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Donald Holmgren vivía en una casa adosada en las afueras de Rockville, en Maryland. La casa estaba llena de libros, revistas y gatos. Era viudo, tenía unos setenta años, el pelo canoso y llevaba un jersey y unos pantalones cómodos. Apartó algunos gatos y libros del sofá del salón para que King y Michelle se sentaran.

–Le agradecemos que nos reciba aunque le hayamos avisado con tan poca antelación.

–No pasa nada, ya no estoy tan ocupado como antes.

–Seguro que estaba mucho más ocupado cuando trabajaba en la policía -comentó Michelle.

–Oh, desde luego. Durante esa época me pasaron cosas muy interesantes.

–Como le expliqué por teléfono -comenzó a decir King-, el incidente que investigamos es la muerte del soldado de la Guardia Nacional en mayo de 1974.

–Bien, recuerdo el caso. Gracias a Dios no matan a un soldado de la Guardia Nacional todos los días. Pero menudo día. Estaba presentando un caso en el tribunal federal cuando comenzó la manifestación. Se interrumpió el proceso judicial y todo el mundo se fue a ver la televisión. Nunca había visto nada parecido y espero no volver a verlo. Me dio la impresión de estar en medio de la toma de la Bastilla.

–Al principio, se acusó a una persona del crimen.

–Exacto. Comenzó como un homicidio en primer grado, pero a medida que se averiguaban más detalles intentamos reducir la condena.

–Entonces, ¿sabe quién se encargó del caso?

–Yo mismo -fue su sorprendente réplica. Michelle y King se miraron. Holmgren añadió-: Llevaba dieciséis años como abogado de oficio, había empezado con la Asesoría Judiciaria. Y también había defendido algunos casos destacados. Pero, para serles honestos, creo que el caso no le interesaba a nadie.

–Es decir, que las pruebas condenaban al acusado -dijo Michelle.

–No, las pruebas no eran ni mucho menos condenatorias. Si no recuerdo mal, detuvieron al acusado porque salió del callejón donde se había cometido el crimen. Un cadáver, sobre todo uniformado, y un grupo de hippies corriendo por ahí y tirando piedras, bueno, eso es sinónimo de buscarse problemas. Creo que arrestaron al primero que vieron. La ciudad estaba sitiada y todo el mundo se encontraba al borde de un ataque de nervios. Si no recuerdo mal, el acusado era un universitario. No creía que fuese culpable ni que, si lo fuera, lo hubiera hecho a propósito. Es posible que se hubiese producido una escaramuza, el soldado se cayera y se golpeara en la cabeza. Por supuesto, en aquel entonces la fiscalía tenía fama de amañar los casos. Maldita sea, los policías mentían bajo juramento, se formulaban acusaciones falsas, se inventaban pruebas, etcétera.

–¿Recuerda el nombre del acusado?

–He intentado recordarlo desde que llamaron, pero no hay manera. Era joven, listo, eso es lo que recuerdo. Lo siento, me he encargado de miles de casos desde entonces y no trabajé mucho tiempo en éste en concreto. Recuerdo mejor las acusaciones y las defensas que los nombres. Y ya han pasado treinta años.

King decidió arriesgarse.

–¿Se llamaba Arnold Ramsey?

Holmgren se quedó boquiabierto.

–No podría jurarlo, pero creo que sí. ¿Cómo lo sabe?

–Tardaría demasiado en explicárselo. Ese mismo Arnold Ramsey asesinó a Clyde Ritter hace ocho años.

–¿Era el mismo tipo? – preguntó Holmgren, sorprendido.

–Sí.

–Bueno, ahora a lo mejor lamento que se salvara.

–Pero ¿no lo lamentó entonces?

–No, no lo sentí. Como les he dicho, en aquel entonces había personas a quienes la verdad les preocupaba menos que conseguir el mayor número de condenas posible.

–Pero a Ramsey no le condenaron, ¿no?

–Exacto. Aunque creía que el caso era menor, tuve que ceñirme a los hechos de todos modos, y no eran muy positivos que digamos. Además, el Gobierno era implacable. Ésa es mi visión, aunque no culpo al Gobierno de todo lo sucedido. Y entonces me apartaron del caso.

–¿Porqué?

–Otro abogado se ocupó del acusado. Algún bufete del Oeste, creo. Supongo que Ramsey, si es que era él, era de allí. Supuse que su familia había averiguado lo sucedido y había acudido al rescate.

–¿Recuerda el nombre del bufete? – inquirió Michelle.

Caviló al respecto.

–No, han pasado demasiados años y he tenido demasiados casos.

–¿Y el bufete logró que se retirasen los cargos?

–No sólo eso, también eliminaron el informe del arresto, todos los detalles. Debían de ser muy buenos. Por aquel entonces, algo así ocurría en contadas ocasiones.

–Bueno, ha dicho que algunos fiscales carecían de ética. Tal vez sobornasen a los abogados y a los polis -sugirió King.

–Supongo que es posible -replicó Holmgren-. Si pensaban amañar el caso es probable que estuvieran dispuestos a dejarse sobornar para «olvidarse» del caso. El fiscal era joven, ambicioso y, según mi parecer, tenía demasiada labia. Pero se le daba bien jugar ese juego, a la espera de ir a por casos mejores y más importantes. Nunca le vi infringir la ley, aunque no era una práctica inusual en el bufete. Me disgustó que su jefe pagase el pato cuando toda esa mierda salió a la luz al cabo de unos años. Billy Martin era un buen tipo. No se lo merecía.

King y Michelle miraron a Holmgren, anonadados.

–¿Cómo se llamaba el fiscal que llevaba la acusación contra Arnold Ramsey?

–Oh, de ése no me olvidaré nunca. Era el tipo que se presentaba a presidente y al que secuestraron: John Bruno.