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Michelle esparció los documentos por encima de la cama, los fue examinando meticulosamente y no dejó de tomar notas. Enseguida quedó claro que King tuvo un historial inmaculado y una larga lista de menciones honoríficas durante su carrera en el Servicio, por lo menos hasta el aciago día en que se despistó y Clyde Ritter lo pagó caro.

En su primera época, cuando combatía la falsificación, King incluso había resultado herido a resultas de una redada que salió mal. Había matado a dos hombres y luego recibió un disparo en el hombro. Y años más tarde había acabado con el asesino de Ritter, sólo que unos segundos demasiado tarde. Eso sumaba un total de tres hombres muertos en acto de servicio. Michelle había disparado miles de tiros de práctica, pero ni siquiera en su breve temporada como agente de policía en Tennessee había disparado un solo tiro real. A menudo se preguntaba qué se sentiría, si eso la habría cambiado, si la habría hecho más temeraria, o más prudente, o si después de eso habría hecho mejor el trabajo.

El asesino de Clyde Ritter había sido un profesor universitario del Atticus College. El profesor Arnold Ramsey no era una amenaza potencial, y no estaba vinculado con ninguna organización política, aunque luego se supo que era un conocido crítico de Ritter. Había dejado esposa y una hija. «Menuda herencia para la niña», pensó Michelle. ¿Qué se supone que iba a decir cuando hablara de su familia? «Hola, mi padre fue un magnicida, ya sabes, como John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald. Lo mató uno del Servicio Secreto de un disparo. ¿Y tu padre a qué se dedica?» No se había arrestado a nadie más en relación con el asesinato. La conclusión oficial era que Ramsey había actuado solo.

Ya había acabado por el momento con el estudio de los documentos, así que tomó el vídeo que formaba parte del informe oficial. Lo introdujo en el reproductor que había bajo el televisor y lo puso en marcha. Se sentó y se quedó mirando la escena de los saludos en el hotel durante la campaña de Ritter materializada en televisión. El vídeo había sido grabado por una cadena de televisión local que seguía el acto de Ritter. Había servido para poner el último clavo en el ataúd de King. A pesar de los esfuerzos realizados para asegurarse de que no se repetiría un error así, el Servicio había decidido no mostrar nunca ese vídeo a sus agentes. Quizá por vergüenza, pensó Michelle.

Se quedó rígida cuando vio a Clyde Ritter, con su aspecto relajado, entrando en la sala atestada con su séquito. Sabía poco sobre Ritter, excepto que había empezado como predicador televisivo y que había amasado una fortuna considerable. Miles de personas de todo el país le habían enviado sumas de dinero, grandes y pequeñas. Se decía que muchas ancianas ricas, la mayoría viudas, le habían entregado los ahorros de toda su vida a cambio de sus promesas de que irían al cielo. Sin embargo, nadie halló pruebas fehacientes de aquello, y el escándalo enseguida se calmó. Tras abandonar una vida casi monacal, se había presentado y había sido elegido como congresista por un estado del Sur que Michelle ni siquiera sabía cuál era. Tenía un dudoso historial electoral sobre política racial y otras libertades civiles, y su fe sin duda era de las selectivas. Sin embargo, en su Estado se le quería, y había tantos votantes insatisfechos con la dirección de las grandes plataformas políticas en el país que Ritter había logrado presentarse a las elecciones presidenciales como candidato independiente. Aquella gran ambición le había hecho acabar con una bala en el corazón.

Junto a Ritter estaba su jefe de campaña. Michelle también lo había encontrado en el informe: era Sidney Morse, hijo de un famoso abogado de California y de una madre heredera y, curiosamente, guionista y dramaturgo antes de dedicar su talento artístico a la política. Se había hecho famoso en todo el país dirigiendo grandes campañas políticas, convirtiéndolas en elaborados espectáculos mediáticos en los que se destacaban determinados sonidos y se potenciaba la forma sobre el fondo, y su nivel de triunfo había sido sorprendentemente alto. Michelle pensó que, con toda probabilidad, aquello era más un indicativo de las tragaderas del votante moderno que de la calidad de los candidatos actuales.

Morse se había convertido en un mediador de problemas de alquiler, y aceptaba el trabajo cuando el pago y la situación le convencían. Se había unido a la causa cuando la campaña de Ritter había empezado a despegar y el candidato necesitó un timonel más experimentado. Morse tenía fama de ser brillante, hábil y, si la situación lo exigía, implacable. Todo el mundo estaba de acuerdo en que había ayudado a Ritter a desarrollar una campaña casi perfecta. Y, según la opinión general, se lo había pasado en grande revolucionando el orden establecido con su vendaval independiente. No obstante, Morse había quedado desterrado de la política tras el asesinato de Ritter y su vida se había sumido en una espiral descendente. Un año antes Morse había perdido el juicio y lo habían ingresado en una institución estatal para enfermos mentales donde probablemente pasaría el resto de sus días.

Michelle volvió a quedarse rígida cuando vio a Sean King justo detrás del candidato. Contó mentalmente los agentes que había en la sala. Se dio cuenta de que no había tantos. Ella tenía el triple en su unidad de protección de Bruno. King era el único agente que estaba cerca de Ritter. Se preguntó a quién se le habría ocurrido aquel plan tan lamentable.

Como ávida estudiante de la historia de la agencia, Michelle sabía que la misión del Servicio Secreto había evolucionado con el tiempo. Había sido necesario que perdieran la vida tres presidentes, Lincoln, Garfield y McKinley, para que el Congreso actuara de forma activa en el tema de la seguridad de la presidencia. Teddy Roosevelt recibió la primera dosis de protección del Servicio Secreto tras el asesinato de McKinley; pero por aquel entonces las cosas eran mucho menos sofisticadas. Como vicepresidente electo de Franklin Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial, Harry Truman ni siquiera tenía un agente del Servicio Secreto asignado, hasta que uno de sus ayudantes argumentó que una persona que estaba tan cerca del hombre más poderoso del mundo bien se merecía por lo menos un agente con un arma que lo vigilara.

El encuentro seguía adelante y vio que el agente King hacía todo lo correcto, mirando sin parar a todas partes. En el Servicio Secreto te inculcaban esa costumbre. Una vez el Servicio se midió con los otros cuerpos de seguridad para ver cuál de las organizaciones detectaba mejor si alguien mentía. El Servicio ganó con diferencia. Para Michelle el motivo era evidente. Un agente en misión de protección se pasaba la mayor parte del tiempo intentando adivinar los pensamientos y los motivos más escondidos de una persona exclusivamente a partir de la imagen externa.

Y cuando llegó el momento, King pareció quedar fascinado por algo que había a su derecha. Tan intrigada estaba Michelle especulando qué era lo que podría estar mirando que no vio cómo Ramsey sacaba el arma y disparaba. Se sobresaltó cuando oyó el ruido y advirtió que, al igual que King, también se había distraído. Rebobinó la cinta y observó que Ramsey deslizaba la mano por el bolsillo de su abrigo, ocultando en parte el movimiento con un cartel de Ritter que agitaba con la otra mano. La pistola no se veía con claridad hasta que Ramsey apuntó al candidato y disparó. King retrocedió, supuestamente cuando la bala salió de Ritter y le alcanzó la mano. Cuando Ritter cayó, la multitud entró en un estado de pánico total. El cámara que rodaba el vídeo había caído de rodillas y Michelle vio cuerpos y piernas corriendo a la desbandada. Michelle sí observó que otros agentes y el personal de seguridad quedaban aplastados contra las paredes de la sala por la tromba de gente aterrada. Sólo duró unos segundos y a ella le pareció una eternidad. Y el cámara se debió de poner de nuevo de pie, porque Sean King volvió a ocupar la pantalla.

Con la mano ensangrentada, King había sacado la pistola, había apuntado directamente a Ramsey, que aún sostenía su arma. La reacción humana normal cuando se produce un disparo es la de estremecerse, sentir miedo y caer al suelo, inmóvil. El entrenamiento en el Servicio estaba pensado para eliminar este impulso. ¡Cuando un desconocido disparaba, pasabas a la acción! Agarrabas a tu protegido y salías pitando lo más rápidamente posible, en muchos casos arrastrando literalmente a la persona. Michelle supuso que King no lo había hecho sobre todo porque tenía a un hombre con una pistola enfrente.

King disparó una vez, dos, con aparente calma; por lo que parecía, no pronunció ni una palabra. Y luego, cuando Ramsey cayó, King se quedó plantado, mirando al candidato muerto a sus pies, mientras otros agentes se acercaban a toda prisa, agarraban a Ritter y, actuando según lo aprendido en el adiestramiento, salían corriendo con él, dejando a Sean King descompuesto y sin protegido.

Michelle habría dado cualquier cosa por saber qué había pensado ese hombre en aquel preciso instante.

Rebobinó la cinta y la vio de nuevo. La detonación se produjo cuando Ramsey disparó. Pero antes ya había habido un sonido. Volvió a rebobinar la cinta y aguzó el oído. Ahí estaba, como un pitido, un ruido metálico o una campanilla. Eso era. ¡Una campanilla! Y procedía del lugar hacia donde miraba King. Y parecía que se oía como un ligero soplido.

Pensó rápidamente. Una campanilla en un hotel casi siempre significaba la llegada de un ascensor. Y el soplido podía haber sido la apertura de las puertas del ascensor. El plano de la habitación donde habían disparado a Ritter mostraba una batería de ascensores. Si se había abierto la puerta de un ascensor, ¿qué es lo que había interpretado Sean King? Y, por último, ¿por qué nadie se había dado cuenta de algo que ella había percibido sólo viendo la cinta un par de veces? Pero ¿por qué le interesaba tanto Sean King y el trance que había pasado ocho años antes? Pues sí, le interesaba. Tras unos días de tedio, quería hacer algo. Necesitaba acción. De forma impulsiva, Michelle metió varias cosas en su bolsa y se marchó del hotel.