Al entrar en el todoterreno, King se fijó rápidamente en el interior del vehículo de Michelle y fue incapaz de disimular el asco. Recogió el envoltorio de una barrita energética del suelo, junto a su pie, que todavía tenía un trozo de «chocolate energético» adherido. Los asientos traseros estaban llenos de todo tipo de objetos desperdigados: esquís acuáticos y de nieve, distintos remos y paletas, ropa de deporte, zapatillas, zapatos de vestir y un par de faldas, chaquetas y blusas, aparte de unas medias en el embalaje original. Había chándales, libros, incluido un ejemplar de las Páginas Amarillas del norte de Virginia, latas vacías de gaseosa y Gatorade, y una escopeta Remington y una caja de cartuchos. Y eso era sólo lo que estaba a la vista. A saber qué más había por ahí, el olor a plátano podrido le estaba castigando la nariz.
Miró a Michelle.
—Acuérdate de no invitarme nunca a tu casa.
Ella lo miró y sonrió.
—Ya te dije que era muy dejada.
—Michelle, esto es algo más que dejada. Esto es un vertedero andante, es la anarquía total y completa sobre ruedas.
—Qué filosófico. Por cierto, llámame Mick.
—¿Prefieres Mick a Michelle? Michelle es un nombre elegante, con estilo. Mick suena a exboxeador tocado convertido en portero con galones en el uniforme y medallas de pacotilla.
—El Servicio Secreto es un mundo masculino. Hay que seguirles la corriente, si quieres progresar.
—Llévales una sola vez en este coche y nunca te confundirán con nada que no sea un hombre, aunque te llamaras Gwendolyn.
—Vale, mensaje recibido. Bueno, ¿qué esperas encontrar ahí?
—Si lo supiera, probablemente no iría.
—¿Visitarás el hotel?
—No estoy seguro. No he vuelto desde lo ocurrido.
—Lo entiendo. No estoy segura de poder volver a esa funeraria.
—Por cierto, ¿se sabe algo sobre la desaparición de Bruno?
—Nada. No ha habido petición de rescate. ¿Por qué se habrán tomado la molestia de secuestrar a John Bruno, matando incluso a un agente del Servicio Secreto, y posiblemente al hombre a quien fue a presentar sus últimos respetos, para luego no hacer nada con él?
—Cierto, Bill Martin, el fallecido. Pensé que debían haberlo matado.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Por qué?
—No podían planear todo eso y esperar que el tipo estirara la pata en el momento adecuado. Y tampoco podían hacerlo al revés. El tipo se muere y entonces se esfuerzan para prepararlo todo en un par de días, y coincide justo con el momento en que Bruno pasa por allí. No, a él también lo asesinaron.
—Me impresiona tu análisis. Me dijeron que eras competente.
—Pasé mucho más tiempo en investigaciones que como escudo humano. Todos los agentes se esfuerzan lo indecible para llegar a la unidad de protección y sobre todo a ser escoltas del presidente y, cuando lo consiguen, están ansiosos por volver a investigaciones.
—¿A qué crees que se debe eso?
—El horario es lamentable, además no controlas tu vida para nada. Te limitas a estar por ahí esperando un disparo. Yo lo odiaba, pero no tenía mucho donde elegir.
—¿Te asignaron a la unidad de protección del presidente?
—Sí. Me costó años de sudor y lágrimas llegar hasta allí. Luego pasé dos años en la Casa Blanca. El primer año fue fantástico, pero después ya no tanto. Significaba viajar constantemente, tener que tratar con los mayores egos del mundo y soportar que te trataran como si estuvieras dos escalafones por debajo del jardinero de la Casa Blanca. Sobre todo los miembros del personal que tenían una edad mental de doce años y no sabían distinguir su culo de un agujero en el suelo y se pasaban el día arremetiendo contra nosotros por cualquier cosa. Lo irónico es que acababa de dejar esa unidad cuando me asignaron la protección de Ritter.
—Vaya, qué alentador, teniendo en cuenta que me he pasado varios años intentando conseguir ese puesto.
—No te estoy diciendo que no lo intentes. Viajar en el Air Force One es emocionante. Y que el presidente de Estados Unidos te diga que estás haciendo un buen trabajo también resulta satisfactorio. Sólo digo que no te creas todo el despliegue. En muchos sentidos es como cualquier otro trabajo de protección. Al menos en investigaciones acabas arrestando a tipos malos. —Hizo una pausa y miró por la ventana—. Hablando de investigaciones, hace poco Joan Dillinger reapareció en mi vida y me hizo una oferta.
—¿Qué tipo de oferta?
—Ayudarla a encontrar a John Bruno.
Michelle estuvo a punto de salirse de la carretera.
—¿Qué?
—La gente de Bruno ha contratado a su empresa para que lo encuentren.
—Perdona, pero ¿no sabe que el FBI lleva el caso?
—¿Y qué? La gente de Bruno puede contratar a quien quiera.
—Pero ¿por qué implicarte?
—Me dio una explicación que no me acabo de creer. Así que no sé porqué.
—¿Vas a aceptar?
La miró.
—¿Tú qué crees? ¿Debería hacerlo?
Ella le dedicó una mirada rápida.
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Pareces albergar tus sospechas sobre la mujer. Si está implicada en el asesinato de Ritter y ahora está involucrada en otro asunto con un candidato del tercer partido, ¿no te parece interesante? ¿Tú qué crees, debo o no debo… Mick?
—Mi primera respuesta sería que no, que no deberías.
—¿Por qué? ¿Porque podría acabar saliéndome el tiro por la culata?
—Sí.
—¿Y tu segunda respuesta, que estoy seguro que es mucho más interesada y maquinadora que la primera?
Ella lo observó, vio su expresión divertida y sonrió con aire de culpabilidad.
—De acuerdo, mi segunda respuesta sería que aceptes.
—Porque así estaré metido en la investigación y te podré contar todo lo que averigüe.
—Bueno, todo no. Si Joan y tú reaviváis el romance, la verdad es que no quiero saber todos los detalles al respecto.
—No te preocupes. Las viudas negras devoran a sus parejas. La primera vez apenas conseguí escapar.