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King sacó su Lexus descapotable del garaje haciendo marcha atrás y se fue a trabajar por segunda vez en ocho horas. Siguió una ruta por carreteras sinuosas con fabulosas vistas, apariciones ocasionales de animales y no mucho tráfico, por lo menos hasta que llegó a la vía de acceso a la ciudad, donde el tráfico aumentó ligeramente. Su despacho estaba situado en Main Street, que efectivamente era la calle principal, puesto que era la única vía importante del centro de Wrightsburg, población pequeña y relativamente nueva a medio camino entre los municipios de Charlottesville y Lynchburg, Virginia.

Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo del edificio de ladrillo blanco de dos plantas donde se encontraba King Baxter, Abogados y Asesores Legales, tal como proclamaba orgullosamente la placa del exterior. Durante dos años había ido a la Facultad de Derecho que había a media hora de distancia, en la Universidad de Virginia, pero dejó los estudios para presentarse al Servicio Secreto. En aquella época buscaba más emociones de las que podía encontrar en un montón de libros de derecho y el método socrático. Y ya había tenido su ración de emociones.

Cuando las aguas volvieron a su cauce tras el asesinato de Clyde Ritter, dejó el Servicio Secreto, terminó sus estudios y abrió un despacho propio en Wrightsburg, que luego se ampliaría convirtiéndose en un bufete de dos abogados, con el que por fin alcanzó el éxito en la vida. Era un abogado respetado y amigo de muchas de las principales personalidades de la región. Contribuía a la comunidad, tanto como ayudante del jefe de policía como de otras maneras. Era uno de los solteros más cotizados del lugar y quedaba con quien quería cuando quería, y no lo hacía si no quería. Tenía una amplia agenda de amigos, aunque pocos que fueran íntimos. Le gustaba su trabajo, disfrutaba de su tiempo libre y no dejaba que le preocuparan muchas cosas. Su vida marchaba sola de un modo ordenado y en absoluto espectacular. Se encontraba perfectamente bien así.

Al salir, vio a la mujer y se planteó la posibilidad de introducirse de nuevo en el coche, pero ella ya lo había visto y corrió hacia él.

—Hola, Susan —dijo mientras sacaba el maletín del asiento del acompañante.

—Pareces cansado —observó ella—. No sé cómo lo haces.

—¿El qué?

—Atareado abogado de día y agente de policía de noche.

—Ayudante voluntario del jefe de policía, Susan, y sólo una noche por semana. De hecho lo más emocionante que me ha pasado esta noche ha sido tener que virar de golpe con la camioneta para evitar atropellar a una comadreja.

—Seguro que cuando estabas en el Servicio Secreto te pasabas días sin dormir. Qué emocionante, aunque cansado.

—No exactamente —respondió, y empezó a caminar hacia su despacho. Ella le siguió.

Susan Whitehead tenía poco más de cuarenta años, era atractiva, rica y estaba divorciada; al parecer se había obstinado en convertirlo en su cuarto marido. King le había gestionado su último divorcio, conocía de primera mano la cantidad de rarezas imposibles de soportar que tenía la mujer, lo vengativa que podía llegar a ser, y sentía una gran simpatía por el pobre marido número tres. Era un hombre tímido y casero, tan sometido al puño de hierro de su esposa que acabó por irse cuatro días a Las Vegas a disfrutar del alcohol, el juego y el sexo, una decisión que había marcado el principio del fin. Ahora era un alma más pobre pero sin duda más feliz que antes. King no tenía ningún interés en ocupar su puesto.

—Voy a celebrar una pequeña fiesta con cena el sábado y tenía la esperanza de que vinieras.

King repasó mentalmente su agenda, recordó que tenía la noche del sábado libre y, sin perder un instante, dijo:

—Lo siento, pero ya tengo planes. De todos modos, muchas gracias. Quizás en otra ocasión.

—Tienes muchos planes, Sean —replicó ella con coquetería—. Espero encajar en ellos algún día.

—Susan, no es bueno que un abogado y su clienta mantengan una relación personal.

—Pero yo ya no soy tu clienta.

—Aun así es mala idea. Créeme —aseguró. Llegó a la entrada principal y la abrió—. Que os lo paséis muy bien.

Entró con la esperanza de que no le siguiera. Esperó unos segundos en el vestíbulo del edificio, suspiró aliviado al ver que Susan no entraba a la carga y subió la escalera en dirección a su despacho. Casi siempre era el primero en llegar. Su socio, Phil Baxter, era el brazo litigante de la empresa bipersonal, mientras que King se ocupaba del resto de cuestiones: testamentos, fideicomisos, propiedades inmobiliarias, negocios diversos, los típicos asuntos que daban dinero. Había mucha riqueza escondida en los rincones de la plácida Wrightsburg. Muchas estrellas de cine, grandes empresarios, escritores y otros personajes ricos vivían por la zona. Les encantaba por su belleza, su aislamiento, su intimidad y la oferta local en restaurantes de calidad, tiendas, una actividad cultural en expansión y una universidad de categoría reconocida a nivel mundial camino de Charlottesville.

Phil no era muy madrugador —los juzgados no abrían hasta las diez— pero trabajaba hasta muy tarde, lo contrario que King. Hacia las cinco de la tarde King solía estar ya en casa, entreteniéndose en su taller, pescando o remando por el lago de detrás de su casa, mientras Baxter seguía trabajando. De modo que los dos formaban un buen equipo.

Abrió la puerta y entró. La recepcionista y secretaria no habría llegado todavía. Aún no eran las ocho de la mañana. Susan Whitehead seguramente había hecho guardia frente a la oficina de King, esperando su llegada.

Primero se fijó en la silla volcada y después en los objetos que deberían haber estado en la mesa de la recepcionista pero que se encontraban diseminados por el suelo. Se llevó la mano de forma instintiva a la pistolera, sólo que no llevaba ni pistolera ni arma. Lo único que tenía era un aburrido codicilo de un testamento que había esbozado y que no intimidaría más que a los futuros herederos. Cogió un pesado pisapapeles del suelo y echó un vistazo alrededor. Lo que vio a continuación le dejó helado.

Había sangre en el suelo junto a la puerta del despacho de Baxter. Avanzó con el pisapapeles preparado; con la otra mano sacó el teléfono móvil, marcó el número de emergencias y habló con voz serena y clara a la operadora. Alargó la mano hasta tocar el pomo, se lo pensó mejor y sacó un pañuelo del bolsillo para no dejar huellas. Lentamente abrió la puerta, con los músculos en tensión, listo para un ataque, pero por instinto supo que el lugar estaba vacío. Escudriñó la penumbra de la sala y encendió la luz con el codo.

El cuerpo se hallaba tendido de costado justo frente a King; presentaba una sola herida de bala en el centro del pecho, con salida por la espalda. No era Phil Baxter. Era otro hombre, alguien a quien conocía muy bien. Y la muerte violenta de esta persona iba a alterar completamente la plácida existencia de Sean King.

Soltó el aire que había estado conteniendo y la escena le impactó durante un instante, casi cegándolo.

—Ya estamos otra vez —murmuró.