Michelle estaba sentada en la cama frente al ordenador portátil, navegando por la base de datos del Servicio y encontrando ciertos datos interesantes. Estaba ensimismada y concentrada, pero cuando sonó el móvil, dio un salto de la cama y lo tomó. La pantalla decía «Identidad oculta» pero contestó de todos modos, esperando que fuera King. Sus primeras palabras le resultaron muy gratas.
—¿Dónde quieres que nos veamos? —preguntó ella como respuesta a su sugerencia.
—¿Dónde te alojas?
—En un hotelito pintoresco situado a unos seis kilómetros de tu casa por la Ruta 29.
—¿El Winchester? —preguntó él.
—Ese mismo.
—Bonito lugar. Espero que estés disfrutando.
—Disfruto.
—Hay una taberna llamada The Sage Gentleman a un kilómetro y medio de donde estás.
—He pasado por delante camino de aquí. Parece muy selecta.
—Lo es. ¿Quedamos para almorzar a las doce y media?
—No me lo perdería por nada del mundo. Sean, te agradezco que me hayas llamado.
—No me des las gracias hasta que hayas oído lo que tengo que decirte.
Se encontraron en el amplio porche que rodeaba el antiguo edificio de estilo Victoriano. King llevaba una americana de sport, un jersey de cuello alto verde y pantalones de sport beis. Maxwell vestía una falda plisada negra y larga y un suéter blanco. Las elegantes botas de vestir la situaban a menos de tres centímetros de altura de King. El cabello oscuro le caía sobre los hombros e incluso se había maquillado un poco, algo que no solía hacer. El trabajo del Servicio Secreto no se prestaba a seguir los dictados de la moda. Sin embargo, como el protegido solía asistir a eventos sociales con gente rica y bien vestida, el guardarropa y la costumbre de arreglarse de un agente tenían que estar a la altura de las circunstancias, lo cual no siempre resultaba fácil. Así, un viejo dicho de la agencia rezaba: «Viste por valor de un millón de pavos con el sueldo de un obrero.»
King señaló el Toyota Land Cruiser azul oscuro con baca en la zona de aparcamiento.
—¿Es tuyo?
Ella asintió.
—Practico muchos deportes en mi tiempo libre y ese coche llega a todas partes y transporta todo lo que necesito.
—Eres agente del Servicio Secreto, ¿cuándo tienes tiempo libre?
Se sentaron a la mesa en la parte trasera del restaurante. El local no estaba muy lleno y disfrutaban del máximo de intimidad posible en un lugar público.
Cuando llegó el camarero y les preguntó si ya sabían lo que iban a tomar, Michelle respondió inmediatamente:
—Sí, señor.
King sonrió al oírla, pero no dijo nada hasta que el camarero se hubo marchado.
—Tardé años en superarlo.
—¿Superar qué? —preguntó ella.
—Llamar «señor» a todo el mundo. Desde los camareros hasta los presidentes.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que nunca he sido consciente de que lo decía.
—Es normal, es una costumbre arraigada. Igual que muchas otras. —Adoptó una expresión reflexiva—. Hay un aspecto de tu persona que me sorprende.
Ella esbozó una ligera sonrisa.
—¿Sólo uno? Qué decepción.
—¿Por qué una mujer tan inteligente y tan deportista como tú se hizo agente de la ley? No es que me parezca mal, pero calculo que tendrías muchas otras oportunidades.
—Por cuestión genética, supongo. Mi padre, mis hermanos, tíos, primos son todos policías. Mi padre es el jefe de policía de Nashville. Quería ser la primera mujer de mi familia en serlo. Pasé una temporada como agente de policía en Tennessee y luego decidí romper la tradición familiar y solicité la entrada en el Servicio. Me aceptaron y el resto ya es historia.
Cuando el camarero les sirvió la comida, Michelle atacó su plato mientras King saboreaba el vino tranquilamente.
—Deduzco que has estado aquí otras veces —comentó ella entre bocado y bocado.
King asintió mientras terminaba su copa de burdeos y empezaba a comer.
—Aquí traigo a clientes, amigos y a colegas. En esta zona hay varios sitios excelentes. Están todos medio escondidos en los recovecos de por aquí.
—¿Eres abogado de juicios?
—No. Testamentos, fideicomisos, acuerdos comerciales.
—¿Te gusta?
—Me sirve para pagar las facturas. No es el trabajo más emocionante del mundo, pero las vistas son maravillosas.
—Este sitio es muy bonito. Entiendo por qué te trasladaste a un lugar como este.
—Tiene sus ventajas e inconvenientes. Aquí, a veces te dejas llevar por la falsa ilusión de estar protegido del estrés y las tribulaciones del resto del mundo.
—Pero los problemas tienden a perseguirte, ¿no?
—Luego crees que realmente puedes olvidar el pasado y empezar una nueva vida.
—Y es así, ¿verdad? Es cierto que lo has olvidado.
—Sí, completamente olvidado.
Ella se secó la boca con la servilleta.
—¿Por qué querías verme?
Él alzó la copa de vino vacía.
—¿Qué te parece si me acompañas? Ahora no estás de servicio.
Michelle vaciló, pero al final acabó aceptando.
En cuanto se tomaron el vino y terminaron la comida, King sugirió que pasaran a un pequeño salón. Allí se hundieron en viejas butacas de cuero y respiraron el aroma combinado de los puros y el tabaco de pipa, intensificado por el olor de los libros antiguos y encuadernados en cuero de las estanterías de nogal carcomido que revestían las paredes. Tenían el salón para ellos solos y King levantó la copa hacia la luz que se filtraba por la ventana y luego aspiró el aroma del vino antes de dar un sorbo.
—Es bueno —dijo Michelle después de dar un trago.
—Dentro de diez años no parecerá el mismo.
—No sé nada de vinos aparte de distinguir entre el tapón de corcho y el de rosca.
—Hace ocho años a mí me pasaba lo mismo. De hecho, la cerveza era mi especialidad. Y también encajaba mejor con mi presupuesto.
—Entonces, ¿cuando dejaste el Servicio pasaste de la cerveza al vino?
—En aquel momento se produjeron muchos cambios en mi vida. Un amigo mío era un gran sumiller y me enseñó todo lo que sé. Adoptamos un enfoque metódico, fuimos de los vinos franceses a los italianos e incluso nos detuvimos en los blancos de California, aunque él era un poco esnob al respecto. Para él, los tintos son lo imprescindible.
—Hum, me pregunto si eres el único entendido en vinos que ha matado a gente. Me refiero a que parece que una cosa no cuadra con la otra, ¿no?
Bajó la copa y la miró con expresión divertida.
—Vaya, ¿es que ser amante del vino te parece remilgado? ¿Sabes cuánta sangre se ha derramado por el vino?
—¿A qué te refieres, mientras se bebía o mientras se hablaba de él?
—¿Qué más da? La muerte es la muerte, ¿no?
—Seguro que tú lo sabes mejor que yo.
—Si imaginas que es una simple cuestión de hacer una muesca en el arma después de la hazaña, te equivocas.
—Nunca he pensado eso. Supongo que la muesca se queda en el alma, ¿no?
Dejó la copa sobre la mesa.
—¿Y si intercambiamos información?
—Estoy preparada, dentro de lo razonable.
—Quid pro quo. Con un valor similar.
—¿Según quién?
—Te lo pondré fácil. Empezaré yo.
Michelle se recostó en el asiento.
—Tengo curiosidad, ¿por qué?
—Supongo que podemos atribuirlo al hecho de que eres una protagonista de tu pesadilla tan poco intencionada como yo en la mía hace ocho años.
—Sí. Dijiste que éramos hermanos de sangre.
—Joan Dillinger estaba en el hotel aquella noche.
—¿En tu habitación?
King asintió con la cabeza.
—Te toca.
Michelle pensó sobre el dato que le acababa de proporcionar durante unos instantes.
—De acuerdo, hablé con una de las camareras que trabajaba en el hotel cuando mataron a Ritter. Se llama Loretta Baldwin. —King pareció desconcertarse al oír aquello—. Loretta dice que limpió tu habitación aquella mañana y que encontró unas bragas de encaje negras en la lámpara del techo. —Hizo una pausa antes de añadir con expresión totalmente seria—: Supongo que no eran tuyas. No pareces del tipo que le va el encaje.
—No. Y el negro no es mi color preferido para la ropa interior.
—¿No estabas casado en aquella época?
—Separado. Mi mujer tenía la fea costumbre de acostarse con otros cuando yo estaba de viaje, lo cual sucedía casi siempre. Creo que incluso empezaron a traerse el pijama y el cepillo de dientes. Realmente me sentía fuera de combate.
—Es bueno que seas capaz de bromear al respecto.
—Si me hubieras preguntado hace ocho años, no habría sido tan simplista. En realidad el tiempo no cura, sólo hace que te importe un bledo.
—Entonces qué, ¿tuviste una aventura con Joan Dillinger?
—Lo curioso es que en aquel momento parecía algo más serio. Cuando lo pienso me parece una estupidez. Joan no es de ese tipo de mujeres.
Michelle se inclinó hacia delante.
—Lo del ascensor…
King la interrumpió.
—Es tu turno. Me estoy cansando de recordártelo.
Michelle exhaló un suspiro y se recostó en el asiento.
—De acuerdo, Dillinger ya no está en el Servicio.
—No sirve, ya lo sabía. ¿Qué más?
—Loretta Baldwin me contó que se había escondido en el cuarto de suministros que había al final del pasillo en el que estaba el salón donde murió Ritter.
King se mostró interesado.
—¿Por qué?
—Estaba muy asustada y echó a correr. Todo el mundo corría.
—No todo el mundo —repuso King con sequedad—. Yo me quedé en mi sitio.
—Ahora háblame del ascensor.
—¿Por qué te importa tanto? —le preguntó con severidad.
—¡Porque parece que te cautivó! Hasta tal punto que ni siquiera te diste cuenta de que tenías un asesino delante hasta que disparó.
—Me distraje.
—No creo. Oí el ruido en la cinta de vigilancia del hotel. Y parecía la llegada del ascensor. Y pienso que cuando se abrieron esas puertas, lo que viste o a quien viste te llamó la atención y te mantuvo distraído hasta que Ramsey disparó. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y dado que los ascensores estaban bloqueados por el Servicio Secreto, calculo que quien estaba allí era un agente del Servicio Secreto porque ¿quién podía haber subido sin que se lo impidieran? Y apuesto a que ese agente era Joan Dillinger. Y también creo que por algún motivo la estás encubriendo. ¿Vas a decirme que me equivoco en todo?
—Aunque tu hipótesis sea cierta, da igual. La cagué y Ritter murió por ello. No hay excusas que valgan, a estas alturas deberías saberlo.
—Pero si te distraen a propósito, la cosa cambia.
—No fue eso.
—¿Cómo lo sabes? ¿Por qué otro motivo iba a estar en ese ascensor en el preciso instante en que Ramsey decidió disparar? —Ella misma respondió la pregunta—: Porque sabía que el ascensor bajaría y que la persona que iba en él te distraería, con lo cual tendría la oportunidad de matar a Ritter, por eso. Esperaba la llegada del ascensor antes de disparar.
Se recostó en el asiento con una expresión no tanto de triunfo como de desafío, como la que había mostrado en la televisión durante la rueda de prensa que King había visto.
—No es posible, créeme. Piensa que fue la acción más inoportuna del mundo, eso es todo.
—Seguro que no te sorprende si no te creo.
Permaneció sentado en silencio, tanto tiempo que de hecho Michelle acabó levantándose.
—Mira, gracias por la comida y la información sobre el vino. Pero no me digas que un tipo listo como tú no se mira en el espejo cada mañana y se pregunta ¿qué habría pasado si…?
Mientras se disponía a marcharse le sonó el teléfono móvil. Contestó.
—¿Diga? Sí, soy yo. ¿Quién? Oh, sí, hablé con ella. ¿Cómo ha conseguido este número? ¿Mi tarjeta? Oh, sí. No entiendo por qué llama. —Escuchó un poco más y empalideció—. No lo sabía. Dios mío, cuánto lo siento. ¿Cuándo ha pasado? Ya veo. Sí, gracias. ¿Le puedo llamar a algún número?
Colgó, sacó un boli y papel del bolso, anotó el número y se sentó lentamente en el sillón que había junto a King.
Él la miró con perplejidad.
—¿Estás bien? Tienes mal aspecto.
—No, no estoy bien.
Él se inclinó hacia delante y le apoyó la mano en el hombro para tranquilizarla. Michelle estaba temblando.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién era?
—La mujer con la que hablé que trabajaba en el hotel.
—¿La camarera Loretta Baldwin?
—Era su hijo. Encontró mi nombre en la tarjeta que dejé allí y me ha llamado.
—¿Por qué? ¿Le ha sucedido algo a Loretta?
—Está muerta.
—¿Qué ha sido? ¿Un ataque al corazón? ¿Un accidente?
Negó con un gesto.
—La han asesinado. Le hice todas esas preguntas sobre el asesinato de Ritter y ahora está muerta. No puedo creer que guarde alguna relación, pero tampoco puedo creerme que no la guarde.
King se puso en pie de un salto tan brusco que Michelle se sobresaltó.
—¿Tienes el depósito de gasolina lleno? —preguntó.
—Sí —respondió ella un tanto confusa—. ¿Por qué?
King parecía estar hablando solo.
—Llamaré a las personas con quien tengo cita hoy y se lo diré.
—¿Se lo dirás? ¿Qué les dirás?
—Que no podré reunirme con ellas. Que me marcho.
—¿Adónde vas?
—No voy solo, vamos tú y yo. Vamos a Bowlington, Carolina del Norte, para averiguar por qué está muerta.
Se volvió y se dirigió hacia la puerta. Michelle no le siguió, se quedó allí sentada, desconcertada.
King se volvió.
—¿Qué pasa?
—No estoy segura de querer volver allí.
King regresó donde estaba y se colocó delante con expresión adusta.
—Has aparecido de la nada y me has formulado un montón de preguntas personales. Querías respuestas y te las he dado. Vale, ahora yo también estoy oficialmente interesado. —Hizo una pausa antes de gritar—: ¡Vamos, agente Maxwell, no dispongo de todo el día!
Michelle se puso en pie rápidamente.
—Sí, señor —dijo como una autómata.