La policía dejó a Mildred Martin en su casa y se marchó. Calle abajo, al final de la manzana, un sedán negro se confundía con la oscuridad. Dos agentes del FBI hacían guardia en el interior del vehículo.
La anciana entró tambaleándose en la casa y cerró la puerta a sus espaldas. Cuánto necesitaba una copa. ¿Por qué había hecho lo que había hecho? Todo había ido sobre ruedas y ella lo había estropeado todo, pero luego se había recuperado. Sí, se había recuperado. Todo iba bien. Fue a buscar la ginebra y se llenó el vaso sin añadir apenas tónica. Se bebió medio vaso y se le empezaron a templar los nervios. Todo iría bien, no habría problemas. Era vieja, ¿cómo iba a hacerle algo el FBI? En realidad no tenían nada; no le pasaría nada.
–Mildred, ¿qué tal estás?
Dejó caer el vaso y profirió un grito.
–¿Quién anda ahí? – Se apoyó en el mueblebar.
El hombre se acercó a ella pero permaneció entre las sombras.
–Soy tu viejo amigo.
Mildred entrecerró los ojos para mirarlo.
–No te conozco.
–Por supuesto que me conoces. Soy el hombre que te ayudó a matar a tu marido.
Ella alzó el mentón.
–Yo no maté a Bill.
–Bueno, Mildred, el metanol que le introdujiste en el cuerpo sí lo mató. E hiciste la llamada a Bruno, como te pedí.
Ella miró más de cerca.
–¿E… eras tú?
Él se acercó más a ella.
–Gracias a mí te vengaste de John Bruno, te enriqueciste con el seguro de vida, y encima te busqué la manera de acabar con el sufrimiento de tu pobre esposo enfermo. Y lo único que te pedí fue que siguieras las reglas. Era lo único que pedía, y me has decepcionado.
–No sé de qué me estás hablando -dijo ella con voz temblorosa.
–Las reglas, Mildred. Mis reglas. Y esas reglas no incluían otro viaje a la comisaría y más interrogatorios con el FBI.
–Fueron esos dos que vinieron a hacer preguntas.
–Sí, King y Dillinger, lo sé, continúa -dijo él en tono agradable.
–Yo… sólo hablé con ellos. Les conté lo que me dijiste que les dijera. Me refiero a lo de Bruno. Tal cómo tú me dijiste.
–Está claro que fuiste más que sincera. Venga ya, Mildred, desembucha.
La mujer temblaba como una hoja.
–Relájate, sírvete otra copa -le dijo él con voz tranquilizadora.
Ella le obedeció y se la bebió de un trago.
–Esta… estábamos hablando del whisky. Les dije que a Bill le gustaba el whisky, eso es todo. Te lo juro.
–¿Y pusiste el metanol en la botella de whisky escocés?
–Sí, en la reserva privada de Bill. La de Macallan.
–¿Por qué lo hiciste, Mildred? Te dimos el metanol. Se suponía que tenías que introducirlo en una jeringuilla y pincharlo en la sonda de alimentación. Fácil y rápido. Sólo tenías que seguir las instrucciones.
–Lo sé, pero… es que no podía hacerlo así. No podía. Quería que pareciera que le estaba dando su whisky, como de costumbre. ¿Lo entiendes? Así que lo introduje en la botella y luego le suministré el licor.
–Bueno, ¿y por qué no tiraste luego el whisky por el fregadero o te deshiciste de la botella?
–Iba a hacerlo, pero temía que alguien me viera. Los dichosos vecinos chismosos a lo mejor rebuscaban en la basura. Pensé que era mejor que lo dejara donde estaba. Y luego… es que no quería acercarme a la botella. Yo… me sentía culpable, por lo de Bill. – Empezó a sollozar en silencio.
–Pero hablaste del tema, y King y Dillinger ataron cabos. ¿Por qué no te limitaste a enseñarles el whisky que tienes en ese mueblebar?
–No era Macallan. Le dije al joven que Bill sólo tomaba Macallan. Yo… tenía miedo. Pensé que si les decía que no tenía la botella, sospecharían.
–Eso está claro. Dios mío, hay que ver lo poco que te costó contárselo todo a unos desconocidos.
–Él era todo un caballero -se defendió ella.
–No lo dudo. Así que se llevaron la botella, la analizaron y descubrieron que estaba envenenada. ¿Por qué se lo contaste a la policía?
Mildred parecía estar satisfecha consigo misma.
–Les dije que una mujer, una enfermera, vino a casa y que la contratamos para que cuidara de Bill. Y que ella fue la que lo envenenó. Incluso les dije cómo se llamaba. – Hizo una pausa antes de añadir con un gesto elegante-: Elizabeth Borden. ¿Lo pillas? Lizzie Borden. – Se rió socarronamente-. Qué lista, eh.
–Increíble, ¿y todo eso se te ocurrió camino de la comisaría?
Apuró la bebida de un trago, encendió un pitillo y exhaló el humo.
–Siempre he sido rápida en ese sentido. Creo que habría sido mejor abogado que mi marido.
–¿Cómo dijiste que habías pagado los servicios de la mujer?
–¿Pagar?
–Sí, pagar. No les dirías que trabajó gratis, ¿no? En la vida real no es habitual encontrar un alma tan caritativa.
–Pagar, oh, pues… les dije… me refiero a que, fui un tanto vaga al respecto.
–¿Ah, sí? ¿Y no insistieron?
Dejó caer la ceniza al suelo y se encogió de hombros.
–Pues no. Se creyeron lo que les dije. Soy la viuda vieja y afligida. Así que no ha habido ningún problema.
–Mildred, voy a decirte lo que están haciendo ahora mismo. Están accediendo a los movimientos de tu cuenta para averiguar cómo pagabas a «Lizzie». Esos pagos no estarán reflejados en la cuenta. Acto seguido, interrogarán a los vecinos «chismosos» sobre esa mujer y dirán que nunca llegaron a verla, porqué no existe. Y, por último, el FBI volverá, y te garantizo que la visita no será agradable.
La mujer empezó a preocuparse.
–¿De verdad crees que comprobarán todo eso?
–Son el FBI, Mildred. No son imbéciles. No son tan imbéciles como tú.
Se acercó a ella. Entonces vio lo que llevaba: una barra de metal.
Empezó a gritar, pero el hombre se abalanzó sobre ella, le abrió la boca, le introdujo un trapo hasta la garganta y con cinta aislante le selló los labios y le juntó las manos. Agarrándola por el pelo, la arrastró por el pasillo y abrió una puerta.
–Me he tomado la libertad de prepararte un baño, Mildred. Quiero que estés bien limpita cuando te encuentren.
La dejó caer en la bañera llena y el agua rebosó. La mujer intentó escapar, pero él la mantuvo bajo el agua con la barra. Con la cinta en la boca y los pulmones castigados por el tabaco, Mildred duró la mitad que Loretta Baldwin. El hombre agarró una botella de whisky escocés del mueblebar, vertió el contenido en la bañera y luego se la partió en la cabeza. Por último, le arrancó de un tirón la cinta que le había puesto en los labios, le abrió la boca y se la atiborró de billetes de un dólar que había extraído de su bolso.
«¿Adónde hay que ir hoy en día para conseguir ayuda fiable? ¡¿Adónde?!»
–Alégrate de estar muerta, Mildred. Alégrate de no tener que sentir la ira que hierve en mi interior ahora mismo, porque ¡ni te la imaginas! – le dijo, mirando hacia abajo.
Cuando urdió el plan, se había planteado la posibilidad de matar también a Mildred, pero al final había decidido que resultaría demasiado sospechoso. Ese descuido le había pasado factura. De todos modos, no había forma de que le culparan a él de la muerte de la mujer. Sin embargo, sí estaría claro que tanto Loretta Baldwin como Mildred Martin habían muerto a manos de la misma persona. Eso probablemente contribuiría a aumentar la confusión de la policía. No le atraía demasiado la idea, aunque ahora ya no tenía remedio. Bajó la cabeza y le dedicó una mirada de desdén. «¡Qué mujer tan estúpida!»
Se marchó por la puerta trasera y miró hacia el final de la calle, por donde sabía que merodeaba el FBI.
–Id a buscarla, chicos -murmuró-. Toda vuestra.
Al cabo de unos minutos, el viejo Buick se puso en marcha y bajó la calle lentamente.