—Te agradezco que hayas venido a verme —dijo Joan.
Jefferson Parks se sentaba frente a ella en el pequeño comedor del hostal en el que se alojaba Joan. Jefferson la miró con recelo.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Seis años —replicó Joan—. El caso del grupo operativo especial en Michigan. El Servicio Secreto y los U. S. Marshals tuvieron el privilegio de llevar las maletas del FBI.
—Por lo que recuerdo, lo aireaste a los cuatro vientos y te aseguraste de que todo el mundo supiera que habías sido tú.
—Para llamar la atención hay que empezar en casa, y parece que se me da bien. Si hubiera sido un hombre, el mérito se habría dado por sentado.
—Venga ya, ¿de verdad piensas eso?
—No, Jefferson, lo sé a ciencia cierta. ¿Quieres que te ponga mil ejemplos? Los tengo en la punta de la lengua.
—Junto con una tonelada de ácido —comentó Parks entre dientes. En voz alta añadió—: Entonces, ¿querías verme?
—¿El caso de Howard Jennings? —inquirió Joan.
—¿Qué pasa?
—Sólo quería saber cómo va. Cortesía profesional.
—No puedo contarte nada sobre una investigación en curso. Lo sabes de sobra.
—Pero puedes decirme lo que no sea confidencial o lo que no ponga en peligro la investigación, pero que todavía no haya causado un revuelo público.
Parks se encogió de hombros.
—No sé muy bien a qué te refieres.
—Por ejemplo, no has arrestado a Sean King, supuestamente porque, a pesar de ciertas pruebas circunstanciales que parecen involucrarle, no crees que sea culpable. Y es posible que estés en conocimiento de algunos hechos que apunten en otras direcciones. Y él no pudo haber matado a Susan Whitehead porque no estaba allí. De hecho, creo que le ofreciste una coartada.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy investigadora, así que investigué —replicó Joan.
—La persona que asesinó a Howard Jennings y la que mató a Susan Whitehead no tienen por qué ser la misma. Podrían ser crímenes no relacionados entre sí.
—No lo creo, y tú tampoco. Aunque los crímenes son muy diferentes en realidad se parecen mucho.
Parks negó con la cabeza cansinamente.
—Sé que eres lista y que yo soy muy tonto, pero cuanto más hablas menos te entiendo.
—Supongamos que no asesinaron a Jennings porque estuviera en el WITSEC. Supongamos que lo mataron porque trabajaba para Sean King.
—¿Por qué?
Joan hizo caso omiso de la pregunta.
—A Susan Whitehead la mataron y luego la llevaron a casa de Sean. En ninguno de los casos hay pruebas suficientes para demostrar que Sean asesinó a la víctima y, de hecho, en el caso de Whitehead las pruebas apuntan en otra dirección; Sean tenía una coartada.
—Pero no la tenía en el caso de Jennings, y su pistola fue el arma homicida —replicó Parks.
—Sí, Sean explicó la teoría del cambiazo del arma, y doy por sentado que te parece creíble.
—No digo ni que sí ni que no. Ahí va otra teoría: a Jennings lo mataron sus antiguos compinches e intentaron incriminar a King. El arma, sin coartada, el cadáver en su despacho, un montaje de lo más clásico.
—Sin embargo, ¿cómo estaban seguros? —preguntó Joan.
—¿Seguros de qué?
—Seguros de que Sean no tendría una coartada para esa noche. Podría haber recibido una llamada de emergencia mientras estaba de servicio o alguien que le hubiera visto mientras se cometía el crimen de Jennings.
—A no ser que estuvieran al tanto del recorrido de sus rondas, esperaran a que llegara al centro y entonces mataran a Jennings —replicó Parks—. Fue visto por allí a la hora del asesinato.
—Sí, le vieron, pero, insisto, si se hubiera topado con alguien de camino o hubiera recibido una llamada cuando estaba en el centro, tiene una coartada y está salvado.
—Entonces, ¿cómo queda la cosa? —preguntó Parker.
—Pues parece que a los artífices les da igual si se arresta o no a Sean por el delito. Y, por lo que sé, los artífices no suelen ser tan descuidados. Si se esforzaron por robarle el arma, reproducirla hasta el más mínimo detalle, matar a Jennings con la misma y luego dejarla en la casa de Sean, habrían escogido un lugar y una hora para el crimen que hubiera imposibilitado el hecho de que Sean tuviera una coartada. Es decir, no me convence que hayan planificado de manera tan meticulosa lo del arma y se hayan despreocupado por completo de la coartada. Los asesinos casi nunca tienen un método de trabajo tan esquizofrénico.
—Bueno, King podría haber preparado todo esto para confundirnos.
—¿Con el propósito de echar a perder la maravillosa vida por la que tanto ha luchado?
—Vale, te entiendo, pero ¿por qué te interesa tanto todo esto?
—Sean y yo trabajábamos juntos. Digamos que le debo mucho. O sea que si estás buscando al asesino, empieza por otro sitio.
—¿Tienes idea de dónde?
Joan desvió la mirada.
—Supongo que todo el mundo tiene ideas. —Y con esas palabras dio por concluido el encuentro.
Después de que Parks se marchara, enfadado y confundido, Joan extrajo el trozo de papel del bolso. Había convencido a uno de los ayudantes del sheriff del condado para que le dejase hacer una copia mientras King y el jefe de policía Williams estaban ocupados en otra cosa. Tras leerla, extrajo de la cartera otro trozo de papel que había conservado durante todos esos años. Lo desdobló con cuidado y observó las pocas palabras escritas en el mismo.
Eso cambiaba las cosas; ojalá pudiera estar completamente segura. Después de tanto tiempo parecía imposible, aunque tal vez no lo fuera. La nota que contemplaba era la que ella creía que Sean le había dejado en la habitación del hotel de Bowlington la mañana que Ritter había muerto. Tras pasar una noche haciendo el amor apasionadamente se había quedado dormida, y King había ido a cumplir con su obligación. Al despertarse, había visto la nota y hecho lo que pedía, aunque la petición conllevaba cierto riesgo profesional. Al fin y al cabo, correr riesgos era lo suyo. Al principio pensó que se trataba de una coincidencia, una coincidencia espantosa. Luego se había preguntado qué había tramado realmente Sean esa mañana. En aquel entonces no había dicho nada por una razón evidente. Ahora el nuevo rumbo que estaban tomando los acontecimientos le hacía ver todo el asunto desde una perspectiva diferente.
La pregunta era: ¿Qué debía hacer al respecto?