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De vuelta a Wrightsburg, King estuvo sumido en un silencio taciturno. Tan distraído estaba que al final Michelle renunció a animarle. Le dejó en su casa.

–Iré al hostal un rato -dijo -y comprobaré un par de cosas. Supongo que llamaré al Servicio. Al fin y al cabo, son los que me pagan.

–Bien, buena idea -dijo King sin fijarse mucho.

–¿Puede saberse en qué demonios estás pensando? – Sonrió y le tocó el brazo con suavidad-. Venga, Sean, suéltalo ya.

–No creo que valga la pena que te cuente lo que estoy pensando -replicó.

–Viste algo en el bunker, ¿no?

–Ahora no, Michelle. Tengo que ordenar las ideas.

–De acuerdo, tu casa, tus reglas -replicó lacónicamente, dolida por el hecho de que a King no le interesase su ayuda.

–Un momento -dijo King-. Podrías hacerme un favor. ¿Todavía puedes consultar la base de datos del Servicio Secreto?

–Creo que sí. Le pedí a un amigo que retrasase el papeleo de las vacaciones. De hecho, desde que estoy de vacaciones ya no sé cuál es mi cargo. Pero lo averiguaré enseguida. Tengo el portátil en el hostal; me conectaré y lo comprobaré. ¿Qué quieres saber? – Michelle se sorprendió al oír la petición-. ¿Qué tiene que ver eso con la investigación?

–Puede que nada, pero puede que todo.

–Dudo que esté en la base de datos del Servicio.

–Entonces búscalo en otra parte. Eres una buena detective.

–No estoy segura de que lo creas de verdad -dijo Michelle-. Hasta el momento mis teorías no han resultado muy válidas que digamos.

–Si encuentras lo que te pido no me quedará el más mínimo atisbo de duda.

Michelle subió al todoterreno.

–Por cierto, ¿tienes un arma?

King negó con la cabeza.

–No llegaron a devolvérmela.

Michelle extrajo su pistola de la funda y se la entregó.

–Toma, yo en tu lugar dormiría con ella,

–¿Y tú?

–Los agentes del Servicio Secreto siempre tienen otra de repuesto. Ya lo sabes.

Al cabo de veinte minutos, King subió al Lexus y condujo hasta el bufete de abogados. Había ido allí al menos cinco días por semana durante varios años, hasta que encontraron el cadáver de Howard Jennings en la alfombra. Ahora le parecía un territorio desconocido que pisaba por primera vez. El lugar estaba frío y oscuro. Encendió las luces, puso en marcha la calefacción y observó el entorno familiar, que le hablaba de lo mucho que se había alejado del abismo creado tras el asesinato de Ritter. Sin embargo, mientras admiraba el óleo que colgaba de la pared, pasaba la mano por los paneles de caoba y contemplaba el orden y la calma que le recordaban a los de su casa, no experimentó la sensación de logro y paz de siempre. Más bien, sintió una especie de vacío. ¿Qué le había dicho Michelle? ¿Que su casa era fría, que le faltaba alma? Que quizá anteriormente no era eso lo que le gustaba. ¿Tanto había cambiado? Se dijo que no le había quedado más remedio. O te adaptabas a los vaivenes de la vida o acababas hecho una ruina autocompasiva.

Avanzó lentamente hasta la salita de la planta inferior, donde se encontraba su biblioteca de temas legales. Aunque la mayoría del material de investigación se hallaba disponible en CD, a King le gustaba ver los libros en los estantes. Se dirigió al directorio Martindale-Hubbell, en el cual figuraban todos los abogados colegiados del país ordenados por estados. Extrajo el volumen del estado de California que, por desgracia, contaba con el mayor número de abogados del país. Aunque lo repasó rápidamente, no encontró lo que buscaba y, de repente, supo por qué. La versión del Martindale era la más reciente. Quizás el nombre que buscaba figurara en las ediciones más antiguas. Sabía la fecha, pero ¿dónde encontraría el listado? No tuvo que pensar mucho para dar con la respuesta.

Al cabo de treinta y cinco minutos aparcó en la zona de visitantes de la impresionante Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia, ubicada en el campus norte. Se dirigió a la biblioteca de Derecho y encontró a la bibliotecaria con quien había trabajado en el pasado, cuando había necesitado material de investigación que se escapaba al espacio y a los límites económicos de un pequeño bufete de abogados. Cuando le dijo lo que necesitaba ella asintió con un gesto.

–Oh, sí, están en CD, pero ahora estamos suscritos al servicio en línea que ofrecen. Te daré de alta. Te lo cargaré a tu cuenta de la biblioteca si te parece bien, Sean.

–Excelente, gracias.

Le condujo hasta una pequeña sala junto a la planta principal de la biblioteca. Pasaron junto a varios estudiantes con portátiles que aprendían que el Derecho podía ser estimulante y pasmoso a partes iguales.

–A veces pienso que me gustaría volver a ser estudiante -comentó King.

–No eres el primero en decirlo. Si por ser estudiante de Derecho se pagase algo, tendríamos a muchos fijos.

La bibliotecaria le conectó al sistema y se marchó. King tomó asiento frente al terminal del PC y comenzó a trabajar. La velocidad del ordenador y la facilidad del servicio en línea hicieron que la búsqueda fuese mucho más eficaz y rápida que la manual en el bufete, por lo que no tardó mucho en encontrar lo que buscaba: el nombre de un abogado en California. Tras varios resultados fallidos, estaba seguro de haber encontrado a quien buscaba. El abogado ya había muerto, por eso no figuraba en la guía legal más reciente de King. Pero en la versión de 1974, el abogado seguía al pie del cañón.

El único problema consistía en comprobar que verdaderamente fuese el hombre que buscaba, y esos hechos no figurarían en la base de datos. Por suerte, pensó que existía un modo de obtener esa información. Llamó a Donald Holmgren, el abogado jubilado que se había encargado de la defensa de Arnold Ramsey en su momento. Cuando King le mencionó el nombre del abogado y el bufete y Holmgren contuvo una exclamación, King estuvo a punto de gritar de entusiasmo.

–Estoy seguro -dijo Holmgren-, ése es el hombre que se ocupó de la defensa de Ramsey. Fue quien hizo ese trato.

Mientras King apagaba el móvil muchas piezas comenzaron a encajar. Sin embargo, seguía sin comprender muchas cosas. Por ejemplo, ¿cuál había sido la motivación? ¿Se había tratado de algo personal?

Ojalá Michelle le comunicase la respuesta que buscaba. La respuesta que encajaría con lo que habían grabado en la pared de la celda. Si conseguía dar con esa respuesta era posible que, por fin, averiguase la verdad. ¿Y si estaba en lo cierto? El mero hecho de pensar en ello le producía escalofríos, porque la conclusión lógica de todo aquello era que, en algún momento, irían a por él.