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Las hermosas calles flanqueadas de árboles y los elegantes edificios cubiertos de hiedra de la pequeña Atticus College no parecían un lugar capaz de engendrar a un asesino político.

—Nunca había oído hablar de esta universidad hasta que mataron a Ritter —comentó Michelle mientras conducía el Land Cruiser por la calle principal del campus. King asintió lentamente.

—No me había dado cuenta de lo cerca que está de Bowlington. —Consultó la hora—. Sólo hemos tardado media hora en llegar.

—¿Qué enseñaba Ramsey?

—Ciencias Políticas con especial hincapié en las leyes electorales federales, aunque a nivel personal le interesaban las teorías políticas radicales. —Michelle le miró, sorprendida, y King añadió—: Tras la muerte de Ritter, me propuse doctorarme en Arnold Ramsey. —Miró a Michelle—. Si te cargas a un tipo, lo menos que puedes hacer es emplear parte de tu tiempo en averiguar cosas sobre él.

—Eso suena un poco cruel, Sean.

—No era mi intención; sólo quería saber por qué un reputado profesor universitario mató a un candidato chiflado que no tenía la más remota posibilidad de ganar, y murió por ello.

—Suponía que todo eso estaba más que comprobado.

—No tan a fondo como en el caso de haberse tratado de un candidato serio y con posibilidades. Además, creo que todo el mundo quería poner punto final a todo aquel lío.

—Y la investigación oficial concluyó que Ramsey actuó solo.

—Si nos basamos en lo que encontramos, al parecer se trataba de una conclusión errónea. —Miró por la ventana—. No sé, ha pasado mucho tiempo, no sé si averiguaremos algo útil.

—Bueno, ya estamos aquí, así que hagámoslo lo mejor posible. Quizá veamos algo que los demás han pasado por alto. Como te pasó con la hortensia azul.

—Pero también es posible que descubramos algo que sería mejor no descubrir.

—No creo que eso sea bueno.

—¿Siempre buscas la verdad?

—¿Y tú no?

King se encogió de hombros.

—Soy abogado, pregúntaselo a un ser humano de verdad.

Les enviaron de una persona a otra y de un departamento a otro hasta que al final llegaron al despacho de Thornton Jorst. Era de estatura media, esbelto y tendría poco más de cincuenta años. Las gafas de cristal grueso y la tez pálida le conferían un aire muy profesional. Había sido amigo y compañero de trabajo del difunto Arnold Ramsey.

Jorst estaba sentado detrás de un escritorio abarrotado de libros abiertos y apilados, infinidad de páginas manuscritas y un portátil cubierto de blocs de notas y bolígrafos de colores. Los estantes de las paredes parecían combarse por el peso de multitud de obras voluminosas. King estaba observando los diplomas colgados en una de las paredes cuando Jorst sostuvo en alto un cigarrillo.

—¿Les importa? El santuario del profesor es de los pocos lugares que quedan para fumar.

King y Michelle asintieron para expresar su conformidad.

—Me ha sorprendido que hayan venido para informarse sobre Arnold —comentó Jorst.

—Solemos llamar con antelación para concertar una cita oficial —dijo King.

—Pero estábamos por esta zona y decidimos que era una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar —añadió Michelle.

—Lo siento, no recuerdo sus nombres.

—Yo soy Michelle, y él, Tom.

Jorst miró a King.

—¿Nos conocemos de algo? Su cara me resulta conocida.

King sonrió.

—Me lo dice todo el mundo. Tengo una cara de lo más común.

—Qué curioso —dijo Michelle—, iba a decirle que también me resultaba familiar, doctor Jorst, pero no sé de qué.

—Salgo bastante en la televisión local, sobre todo ahora que se acercan las elecciones —se apresuró a decir Jorst—. Me gusta el anonimato, pero quince minutos de fama de vez en cuando son buenos para el ego. —Carraspeó y añadió—: Si no he entendido mal, piensan realizar un documental sobre Arnold, ¿no?

Michelle se recostó y adoptó una expresión erudita.

—No sólo sobre él, sino sobre los asesinatos políticos en general, aunque haremos hincapié en el caso de Arnold. La hipótesis es que existen una serie de diferencias sustanciales entre las personas que eligen como blanco a los políticos. Algunos lo hacen debido a un desequilibrio mental, otros porque consideran que el blanco les ha agraviado. Otros atacan basándose en creencias filosóficas arraigadas o porque creen que hacen el bien. Podrían llegar a considerar que asesinar a un funcionario elegido o a un candidato es un acto de patriotismo.

—¿Y quieren saber en cuál de esas categorías incluiría a Arnold?

—Como fue su amigo y compañero de trabajo, es indudable que habrá pensado en ello largo y tendido —dijo King.

Jorst le escudriñó por entre las volutas de humo.

—Bueno, es cierto que lo que impulsó a Arnold a convertirse en un asesino me ha intrigado todos estos años. Sin embargo, no puedo asegurar que encaje en ninguna casilla ideológica o de motivación.

—Bueno, si analizamos su pasado y la etapa de su vida que le condujo a ese acto, entonces quizás esclarezcamos algo —sugirió Michelle.

Jorst consultó la hora.

—Lo siento —dijo Michelle—. ¿Tiene que dar clase?

—No, de hecho estoy en un período sabático; intento acabar un libro. Adelante, pregunte.

Michelle extrajo un bolígrafo y una libreta.

—¿Por qué no hablamos del pasado de Ramsey? —instó.

Jorst se reclinó y miró hacia el techo.

—Arnold se licenció y doctoró en Berkeley. Siempre fue el mejor de la clase. También tuvo tiempo para participar en las protestas contra la guerra de Vietnam, quemar la cartilla militar, ir a las manifestaciones en favor de los Derechos Civiles, acudir a sentadas, arriesgar la vida, acabar detenido, todo eso. Con diferencia, tenía las mejores credenciales académicas que cualquier profesor que este departamento haya contratado y obtuvo la titularidad rápidamente.

—¿Gozaba de buena reputación entre los estudiantes? —preguntó King.

—En general, diría que sí. Más que yo, desde luego. —Se rio entre dientes—. Soy más duro poniendo notas que mi difunto compañero.

—Supongo que sus inclinaciones políticas eran bastante diferentes a las de Ritter, ¿no? —preguntó Michelle.

—El noventa por ciento de estadounidenses habría encajado en esa categoría, gracias a Dios. Era un predicador televisivo que sacaba dinero a los ilusos de todo el país. ¿Cómo era posible que un hombre así se presentara a la Casa Blanca? Hacía que me avergonzara de mi país.

—Parece ser que se le pegaron las opiniones de Ramsey —comentó King.

Jorst tosió y esbozó una sonrisita.

—Sin duda, coincidía con la valoración de Arnold sobre Clyde Ritter como candidato a la presidencia. Sin embargo, discrepaba sustancialmente en la respuesta ante la candidatura de Ritter.

—¿Ramsey era elocuente al hablar de sus sentimientos?

—Mucho. —Jorst apagó el cigarrillo y, acto seguido, encendió otro—. Recuerdo que caminaba de un lado para otro en mi despacho, gesticulando y condenando a los ciudadanos que permitían que un hombre como Clyde Ritter tuviese voz y voto en la política nacional.

—Pero seguramente sabía que Ritter no tenía la menor posibilidad de llegar a la Casa Blanca.

—Eso era lo de menos. Lo que no resultaba tan obvio eran los tratos que se cerraban entre bastidores. Ritter había obtenido los suficientes votos en las elecciones como para que los republicanos y los demócratas comenzasen a inquietarse. No le habría costado conseguir los votos necesarios para recibir fondos federales para las elecciones y tener derecho a participar en el debate nacional. Ritter sabía montárselo. Tenía mucha labia y sintonizaba con parte de los votantes. También hemos de tener en cuenta que, aparte de la campaña presidencial del propio Ritter, había creado una coalición de partidos independientes que tenía a varios candidatos dispuestos a ocupar diversos cargos en muchos de los mayores estados. Eso habría tenido consecuencias nefastas para los candidatos de los partidos más importantes.

—¿Y eso? —inquirió King.

—En muchas de las elecciones del país su lista de candidatos dividía las bases de votantes tradicionales para los candidatos de los partidos principales; de hecho, le otorgaba control sobre el resultado del treinta por ciento de los escaños en juego. Cuando se tiene tanta influencia en el ruedo político, pues bien…

—¿Entonces tienes un precio? —sugirió King.

Jorst asintió.

—Nadie sabe cuál habría sido el precio de Ritter. Tras su muerte, su partido cayó por completo. Los partidos principales se evitaron muchos problemas. Pero estoy convencido de que Arnold creía que si no se detenía a Ritter, este acabaría destruyendo todo lo que América significaba.

—Y eso era algo que Ramsey no quería que sucediese —terció King.

—Desde luego, sobre todo si tenemos en cuenta que asesinó a Ramsey —replicó Jorst secamente.

—¿Alguna vez le había mencionado la posibilidad de hacer algo parecido?

—Tal y como expliqué a las autoridades hace ya tiempo, no. Es cierto que, a veces entraba aquí y despotricaba contra Ritter, pero nunca lo amenazó ni nada parecido. Al fin y al cabo, en eso consiste la libertad de expresión. Tenía derecho a opinar.

—Pero no tenía derecho a matar en nombre de la misma.

—Ni siquiera sabía que tuviera un arma.

—¿Se llevaba bien con el resto de los profesores? —inquirió Michelle.

—No mucho. Arnold intimidaba a la mayoría. Las facultades como Atticus no suelen contar con un peso pesado académico como Arnold.

—¿Amigos fuera de la universidad?

—No, que yo supiera.

—¿Y qué me dice de los estudiantes?

Jorst miró a King.

—Perdóneme, pero esto se parece más a una investigación sobre Arnold que a un documental sobre por qué asesinó a Clyde Ritter.

—Quizá sea un poco de todo —se apresuró a decir Michelle—. Resulta difícil comprender la motivación sin entender a la persona y lo que le indujo a planear el asesinato de Ritter.

Jorst reflexionó al respecto durante unos instantes y luego se encogió de hombros.

—Bueno, si intentó obtener ayuda de los estudiantes es algo de lo que nunca oí hablar.

—¿Estaba casado cuando murió? —preguntó Michelle.

—Sí, pero se había separado de su esposa, Regina. Tenían una hija, Kate. —Se incorporó y se dirigió hacia un estante en el que había muchas fotografías. Les entregó una de ellas—. Los Ramsey. En épocas más felices —comentó.

King y Michelle observaron a las tres personas que aparecían en la fotografía.

—Regina Ramsey es muy guapa —señaló Michelle.

—Sí, lo era.

King alzó la mirada.

—«¿Era?»

—Está muerta. Se suicidó. No hace mucho, de hecho.

—No lo sabía —dijo King—. ¿Dice que estaban separados?

—Sí. En la época que Arnold murió, Regina vivía no muy lejos de aquí, en una casita.

—¿Compartían la custodia de Kate? —preguntó Michelle.

—Sí. No sé a qué acuerdos habrían llegado de haberse divorciado. Por supuesto, Regina asumió la custodia completa tras la muerte de Arnold.

—¿Por qué se habían separado? —inquirió Michelle.

—No lo sé. Regina era guapa y una actriz excelente en su juventud. De hecho, en la universidad estudió arte dramático. Creo que se disponía a dedicarse por completo a ese mundo cuando conoció a Arnold, se enamoró y todo cambió. Estoy seguro de que tenía muchos pretendientes, pero quería a Arnold. En parte creo que se suicidó porque no podía seguir viviendo sin él. —Guardó silencio y añadió en voz baja—: Creía que era feliz por aquel entonces. Supongo que no lo era.

—Pero, al parecer, tampoco podía vivir con Ramsey —comentó King.

—Arnold había cambiado. Su trayectoria académica había llegado a la cumbre. La docencia ya no le entusiasmaba. En verdad estaba muy deprimido. Quizás esa melancolía hubiera afectado al matrimonio. Pero cuando Regina le dejó, la depresión se intensificó.

—O sea que al matar a Ritter tal vez intentara recuperar la juventud. Cambiar el mundo y figurar como mártir en los libros de historia.

—Tal vez. Por desgracia, le costó la vida.

—¿Cómo reaccionó la hija al saber lo que su padre había hecho?

—Kate estaba completamente destrozada. Recuerdo verla el día que ocurrió. Nunca olvidaré su expresión conmocionada. Al cabo de unos días, ella lo vio por la televisión. La maldita cinta del hotel. En ella aparecía todo: su padre disparando a Ritter y al agente del Servicio Secreto disparando a su padre. Yo también la vi. Fue espantoso y… —Jorst se calló y miró a King a los ojos. Endureció el semblante poco a poco y, finalmente, se incorporó—. No ha cambiado tanto, agente King. Bien, no sé qué se traen entre manos, pero no me gusta que me engañen. Quiero saber ahora mismo con qué propósito han venido a formular todas esas preguntas.

King y Michelle se miraron.

—Bien, doctor Jorst, vayamos al grano: acabamos de descubrir pruebas que indican de manera concluyente que Arnold Ramsey no estaba solo aquel día, que había otro asesino, o asesino potencial, en el hotel.

—Eso es imposible. Si fuera cierto ya habría salido a la luz.

—Quizá no —replicó Michelle—. No si el número suficiente de personas importantes querían que el asunto se olvidase de forma discreta. Tenían a su asesino.

—Y al agente del Servicio Secreto que la cagó —añadió King.

Jorst se recostó.

—No me… no me lo puedo creer. ¿Qué pruebas nuevas? —preguntó con cautela.

—No podemos decírselo en estos momentos —informó King—, pero no habría venido hasta aquí si no pensara que merece la pena.

Jorst sacó un pañuelo y se secó la cara.

—Bueno, supongo que han ocurrido cosas más raras. Basta con fijarse en Kate Ramsey.

—¿Qué pasa con Kate? —se apresuró a preguntar Michelle.

—Estudió aquí, en Atticus. Fui uno de sus profesores. Lo más normal habría sido pensar que este sería el último lugar del mundo en el que querría estudiar. Era brillante como su padre; podría haber ido adonde hubiese querido, pero eligió este centro.

—¿Dónde está ahora? —preguntó King.

—Está haciendo el posgrado en Richmond, en el departamento de Asuntos Públicos de la Virginia Commonwealth University. Tienen un excelente departamento de Ciencias Políticas. Yo mismo le escribí una carta de recomendación.

—¿Tenía la impresión de que Kate odiaba a su padre por lo que había hecho?

Jorst caviló al respecto durante largo rato antes de responder.

—Quería a su padre. Sin embargo, tal vez lo odiase por haberse marchado y haberla abandonado, como si su amor por las creencias políticas fuera mayor que el que sentía por ella. No soy psiquiatra, pero es una conjetura de lo más razonable. Aunque, ya se sabe, de tal palo tal astilla.

—¿A qué se refiere? —preguntó Michelle.

—Acude a las manifestaciones, escribe cartas, presiona al Gobierno y a los líderes civiles y redacta artículos para publicaciones alternativas, tal y como había hecho su padre.

—O sea, que quizá le haya odiado por haberla abandonado, ¿y ahora sigue sus pasos?

—Eso parece.

—¿Y la relación con su madre? —preguntó King.

—Bastante buena. Aunque es posible que en parte culpara a su madre de lo ocurrido.

—¿Por el hecho de no estar junto a su esposo? ¿Porque si hubiera estado con él es posible que Ramsey no se hubiera sentido abocado a hacer lo que hizo? —inquirió King.

—Sí.

—Entonces, ¿no vio a Regina Ramsey tras la muerte de su marido? —preguntó Michelle.

—Sí la vi —se apresuró a responder y luego titubeó—. En el funeral, desde luego; mientras Kate estudió aquí y en otras ocasiones.

—¿Recuerda el motivo de su muerte?

—Sobredosis de drogas.

—¿No volvió a casarse? —preguntó King.

Jorst empalideció un tanto.

—No, no se casó de nuevo. —Recobró la compostura y se percató de sus miradas inquisidoras—. Lo siento, todo esto me resulta bastante, doloroso. Eran amigos míos.

King observó los rostros de las personas de la fotografía. Kate Ramsey aparentaba unos diez años. Tenía rasgos inteligentes y cariñosos. Estaba entre sus padres, cogidos de la mano. Una familia afectuosa y agradable. Al menos, en apariencia.

Le devolvió la fotografía a Jorst.

—¿Se le ocurre algo más que pueda servirnos de ayuda?

—No.

Michelle le entregó una tarjeta con sus números de teléfono.

—Por si recuerda algo más —le explicó.

Jorst miró la tarjeta.

—Si lo que dicen es cierto, que había otro asesino, ¿qué se suponía que debía hacer exactamente? ¿Actuar en caso de que Arnold no acabase con el blanco?

—O ¿es de suponer que ese mismo día debía morir otra persona? —intervino King.