—Supongo que tú tampoco me crees.
Michelle y King conducían de vuelta a Wrighstburg a primera hora de la mañana.
—¿Sobre qué? —inquirió King.
—¡Simmons! El hombre que vi en el coche.
—Te creo. Viste lo que viste.
Lo miró, asombrada.
—Pues es evidente que Parks no me creyó. ¿Y tú por qué sí?
—Porque un agente del Servicio Secreto nunca olvida una cara.
Ella sonrió.
—Sabía que me gustaría estar contigo. Y mira, otra cuestión: al parecer no hay ninguna empresa de seguridad encargada del Fairmount. Así que el tipo que me detuvo era un impostor.
King se mostró muy preocupado,
—Michelle, podría tratarse del mismo tipo que mató a Loretta.
—Lo sé. Me libré por los pelos.
—¿Qué aspecto tenía? —Michelle lo describió—. Podría tratarse de cualquiera. Ningún rasgo especial.
—Probablemente no es por casualidad. ¿Otro callejón sin salida? Vaya, en este caso ya viene siendo una costumbre.
Más tarde se detuvieron en el camino de entrada de la casa de King. Cuando llegaron al final, King torció el gesto.
—¡Oh, cielos! —exclamó al mirar hacia arriba. Joan Dillinger caminaba con cara de pocos amigos frente a su casa.
Michelle también la había visto.
—La estimada señora Dillinger no parece muy contenta.
—Ya sé que desconfías de ella, pero no te precipites. Es una mujer muy perspicaz.
Michelle asintió.
King salió del todoterreno y se acercó a Joan.
—Te he estado llamando —dijo ella.
—He estado fuera —explicó King.
Joan se sobresaltó cuando Michelle Maxwell bajó del Land Cruiser. Mirando con recelo a King y luego a Michelle, dijo:
—¿Eres la agente Maxwell?
—Sí. De hecho nos conocimos hace unos años, cuando todavía estabas en el Servicio.
—Por supuesto. Has causado un gran revuelo en los periódicos últimamente.
—Pues sí —convino Michelle—. Una cobertura que me sobra.
—No me extraña. Qué sorpresa verte —dijo Joan mientras miraba fijamente a King—. No sabía que tú y Sean os conocierais.
—Es una relación reciente —dijo King.
—Ya. —Joan tocó a Michelle en el codo—. Michelle, ¿nos disculpas? Quisiera hablar con Sean de algo muy importante.
—Oh, ningún problema, de todos modos estoy agotada.
—Sean causa ese efecto en muchas mujeres. De hecho, incluso se le podría considerar peligroso para la salud de ciertas personas.
Las dos mujeres se miraron a los ojos durante unos instantes.
—Gracias por el consejo, pero sé cuidarme yo solita —espetó Michelle.
—No lo dudo. Pero según el contrincante podrías acabar fuera de juego.
—La verdad es que nunca me ha pasado.
—A mí tampoco. Dicen que la primera vez es realmente memorable.
—Lo tendré en cuenta. Quizá tú también deberías hacerlo.
—Adiós, Michelle —concluyó Joan—. Y muchas gracias por prestarme a Sean —añadió con frialdad.
—Sí, gracias, Mick —murmuró King entre dientes.
Michelle se marchó en el coche y King subió la escalera seguido de cerca por Joan, que emitía radiaciones de ira incandescente. El condenado recorriendo el último kilómetro era la analogía más cercana que se le ocurría, y en aquel momento le parecía demasiado cercana.
Una vez dentro, Joan se sentó a la mesa de la cocina mientras King ponía agua a calentar para preparar un té. Joan estaba a punto de estallar de rabia.
—¿Te importaría decirme qué hay entre Michelle Maxwell y tú?
—Ya te lo he dicho. Es un fenómeno reciente en mi vida.
—No creo en fenómenos como esos. ¿Pierde a Bruno y de pronto aparece en tu puerta?
—¿Qué más te da?
—¿Que qué más me da? ¿Estás loco? Estoy investigando la desaparición de Bruno y a ti sólo se te ocurre presentarte con la jefa de la unidad de protección a la que han suspendido del cargo por haberlo perdido.
—Acudió a mí porque los dos perdimos a candidatos presidenciales y quería comparar la situación. Eso es todo. En realidad Bruno no entra en la ecuación.
—Perdona que te diga, pero mi contador de idioteces está sonando tan fuerte que me zumban los oídos.
—Es la verdad, te guste o no. —Le tendió una taza vacía—. ¿Té? —le preguntó en tono amable—. Me parece que te sentaría bien. Tengo Earl Grey, de menta o el clásico, Lipton.
—¡A la mierda con el té! ¿De dónde veníais tú y ella? —quiso saber.
King siguió hablando con tranquilidad.
—Oh, de hace ocho años.
—¿Cómo?
—Estábamos rememorando el pasado.
—¿Hace ocho años? —Lo miró con expresión incrédula—. ¿Habéis ido a Bowlington?
—Bingo. ¿Leche y azúcar?
—¿Qué coño fuisteis a hacer allí?
—Lo siento. Me parece que no estás autorizada para esto.
Joan golpeó la mesa con el puño.
—¡Ya basta, Sean! ¡Cuéntamelo!
Dejó los preparativos del té y la miró de hito en hito.
—No es asunto tuyo, a no ser que tengas algo que ver con el asesinato de Ritter que yo no sepa.
Ella lo miró con cautela.
—¿Qué se supone que significa eso?
—¿Por qué no me lo dices tú?
Joan se recostó en el asiento, respiró hondo y se pasó la mano por el pelo enmarañado.
—¿Ella sabe que pasamos la noche juntos en el hotel?
—No importa lo que sepa o deje de saber, es algo entre tú y yo.
—Todavía no sé adónde quieres ir a parar, Sean. ¿Por qué sacas a relucir todo esto ahora?
—Quizá no sepa por qué. Y quizá me dé igual saberlo, así que dejemos este asunto. Es agua pasada, ¿verdad? Mejor no remover el pasado, ¿no? Que el capullo de Ritter descanse en paz, ¿vale? —Preparó el té y le tendió la taza llena—. Toma, es de menta, ¡bébetelo!
—Sean…
La agarró por el brazo y se inclinó muy cerca.
—Tómate el té.
Su voz baja y la mirada intensa parecieron tranquilizarla un poco. Joan alzó la taza y tomó un sorbo.
—Está bueno, gracias.
—De nada. Bueno, en cuanto a lo de la oferta de Bruno, supongo que la respuesta es sí, ¿cuál es el primer paso de nuestra pequeña asociación?
Aunque Joan seguía pareciendo enfadada, extrajo una carpeta del maletín y repasó el contenido. Respiró hondo y pareció purificarse.
—Necesitamos hechos. Así que he preparado una lista de personas a las que entrevistar. —Le pasó una hoja para que King la mirara.
—E ir a la escena del crimen y empezar desde allí.
King estaba recorriendo la lista con la mirada.
—De acuerdo, es muy completa. Todo el mundo, desde la señora Bruno a la señora Martin pasando por el coronel Mustard y el mayordomo. —Se detuvo al leer un nombre y alzó la vista hacia ella—. ¿Sidney Morse?
—En principio está en un psiquiátrico de Ohio. Comprobémoslo. Supongo que lo reconocerías, ¿no?
—Creo que nunca le olvidaré. ¿Alguna teoría para atacar?
—¿Me tomo todo este interés como un sí?
—Tómatelo como un quizá. ¿Teorías?
—Bruno tenía muchos enemigos. Es posible que ya esté muerto.
—En ese caso, la investigación ha terminado antes de empezar.
—No, el trato que tengo con la gente de Bruno es descubrir qué le pasó. Me pagan independientemente de que le encuentren vivo o muerto.
—Buena negociación. Ya veo que no has perdido perspicacia.
—El trabajo es el mismo aunque esté muerto. De hecho, es más problemático si no está vivo. Me pagan por obtener resultados, sean cuales sean.
—Muy bien, entendido. Estábamos hablando de teorías.
—Un bando hace que lo secuestren para influir en las elecciones. Que yo sepa, el distrito electoral de Bruno podría haber bastado para determinar el voto si negaba el apoyo a un partido o lo daba a otro.
—Mira, no me trago que un partido político importante secuestrara a Bruno. En otro país podría pasar, pero no aquí.
—Estoy de acuerdo. Resulta un tanto rocambolesco.
King dio un sorbo al té y dijo:
—Pues volvamos a fechorías más convencionales, ¿vale?
—Lo secuestraron por dinero y la petición de rescate está al caer.
—O lo secuestró una banda en la que causó estragos cuando era fiscal.
—Si es así, probablemente nunca encontremos el cadáver.
—¿Algún sospechoso en ese sentido?
Joan negó con la cabeza.
—Pensé que lo habría, pero la verdad es que no. Las tres peores organizaciones que ayudó a desarticular no tienen miembros activos en el exterior. Persiguió a varias bandas locales en Filadelfia después de marcharse de la capital, pero tendían a actuar en un barrio muy concreto y con armas muy poco sofisticadas, más que nada pistolas, navajas y teléfonos móviles. No habrían tenido la habilidad suficiente ni los recursos necesarios para secuestrar a Bruno delante de las narices del Servicio Secreto.
—De acuerdo, descartamos a los enemigos de su época de fiscal y los que se beneficiarían a nivel político, o sea que sólo nos queda el motivo puramente económico. ¿Vale tanto como para asumir el riesgo?
—Él solo, no. Como ya te dije, la familia de su mujer tiene dinero, pero tampoco son Rockefeller. Calculo que podrían pagar un millón de dólares, pero no más.
—Bueno, me parece mucho, pero en los tiempos que corren un millón de pavos no da para tanto como antes.
—Oh, me encantaría poder descubrirlo —declaró Joan. Lanzó una mirada a la carpeta—. El partido político de Bruno tiene fondos, pero de todos modos hay muchos otros blancos de los que podrían sacarse mayores beneficios.
—Y que no tienen al Servicio Secreto para protegerlos.
—Exactamente. Es como si quien secuestró a Bruno lo hubiera hecho por…
—¿Por el reto? —interrumpió King—. ¿Para demostrar que era más listo que el Servicio Secreto?
—Sí.
—Debían de tener información privilegiada. Alguien del equipo de Bruno.
—Existen varias posibilidades. Tendremos que comprobarlas.
—Perfecto. Pero ahora mismo voy a darme una ducha rápida.
—Supongo que investigar el pasado es un asunto sucio —comentó ella con sequedad.
—Y que lo digas —le soltó él mientras subía por la escalera.
Joan le habló desde abajo.
—¿Estás seguro de que quieres dejarme aquí sola? A lo mejor escondo una bomba nuclear en el cajón de los calcetines y te meto en un buen lío.
King entró en su dormitorio, encendió la luz del baño, abrió el grifo de la ducha y empezó a cepillarse los dientes. Se volvió para cerrar la puerta, no fuera que a Joan se le ocurriera alguna idea extraña.
Cuando la tocó con la mano y la empujó, notó que la puerta pesaba más de lo normal. Era mucho más pesada, como si le hubieran puesto un lastre. La adrenalina le subió inmediatamente. Abrió la puerta con la mano y mientras la hoja se balanceaba, se dio la vuelta con inquietud. El impulso que le había dado, junto con el aumento de peso, hizo que la puerta se cerrara con fuerza. Ni siquiera oyó el chasquido del cerrojo. Tenía la mirada fija en el motivo del peso extra en la puerta del baño.
Había visto muchas cosas perturbadoras en su vida. No obstante, la imagen de la conocidísima mujer de Wrightsburg y exclienta, Susan Whitehead, colgada de la parte posterior de la puerta de su cuarto de baño, mirándolo con ojos muertos y con un cuchillo enorme clavado en el pecho, casi le hizo caer al suelo.