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El avión privado aterrizó en Filadelfia y al cabo de media hora King y Joan se acercaban al hogar de John y Catherine Bruno, situado en un barrio acomodado, junto a la famosa Main Line de la ciudad. Mientras pasaban junto a las casas de ladrillo cubiertas de hiedra, y con jardines señoriales, King lanzó una mirada a Joan.

—Aquí hay dinero que viene de antiguo, ¿no?

—Sólo por parte de la esposa. John Bruno es hijo de una familia pobre de Queens que luego se mudó a Washington D. C. Estudió Derecho en Georgetown y empezó a trabajar de fiscal en la capital justo después de licenciarse.

—¿Conoces a la señora Bruno?

—No. Quería conocerla contigo. La primera impresión, ya sabes.

Una sirvienta hispana de conducta servil con el uniforme almidonado y provisto de un delantal con volantes les acompañó al gran salón. La mujer casi hizo una reverencia al marcharse. King hizo un gesto de rechazo ante aquel espectáculo más propio de otros tiempos y luego se centró en la mujer menuda que entró en el salón.

Catherine Bruno habría sido una primera dama excelente, esa fue su primera impresión. Tenía unos cuarenta y cinco años, era menuda, refinada, circunspecta, sofisticada, la quintaesencia de la aristocracia y los modales distinguidos. Su segunda impresión fue que era demasiado engreída; lo cual quedaba patente por su costumbre de mirar por encima del hombro a sus interlocutores. Como si no pudiera perder su precioso tiempo en nada inferior a la aristocracia. Ni siquiera le preguntó a King por qué llevaba la cabeza vendada.

Joan, sin embargo, hizo que la mujer se centrara rápidamente. Siempre había sabido cómo tratar a la gente, era como un tornado enlatado. King tuvo que contener una sonrisa mientras su compañera atacaba.

—El tiempo no juega de nuestro lado, señora Bruno —declaró Joan—. La policía y el FBI han hecho lo correcto, pero los resultados obtenidos son irrelevantes. Cuanto más tiempo permanezca desaparecido su esposo, menos posibilidades tenemos de encontrarlo con vida.

Los ojos altivos pronto regresaron a tierra firme.

—Bueno, para eso la contrató la gente de John, ¿no? Para encontrarlo con vida.

—Justamente. Estoy realizando una serie de indagaciones, pero necesito su ayuda.

—Ya le he contado a la policía todo lo que sé. Pregúnteles a ellos.

—Preferiría que me lo contara usted.

—¿Por qué?

—Porque dependiendo de sus respuestas quizá pueda formularle otras preguntas que a la policía no se le ocurrieron.

«Además —pensó King para sus adentros—, queremos comprobar por nosotros mismos que no miente como una bellaca.»

—De acuerdo, adelante. —Parecía tan desconcertada por todo aquello que de repente King sospechó que tenía un amante y que lo último que deseaba en el mundo era recuperar a su esposo.

—¿Apoyó la campaña política de su esposo? —preguntó Joan.

—¿Qué tipo de pregunta es esa?

—Del tipo cuya respuesta nos gustaría saber —dijo Joan en tono agradable—. ¿Sabe? Lo que intentamos acotar son los móviles, los posibles sospechosos y las líneas de investigación más prometedoras.

—¿Y qué relación guarda con eso mi apoyo a la carrera política de John?

—Pues si usted apoyaba sus ambiciones políticas, entonces podría haber tenido acceso a nombres, conversaciones privadas con su esposo, asuntos que podían preocuparle de ese aspecto de su vida. Si, por el contrario, usted no estaba en el mundillo, tendremos que buscar en otro sitio.

—Oh, bueno, no puede decirse que estuviera encantada de que John se dedicara a la política. Me refiero a que no tenía ninguna posibilidad, y eso lo sabíamos todos. Mi familia…

—¿No les parecía bien? —le sonsacó King.

—No somos una familia de políticos. Tenemos una reputación intachable. A mi madre casi le dio un ataque cuando me casé con un fiscal criminalista que se había criado en los barrios bajos y que era diez años mayor que yo. Pero quiero a John. De todos modos, hay que sopesar las situaciones, y no ha resultado fácil. En mi círculo, este tipo de cosas no se ven con buenos ojos. Así que no puedo decir que fuera muy entusiasta en cuanto a su carrera política. Sin embargo, gozaba de una fama inmejorable como abogado. Llevó la acusación de algunos de los casos más difíciles de Washington y luego en Filadelfia, donde nos conocimos. Eso le dio fama a nivel nacional. Como estaba rodeado de todos esos políticos en la capital, supongo que le entró el gusanillo de entrar en la refriega, incluso después de que nos trasladáramos a Filadelfia. Yo no compartía su ambición política, pero soy su esposa, así que lo apoyaba públicamente.

Joan y King formularon las preguntas de rigor, a las que Catherine Bruno respondió de forma típica y poco útil.

—¿Así que no cree que hubiera nadie que deseara hacer daño a su esposo? —inquirió Joan.

—Aparte de los procesados, no. Ha recibido amenazas de muerte y demás, pero nada recientemente. Después de dejar la fiscalía general en Filadelfia, ejerció varios años en el sector privado antes de lanzarse al ruedo político.

Joan dejó de tomar notas.

—¿En qué bufete estaba?

—En la sucursal de Filadelfia del bufete de Washington, Dobson, Tyler y Reed. Está en el centro de Filadelfia, en Market Street. Un bufete muy respetado.

—¿Qué tipo de trabajo realizaba allí?

—John no hablaba de cuestiones laborales conmigo. Y yo nunca le pregunté. No me interesaba.

—Pero supongo que trabajaría en los juicios.

—Mi esposo era el hombre más feliz del mundo cuando tenía un escenario en el que actuar. Así que sí, yo diría que trabajaba en los juicios.

—¿Y no le transmitió ningún tipo de preocupación especial?

—Pensaba que la campaña iba bastante bien. No albergaba la falsa ilusión de ganar. Sólo quería que lo tuviesen en cuenta.

—¿Qué pensaba hacer después de las elecciones?

—La verdad es que nunca lo hablamos. Siempre supuse que volvería a Dobson, Tyler.

—¿Nos podría contar algo de su relación con Bill Martin?

—Lo mencionaba de vez en cuando, pero lo conocía de antes de casarse conmigo.

—¿Y no se le ocurre por qué la viuda de Bill Martin querría reunirse con él?

—Ni idea. Como he dicho, esa relación formaba parte de su pasado.

—¿El primer matrimonio para los dos?

—Para él sí, no para mí —se limitó a decir.

—¿Y tienen hijos?

—Tres. Ha sido muy difícil para ellos. Y para mí. Sólo quiero que John vuelva. —Empezó a gimotear, como si le hubieran dado pie, y Joan extrajo un pañuelo de papel y se lo tendió.

—Es lo que todos queremos —aseguró Joan, sin duda pensando en los millones de dólares que eso le proporcionaría—. Y no me detendré hasta que consiga ese objetivo. Gracias. Estaremos en contacto.

Se marcharon y se dirigieron de vuelta al aeropuerto.

—Bueno, ¿qué piensas? —preguntó Joan mientras estaban en el coche—. ¿Sospechas algo?

—Primera impresión: una tía esnob que sabe más de lo que nos está diciendo. Pero lo que se calla quizá no tenga nada que ver con el secuestro de Bruno.

—O tal vez esté profundamente relacionado.

—No le entusiasma el tema de la política, pero ¿a qué cónyuge le emociona? Tiene tres hijos y no hay motivos para creer que no los quiera, a él o a sus hijos. Ella es la que tiene el dinero. No gana nada haciendo que lo secuestren. Tendría que pagar parte del rescate.

—Pero si no hay rescate, no paga nada. Queda soltera de nuevo y libre para casarse con alguien de su clase que no pertenezca al sucio mundo de la política.

—Eso es cierto —convino él—. Todavía no tenemos suficientes datos.

—Ya los conseguiremos. —Joan abrió el expediente del caso y lo miró. Mientras leía, dijo—: El ataque que sufristeis Maxwell y tú se produjo a las dos de la mañana. Y yo que pensaba que era especial y va y descubro que invitas a todo tipo de mujeres a pasar la noche en tu casa.

—Durmió en el cuarto de los invitados, igual que tú.

—¿Y dónde dormiste tú?

Él no le hizo caso.

—¿Quién es el próximo de la lista?

Joan cerró el expediente.

—Me gustaría ir a ese bufete de abogados, Dobson, Tyler y no sé qué mientras estamos en la ciudad, pero necesitamos tiempo para informarnos sobre ellos. Así que pasemos a Mildred Martin.

—¿Qué tenemos sobre ella?

—Dedicada a su esposo, que trabajó con Bruno en la capital. Parte de mis pesquisas preliminares apuntaban a que el joven John Bruno apostaba fuerte como fiscal en Washington D. C. y dejaba que Martin cargara con las culpas.

—En ese caso la viuda de Martin no sería muy partidaria de Bruno…

—Cierto. Bill Martin sufría cáncer de pulmón en fase terminal. Se le había extendido también a los huesos. Como mucho le quedaba un mes. Pero eso no encajaba en los planes de alguien, así que tuvieron que ayudarle. —Abrió un expediente—. He conseguido los resultados de la autopsia de Martin. El fluido de embalsamamiento se había extendido por todas partes, incluso al humor vítreo que, en otras circunstancias, es un lugar muy bueno para encontrar veneno porque no se convierte en gelatina como la sangre al morir.

—¿Vítreo? ¿El fluido del globo ocular? —inquirió King.

Joan asintió.

—Había un pico en el nivel de metanol en la muestra de cerebro medio que tomaron.

—Bueno, si el tío era bebedor, no es de extrañar. El whisky y el vino contienen metanol.

—Cierto. Lo digo porque la forense lo destacó. Sin embargo, el metanol también es un ingrediente del fluido de embalsamamiento.

—Y si sabían que habría una autopsia y embalsaman el cadáver…

Joan terminó la frase por él.

—El proceso de embalsamamiento podría ocultar la presencia de metanol o por lo menos confundir al forense en el momento de la autopsia.

—¿El crimen perfecto?

—Eso no existe si nosotros llevamos el caso —afirmó Joan con una sonrisa.

—¿Entonces qué crees que puede contarnos Mildred?

—Si Bruno cambió de planes para reunirse con alguien que se hacía pasar por Mildred Martin, entonces debió de pensar que ella tenía algo importante que decirle. Por lo que sé de John Bruno, no hace nada que no le sirva de provecho.

—O quizás herirle. ¿Y qué te hace pensar que nos lo contará?

—Porque después de realizar algunas pesquisas sobre ella, he descubierto que también empina el codo y que siente debilidad por los hombres apuestos que le hacen un poco de caso. Espero que captes la indirecta. Y, si no es mucho pedir, quítate el vendaje, tienes el pelo muy bonito.

—¿Y tú qué papel representarás?

Ella sonrió con dulzura.

—El de arpía despiadada. Es un papel que he ensayado mucho.