Al igual que Michelle Maxwell, King también se había levantado temprano, y también se hallaba en el agua. No obstante él estaba en un kayak, no en un barco de remos, e iba considerablemente más despacio que Michelle. A aquella hora el lago estaba como una balsa de aceite y más tranquilo que nunca. Era el lugar perfecto para pensar, y él tenía mucho en qué pensar. Pero no iba a poder ser.
Oyó que lo llamaban por su nombre y levantó la vista. Ella estaba de pie en la terraza trasera de la casa, llamándole y mostrando una taza de lo que supuso que sería café. Joan llevaba puesto el pijama que él tenía en la habitación de invitados. King se tomó su tiempo para remar de vuelta a casa y luego avanzó a paso lento hasta la puerta trasera, donde estaba ella. Joan sonrió.
—Parece que te has levantado el primero pero no has puesto el café. No pasa nada. Mi trabajo consiste en ofrecer apoyo logístico.
Él aceptó el café y se sentó a la mesa después de que ella insistiera en prepararle el desayuno. La vio brincando descalza por su cocina enfundada en el pijama; parecía estar adoptando sin el menor problema el papel de la esposa feliz y manipuladora. Recordó que Joan, aunque era una de las agentes más duras que había dado el Servicio, podía ser tan femenina como cualquier otra mujer, y en la intimidad podía resultar sexualmente explosiva.
—¿Te siguen gustando revueltos?
—Sí, está bien.
—¿Rosco sin mantequilla?
—Sí.
—Dios, qué predecible eres.
«Eso parece», pensó él. Y se atrevió a lanzar él una pregunta.
—Así pues, ¿hay alguna noticia sobre la muerte de Jennings, o no me está permitido preguntar?
Ella dejó de batir los huevos.
—Eso es territorio del FBI, ya lo sabes.
—Las agencias se comunican entre ellas.
—No más que antes, y nunca ha sido mucho.
—Así que no sabes nada —dijo él en tono acusador.
Ella no respondió. Siguió batiendo huevos, tostó el rosco y sirvió el desayuno con cubiertos, servilleta y el café recién hecho. Se sentó a su lado y bebió un poco de zumo de naranja mientras él comía.
—¿No comes nada? —le preguntó él.
—Estoy cuidando la línea. Aunque por lo visto soy la única.
O fue su imaginación, o le rozó la pierna con el pie por debajo de la mesa.
—¿Qué esperabas? ¿Que después de ocho años nos lanzáramos de cabeza a la cama?
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—Pues sí, a veces lo pienso, en alguna fantasía ocasional.
—Estás loca, ¿sabes?, quiero decir que es patológico —respondió. Y no lo decía en broma.
—Y eso que tuve una infancia muy normal. Aunque para un hombre con gafas de sol y un arma escondida en el bolsillo a lo mejor sólo soy una estúpida.
Vale. Esta vez estaba claro. Le había tocado la pierna con el pie. Estaba seguro de ello porque seguía notando el roce y ahora se iba desplazando hacia zonas más íntimas de su persona.
Ella se inclinó hacia delante. No tenía una mirada dulce, sino depredadora y agresiva. Era evidente que lo deseaba, en ese momento, allí, en la mesa de la cocina, no le importaba que fuera justo encima de sus «predecibles huevos revueltos». Se puso de pie y se quitó el pantalón del pijama dejando al descubierto unas finísimas bragas blancas. A continuación se fue desabotonando la parte superior del pijama lenta y deliberadamente, como si lo desafiara a que la detuviera a cada botón. Él no lo hizo: se limitó a mirarla. La camisa del pijama cayó al suelo. No llevaba sujetador. Joan lanzó la parte superior del pijama sobre las piernas de King y con una mano apartó los platos de la mesa y los tiró al suelo.
—Ha pasado demasiado tiempo, Sean. Esto tenemos que arreglarlo.
Se subió a la mesa frente a él y se tumbó boca arriba con las piernas abiertas. Joan sonreía mientras lo veía de pie, sobre su espléndida y generosa semidesnudez.
—¿Ahora vas a ser convencional conmigo?
—¿Qué quieres decir?
Él echó una mirada a la lámpara del techo.
—Hoy no lanzas por los aires la ropa interior.
—Bueno, pero el día aún es joven, señor King.
Su sonrisa se esfumó cuando King recogió el pijama y la cubrió delicadamente con él.
—Me voy a vestir. Te agradecería que recogieras todo este lío.
Mientras se alejaba la oyó riéndose. Cuando llegó a lo más alto de las escaleras ella gritó:
—Por fin te has hecho mayor, Sean. Estoy impresionada.
Él negó con la cabeza y se preguntó de qué manicomio se habría escapado.
—Gracias por el desayuno —respondió.
Cuando King se disponía a bajar tras ducharse y vestirse, llamaron a la puerta. Miró por la ventana y se sorprendió al ver un coche de policía, una furgoneta de los U. S. Marshals y un todoterreno negro aparcados. Abrió la puerta.
Conocía a Todd Williams, el jefe de policía, puesto que él era uno de sus ayudantes voluntarios. Todd parecía consternado cuando uno de los dos agentes del FBI se adelantó y mostró sus credenciales como si blandiera una navaja automática.
—¿Sean King? Tenemos entendido que tiene una pistola registrada a su nombre.
King asintió.
—Soy ayudante voluntario del jefe de policía. Al público le gusta vernos armados por si tenemos que disparar al malo. ¿Qué pasa?
—Que quisiéramos verla. De hecho, quisiéramos llevárnosla.
King lanzó una mirada a Todd Williams, quien le miró, se encogió de hombros y luego dio un enorme y significativo paso atrás.
—¿Tienen una orden? —preguntó King.
—Usted es exagente federal. Esperábamos que cooperara.
—También soy abogado, y no somos un gremio muy cooperativo.
—No importa. Tengo el papel aquí mismo.
King había usado el mismo truco cuando era agente federal. Su «orden de registro» a menudo era una fotocopia del crucigrama del New York Times bien doblada.
—¿Podría mostrarla? —pidió.
Le dieron la orden, y era de verdad. Querían su revólver de servicio.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Puede —respondió el agente.
Entonces el agente de los U. S. Marshals avanzó un paso. Tenía unos cincuenta años, medía casi dos metros y tenía la complexión de un boxeador profesional, con hombros anchos, largos brazos y manos enormes.
—Vamos a dejarnos de tonterías, ¿le parece? —dijo al agente antes de mirar a King—. Quieren compararla con la bala que han extraído a Jennings. Supongo que no le importa.
—¿Cree que disparé a Jennings en mi despacho y que encima usé mi propio revólver de servicio para hacerlo? ¿Por comodidad, o porque soy demasiado mezquino como para comprarme otro?
—Sólo estamos descartando posibilidades —dijo el hombre afablemente—. Ya conoce el procedimiento. Por el hecho de ser agente del Servicio Secreto y todo eso.
—De haber sido agente del Servicio Secreto. Lo fui. —Se dio media vuelta—. Iré a buscar la pistola.
El grandullón apoyó una mano en el hombro de King.
—No. Indíqueles dónde está.
—¿Y dejarles que se paseen por mi casa recogiendo pruebas para inventarse cargos contra mí?
—Un hombre inocente no tiene nada que esconder —replicó el marshal—. Además, no van a mirar. Palabra de scout.
Un agente del FBI siguió a King al interior. Mientras pasaban por el vestíbulo, el agente observó sorprendido el lío de la cocina.
—Tengo un perro algo revoltoso —explicó King.
El hombre asintió.
—Yo tengo un labrador negro, Trigger. ¿Cómo es el suyo?
—Es una perra pit bull que se llama Joan.
Fueron hasta su estudio, donde King abrió la caja fuerte y dejó que el agente inspeccionara el contenido. El hombre introdujo la pistola en una bolsa y le dio un recibo por el arma. Luego siguió a King hasta el exterior.
—Lo siento, Sean —se disculpó Todd—. Sé que es una estupidez.
King observó que no parecía que el buen jefe de policía estuviera del todo convencido de sus propias palabras.
Mientras los hombres se iban en sus vehículos, Joan bajó la escalera, completamente vestida.
—¿Qué querían?
—Recoger fondos para el baile de la policía.
—Ya. ¿Eres sospechoso o qué?
—Se han llevado mi pistola.
—Tienes una coartada, ¿no?
—Estaba de patrulla. No vi a nadie y nadie me vio.
—Lástima que no llegara antes. Podría haberte dado una coartada fantástica si hubieras jugado bien tus cartas.
Levantó la mano derecha y puso la otra sobre una Biblia imaginaria.
—Su Señoría, el señor King es inocente porque en el momento del asesinato estaba echando un polvo memorable con una servidora en la mesa de la cocina del propio señor King.
—Quizás en tus sueños.
—Ha estado en mis sueños. Pero creo que he llegado demasiado tarde.
—Joan, hazme un gran favor. Vete de mi casa.
Ella dio un paso atrás, buscándolo con la mirada.
—En realidad no estás preocupado, ¿verdad? Las balas no coincidirán y ya está.
—¿Tú crees?
—Supongo que llevarías la pistola encima mientras estabas patrullando.
—Por supuesto. Se me había roto el tirachinas.
—Esas bromas… Siempre has hecho bromas estúpidas cuando estabas más nervioso.
—Ha muerto un hombre, Joan, en mi oficina. Muerto. No tiene nada de gracioso.
—A menos que tú mataras al hombre, no entiendo cómo puede haberse cometido un asesinato con tu pistola.
Él no respondió y ella añadió:
—¿Hay algo que no hayas contado a la policía?
—No maté a Jennings, si es eso lo que piensas.
—No lo pensaba. Te conozco demasiado bien.
—Bueno, la gente cambia. De verdad.
Ella recogió el bolso.
—¿Te importa que vuelva a visitarte otro día? —preguntó—. Te prometo no volver a hacerlo —se apresuró a añadir, mirando en dirección al desastre de la mesa de la cocina.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó él.
—Hace ocho años perdí algo que era importante para mí. Esta mañana intenté recuperarlo usando un método que resultó ser estúpido y vergonzoso.
—¿Qué sentido tiene que volvamos a vernos?
—En realidad quería preguntarte una cosa.
—Dispara.
—Ahora no. En otra ocasión. Ya estaremos en contacto.
Cuando se fue, él empezó a recoger la cocina. En unos minutos todo volvió a estar limpio y ordenado. Ojalá pudiera hacer lo mismo con su vida. Sin embargo, tenía la sensación de que iban a romperse muchas otras cosas antes de que todo aquello acabara.