King y Michelle fueron directamente de la casa de Holmgren a la VCU, en Richmond. Kate Ramsey no estaba en el Centro de Asuntos Públicos de la VCU. Convencieron a la recepcionista para que les facilitara el número de teléfono particular de Kate. Llamaron, pero contestó su compañera de habitación. No sabía dónde estaba Kate. No la había visto desde la mañana. Cuando Michelle le preguntó si le importaba que fueran a visitarla, aceptó de mala gana.
–¿Crees que Kate sabe lo de Bruno y su padre? – preguntó Michelle de camino-. Por favor, dime que no. No puede saberlo.
–Tengo la impresión de que te equivocas.
Condujeron hasta el apartamento de Kate y hablaron con su compañera de habitación, Sharon. Al principio, Sharon se mostró reacia a hablar, pero cuando Michelle le mostró la placa se tornó mucho más cooperativa. Con su permiso, inspeccionaron el pequeño dormitorio de Kate, pero no encontraron nada útil. Kate era una lectora empedernida y la habitación estaba repleta de libros que habrían puesto a prueba a la mayoría de los académicos. Entonces King dio con una caja en el estante superior del armario. En el interior había un kit de limpieza para armas y una caja con cartuchos de nueve milímetros. Miró con aprensión a Michelle, quien negó con la cabeza.
–¿Sabes por qué Kate lleva un arma? – le preguntó King a Sharon.
–La atracaron, al menos eso me contó. La compró hará cosa de siete u ocho meses. No me gusta que ande por aquí, pero tiene licencia y todo. Y va a los campos de tiro para practicar. Es buena tiradora.
–Qué reconfortante. ¿La llevaba consigo esta mañana? – inquirió King.
–No lo sé.
–¿Aparte de los compañeros de la facultad, ha venido alguien a ver a Kate? ¿Un hombre, quizá?
–Que yo sepa, ni siquiera sale con nadie. Siempre está en alguna manifestación, concentración o en las reuniones del ayuntamiento para quejarse de algo. A veces me marea con todas las cosas que tiene en la cabeza. Apenas tengo tiempo para las clases y mi novio, o sea que la cuestión del estado del mundo se me escapa de las manos.
–Sí, claro. Pero me refería a un tipo mayor, de unos cincuenta años. – King describió a Thornton Jorst, pero Sharon negó con la cabeza.
–No creo. Aunque un par de veces la vi salir de un coche delante del edificio del apartamento. No vi quién conducía, pero creo que era un tío. Cuando le pregunté al respecto se mostró muy evasiva.
–¿Cómo era el vehículo?
–Un Mercedes, uno de los grandes.
–Un tipo rico. ¿Cuándo lo viste por primera vez? – preguntó Michelle.
–Hace unos nueve o diez meses. Lo recuerdo porque acababa de comenzar su trabajo de posgrado aquí. No tiene muchas amistades. Si se veía con alguien, no lo hacía aquí. De hecho, casi nunca está aquí.
Mientras hablaban, Michelle sostuvo en alto el equipo de limpieza, se lo acercó a la oreja y lo agitó. Se oyó un sonido. Introdujo los dedos por debajo del forro y tiró. Cerró los dedos en torno a una llave pequeña. Se la enseñó a Sharon.
–¿Sabes qué abre? Parece de un armario de almacenaje.
–Hay varios en el sótano -replicó Sharon-. No sabía que Kate tuviera uno.
Michelle y King descendieron al sótano, encontraron los armarios, buscaron el que tenía el mismo número que la llave y lo abrieron. King encendió la luz y observaron las pilas de cajas.
King respiró hondo.
–Bien, o nos vamos con las manos vacías o es una mina de oro -dijo.
Tras examinar cuatro cajas dieron con la respuesta: dos álbumes de recortes perfectamente organizados sobre dos asuntos diferentes. Uno era el asesinato de Ritter. King y Michelle observaron docenas de artículos y fotografías del incidente, incluyendo varias de King, dos de una jovencísima Kate Ramsey con expresión apesadumbrada y una de Regina Ramsey. Los textos estaban subrayados con bolígrafo.
–No es de extrañar que las recopilase -dijo Michelle-. Después de todo, era su padre.
Sin embargo, el otro sujeto catalogado resultaba más escalofriante. Eran recortes sobre John Bruno, desde sus primeros pinitos como fiscal hasta su candidatura presidencial. King vio dos artículos de periódico amarillentos en los que se describían sendas investigaciones sobre corrupción en la Fiscalía del Estado. Se mencionaba el nombre de Bill Martin, pero no así el de John Bruno. No obstante, Kate había escrito en la parte superior de todas las páginas, «John Bruno».
–Oh, mierda -dijo King-. Nuestra pequeña activista política está metida en algo serio, y al margen de que John Bruno se lo mereciese o no, le ha puesto la etiqueta del fiscal corrupto que arruinó la vida de su padre.
–Lo que no acabo de entender -dijo Michelle-, es que estos artículos se publicaron a finales de los setenta, antes de que Kate naciera. ¿De dónde los habrá sacado?
–Del hombre del Mercedes. El hombre que le hace odiar a Bruno por lo que le hizo a su padre. O no. – King añadió-: A lo mejor culpa a Bruno de la muerte de su padre, ya que si hubiera estado en Harvard o Stanford habría sido feliz y su mujer no le habría dejado y nunca habría ido a la caza de alguien como Ritter.
–Pero ¿cuál es el propósito de todo eso?
–¿Venganza? Por Kate, por alguien más.
–¿Cómo encaja eso con Ritter, Loretta Baldwin y el resto?
King alzó las manos en señal de frustración.
–Maldita sea, ojalá lo supiera. Pero lo que sí sé es que Kate sólo es la punta del iceberg. Y ahora hay algo más que adquiere sentido. – Miró a Michelle-. Kate quería vernos para hablarnos de la nueva revelación sobre Thornton Jorst.
–¿Crees que la indujeron a actuar así? ¿Para despistarnos?
–Tal vez. O quizá lo hizo de motu proprio, por otro motivo.
–O a lo mejor dice la verdad -replicó Michelle.
–¿Bromeas, no? Si de momento no nos hemos encontrado con nadie que dijera la verdad, ¿por qué habrían de cambiar las normas ahora?
–Bueno, hay que reconocer que Kate Ramsey es una actriz de primera. Nunca habría imaginado que estuviera implicada en todo esto.
–Se supone que su madre era una superestrella en ese sentido. Tal vez heredara esa habilidad. – King adoptó una expresión pensativa durante unos instantes y añadió-: Llama a Parks para ver qué ha averiguado sobre Bob Scott. De repente me interesa mi ex jefe de la unidad de protección.
Parks había estado muy ocupado durante las últimas horas. Había confirmado la dirección de Bob Scott en Tennessee y les dijo que tenía varios atributos intrigantes. Se trataba de una parcela de doce hectáreas en la zona montañosa oriental y más rural del Estado. En otra época, la propiedad había formado parte de un campamento del ejército durante la Segunda Guerra Mundial y durante los siguientes veinte años antes de que se vendiera a un particular. Desde entonces había cambiado de propietario en varias ocasiones.
–Cuando averigüé que había sido propiedad del ejército de Estados Unidos me pregunté por qué Scott querría una finca así -le dijo Parks a Michelle-. Había vivido en Montana durante una época, supongo que era un militar de los de verdad, entonces ¿a qué viene la mudanza? He estado estudiando mapas, planos y diagramas y he descubierto que en esa maldita propiedad hay un bunker subterráneo en una ladera. El Gobierno y los militares los construyeron a miles durante la guerra fría, desde los más pequeños y sencillos hasta el gigantesco Centro Greenbrier de Virginia Occidental, destinado a alojar al Congreso de Estados Unidos en caso de guerra nuclear. El de Scott es bastante completo, con habitaciones, cocina, baños, campo de tiro e instalaciones de agua y filtrado de aire. Es probable que el ejército ni siquiera recordase que estaba allí cuando vendió la propiedad. Otra cosa interesante: tiene celdas para prisioneros de guerra, supongo que en caso de invasión.
–Una prisión -comentó Michelle-. Muy útil para ocultar a candidatos presidenciales secuestrados.
–Eso es lo que creo. Además, el sitio de Tennessee queda a dos horas escasas en coche de los lugares en los que asesinaron a Ritter y secuestraron a Bruno. Esos tres puntos forman una especie de triángulo.
–¿Estás seguro de que es el mismo Bob Scott? – preguntó Michelle.
–Completamente seguro. De no ser por esta vieja orden judicial, habría sido difícil dar con él; ha pasado a la más absoluta de las clandestinidades.
–¿Todavía piensas ir allí? – inquirió Michelle.
–Encontramos a un amable juez en Tennessee que nos facilitó una orden de registro. Iremos allí, pero con un pretexto falso, porque no quiero que muera nadie. Una vez en el interior, ya veremos qué pasa. Es un tanto dudoso desde el punto de vista legal, pero supongo que si sacamos a Bruno antes de que pase algo y atrapamos a Scott, entonces valdrá la pena. Luego dejaremos que los abogados se ocupen del resto.
–¿Cuándo irás?
–Tardaremos un poco en prepararlo todo y queremos hacerlo a plena luz del día. No quiero que ese colgado de Scott abra fuego contra lo que él creerá que son intrusos. Son cuatro o cinco horas en coche, o sea que mañana a primera hora. ¿Todavía queréis ir?
–Sí -replicó Michelle mirando a King-. Tal vez encontremos a alguien más allí.
–¿A quién? -preguntó Parks,
–Una estudiante de posgrado con una gran dosis de rencor. – Michelle colgó y puso al día a King. A continuación, extrajo una hoja de papel y comenzó a garabatear en la misma.
–Bien, ésta es mi segunda teoría fantástica, en la que se da por sentado que Jorst no está implicado. Vayamos punto por punto -comenzó a explicar-. Scott prepara el asesinato con Ramsey; él es el que tiene la información privilegiada. Por qué motivo, no lo sé; quizá dinero, tal vez se tratase de un ansia de venganza secreta contra Ritter. – Chasqueó los dedos-. Un momento, sé que te parecerá una locura, pero ¿no es posible que los padres de Scott le dieran todo su dinero a Ritter cuando era predicador? ¿Recuerdas lo que Jorst dijo al respecto? Y cuando me informé sobre el pasado de Ritter confirmé que era muy rico, sobre todo debido a esas «donaciones» a su iglesia, una iglesia de la que era el único beneficiario.
–También se me había ocurrido. Pero, por desgracia, esa teoría no encaja con los hechos. Trabajé con Scott durante varios años y conozco su vida. Sus padres murieron cuando era niño. No heredó dinero porque, sencillamente, no lo había.
Michelle se recostó con expresión frustrada.
–Qué pena, ése habría sido un buen incentivo. Eh, ¿qué hay de Sidney Morse? Sus padres eran ricos. A lo mejor le donó el dinero a Ritter. Entonces Morse estaría implicado en la muerte de Ritter.
–No. La madre le dejó el dinero a Morse al morir. Recuerdo que se mencionó cuando Morse comenzó la campaña porque ella falleció por aquel entonces. Y, en cualquier caso, sabemos que Ritter y Bruno están relacionados de alguna manera. Aunque Sidney tuviera que ver con el asesinato de Ritter, no estaría implicado en el secuestro de Bruno. A no ser que le hubiera derribado con una pelota de tenis.
–Vale, es cierto. De acuerdo, supongamos que Bob Scott estaba detrás de todo. Ésa es la primera parte. Digamos que le sobornaron para que colaborase en la orquestación del asesinato. Le cuesta la carrera, pero así son las cosas. Se larga a vivir al quinto pino, a Montana, y enloquece.
–Pero ¿qué hay de Bruno? ¿Qué relación guarda Scott con él?
–¿Y si preparó lo de Ritter porque Ramsey y él eran amigos hace tiempo? Sé que parece absurdo. Scott estuvo en Vietnam y Ramsey se manifestó contra esa guerra, pero cosas más raras se han visto. A lo mejor se conocieron en alguna manifestación. Scott se hartó de la guerra y comenzó a pensar como Ramsey. Si ayudó a Ramsey a preparar el asesinato de Ritter es posible que también conozca a Kate Ramsey. También es consciente de que Bruno arruinó la carrera de su padre con acusaciones falsas y se lo dijo a Kate. Entonces Kate comienza a odiar a Bruno, Scott reaparece y se unen para secuestrarle y hacerle pagar por lo que hizo. Eso lo explicaría todo, más o menos.
–Y el hombre que fue a ver a Arnold Ramsey, al que Kate oyó mencionar el nombre de Thornton Jorst… ¿era Scott?
–Bueno, si Kate está implicada es posible que nos mintiera para despistarnos. ¿Qué te parece?
–Unas deducciones muy acertadas.
–Es que somos un buen equipo.
King respiró hondo.
–Supongo que ahora esperaremos y ya veremos qué nos depara el futuro.