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Michelle recorría el pasillo arriba y abajo, mirando el reloj y escuchando la lúgubre música del hilo musical. Llegó a la conclusión de que, si uno no estaba ya triste, deprimido o quizás al borde del suicidio antes de llegar, aquella música anestesiante conseguía que lo estuviera en cuestión de cinco minutos. Estaba furiosa porque Bruno hubiera cerrado la puerta, pero lo había permitido. Se suponía que no debía perder de vista a su protegido, pero las circunstancias de la vida a veces se imponen a las normas. Aun así, volvió a mirar a uno de sus hombres y preguntó por quinta vez:

—¿Estáis absolutamente seguros de que está todo en orden?

El hombre asintió.

Tras aguardar unos momentos, se acercó a la puerta y llamó con los nudillos.

—¿Señor Bruno? Tenemos que marcharnos, señor.

No hubo respuesta y Michelle exhaló un suspiro inaudible. Conocía al resto de los agentes perfectamente, todos ellos tenían más años de servicio que ella, y estaban pendientes de su actuación. Había aproximadamente 2.400 agentes de campo y sólo el siete por ciento de ellos eran mujeres, muy pocas en cargos de autoridad. No, no era fácil.

Volvió a llamar.

—¿Señor?

Transcurrieron varios segundos más y Michelle sintió un nudo en el estómago. Probó a abrir con el pomo y alzó la vista con una mueca de incredulidad.

—Está cerrada.

Otro agente se la quedó mirando, igualmente perplejo.

—Bueno, entonces tiene que haberla cerrado él.

—Señor Bruno, ¿está bien? —preguntó, e hizo una pausa—. Señor, respóndame o vamos a entrar.

—¡Un momento! —Era la voz de Bruno; no había duda.

—Muy bien, señor, pero hemos de irnos.

Pasaron dos minutos más. Michelle negó con la cabeza y llamó de nuevo a la puerta. No hubo respuesta.

—Señor, llegamos tarde —insistió. Y dirigió una mirada al jefe de personal de Bruno, Fred Dickers—. Fred, ¿te importaría probar?

Dickers y ella ya hacía tiempo que habían llegado a un punto de comprensión mutua. Como vivían prácticamente juntos veinte horas al día, la jefa del equipo de seguridad y el jefe de personal tenían que llevarse bien, por lo menos en los asuntos del trabajo. Aún no lo habían logrado del todo, ni lo harían nunca, pero en este caso evidentemente estaban de acuerdo.

Dickers asintió y llamó al candidato:

—John, soy Fred; tenemos que ponernos en marcha. Vamos retrasados en el horario —dijo; y llamó a la puerta—. John, ¿me oyes?

Una vez más Michelle sintió una tensión en los músculos del estómago. Algo iba mal. Apartó a Dickers de la puerta y volvió a llamar.

—Señor Bruno, ¿por qué ha cerrado la puerta?

No hubo respuesta. En la frente de Michelle apareció una gota de sudor. Dudó por un momento, pensó rápido y de pronto gritó hacia la puerta:

—Señor, su esposa está al teléfono; uno de sus hijos ha sufrido un accidente grave.

La respuesta fue escalofriante:

—¡Un momento!

Michelle gritó a los agentes que le acompañaban:

—¡Echadla abajo! ¡Echadla abajo!

Arremetieron contra la puerta una y otra vez hasta que por fin cedió y entraron todos en la sala.

Allí no había nadie, a excepción de un cadáver.