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Michelle Maxwell movía los brazos y las piernas con la máxima eficiencia, por lo menos teniendo en cuenta que ya habían pasado sus días olímpicos. Su embarcación de remos cortaba las aguas del Potomac mientras el sol salía y el aire, ya pesado, auguraba un día menos fresco. Allí, en Georgetown, es donde había empezado su carrera como remadora. Los musculosos muslos y hombros le ardían por el esfuerzo que estaba haciendo. Había adelantado a todas las demás embarcaciones de remos, kayak, canoa o embarcación similar, incluida una provista de un motor de cinco caballos.

Llevó el barco de remos hasta uno de los embarcaderos de Georgetown, se agachó y respiró hondo, permitiendo que las endorfinas que circulaban por su torrente sanguíneo le provocaran una agradable sensación de euforia. Media hora más tarde se hallaba en su Land Cruiser dirigiéndose de nuevo al hotel al que se había mudado, en Tyson’s Corner, Virginia. Aún era temprano y había poco tráfico, o relativamente poco, para una zona en la que con frecuencia las autopistas ya estaban saturadas a las cinco de la mañana. Se dio una ducha y se puso una camiseta y unos pantalones cortos. No llevaba incómodos zapatos y medias, ni una cartuchera que entorpeciera sus movimientos; era una sensación estupenda. Se estiró, se frotó los miembros cansados y pidió el desayuno al servicio de habitaciones. Antes de que llegara el camarero se puso una bata. Mientras estaba sentada comiendo tortitas con zumo de naranja y café, encendió el televisor y fue cambiando de canal en busca de más noticias sobre la desaparición de Bruno. Resultaba paradójico que aquel día fuera el agente al mando en el lugar de los hechos y que en ese momento se viera obligada a enterarse de las noticias sobre la investigación por la CNN. Dejó de cambiar de canal cuando vio a un hombre en la televisión que le resultaba familiar. Estaba en Wrightsburg, Virginia, rodeado de enjambres de periodistas y evidentemente disgustado por ello.

Tardó unos momentos en ubicarlo, pero lo consiguió. Aquel hombre era Sean King. Ella había entrado en el Servicio aproximadamente un año antes del asesinato de Ritter. Michelle nunca había sabido lo que había sido de Sean King y no tenía motivos para querer saberlo. Pero ahora, mientras escuchaba los detalles sobre el asesinato de Howard Jennings, sintió curiosidad por el tema. En parte era algo puramente físico. King era un hombre muy atractivo; alto y bien parecido, con un pelo negro muy corto que ahora se estaba volviendo gris en las sienes. Debía de tener cuarenta y pico, calculó. Tenía el tipo de cara que quedaba mejor con líneas de expresión; le otorgaban un atractivo del que probablemente había carecido a los veinte o a los treinta, cuando probablemente fuera demasiado «guapito». Sin embargo, no eran sus atractivos rasgos lo que más la intrigaba. Al oír los hechos básicos sobre la muerte de Jennings, sentía que en ese asunto había algo que no era capaz de definir.

Abrió un ejemplar del Washington Post que le habían traído a la habitación y, mientras lo hojeaba, encontró una noticia corta pero informativa sobre el crimen. El artículo también contenía datos sobre el pasado de King, el fracaso con Ritter y sus consecuencias. Al leer el artículo y mirar al hombre en la pantalla, sintió de pronto una conexión visceral con él. Ambos habían cometido errores en el trabajo y habían pagado un elevado precio por ello. Parecía que King había reconstruido su vida con bastante rapidez. Michelle se preguntó si ella tendría tanto éxito en la reconstrucción de su propio mundo.

Tuvo una inspiración repentina y llamó a un confidente que tenía en el Servicio.

El joven no era agente. Estaba en apoyo administrativo. Todo agente de campo necesitaba establecer fuertes vínculos con el personal de administración, puesto que estos tipos eran quienes sabían cómo resolver los trámites burocráticos que abundaban en la mayoría de agencias gubernamentales. Era un gran admirador de Michelle y habría cruzado el despacho dando volteretas si ella hubiera accedido a tomarse un café con él. En ese momento, accedió. El precio era traerle copias de ciertos documentos y otros materiales. Al principio dudó un poco; no quería buscarse problemas, según dijo. Pero ella enseguida le convenció. También le hizo prometer que retrasaría los trámites de su excedencia de modo que pudiera seguir accediendo al banco de datos del Servicio Secreto usando su nombre y su contraseña por lo menos durante una semana más.

Se encontraron en una pequeña cafetería del centro, donde él le entregó los documentos. Ella le dio al jovencito un abrazo que prolongó lo suficiente como para estar segura de que podría seguir contando con él. Cuando entró en el Servicio no le obligaron a deshacerse de sus armas de mujer. De hecho, bien usadas, eran mucho más útiles que su 357.

Mientras entraba de nuevo en el coche, oyó una voz que la llamaba. Se volvió y vio a un agente al que había adelantado en su carrera hacia el éxito. Se dirigía hacia ella con paso resuelto. La expresión que tenía no dejaba lugar a dudas. Había venido a regodearse.

—¿Quién lo habría dicho? —empezó con aire inocente—. Parecía que tu estrella no hacía nada más que brillar. Todavía no entiendo cómo pudiste permitir que pasara, Mick. Dejar a aquel tipo solo en una habitación que no habías limpiado bien. ¿En qué demonios estabas pensando?

—Supongo que no pensé, Steve.

Él le dio una palmadita en el brazo, algo más fuerte de lo necesario.

—Bueno, no te preocupes. No van a dejar que tu superestrella se eclipse. Te darán otro puesto, quizá vigilando a la familia de algún expresidente: a Lady Bird en Tejas, o quizás a los Ford. Así te pasarías seis meses en Palm Springs y seis en las montañas de Vail y con unas buenas dietas. Por supuesto, si hubiera sido cualquier otro pobre desgraciado como nosotros, le habrían cortado la cabeza y se habrían olvidado de él. Pero nadie dijo que la vida fuera justa.

—Quizá te lleves una sorpresa. A lo mejor no estoy en el Servicio cuando acabe todo esto.

Él sonrió abiertamente.

—Bueno, quizá la vida sí sea justa, al fin y al cabo. En fin, cuídate. —Se despidió y se dio media vuelta.

—Esto… ¿Steve? —Él se volvió de nuevo—. Supongo que habrás recibido aquel comunicado sobre el barrido informático que van a hacer en todos los portátiles la semana que viene. Quizá debieras sacar toda esa pornografía, ya sabes, de la página web que siempre miras en el despacho. Eso podría acabar con tus expectativas. ¿Quién sabe?, a lo mejor hasta tu mujer podría enterarse. Y ya que hablamos del tema, ¿merece la pena por unas cuantas tetas gordas y unos culos prietos? ¿No te parece una actitud adolescente?

La sonrisa de Steve se esfumó; le levantó el dedo corazón con actitud grosera y se fue con aire ofendido.

Michelle no pudo evitar sonreír durante todo el camino de vuelta al hotel.