Michelle compró un billete para un pequeño avión y dio un salto a Carolina del Norte. Como ya no tenía credenciales ni placa, tuvo que facturar la pistola y una navaja que siempre llevaba y recuperarlas cuando el aparato hubo aterrizado. Michelle alquiló un coche y condujo una hora aproximadamente hasta la pequeña población de Bowlington, situada a ochenta kilómetros al este del límite de Tennessee y a la sombra de las Great Smoky Mountains. No obstante, no quedaba gran cosa de la población, tal como descubrió enseguida. La zona había prosperado en su día gracias a la industria textil, según lo que le contó un viejo que encontró en la gasolinera donde se detuvo.
—Ahora hacen todo eso en China o Taiwan por cuatro chavos, no en Estados Unidos —se lamentó el hombre—. ¿Qué nos queda? Poca cosa.
Subrayó el comentario escupiendo tabaco en un frasco de conservas, cobró el refresco de Michelle y le devolvió el cambio. Le preguntó para qué había venido, pero ella respondió con una evasiva.
—Estoy de paso.
—Bueno, señora, le advierto que no hay mucho a donde ir de paso por aquí.
Se metió en el coche y atravesó la población casi desierta y empobrecida. Vio a un buen número de ancianos sentados en sus desvencijados porches o arrastrándose por sus patios pequeños y míseros. Cuando se detuvo en el sitio, Michelle se preguntó por qué Clyde Ritter había considerado ocho años antes que debía parar allí en su campaña electoral. Probablemente podría haber conseguido más votos en un cementerio.
A unos kilómetros de la población propiamente dicha estaba el hotel Fairmount, que no sólo había conocido días mejores, sino que parecía estar a punto de desplomarse. El edificio tenía ocho plantas y estaba rodeado por una alambrada de dos metros de altura. Tenía un estilo muy ecléctico. El edificio tenía más de cien años de antigüedad y parecía gótico en algunas partes, con falsas torretas, balaustradas y torres; y mediterráneo a juzgar por otros detalles, con sus paredes de estuco y su techo de tejas rojas. Michelle decidió que era tan feo que cualquier calificativo se quedaba corto. Ni siquiera el término «mastodonte blanco» acababa de hacerle justicia.
Había indicaciones de «Prohibido el paso» en la reja, pero no vio ninguna caseta de vigilancia ni ningún guarda que hiciera rondas. Advirtió un agujero en la reja. No obstante, la formación recibida en el Servicio Secreto no había sido en vano y antes de entrar decidió efectuar un reconocimiento del lugar.
El terreno era bastante llano por todas partes excepto cerca de la parte posterior del edificio, donde bajaba hasta la valla. Michelle calculó el ángulo de inclinación hasta la valla y sonrió. Había ganado campeonatos estatales de salto de altura y de longitud dos años seguidos. Con un poco de sangre en las venas, un buen viento a favor y aprovechando la bajada, podría saltar la maldita valla. Diez años atrás probablemente lo habría intentado sólo por divertirse. Siguió caminando y luego decidió internarse un poco en el bosque. Cuando oyó agua se adentró más aún entre la densa arboleda.
En pocos minutos hubo localizado la procedencia del sonido. Fue al borde del despeñadero y miró hacia abajo. Había una caída de unos diez metros hasta el agua. El río no era muy ancho, pero avanzaba rápido y parecía bastante profundo. Había un par de salientes finos en el despeñadero y unas pequeñas rocas que colgaban a los lados. Mientras miraba, una se desprendió, cayó abajo y chocó contra la superficie del agua y luego se fue arrastrada por la fuerza de la corriente. Ante este espectáculo experimentó un repentino escalofrío; nunca le habían gustado mucho las alturas, así que dio media vuelta y volvió; la luz del sol iba menguando.
Después de colarse por el hueco de la valla, Michelle se abrió paso hasta la gran entrada frontal, pero estaba cerrada con llave y cadenas. Más adelante encontró una gran ventana rota en el lado izquierdo y se introdujo por allí. Por supuesto no había electricidad, por lo que había traído una linterna. La encendió y empezó a mirar. Pasó por salas llenas de polvo, humedad, moho e incluso bichos que corretearon entre las sombras. También vio mesas volcadas, colillas, botellas de licor vacías y condones usados. De hecho, parecía que el hotel abandonado servía como club nocturno de múltiples usos para los pocos menores de edad de Bowlington.
Se había traído el plano del Fairmount que formaba parte del informe oficial y que su amigo le había proporcionado. Con este documento enseguida encontró el camino al vestíbulo y, desde allí, al salón interior donde había muerto Clyde Ritter. Ahora estaba revestido de caoba, tenía llamativas lámparas de araña y una moqueta color burdeos. Al cerrar la puerta tras de sí el lugar quedó muy silencioso. Michelle agradeció el contacto de su pistola en la cintura. Había cambiado la 357 que había entregado por una elegante Sig 9mm. Todo agente federal tenía un arma personal de reserva.
El motivo de su presencia allí era únicamente satisfacer su curiosidad morbosa. Había algunos paralelismos interesantes que la intrigaban. El secuestro de Bruno también había ocurrido en una población rural desconocida, no muy lejos de allí. Se había producido en un edificio antiguo, aunque fuera una funeraria en vez de un hotel. En la trama contra Bruno tenía que haber habido alguna fuente interna; de eso no le cabía duda. Y con lo que había descubierto hasta el momento sobre el asesinato de Ritter, cada vez estaba más convencida de que también había alguna fuente interna implicada. Quizá lo que aprendiera de este caso le ayudaría con su dilema personal; por lo menos eso esperaba. Siempre sería mejor que quedarse llorando en una habitación de hotel.
Michelle se apoyó en la mesita de una esquina y consultó el informe, que contenía un diagrama detallado con la situación de todos los actores de la escena de aquel día. Se colocó en el lugar en el que habría estado Sean King con Clyde Ritter justo delante. Recorrió la sala con la mirada y observó dónde se había colocado un agente del Servicio Secreto, otro y otro más. La multitud estaba detrás de un cordón y Ritter estaba inclinado por encima para saludar. Varios miembros del equipo de la campaña de Ritter estaban repartidos por el salón. Sidney Morse estaba justo al otro lado del cordón. También había visto a Sidney Morse en el vídeo: había salido gritando, como todo el mundo. Doug Denby, el jefe de organización de Ritter, estaba junto a la puerta. El asesino, Arnold Ramsey, se encontraba al fondo de la sala, pero se había abierto paso lentamente hacia delante hasta situarse frente a su víctima. Llevaba un cartel que decía «ADC» o «Amigo de Clyde» y, según la mirada experta de Michelle, en el vídeo no le pareció que presentara un aspecto peligroso.
Michelle miró a la derecha y vio la hilera de ascensores. Imaginó que era Sean King durante unos instantes más y miró a derecha e izquierda, barriendo la sala con la vista, simulando que hablaba por el micrófono, con una mano extendida, como si estuviera tocando la sudorosa espalda de Ritter. Luego miró, como había hecho King, a la derecha y mantuvo allí la mirada tanto como él; contó los segundos mentalmente. Lo único destacable que había en aquella dirección era la batería de ascensores. La campanilla que había oído tenía que haber procedido de allí.
El «disparo» la sobresaltó tanto que sacó la pistola y apuntó a todos los rincones de la sala. Respiraba tan fuerte y temblaba tanto que se vio obligada a sentarse en el suelo, mareada. Enseguida se dio cuenta de que aquel ruido no era nada raro en un hotel abandonado que se caía a pedazos; no obstante, se había producido en el momento menos propicio. Tuvo que maravillarse ante la capacidad de King de soportar una semejante sorpresa y, aun estando herido, mantener la presencia de ánimo para sacar el arma y abatir a un hombre armado. ¿Habría podido aislarse ella del dolor en la mano, el caos que la rodeaba, y disparar? Ahora que había experimentado en parte la situación por sí misma, el respeto que le inspiraba King aumentó varios enteros.
Recobró la compostura, miró hacia los ascensores y luego al informe. El problema era que, según el informe oficial, el Servicio Secreto había desconectado los ascensores por motivos de seguridad. Se suponía que no tenía que oírse ninguna campanilla. Sin embargo, ella la había oído. Y a King le había llamado la atención algo en esa zona, o por lo menos en esa dirección. Aunque él había afirmado que sólo estaba recorriendo el espacio con la vista, Michelle se preguntó si habría algo más. Miró una foto de la sala en la época del asesinato. La moqueta la habían puesto después. En esa época el suelo era de madera. Se levantó, extrajo la navaja y, calculando el punto, cortó la moqueta. Después de levantarla y dejar expuesto un cuadrado de un metro por un metro lo iluminó con la linterna.
Las manchas oscuras aún estaban ahí. Era casi imposible eliminar la sangre de la madera. Había que sustituir los tablones, y la dirección del Fairmount había optado por enmoquetarlo directamente. «La sangre de King y de Clyde Ritter», pensó. Estaba mezclada para siempre jamás. A continuación se dirigió a la pared que había detrás del lugar que había ocupado King. La bala que había matado a Clyde Ritter y que había herido al agente se había alojado allí, aunque la habían extraído hacía ya mucho tiempo. Las paredes tapizadas que había en el momento del asesinato del candidato se habían sustituido por gruesos paneles de caoba. Esto también era para tapar, como si los propietarios del hotel pudieran borrar así lo ocurrido. No había funcionado, puesto que el hotel cerró poco después de la muerte de Ritter.
Michelle se encaminó a la sección de oficinas que había tras la recepción. Había grandes archivadores apilados contra una pared y aún quedaban papeles, bolígrafos y otros artículos de oficina sobre las mesas, como si hubieran abandonado el lugar en pleno día. Se dirigió a los archivadores y se sorprendió al ver que estaban llenos. Empezó a registrar su contenido. Aunque sin duda el hotel tendría ordenadores cuando mataron a Ritter, al parecer también guardaban copias de seguridad en papel. Aquello facilitaba mucho las cosas. Con la linterna acabó por encontrar los archivos correspondientes a 1996 y por fin los del día específico en que Ritter había estado allí. De hecho, los únicos archivos que había eran de 1996 y principios de 1997. Michelle dedujo que el hotel debió de cerrar poco después del asesinato, y que nadie se había molestado en vaciar aquello.
La comitiva de Ritter se había alojado una noche en el Fairmount. King se había registrado en el hotel con sus ayudantes. El registro mostraba que King había ocupado la habitación 304.
Se dirigió por la escalera principal hasta la tercera planta. No tenía una llave maestra, pero sí tenía su juego de ganzúas, y la puerta enseguida cedió. Ventajas de haber sido adiestrada como agente federal. Entró, miró alrededor y no encontró nada más que lo que se podía esperar en un lugar así: un caos. Vio que había una puerta que conectaba con la habitación contigua, la 302. Entró y vio una habitación exactamente igual a la que acababa de dejar.
Ya abajo, estaba a punto de irse cuando se le ocurrió una idea. Volvió a la zona de oficinas y buscó los informes de los empleados. Desgraciadamente, ahí se quedó bloqueada. Se paró a pensar y luego comprobó el plano del hotel, localizó el almacén principal de productos de limpieza y se dirigió hacia allí. La estancia era grande y estaba llena de estantes, mostradores vacíos y una mesa. Michelle miró al otro lado de la mesa y luego inspeccionó un gran armario que estaba apoyado contra una de las paredes. Allí encontró lo que buscaba, un portafolios con los nombres y las direcciones del personal de limpieza en un papel enmohecido y arrugado. Se llevó la lista y volvió a las oficinas para buscar una guía telefónica. Sin embargo, la única que encontró era muy antigua y por tanto resultaba inútil. Cuando salió de la oscuridad del hotel al exterior se sorprendió al ver que había pasado más de dos horas allí.
Se registró en un motel y buscó los nombres y las direcciones de las camareras de pisos de la lista de empleados en la guía telefónica de la habitación para ver si algún miembro del personal vivía en la zona. Descubrió que tres de ellas no se habían mudado. En el primer caso no hubo respuesta, y dejó un mensaje. En los otros dos, respondieron al teléfono, y en ambos casos eran las antiguas camareras del hotel. Michelle se identificó como directora de documentales que trabajaba en un proyecto sobre asesinatos de políticos y que realizaba entrevistas a personas que hubieran vivido de cerca el asesinato de Ritter. Sorprendentemente, las dos mujeres se mostraron bien dispuestas a colaborar. Quizá no fuera tan sorprendente, pensó luego, porque ¿qué más había que hacer por allí? Michelle se citó con las dos al día siguiente. Luego cenó algo rápido en un restaurante de carretera donde, en un plazo de diez minutos, intentaron ligar con ella tres tipos con sombrero de vaquero. Cuando el tercero le soltó su discurso, ella mordió su hamburguesa con queso que sujetaba con una mano, le mostró la pistola con la otra y se quedó mirando a su pretendiente, que salió corriendo. «Qué pesadez, tener tanto éxito», pensó. Después de cenar se pasó un par de horas en la habitación repasando las preguntas que haría a las mujeres. Mientras tanto, la otra excamarera de pisos le devolvió la llamada y también aceptó hablar con ella al día siguiente. Mientras se adormilaba, Michelle se preguntaba adónde quería ir a parar realmente con todo aquello.
En el exterior del motel, el viejo Buik, con el tubo de escape aún traqueteando y emitiendo un humo denso, se detuvo frente a su habitación. El conductor paró el motor y se quedó allí sentado, con la mirada fija en la puerta de Michelle. Tan concentrado estaba que parecía poder ver a través de las paredes, quizás hasta penetrar en la mente de la agente del Servicio Secreto.
El día siguiente prometía ser interesante. No se había imaginado que Michelle Maxwell había viajado hasta allí para realizar su propia investigación. Pero ahora que lo había hecho, habría que tenerlo en cuenta, con sumo cuidado. Había elaborado con meticulosidad su lista de objetivos y no tenía ningún deseo de aumentar el número imprudentemente. No obstante, los planes cambian con el desarrollo de los acontecimientos; había que ver si Maxwell se iba a convertir en un objetivo.
Quedaba muchísimo por hacer y una agente del Servicio Secreto entrometida podía convertirse en una fuente de problemas graves. Dudaba sobre si matarla en aquel preciso momento; de hecho alargó el brazo hasta el suelo del coche para agarrar su arma favorita. En el momento que rodeaba el duro metal con los dedos meditó sobre el asunto y aflojó la mano.
La poca preparación y las numerosas complicaciones posibles la habían apartado de la muerte por el momento. Él no actuaba así. De modo que Michelle Maxwell viviría otro día. Puso el Buick en marcha y se alejó.