, sí -replicó el agente-. Lo sé porque mi primo estuvo en el mismo maldito campo de prisioneros y salió medio muerto.
Michelle le dio las gracias y colgó. Acto seguido, llamó a King, que ya estaba en casa.
–Bien -le dijo, apenas conteniendo la alegría que la embargaba-, primero tendrás que nombrarme la detective más brillante desde Jane Marple.
–¿Marple? Creía que dirías Sherlock Holmes o Hercules Poirot -replicó King.
–Como hombres no estaban mal, pero Jane es única.
–Vale, considérate nombrada, listilla. ¿Qué has averiguado?
–Tenías razón. El nombre que me dijiste era el de la aldea donde estuvo prisionero y de la cual se escapó. Ahora, ¿piensas contarme de qué va todo esto? ¿De dónde sacaste ese nombre?
King titubeó unos instantes.
–Estaba inscrito en la pared de la celda del bunker de Tennessee.
–Por Dios, Sean, ¿qué crees que significa?
–También había un dos en números romanos después del nombre. Tiene sentido. Era su segundo campo de prisioneros de guerra; supongo que era su manera de verlo. Primero Vietnam, después Tennessee.
–Entonces Bob Scott estuvo prisionero en esa celda y dejó la inscripción para expresarlo, ¿no?
–Quizá. No olvides, Michelle, que podría ser para despistarnos, una pista que querían que encontráramos.
–Pero no es fácil interpretarla.
–Cierto. Y hay algo más.
–¿Qué? – se apresuró a preguntar Michelle.
–La nota para el «señor Kingman» que clavaron en el cadáver de Susan Whitehead.
–¿No crees que la escribiera Bob Scott? ¿Por qué?
–Por varios motivos, aunque no estoy seguro del todo.
–Pero si Scott no está implicado, entonces ¿quién?
–Estoy en ello.
–¿Qué has estado haciendo?
–He investigado un poco en la biblioteca de la Facultad de Derecho.
–¿Has encontrado lo que buscabas?
–Sí.
–¿Me pones al día o qué?
–Todavía no, tengo que seguir pensando en ello. Pero gracias por comprobar esa información. Ya te llamaré… señorita Marple. –Colgó y Michelle hizo otro tanto; no le sentaba nada bien que King se reservara la información y no confiara en ella.
–Ayudas a un tipo y crees que confiará en ti, pero ¡noooo! –le gritó a la habitación vacía.
Puso más leña en el fuego y comenzó a inspeccionar los archivos de la caja y las notas de Joan.
Se le hizo raro leer los comentarios personales de Joan sobre el caso, teniendo en cuenta que quizás estuviera muerta. Sin embargo, Michelle tuvo que admitir que era muy meticulosa con las notas de la investigación. Mientras leía las anotaciones comenzó a valorar en mayor medida la profesionalidad y talento de Joan Dillinger como investigadora. Michelle pensó en lo que King le había comentado sobre la nota que Joan había recibido la mañana del asesinato de Ritter. La culpa que debió de haber sentido todos esos años al ver destrozada la carrera de un hombre al que apreciaba al tiempo que la suya crecía como la espuma. No obstante, ¿cuánto le había querido en verdad si había preferido su carrera a lo que sentía por Sean King? ¿Y cómo debió de sentirse King?
¿Qué les pasaba a los hombres? ¿Es que tenían un gen dominante que les impulsaba a actuar de manera noble, llegando incluso a ser ridículos, cuando había sufrimiento de por medio y una mujer les pisoteaba? Sin duda, una mujer también podría suspirar por un hombre con idéntica desesperanza. En demasiadas ocasiones las de su sexo se enamoraban del chico malo que acaba partiéndoles el corazón y, a veces, la cabeza. Sin embargo, las mujeres cortaban por lo sano y seguían adelante. No así los chicos. Obstinados y tercos lo intentaban una y otra vez, daba igual que debajo de la blusa y los pechos hubiera un corazón duro. Por Dios, resultaba frustrante que una mujer como Joan engañase a un hombre como King.
Entonces se preguntó por qué le importaba tanto. Trabajaban juntos en el mismo caso, eso era todo. Y King distaba mucho de ser perfecto. Sí, era inteligente, perspicaz, atractivo y tenía un gran sentido del humor, pero también tenía más de diez años que ella. Además, era taciturno, distante y, a veces, brusco e incluso condescendiente. ¡Y era tan ordenado, maldita sea! Y pensar que había limpiado el todoterreno para satisfacer…
Se sonrojó al reconocerlo y volvió a concentrarse en los documentos que tenía ante sí. Observó la orden presentada contra Bob Scott que Joan había encontrado, la única pista que habían tenido para dar con el paradero de la cabaña y el bunker. Sin embargo, a tenor de lo que King acababa de contarle, la conclusión de que Scott era el responsable de todo había perdido base.
De todos modos, era su cabaña y la orden de arresto se expidió contra él por una infracción de armas. Leyó el documento detenidamente. ¿Cuál era exactamente la infracción? ¿Y por qué no se había entregado la orden? Por desgracia, las respuestas no figuraban en los documentos.
Frustrada, se dio por vencida y prosiguió examinando las notas de Joan. Encontró una que le dio que pensar. Para ella, el hecho de que Joan hubiera tachado el nombre, aparentemente para descartarlo como sospechoso, no era, ni mucho menos, concluyente. Aunque seguramente no lo reconocería, Michelle confiaba tanto en su talento investigador como King en el suyo.
Repitió el nombre lentamente, alargando las dos sílabas del apellido.
«Doug Denby.» El jefe de organización de Ritter. Según las notas de Joan, tras la muerte de Ritter el tren de vida de Denby se había acelerado visiblemente al heredar tierras y dinero en Misisipí. Debido a ello, Joan había llegado a la conclusión de que no estaba implicado. Pero Michelle no estaba tan segura. ¿Bastaban las llamadas telefónicas y la información general sobre su pasado que se habían encargado de obtener los hombres de Joan? Joan ni siquiera había ido a Misisipí a comprobarlo en persona. Nunca había visto a Doug Denby. ¿De veras estaba en Misisipí viviendo como un auténtico hacendado? ¿No era posible que estuviera en Virginia, a la espera de matar o secuestrar a la próxima víctima? King había dicho que Sidney Morse había eclipsado completamente a Denby durante la campaña, por lo que éste le guardaba un gran rencor. Quizá Denby también hubiera llegado a odiar a Clyde Ritter. ¿Qué relación tendría con Arnold Ramsey, si es que la había? ¿O Kate Ramsey? ¿Había empleado su fortuna para orquestar una especie de campaña marcada por la venganza? Las pesquisas de Joan no habían respondido esos interrogantes.
Michelle anotó el nombre de Denby debajo del que Joan había tachado. Se planteó llamar a King y preguntarle qué recordaba sobre Denby. Quizá debería llevar las notas a su casa y obligarle a sentarse y repasarlas con ella. Suspiró. A lo mejor su verdadero propósito sólo era estar cerca de él. Mientras se servía otra taza de té y por la ventana veía que las nubes anunciaban lluvia, sonó el teléfono. Era Parks.
–Todavía estoy en Tennessee -dijo. No parecía contento.
–¿Alguna novedad?
–Hemos hablado con los vecinos de la zona, pero no ha servido de nada. No conocían a Bob Scott, no le habían visto y cosas así. Coño, la mitad de ellos también parecen criminales fugitivos. La propiedad era de Bob Scott. Se la compró a un tipo que vivió aquí unos cinco años pero que, según la familia, ni siquiera sabía que había un bunker. Y todo estaba más que limpio, no había ninguna pista salvo el pendiente que encontrasteis.
–Lo encontró Sean, no yo. – Titubeó y añadió-: Encontró algo más. – Le contó lo del nombre de la aldea vietnamita inscrita en la pared de la celda.
Parks estaba furioso.
–¿Por qué coño no me lo dijo cuando estaba allí?
–No lo sé -replicó al tiempo que recordaba lo desconfiado que King se había mostrado con ella-. A lo mejor ya recela de todo el mundo.
–Entonces, ¿has confirmado que fue donde Scott estuvo prisionero durante lo de Vietnam?
–Sí, hablé con un agente que estaba al tanto de la historia.
–¿Me estás diciendo que alguien vino hasta aquí e hizo prisionero a Scott en su propia casa?
–Sean dijo que quizá fuese un truco para despistarnos.
–¿Dónde está nuestro brillante detective?
–En su casa. Está siguiendo otras líneas de investigación. Ahora mismo no se muestra muy comunicativo que digamos. Parece que quiere estar solo.
–¿A quién le importa lo que quiera? – gritó Parks-. ¡Podría haber resuelto el caso pero no suelta prenda!
–Mira, Jefferson, se está esforzando por descubrir la verdad. Sólo que lo hace a su manera.
–Pues su manera está empezando a cabrearme.
–Hablaré con él. A lo mejor nos vemos luego.
–No sé cuánto tiempo me quedaré aquí. Seguramente no acabaré hasta mañana. Habla con King y hazle ver que se ha equivocado al ocultarnos información. No quiero volver a enterarme que está al tanto de otras pruebas que desconozco. Si lo hace le meteré en una celda que se parece mucho a las que visteis. ¿Queda claro?
–Clarísimo.
Michelle colgó y desconectó el portátil del datáfono de la pared, enrolló el cable y lo guardó en la funda. Se incorporó y se dirigió al otro extremo de la habitación para recoger algo de la mochila. Estaba tan absorta que no lo vio hasta que fue demasiado tarde. Tropezó y se cayó. Al ponerse en pie miró el remo con expresión iracunda. Estaba medio guardado debajo de la cama, junto con el resto de trastos del todoterreno. Tan abarrotada estaba la parte inferior de la cama que no cesaban de caer objetos que convertían la habitación en una carrera de obstáculos. Era la tercera vez que tropezaba con algo. Decidió hacer algo al respecto.
Mientras Michelle libraba una batalla campal con sus cachivaches, ignoraba que toda su conversación con Jefferson Parks había sido captada por una minúscula masa de circuitos y cables. En el interior de la caja protectora de la línea telefónica recientemente habían añadido otro dispositivo de cuya existencia no tenían constancia los propietarios del hostal. Era un dispositivo de vigilancia inalámbrico de última tecnología, tan sensible que no sólo detectaba las conversaciones en la habitación o cuando Michelle hablaba por teléfono, sino todo cuanto dijera la otra persona durante la conversación telefónica.
A un kilómetro de distancia del hostal había una furgoneta revestida de paneles aparcada junto a la carretera. En el interior, el hombre del Buick escuchó la conversación por tercera vez y luego apagó el aparato. Conectó el teléfono, llamó, habló varios minutos y acabó diciendo:
–Ni te imaginas lo muy decepcionado que estoy.
Esas palabras provocaron un escalofrío a la persona que le escuchaba.
–Hazlo -dijo-. Hazlo esta noche.
El hombre del Buick colgó y miró hacia el hostal. Finalmente, Michelle Maxwell ocupaba el primer lugar de su lista. La felicitó en silencio.