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Paul Summers vivía en una casa de dos niveles de treinta años de antigüedad en Manassas, Virginia, rodeada de urbanizaciones nuevas. Summers abrió la puerta ataviado con unos vaqueros y una camiseta color burdeos de los Redskins, el equipo de fútbol americano. Se sentaron en el salón. Les ofreció algo de beber, pero declinaron la invitación. Summers aparentaba unos sesenta y cinco años, con el pelo cano, una sonrisa de oreja a oreja, la piel pecosa, antebrazos enormes y un estómago todavía más voluminoso.

–Maldita sea, así que tú eres la hija de Frank Maxwell -le dijo a Michelle-. Si te dijera lo mucho que tu padre presumía de ti en las convenciones nacionales te pondrías más colorada que la camiseta que llevo.

Michelle sonrió.

–La niñita de papá. A veces resulta embarazoso.

–Pero, qué coño, ¿cuántos padres tienen una hija como tú? Yo también presumiría.

–Hace que te sientas inferior -comentó King al tiempo que le dedicaba una mirada pícara a Michelle-. Pero cuando la conoces bien te das cuenta de que es humana.

Summers adoptó una expresión más sombría.

–He estado siguiendo todo el asunto de Bruno. Apesta. He colaborado con el Servicio Secreto varias veces. La de historias que he oído sobre protegidos que cometían locuras y dejaban a los del Servicio en la estacada. Te jodieron, Michelle, así de sencillo.

–Gracias. Mi padre me dijo que contaba con cierta información que podría servirnos, ¿no?

–Exacto. Cuando estaba en el cuerpo era una especie de policía historiador oficioso, y os diré que aquella época fue apasionante. ¿La gente cree que América se ha ido al diablo en la actualidad? Deberían echar un vistazo a los sesenta y a los setenta. – Mientras hablaba extrajo un archivo-. Aquí hay algunas cosas que creo que os ayudarán. – Se puso las gafas de leer-. En 1974 el caso Watergate estaba destrozando el país. La gente iba a por Nixon y no se andaba con chiquitas.

–Supongo que algunas cosas se les escaparon de las manos -comentó King.

–Oh, sí. El cuerpo policial de Washington ya estaba acostumbrado a las manifestaciones masivas, pero nunca se sabe. –Se ajustó las gafas y repasó las notas durante unos instantes-. El allanamiento del Watergate ocurrió durante el verano de 1972. Al cabo de un año el país supo lo de las cintas de Nixon. El presidente recurrió a los privilegios ejecutivos y se negó a entregarlas. Tras haber cesado al procurador especial en octubre de 1973, la situación se agravó y la gente comenzó a acusar al presidente. En julio de 1974, el Tribunal Supremo falló en contra de Nixon en el asunto de las cintas. Pero antes de que el Tribunal entregara su veredicto, hacia mayo de 1974, el ambiente se había caldeado en Washington. Miles de manifestantes desfilaron por Pennsylvania Avenue.

»Salieron las brigadas antidisturbios, docenas de policías a caballo, la Guardia Nacional, cientos de agentes del Servicio Secreto, cuerpos especiales de intervención e incluso un maldito tanque. Yo llevaba diez años en el cuerpo, había visto unos cuantos disturbios y recuerdo que, de todos modos, estaba asustado. Tenía la sensación de estar en un país del Tercer Mundo y no en Estados Unidos de América.

–¿Murió un policía? – preguntó Michelle.

–No, un soldado de la Guardia Nacional -replicó Summers-. Lo encontraron en un callejón con la cabeza reventada.

–Y detuvieron a alguien por ello -dijo King-, pero ¿cómo estaban seguros de quién lo había hecho? Aquello era un auténtico caos.

–Arrestaron al tipo y lo iban a procesar, pero entonces todo se quedó en agua de borrajas. No sé por qué. El soldado estaba muerto, de eso no había duda, y alguien le había matado. La historia salió en los periódicos, pero justo entonces el Tribunal Supremo falló contra el presidente y Nixon dimitió en agosto de 1974, y ésa fue la noticia de la que se hablaba en todas partes. La muerte del soldado de la Guardia Nacional pareció quedar relegada al olvido. Tras Robert Kennedy y Martin Luther King, Vietnam y Watergate, el país estaba cansado de todo aquello.

King se inclinó hacia delante.

–¿Recuerda los nombres de las personas acusadas, los policías que las habían detenido y la parte querellante?

–No, lo siento. Pasó hace treinta años. Y yo no trabajé en el caso. Sólo me enteré tiempo después, por lo que no reconocería ningún nombre.

–¿Qué me dice de los periódicos? Ha dicho que la noticia se publicó, ¿no?

–Sí, pero no creo que se mencionara a las partes acusadas. Desde luego, todo aquello fue de lo más raro. A decir verdad, los medios no confiaban en el Gobierno en aquel entonces. Demasiadas irregularidades. Y, dado que pertenecía al cuerpo, detesto decirlo, pero algunos agentes hacían cosas que no debían. A veces se pasaban de la raya, sobre todo con los hippies melenudos que llegaban a la ciudad. Algunos de mis compañeros no tenían mucha paciencia que digamos. En aquella época la mentalidad era del tipo «nosotros contra ellos».

–Quizás ocurrió algo similar en ese caso; ha dicho que se retiraron las acusaciones -dijo Michelle-. Tal vez fueran falsas.

–Tal vez. Pero no lo sé a ciencia cierta.

–Bien -dijo King-. Le agradecemos la ayuda.

Summers sonrió.

–Me lo agradeceréis más aún. – Sostuvo en alto un trozo de papel-. Tengo un nombre para vosotros. Donald Holmgren.

–¿Quién es? -preguntó Michelle.

–En aquel entonces era abogado de oficio. Muchos de los manifestantes eran jóvenes y la mitad iban drogados. Era como si todos los que se manifestaban contra la guerra, hippies y gente así, se hubieran centrado en Nixon. Es probable que la persona acusada fuera uno de ellos. Si no tenía dinero para costearse un abogado, le representaría el Departamento de Policía. Tal vez Holmgren os cuente más detalles. Ahora está jubilado, pero vive en Maryland. No he hablado con él, pero si sabéis pedírselo, no os cerrará las puertas.

–Gracias, Paul -dijo Michelle-. Te debemos una. – Le abrazó.

–Eh, dile a tu padre que todo lo que decía sobre ti era verdad. Ojalá mis hijos hubieran salido la mitad de bien.