53

Eran casi las nueve de la noche cuando King y Michelle llegaron a Atticus College. El edificio en el que se encontraba el despacho de Thornton Jorst estaba cerrado. En el bloque administrativo Michelle convenció a un joven profesor en prácticas para que le facilitara la dirección de la casa de Jorst. Estaba a poco más de un kilómetro del campus, en una avenida de casas de ladrillo flanqueada de árboles, donde vivían varios profesores más. No había ningún coche en la entrada de la casa de Jorst y cuando King aparcó el Lexus en el bordillo vieron que las luces estaban apagadas. Se encaminaron hacia la puerta principal y llamaron, pero no hubo respuesta. Se dirigieron hacia el pequeño patio trasero, pero tampoco vieron a nadie.

–No termino de creérmelo, pero Jorst debía de estar en el hotel Fairmount cuando asesinaron a Ritter -dijo Michelle-. No hay ninguna otra explicación plausible, a no ser que alguien le llamara desde el hotel y le contara lo sucedido. Pero ¿quién?

–Si estaba allí, tuvo que largarse antes de que acordonaran la zona. Ésa es la única manera posible para que comunicara tan rápido la noticia a Regina y a Kate.

–¿Crees que admitirá que estuvo en el hotel?

–Supongo que pronto lo sabremos porque pienso preguntárselo. También le preguntaré sobre Regina Ramsey.

–Lo más normal es que la primera vez que hablamos con él nos hubiera contado que pensaban casarse.

–A menos que quisiera mantenernos en la ignorancia. Lo que me hace desconfiar de él aún más. – King miró a Michelle-. ¿Vas armada?

–Armas y credenciales, el equipo completo, ¿por qué?

–Mera comprobación. Me pregunto si la gente cierra con llave por aquí.

–No pensarás entrar por las buenas, ¿no? Eso sería allanamiento de morada con nocturnidad.

–No, si no allanas nada -replicó.

–¿Ah, sí? ¿Dónde estudiaste Derecho? ¿En la Universidad de Estúpidos?

–Lo único que digo es que podríamos echar un vistazo mientras Jorst no esté.

–Pero tal vez no se haya ido. A lo mejor está durmiendo. O quizá vuelva mientras estamos en el interior.

–No entraremos los dos, sólo yo. Eres una agente de la ley que ha prestado juramento.

–Y tú perteneces al mundo de la abogacía. Técnicamente, eres funcionario de los tribunales.

–Sí, pero los abogados sabemos esquivar los tecnicismos. Es nuestra especialidad, ¿es que no ves la tele? – Regresó al coche en busca de la linterna. Al volver, Michelle le tomó del brazo-. Sean, es una locura. ¿Y si te ve un vecino y llama a la poli?

–Entonces les diremos que nos pareció que alguien pedía ayuda.

–Eso no se lo cree nadie.

King ya se había dirigido a la puerta trasera y probado el pomo.

–Maldita sea.

Michelle dejó escapar un suspiro de alivio.

–¿Está cerrada? ¡Menos mal!

King abrió la puerta con expresión picara.

–Sólo era una broma. No tardaré nada. Mantén los ojos bien abiertos.

–Sean, no…

King entró antes de que Michelle acabara la frase. Ella comenzó a caminar de un lado para otro, con las manos en los bolsillos, intentando aparentar que estaba bien tranquila mientas el ácido le corroía las paredes estomacales. Intentó silbar, pero no pudo porque tenía los labios demasiado secos a causa del repentino ataque de ansiedad.

–Maldito seas, Sean King -murmuró.

King llegó a la cocina. Al iluminarla con la linterna vio que era pequeña y que la utilizaban poco: Jorst era de los que comían fuera de casa. Se desplazó hasta el salón, amueblado de manera sencilla y ordenada. La sala estaba repleta de estanterías cargadas de volúmenes de Goethe, Francis Bacon, John Locke y el siempre popular Maquiavelo.

El estudio de Jorst estaba junto al salón y reflejaba mejor su personalidad. El escritorio estaba lleno de libros y papeles, el suelo abarrotado y el pequeño sofá de piel atestado de objetos. La habitación olía al humo de tabaco y puros, y King vio un cenicero lleno de colillas en el suelo. En las paredes había estanterías baratas combadas por el peso de los libros. King echó un vistazo al escritorio, abrió los cajones en busca de escondrijos secretos, pero no encontró nada de eso. Estaba seguro de que si apartaba uno de los libros no aparecería un pasadizo secreto, pero sacó varios volúmenes por sí acaso. No ocurrió nada.

Jorst estaba trabajando en el libro que había dicho y el caos de esa habitación así lo confirmaba, ya que había notas, borradores y esquemas por doquier. La organización no era el fuerte de Jorst y King observó aquel desorden, disgustado. No soportaría vivir en ese lugar ni diez minutos, aunque de joven su apartamento había estado mucho peor. Al menos, ya había dejado atrás esa clase de pocilga; Jorst, al parecer, no. King se planteó que Michelle entrara un momento para que viera por sí misma aquel desorden. Seguramente se sentiría mejor.

Bajo las pilas del escritorio encontró una agenda, pero no resultaba demasiado informativa. A continuación, subió por la escalera. Había dos dormitorios y era evidente que uno de ellos se utilizaba. En ese caso, Jorst era un poco más ordenado. La ropa estaba colgada en un pequeño armario y los zapatos bien dispuestos en un zapatero de cedro. King miró debajo de la cama y sólo vio un montón de polvo. En el baño contiguo sólo había una toalla húmeda en el suelo y artículos de tocador apilados en el lavamanos. Se dirigió al otro dormitorio, obviamente el cuarto de invitados. También había un baño contiguo, pero no encontró toallas ni artículos de tocador. En una pared había una estantería sin libros, aunque con varias fotografías. Las observó una por una a la luz de la linterna. En todas ellas aparecía Jorst en compañía de varias personas; King no reconoció a nadie hasta que vio la última cara.

Una voz procedente de abajo le sobresaltó.

–Sean, mueve el culo; Jorst ha vuelto.

King miró por la ventana a tiempo de ver a Jorst aparcando el coche en la entrada. Apagó la linterna, descendió cuidadosamente por la escalera y se encaminó hacia la cocina, donde le esperaba Michelle. Salieron por la puerta trasera, se dirigieron al lateral de la casa, esperaron a que Jorst entrara y luego llamaron a la puerta.

El profesor la abrió, se asustó al verles y lanzó una mirada suspicaz hacia la zona que quedaba a sus espaldas.

–¿El Lexus aparcado junto al bordillo es suyo? – King asintió-. No he visto a nadie dentro cuando he pasado por el lado. Y tampoco les he visto en la acera.

–Bueno, estaba tumbado en el asiento trasero esperando que llegara -replicó King-. Y Michelle había ido a casa de uno de los vecinos para preguntarles si sabía cuándo volvería.

Jorst no se tragó la excusa, pero les dejó pasar y se acomodaron en el salón.

–Entonces, ¿han hablado con Kate? – preguntó.

–Sí, nos dijo que la había puesto al corriente de nosotros.

–¿Esperaban que no lo hiciera?

–Estoy seguro de que se conocen muy bien.

Jorst miró a King fijamente.

–Era la hija de un compañero de trabajo y después la tuve de alumna. Cualquier otra insinuación sería errónea.

–Bueno, teniendo en cuenta que su madre y usted pensaban casarse, al menos sería su padre adoptivo -adujo King-. Y nosotros ni siquiera sabíamos que salía con ella.

Jorst pareció incómodo.

–¿Y por qué habrían de saberlo, si no es asunto suyo? Y ahora, si me perdonan, tengo bastante trabajo.

–Claro, el libro que está escribiendo. ¿De qué trata, por cierto?

–¿Le interesan las ciencias políticas, señor King?

–Me interesan muchas cosas.

–Entiendo. Bueno, pues si le interesa, es un estudio sobre las pautas de voto en el Sur desde después de la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, y su impacto en las elecciones nacionales. Mi teoría es que, hoy día, el Sur ya no es «el Viejo Sur», sino que, de hecho, es una de las mayores y más heterogéneas concentraciones de inmigrantes que ha habido en este país desde finales del siglo pasado. No digo que se haya convertido en un bastión de liberalismo o pensamiento radical, pero no es el Sur que aparece en Lo que el viento se llevó o Matar un ruiseñor. De hecho, en Georgia el crecimiento demográfico más acusado se da entre la población procedente de Oriente Medio.

–Me imagino que el hecho que los hindúes y los musulmanes coexistan con los paletos del Sur y los baptistas debe de resultar fascinante -opinó King.

–Una descripción muy acertada -dijo Jorst-. Los paletos del Sur y los baptistas. ¿Le importa si la uso para titular alguno de los capítulos?

–Adelante. No conocía a los Ramsey antes de llegar a Atticus, ¿no?

–Exacto, no les conocía. Arnold Ramsey llevaba unos dos años en Atticus cuando yo llegué. Trabajé en otra universidad de Kentucky antes de venir aquí.

–Al decir los Ramsey me refiero a los dos, Arnold y Regina.

–La respuesta es la misma. No les conocía antes de llegar a Atticus. ¿Por qué? ¿Kate dijo algo distinto?

–No -se apresuró a decir Michelle-. Nos dijo que su madre se llevaba muy bien con usted.

–Los dos eran buenos amigos míos. Creo que Regina pensaba que era un soltero sin futuro y se encomendó a sí misma la misión de hacerme sentir bien y cómodo. Era una mujer excepcional. Colaboraba en las clases de teatro de la universidad e incluso participó en algunas de las funciones. Era una actriz espléndida, de veras. Había oído a Arnold hablar sobre su talento, sobre todo cuando era más joven, y supuse que exageraba. Pero cuando la veías en el escenario resultaba cautivadora. Y su bondad y amabilidad eran tan inmensas como su talento. Muchas personas la querían.

–Estoy seguro de ello -dijo King-. Y tras la muerte de Arnold, los dos…

–No fue así -le interrumpió Jorst-. Arnold llevaba mucho tiempo muerto cuando comenzamos a salir.

–Y llegó el momento en que se plantearon el matrimonio.

–Se lo propuse y aceptó -dijo con frialdad.

–¿Y entonces se murió?

Jorst adoptó una expresión afligida.

–Sí.

–Es más, se suicidó, ¿no?

–Eso dicen.

–¿No lo cree así? – intervino Michelle.

–Era feliz. Había aceptado casarse conmigo. No creo resultar vanidoso si digo que me parece bastante rocambolesco que la idea de casarse conmigo la indujera al suicidio.

–Entonces, ¿cree que la asesinaron?

–¡Díganmelo ustedes! – les espetó-. Ustedes son los investigadores. Es cosa suya, no es el área que domino.

–¿Cómo se tomó Kate la noticia de la futura boda?

–Bien. Ella quería a su padre y yo le caía bien. Sabía que mi intención no era sustituirle. Estoy convencido de que deseaba lo mejor para su madre.

–¿Fue usted manifestante contra la guerra de Vietnam?

Jorst pareció encajar con naturalidad ese abrupto cambio de temática.

–Sí, junto con millones de personas.

–¿En California?

–¿Adónde quiere ir a parar?

–¿Qué diría si le contásemos que un hombre fue a ver a Arnold Ramsey con el propósito de pedirle ayuda para asesinar a Clyde Ritter y mencionó su nombre?

Jorst lo miró con serenidad.

–Diría que quienquiera que le contase eso se equivoca. Pero, claro, si fuera cierto, no puedo evitar que los demás me nombren en sus conversaciones, ¿no?

–De acuerdo. ¿Cree que Arnold Ramsey actuó solo?

–Sí, mientras no se me presenten pruebas de peso que demuestren lo contrario.

–Por lo que se sabe, no era un hombre violento. Sin embargo, cometió el más violento de los actos, el asesinato.

Jorst se encogió de hombros.

–¿Quién sabe qué late en el fondo de todos los corazones?

–Es cierto. Y, de joven, Arnold Ramsey participó en algunas manifestaciones. Quizás en una que acabó con la vida de alguien.

Jorst le miró de hito en hito.

–¿De qué está hablando?

King le había comentado ese detalle para ver cómo reaccionaba.

–Una cosa más. ¿Fue usted al hotel Fairmount la mañana del asesinato de Ritter, o viajó con Arnold?

Dicho sea en su honor, Jorst no mostró reacción alguna. Su expresión se mantuvo impasible.

–¿Insinúa que esa mañana estuve en el Fairmount?

King le clavó la mirada.

–¿Insinúa usted que no estuvo?

Caviló al respecto durante unos instantes.

–De acuerdo, estuve allí, junto con cientos de personas. ¿Y qué? – dijo.

–¿Y qué? Aparte de salir con Regina Ramsey, ¿no le parece que es un detalle importante que se le pasó por alto?

–¿Y qué? No hice nada malo. Y para responder a la pregunta, fui solo.

–Y debió de salir del hotel en el preciso instante en que Ramsey disparó o, de lo contrario, no habría tenido tiempo de recoger a Regina e ir a contárselo a Kate en medio de la clase de álgebra.

Jorst los miró impávido; sin embargo, se le formaron varias gotas de sudor en la frente.

–Había gente corriendo por todas partes. Estaba tan asustado como el que más. Vi lo que había ocurrido. Y no quería que Regina y Kate se enteraran por las noticias. Así que conduje a toda velocidad para contárselo en persona. Me pareció que fui considerado. Y no me gusta que extraigan conclusiones negativas de un acto desinteresado.

King se inclinó hacia Jorst.

–¿Por qué fue al hotel esa mañana? ¿También tenía quejas sobre Ritter?

–No, por supuesto que no.

–Entonces, ¿por qué?

–Era un candidato presidencial y por aquí no suele haber muchos. Quería verlo en persona. Al fin y al cabo, es mi campo.

–¿Y si le digo que eso es una auténtica chorrada? – dijo King.

–No le debo ninguna explicación -replicó Jorst. King se encogió de hombros.

–Tiene razón. Enviaremos al FBI y al Servicio Secreto y se lo contará a ellos. ¿Podemos llamar desde aquí?

–Un momento, un momento. – King y Michelle le miraron, expectantes-. Vale, vale -se apresuró a decir Jorst. Tragó saliva, nervioso, mirando a uno y a otro-. Miren, Arnold me preocupaba. Estaba muy enfadado con Ritter. Temía que cometiese alguna estupidez. Créanme, jamás pensé que planeara matarle. No sabía que tenía un arma hasta que le vi dispararla. Lo juro.

–Siga -dijo King.

–Arnold no sabía que yo estaba allí. Le seguí. La noche anterior me había dicho que acudiría a la cita. Me quedé al fondo. Había tanta gente que no llegó a verme. Permaneció alejado de Ritter y comencé a pensar que había reaccionado de forma exagerada. Decidí marcharme. Me dirigí hacia la puerta. Sin yo saberlo, comenzó a acercarse a Ritter justo en ese momento. Me volví en una ocasión, justo al llegar a la puerta. En ese preciso instante Arnold sacó el arma y disparó. Vi a Ritter desplomarse y luego le vi a usted disparar contra él. Luego se desató el caos. Corrí como alma que lleva el diablo. Logré salir enseguida porque estaba junto a la puerta. Recuerdo que estuve a punto de pisotear a una de las camareras del hotel que también estaba al lado de la puerta.

Michelle y King se miraron: Loretta Baldwin.

Jorst prosiguió, con el rostro ceniciento.

–No podía creerme que hubiera ocurrido. Parecía una especie de pesadilla. Corrí hasta el coche y me alejé a toda velocidad. No fui el único, muchas personas huían de allí.

–¿Nunca se lo contó a la policía?

–¿Qué iba a contarles? Estaba allí, vi lo que sucedió y me marché, al igual que cientos de personas más. No es que las autoridades necesitaran mi testimonio ni nada parecido.

–Y fue a ver a Regina y se lo contó. ¿Por qué?

–¡¿Por qué?! Por Dios, su marido acababa de asesinar a un candidato presidencial. Y después le habían matado. Tenía que decírselo. ¿Es que no lo comprenden?

King extrajo del bolsillo la fotografía que había tomado en el dormitorio y se la entregó a Jorst. Jorst la tomó entre las manos temblorosas y observó el rostro sonriente de Regina Ramsey.

–Supongo que sí, sobre todo si por entonces ya estaba enamorado de ella -dijo King en voz baja.