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Cuando llamaron al departamento de Asuntos Públicos de la VCU, les dijeron que Kate Ramsey estaba fuera pero que volvería al cabo de un par de días. Regresaron a Wrightsburg, donde King se detuvo en el aparcamiento de una tienda de exquisiteces del centro.

—Supongo que, después de haberte arrastrado de aquí para allá —explicó King—, como mínimo te debo una cena y una buena botella de vino.

—Bueno, ha sido más distraído que estar de pie junto a una puerta mientras un político pide votos.

—Buena chica, vas aprendiendo. —De repente, King miró por la ventana, ensimismado.

—Conozco esa mirada. ¿Qué pasará ahora por tu cabeza? —preguntó Michelle.

—¿Recuerdas que Jorst repitió varias veces que Atticus había tenido la suerte de tener a alguien como Ramsey, que los eruditos de Berkeley y los expertos nacionales no solían ir a universidades como la de Atticus?

—Sí, ¿y qué?

—Bueno, vi los diplomas de Jorst en el despacho. Estudios en universidades buenas, pero ninguna dentro de las veinte mejores. Y supongo que el resto de profesores del departamento no eran superestrellas como Ramsey, lo cual explica que les intimidara.

Michelle asintió pensativa.

—Entonces, ¿por qué un brillante doctor de Berkeley y experto nacional acabó enseñando en un sitio como Atticus?

King la miró.

—Exactamente. Si tuviera que adivinarlo, diría que Ramsey tenía unos cuantos trapos sucios que ocultar. Quizá de la época de las manifestaciones. Quizá por eso su esposa le dejó.

—Pero ¿no se habría sabido después del asesinato de Ritter? Le habrían analizado los antecedentes con lupa.

—A no ser que se tratase de algo muy bien encubierto. Y ocurrió mucho antes del asesinato. Además, la década de los sesenta fue una época loca.

Mientras deambulaban por los pasillos de la tienda eligiendo ingredientes para la cena, Michelle se percató de los susurros y las miradas que los clientes ricachones dedicaban a King. En la caja, King dio unos golpecitos en el hombro de un hombre que estaba delante de él y que se esforzaba en la medida de lo posible por evitar a King.

—¿Qué tal, Charles?

El hombre se volvió y empalideció.

—Oh, Sean, sí, bien. ¿Y tú? Es decir… —El hombre pareció avergonzarse de su propia pregunta, aunque Sean no dejaba de sonreír.

—Jodido, Charles, muy jodido. Pero estoy seguro de que puedo contar contigo, ¿no? Hace un par de años te solucioné ese problemilla con los impuestos, ¿te acuerdas?

—¿Qué…? Esto… yo… Martha me está esperando fuera. Adiós.

Charles se alejó a toda prisa y subió a un coche familiar Mercedes que conducía una mujer de aspecto distinguido y pelo canoso que se quedó boquiabierta cuando su esposo le mencionó el encuentro en la caja. Arrancaron enseguida y se marcharon sin más.

—Sean, lo siento —dijo Michelle mientras salían con las bolsas de la compra.

—Ya se sabe, la buena vida tenía que acabarse en algún momento.

Ya en casa de King, él preparó una cena de lo más completa; de entrante, ensalada César y pastel de cangrejo, seguido de solomillo de cerdo con una salsa casera de champiñones y cebolla Vidalia con una guarnición de puré de patatas al ajillo. De postre se deleitaron con unos pastelitos de nata y chocolate. Cenaron en la terraza trasera, con vistas al lago.

—Así que sabes cocinar, pero ¿alquilas esto para las fiestas? —bromeó Michelle.

—Si pagan bien —replicó King.

Michelle sostuvo en alto la copa de vino.

—Muy bueno.

—Debería estarlo, está en su mejor momento. Lo he guardado siete años en la bodega. Una de mis botellas más preciadas.

—Me siento honrada.

Sean miró hacia el muelle.

—¿Qué tal una vuelta por el lago después de cenar?

—Siempre estoy preparada para las actividades acuáticas.

—Hay varios bañadores en el cuarto de invitados.

—Sean, si hay algo que debes saber de mí es que nunca salgo sin la ropa de deporte.

Con King al mando de la enorme moto acuática roja Sea Doo 4TEC y Michelle sentada detrás de él, con los brazos alrededor de su cintura, recorrieron unos cinco kilómetros y luego King dejó caer un ancla pequeña en las aguas poco profundas de una cala. Se quedaron sentados en la Sea Doo y King miró a su alrededor.

—Dentro de un mes y medio los colores serán increíbles —afirmó King—. También me encanta el aspecto de las montañas cuando el sol se pone detrás de ellas.

—Bien, ha llegado la hora de los ejercicios. —Michelle se quitó el chaleco salvavidas y luego el top y los pantalones del chándal. Debajo llevaba unos pantalones cortos de lycra de un rojo deslumbrante y un top de gimnasia a juego.

King la miraba, boquiabierto, las hermosas vistas de las montañas ya no parecían importarle.

—¿Algún problema? —le preguntó Michelle.

—No, nada —replicó King y apartó la vista rápidamente.

—¡Gallina el último! —Se zambulló y reapareció—. ¿Te animas?

King se desvistió, se tiró al agua y nadó hasta su lado.

Michelle miró hacia la orilla.

—¿A qué distancia crees que está?

—A unos cien metros. ¿Por qué?

—Creo que voy a empezar un triatlón.

—Oye, ¿cómo es que no me sorprende?

—Te echo una carrera —le retó Michelle.

—Poca carrera será.

—Qué chulillo, ¿no?

—No, me refiero a que me darás una paliza.

—¿Cómo lo sabes?

—Eres atleta olímpica, yo soy un abogado de mediana edad con unas rodillas que no sirven para nada y un costado que sirve para menos, donde me dispararon cuando pertenecía a los cuerpos de seguridad. Sería como competir con tu abuela con plomo atado a los pies.

—Esto está por ver. Tal vez te sorprendas a ti mismo. ¡Uno, dos, tres, ya! —Michelle comenzó a nadar, avanzando rápidamente por el agua cálida y tranquila.

King nadó tras ella y, sorprendentemente, acortó la distancia con cierta facilidad. De hecho, para cuando se acercaban a la orilla iban a la par. Michelle comenzó a reírse cuando King le tiró de la pierna de manera juguetona. Llegaron a tierra firme a la vez. King se tumbó boca arriba y respiró tan hondo que parecía que el aire se le acabaría.

—Bueno, supongo que sí que me he sorprendido a mí mismo —dijo jadeando. Luego miró a Michelle. Su respiración ni siquiera se había alterado, y entonces comprendió la verdad.

—Qué tramposa, ni siquiera lo has intentado.

—Sí, pero a mi manera, he tenido en cuenta la diferencia de edad.

—Vale, esa es la gota que colma el vaso.

Se incorporó de un salto y fue tras ella, que echó a correr gritando. Pero Michelle se reía con tantas ganas que King la atrapó enseguida. La levantó en vilo y se la colocó sobre el hombro, cargó con ella hasta que el agua le cubría la cintura y entonces la dejó caer ceremoniosamente. Michelle emergió farfullando y sin dejar de reírse.

—¿A qué ha venido eso?

—Para demostrarte que aunque tenga más de cuarenta todavía no estoy muerto.

De vuelta al muelle, King levantó la Sea Doo para colocarla en su sitio.

—Entonces, ¿cómo pasaste del baloncesto y el atletismo al remo olímpico?

—Me gustaba más el atletismo que el baloncesto, pero echaba de menos el componente de grupo. En la facultad un amigo mío era remero y me metí en ese mundo gracias a él. Parece ser que tenía un talento natural para ello. En el agua mi motor no parecía rendirse nunca; era como una máquina. Y me encantaba el subidón que sentía al dejarme el alma en esos remos. Era la más joven del equipo. Al comienzo nadie confiaba mucho en mí. Supongo que les demostré que estaban equivocados.

—Creo que te has pasado buena parte de la vida haciendo eso. Sobre todo en el Servicio Secreto.

—No todo ha sido un camino de rosas.

—No conozco mucho ese deporte. ¿Cómo se llamaba tu modalidad?

—Cuatro con timonel, es decir, cuatro mujeres remando con todas sus fuerzas y un timonel marcando las remadas. La concentración es absoluta.

—¿Qué tal lo de los Juegos Olímpicos?

—Fue el momento más emocionante y angustioso de toda mi vida. Estaba tan estresada que vomité antes de la primera eliminatoria. Pero tras conseguir la plata y quedarnos a las puertas del oro, me sentí como nunca. Todavía era una niña y tuve la impresión de que había llegado al momento más álgido de mi vida.

—¿Todavía te sientes así?

Sonrió.

—No. Espero que lo mejor esté por venir.

Se ducharon y se vistieron. Cuando Michelle bajó, King estaba repasando unas notas sobre la mesa de la cocina.

—¿Interesante? —le preguntó mientras se peinaba el pelo húmedo.

King alzó la vista.

—Nuestra entrevista con Jorst. Me pregunto si sabe más de lo que dice. También me pregunto qué podríamos averiguar de Kate Ramsey.

—Si es que accede a hablar con nosotros.

—Exacto. —King bostezó—. Ya pensaremos en eso mañana. Ha sido un día muy largo.

Michelle consultó la hora.

—Es tarde, supongo que será mejor que me vaya.

—Oye, ¿por qué no te quedas a dormir esta noche? Puedes quedarte en el cuarto de los invitados, en el que acabas de ducharte —se apresuró a añadir.

—Tengo donde quedarme, no es necesario que te compadezcas de mí. Ya soy toda una mujercita.

—Me compadezco porque todos los trastos que estaban en el coche ahora están en la habitación del hostal. A lo mejor hay algo con vida. Podría salir e ir a por ti en plena noche. —Sonrió y añadió en voz baja—: Quédate aquí.

Michelle le dedicó una sonrisa y una expresión un tanto insinuante, aunque tal vez King lo interpretara así por culpa del vino.

—Gracias, Sean. De hecho, estoy agotada. Buenas noches.

La observó subir la escalera. Las piernas musculosas y largas conducían hasta el trasero firme y bonito, y luego el torso proseguía hacia los hombros olímpicos, nuca arriba y, bien… ¡Mierda! Mientras ella desaparecía en el cuarto de huéspedes dejó escapar un suspiro e intentó no pensar en lo que estaba pensando con tanta desesperación.

Repasó todas las puertas y ventanas de la casa para asegurarse de que estaban cerradas con llave. Había pensado en que una empresa de alarmas viniese y le conectase toda la casa. Nunca había creído que le haría falta allí. La mitad de las veces ni siquiera cerraba las puertas con llave. Cómo habían cambiado las cosas.

Se detuvo al final de la escalera y miró hacia la puerta del cuarto de invitados. Detrás había una hermosa joven tumbada en la cama. A no ser que estuviera del todo equivocado, intuía que si abría la puerta y entraba seguramente podría pasar la noche con ella. Pero, claro, tal y como andaba de suerte, era posible que si abría la puerta Michelle le disparara en las pelotas. Permaneció allí unos instantes, pensando. ¿De veras quería comenzar una relación con ella? ¿Con todo lo que estaba pasando? La respuesta, aunque no le gustara, era más que obvia. Se arrastró por el pasillo hasta su propia habitación.

En el exterior, cerca del final de la carretera que conducía a la casa de King, el viejo Buick, con las luces apagadas, se detuvo y el motor se apagó. Habían arreglado el tubo de escape porque el conductor no deseaba que repararan en él. Se abrió la puerta y el hombre salió lentamente y observó por entre los árboles la silueta de la casa en penumbra. Las puertas traseras del Buick se abrieron y emergieron otras dos personas. Era el «agente Simmons» y su compañera homicida, Tasha. Simmons parecía un tanto nervioso mientras que Tasha estaba preparada para la acción. El hombre del Buick estaba concentrado. Miró a sus acompañantes y luego asintió lentamente. Los tres se encaminaron hacia la casa.