He dudado durante toda esta semana cómo celebrar mi cumpleaños. La primera idea que se me ocurrió fue llamar a una de las mujeres de Saint Denis y pasarnos el día juntos. Todas las fiestas de nuestra gente son celebradas de ese modo. Ayer por la tarde, me di un paseíllo. Eran viejas, demasiado asquerosas. En otras ocasiones las admitía, pero no esta noche, vigésimo tercer aniversario de mi nacimiento. Sería bajo liarme con una de ésas precisamente el día que cumplo veintitrés años, es decir, cuando aún soy tan joven. Si me vistiera de corbata —cosa que no hago desde que me echaron de Suecia— lograría encandilar a una de los Campos Elíseos, profesional o no. Hasta pudiera ocurrir que pagara ella. En vista, pues, de que no me gustaban las de Saint Denis, me fui a Les Halles y estuve trabajando gran parte de la noche. El Normando me invitó a beber un calvados; yo le invité a un whisky. Regresé al amanecer al hotel.
Hoy me he levantado a mediodía. He comido seis salchichas de Frankfurt, crudas, que me traje anoche del mercado. A las dos y media me lavé, me peiné las barbas, anudé mi corbata y, vestido lo más elegantemente posible, me he ido a pasear. En los Campos no había nada. Las ricas de siempre con sus protegidos, los ricos de siempre con sus amantes, los perritos lindamente habillés, los coches, los guardias y unos cuantos paseantes en su mayor parte turistas y sin trabajo.
Tengo en el bolsillo cerca de cien francos De Gaulle, de los buenos. Me río del mundo con grandes carcajadas primaverales. No tengo necesidad de trabajar, soy rico, elegante, y mi barba negra me da un aspecto no falto de atractivo. Es un poco lastimoso encontrarme solo un día como hoy. Entre mis padres adoptivos se celebraba la fecha con paella y regalos. En el convento recibía estampitas, un libro y los profesores no me preguntaban en clase. En París debo hacer algo importante, algo digno de mí. Por Saint Michel no encuentro a ningún conocido. Enrique debe de haberse casado a perpetuidad con Danielle y no me extrañaría encontrarme con él una noche en Les Halles, dueño de un cargamento de quesos o de lechugas. ¡También hace falta ser pobre de espíritu! En fin, cada uno tiene la vida que se merece, según me han contado. El Barbas, por su parte, no ha dejado en el barrio Latino el menor rastro de su persona. Le habrá pescado la Policía o le han hecho jefe de Correos en… ¡Annika! Me he olvidado de ella puercamente.
Todavía puedo buscarla. En la Lista de Correos debo de tener la carta de sus padres con la dirección. Atravieso el Sena y busco la calle del Louvre. ¡No haber pensado en Annika! No me conocerá con estas barbas. He adelgazado mucho desde que me conoció, pero estoy más fuerte. Va a quedar sorprendida ante el Lituano que antes se llamaba Mylkas. ¿Qué voy a decirle? Bueno, la verdad. Ella se merece la verdad. Nos iremos juntos a cenar a un restaurante de la rué de Seine, a la luz de las velas. Incluso me han dicho que no es tan caro. Parecen cuevas antiguas y todo está semioscuro, íntimo. Nos comeremos un buen gigot. No vale la pena comprar una tarta de veintitrés velas. Con dos tenemos bastante. Mientras cenamos, le iré contando la verdad, desde el principio. Acaso debe de quererme, pero no importa. Ya no me llamará cínico. Le diré que yo no me he opuesto a la felicidad, según ella cree, sino que yo entiendo la felicidad a mi manera, que ando buscando una felicidad distinta a la de los demás hombres. Y por eso tal vez me haya equivocado frecuentemente. En el fondo, voy por buen camino. Un día u otro la encontraré. Hoy, Annika será mi felicidad. Soy imbécil: tanto tiempo en París y sin haber pensado en ella. Pobre Annika, se va a morir de alegría cuando abra la puerta y me encuentre. Me conocerá. Acaso deba afeitarme. Bueno, si no está en casa bajaré a una peluquería mientras espero. Una semana pensando cómo festejar mi cumpleaños y tenía la solución a dos pasos. Parece que siempre ocurre lo mismo. Corres y corres y luego va y eso que buscas lo tienes colgado a la nariz. No sucederá más.
El tipo de Correos me pide el pasaporte. Se lo lleva y regresa un rato después con una tarjeta blanca. Pone mi nombre oficial. En el anverso está escrito con tinta negra, sobre una firma ilegible: «Annika har begätt självmord.» ¿Qué demonios significa? El padre ha debido de confundirme. Tal vez me diga que está en su casa. Podía escribir inglés.
—¿Usted conoce el sueco, Monsieur? —pregunto al de Correos.
—No, señor.
—Pues yo tampoco. ¿Cómo quiere que entienda esto?
El tipo hace un gesto con los hombros y se retira del mostrador. Bueno, ¿qué hago yo ahora? Remiro la tarjeta a ver si hay alguna dirección por algún sitio. Nada. «Annika har begätt självmord.» Annika ¿qué? ¿Se ha casado? ¿Tiene gripe? ¿Se ha muerto? El padre ha debido de beberse un par de botellas antes de leer mi tarjeta de Malmö. Hace veinte días que él escribió la respuesta. Si tiene gripe, ya estará bien, creo yo. Ya sé.
Regreso a Correos y busco en la guía telefónica el número de la Embajada sueca. Allí sabrán traducirme esto. Marco el ELYsées 17-91. Está comunicando. Sólo faltaba eso. Al lado veo el teléfono del Consulado: ELY-21-08. Nadie coge el aparato. Me parece esperar media hora hasta que al otro lado una voz femenina dice:
—Hallo!
—Buenas tardes, señora, necesito que me traduzca tres palabras suecas. Es una carta, ¿sabe? ¿Puede ayudarme?
—Con mucho gusto, señor. Dígame.
—Annika har begätt självmord.
—No comprendo.
—Bueno, deletrearé.
Me confundo. Pronuncio las letras unas veces en francés, otras en inglés. Debo repetir las palabras cuatro veces. Ella me dice que las va apuntando sobre una hoja de papel. Finalmente la voz dice: Ça veut dire, Monsieur: Annika c’est-elle suicidée.
—Comment? S-u-i-c-i-d-é-e?
—Oui, Monsieur.
—Mais, pas possible!
—Voilà la traduction, Monsieur. C’est tout?
—Merci, Madame, merci… C’est bien tout.
Sí, sí, sí, sí, Mylkas. Es todo, absolutamente todo. Gracias. Cuelgo el negro aparato. Ah, el padre no ha bebido sino cinco botellas de ese líquido amarillento. Los suecos son unos borrachos. Podía contarse chistes a sí mismo, si se aburría el tipo. O a su mujer. O al gato. No le basta con escribir en sueco, que, además, se atreve a contarme esta tontería. ¡Tan amable! Ni de su propio padre puede fiarse uno.
Posiblemente no quiere que su hija se case conmigo. No nos íbamos a casar, ¿me oye? Un amour de vacances, c’est tout. Le habré atemorizado. ¿Y cómo busco a Annika ahora? Iré a los cursos de la Sorbona para extranjeros, a la Alianza… Pero es muy tarde. Iré mañana. Ahora sí me dan ganas de casarme con ella, aunque sólo sea para fastidiar al padre. Se va a arrancar los pelos de rabia. Le mandaremos una foto juntos, en la Mairie, con los testigos —el profesor y una amiga de Annika— y el juez y nuestras firmas. Nos casaremos dentro de tres días y usted se va a quedar con la boca más abierta que la Leona herida, óigame. Nuestro amor se consumará en cualquier hotel barato de París, como el de tantos enamorados de todo el mundo. Annika, ¿dónde estás? Podía habérsele ocurrido otra idea a este hombre. ¡Decir que se ha suicidado! Annika ha sido siempre una mujercita llena de vitalidad y optimismo. Lo último que hubiera llegado a imaginar sería el suicidio.
Mi fiesta ha quedado hecha polvo. ¿Qué vas a hacer, Mylkas, sin tu Annika? ¿Sin esa muchacha sonrosada como una rosa vikinga, plena, grácil? ¿Qué vas a hacer tú, ahora, más solo que nunca? Comienzo a andar por la orilla del Sena, las manos en los bolsillos sujetando la tarjeta blanca. Si no encuentro a Annika, volveré a escribir y pedir explicaciones. Está comenzando a oscurecer. El agua se torna gris. Ancladas, algunas barcazas se tambalean débilmente. En una de ellas hay ropa colgada a secar. Pasan a mi lado automóviles destellantes a gran velocidad. Al otro lado quedan los palacios, la Concorde. Apenas hay gente por aquí. A medida que se aleja uno del barrio Latino, el Sena se convierte en un río cualquiera con sus industrias, su sequedad, su frío. Los puentes están vacíos. Camino lentamente sin fijarme en nada concreto. Los coches, muy cerca del agua, me azotan con vientos fugaces.
Me molesta el Sena, me repele. Entro en la explanada de los Inválidos y ando por la calle La Motte-Picquet hasta encontrar los Campos de Marte, verdes y pacíficos. Hay enamorados, niños jugando, matrimonios de viejos sentados hilando sus recuerdos, sus errores. Y bien, Mylkas, ¿qué haces tú? ¿Te arrepientes de algo? ¿Volverías a vivir como has vivido? ¡Para qué pensar todo esto! El parque del dios de la guerra es hermoso. A una punta veo el edificio de la Escuela Militar; a la otra, frente a mí, la torre Eiffel, con su faro en la cumbre. Bajo ella hay turistas todavía. Sobre la torre Eiffel construiré una sinfonía electrónica… Pediré permiso al Gobierno francés para utilizar estos mismos hierros espantosos y sacar de ellos un canto trágico a nuestra civilización. Se venderá el disco. Una buena foto de la torre y una mano que quiere aplastarla. Mi mano. Rechinará esta armadura admirada en todo el mundo, parecerá convertirse en polvo que el Sena arrastrará lejos. Con la torre morirán todos los que piensan en ella, yo incluido.
Después de subir hasta Trocadero y sentarme un rato ante los cañones de agua del Chaillot, regreso hacia la torre. Es de noche. El Sena está más negro, más tranquilo que nunca bajo el puente. En el bolsillo de mi pantalón tengo aprisionado el dinero como si fuera mi propia alma. He de gastarlo en algo solemne y definitivo. Un último gesto. ¿Para qué me sirve? El dinero no soy yo y, por consiguiente, es inútil.
Subo en el ascensor hasta el segundo piso de la torre. Hay un hermoso restaurante lleno de americanos que cenan a la luz de las velas, dueños de París. Me sentaré entre ellos. Ha de costarme más de sesenta francos, es seguro. ¿Qué más da? Desde el tercer piso veo la ciudad aplastada, ridícula, indefensa. ¡Pobre París! Somos nosotros, los extranjeros, sus reyes. Todo el que no está vinculado a nada puede considerarse perfectamente su más exacto posesor. ¡Soy dueño de la tierra, del mundo! Las luces rojas de los coches vagan por las calles, se detienen, recomienzan. La vida. No es magnífico, no: es un poco triste. ¿Qué hago yo aquí, solo? Yo he sufrido porque he estado solo y el sufrimiento siempre embrutece. Soy incapaz de encontrar belleza desde aquí, suspirar y traer algunas lágrimas a los ojos. Bien, dejémoslo. Que París se sienta luminoso dentro de su porquería, que los americanos escriban tarjetas con grandes palabras. «A mis soledades voy, de mis soledades vengo…» ¿Quién decía eso? Yo, soy yo quien lo digo. Vengo de no encontrar nada y después de cenar me iré a buscar mi noche vacía.
Podría enorgullecerme de cenar en el restaurante de la torre, como los millonarios. Sobre mi mesa hay dos velas pintadas de rojo. Parece que falta una mujer a mi lado. ¿Con quién hablaré? Ni siquiera dejan a los camareros que incomoden a estas gentes ricas: service automatique. Comeré en silencio mi pedazo de carne con patatas redondas. Nadie se fija en mí. Ellos hablan suavemente, se dicen palabras de amor y de honda alegría. Nadie sabrá nunca que yo he cenado aquí. El vino es de lo caro; la luz de las velas dibuja mil dedos sobre el mantel rosa. Esto lo han preparado para gentes del mundo que sienten dulcemente cómo los minutos pasan, cómo las palabras de amor quedarán siempre apresadas en estos hierros absurdos. ¡Ah, París, mundo cálido, noches…! No, no sé ponerme romántico. Beberé. Estoy solo. No sé imitar a estos que me rodean, no sé.
Pero todos los turistas envían desde París tarjetas postales repletas de gritos de júbilo. Yo todavía no he escrito una sola. Ahora tengo tiempo. Nadie me espera, nadie piensa en mí. Llevo mi agenda en el bolsillo. Escribiré en ella, en las páginas siguientes a mi testamento, algunas cartas. Pasaré un rato entretenido. Tengo más de dos horas. ¿A quién escribiré? Al señor Fernández. Bah, él me ha olvidado. A los frailes tampoco. Sería poco serio escribirles desde aquí. Bien, empezaré mis correspondencias.
M. Gustave Eiffel, ingeniero (muerto)
Muy señor mío:
Le voy a comunicar una mala noticia. Lo que voy a hacer de su torre supongo le ayudará a salir del Purgatorio, suponiendo que esté usted allí. La voy a destruir. No se lleve tan pronto las manos a la cabeza, mi buen señor. Mi destrucción será puramente espiritual. Destruiré su torre del corazón de los hombres. ¿Le gusta? Ya digo que le será útil. Parece que son más de trescientos los tipos que se han tirado de ella. ¡Trescientas muertes sobre su conciencia! Desde hoy no tendrá más motivos de arrepentimiento, se lo aseguro. Espero su agradecimiento. Puede escribirme a la Poste Restante de mi barrio, ya sabe. No es una mala noticia, pensándolo bien. Mire, me proveeré de instrumentos adecuados capaces de crear sonidos. Cosas minúsculas, nada de máquinas imponentes. Una lima, por ejemplo. Voilà. La lima comenzará mi sinfonía (Sinfonía para la Muerte Definitiva, va a titularse). Bien, la lima comenzará a rascar un hierro de su torre. El sonido irá creciendo de modo progresivo, hasta que rechinen los dientes del auditor. Morirá de pronto. Después una bola de acero se estrellará desde lo alto. Sin más. Otro hermoso ruido. (Estamos en el primer movimiento.) Colocaré una cucaracha para que suba los 310 metros —la antena de televisión incluida—. Evidentemente, el sonido de sus patas no es perceptible al oído humano. Iré a su lado con un amplificador poderosísimo. Desde el infierno podrá escuchar sus pasos. Aquí termina el primer movimiento de mi sinfonía. Será largo, ya lo sé, pero ahí estará su mérito. El segundo y tercero serán mucho más breves. Un día de huracán y otro de lluvia estaré allí para registrar el sonido del viento y del agua sobre la torre. El fin de mi obra será un canto a cuantos se suicidaron en ella. Para esto necesitaré ruidos de huesos, de cipreses. Como fondo, se escuchará de vez en cuando los pasos de mi cucaracha. Quien oiga estos sonidos, señor mío, no tendrá ganas en su vida de volver a oír noticias de su magnífica obra. Se lo garantizo. Creerá que su cerebro se ha descompuesto, que sus percepciones artísticas tienen olor de sangre hirviente. Le maldecirán. (A mí también me maldecirán, que es lo que busco.) Su nombre, conocido hoy en todo el mundo, será apedreado. Los puentes que se dignó construir en España —según declaraciones suyas a la Prensa, sus obras maestras— serán volados y las aguas lentas de Castilla enterrarán aquellos hierros para siempre. Le hago un favor, créame. El Gobierno francés me procesará por haberle quitado una buena fuente de divisas; me encerrarán; pretenderán destruir mi obra. Usted sabe como yo que las cosas malas son las que más duran, su torre como ejemplo. No podrán separar de los hombres mi música. Será una parte de sí mismos, el dedo levantado que les habla de la magnífica civilización que unos cuantos tipos locos como usted les han proporcionado. A mí me llamarán iconoclasta y anarquista, como es lógico, pero mi nombre se aplastará sobre todas las memorias como una mala noche de pecado. Por lo demás, las desgracias que puedan venirme por una obra de arte no me parecen en absoluto faltas de satisfacciones. Así pues, el único que perderá será su propio nombre. Su alma recibirá perdón y heme aquí convertido —para usted— en una especie de enviado de Dios. Ya. De sus dientes descarnados se escapará una risilla compasiva: «El loco eres tú, muchacho.» También, amigo, también. Todo el que se opone de alguna manera a los hombres está loco. Yo me opongo de todas, sin rendijas: todo lo humano es funesto. Estoy loco. Nadie se ocupa de mí porque tengo dinero para pagar mi cena. Soy, pues, un loco bien considerado. Fíjese, a mis pies París respira antes de dormir. Oh, là, là, Paris! Vea este nido de pecados y tristezas. A mis pies. Vea la ciudad de la luz cómo se llena de sombras y de muertes. Seguramente —tan listo como fue— no llegó a averiguar que el mundo era la única porquería importante. (Y nosotros somos parte suya.) ¿Para qué construirle una torre? ¿Pensaba acaso respirar aire puro desde aquí arriba? No. El olor es el mismo. ¿Pensaba llegar a Dios? Recuerde aquellos tipos babilónicos. Todos lo hemos intentado y nadie lo consiguió. (Dios no existe, usted lo sabrá bien.) En París tienen una calle dedicada a Babilonia, como homenaje. Sabrá que, donde ella, arranca la calle Sèvres, conocida entre nosotros por «calle de las monjas»; siempre está llena de monjas. Quizás haya algunos conventos por allí. Pues bien, las monjas en Babilonia. Ironías de la vida, ¿eh? Usted, en fin, construyó una torre para enorgullecer a los hombres. Yo la destruyo para que se den cuenta de los escasos motivos de orgullo que tenemos. Yo, repito. Yo terminaré como los otros trescientos y pico que subieron aquí. Se comienza a decir idioteces, se mira a un lado y a otro para comprobar si no hay policías, se echa un último vistazo sobre el París amado y ¡up!, un salto. En el suelo queda un montón desordenado de carne que los paseantes miran con asco y compasión. France-Soir publicará en primera plana que el suicida número tal había sido engañado por su eterno amor, que tenía leucemia o que la primavera le producía colitis. Con esto, la opinión pública se sentirá satisfecha. La vida fue dura para él. Era lógico que terminara así… ¡Yo no! La vida me es tan blanda que puedo saltar sobre ella como sobre un colchón sueco. No quiero convertirme en espectáculo. ¿Se imagina usted la sangre pegada a las barbas? ¿Da asco, eh? Me habré roto todos los huesos al darme contra sus hierros tan sabiamente colocados, caerán antes que yo los dientes rotos, volará el abrigo hasta enredarse en algún taxi. ¿Qué dirían de mí los periódicos? «Un vagabundo.» No, no, no, no. Su torre ya le dije para qué me servía. Para matar a los hombres y yo con ellos, pero sin espectáculos. Matar nuestras almas, nuestras ideas y esos sentimientos de nombre sonoro: amor, compasión, caridad, felicidad, esperanza… Yo me iré con ellos. Ellos conmigo, mejor. Haré que, de una vez para siempre, se conozcan. En fin, se le contarán estas cosas cuando sucedan. Debo despachar más correspondencia. Un abrazo, señor.
Mylkas.
compositor
Enrique
Normandía
El Viejo, fraile.
Quiero que sepas algo de mi vida. Ya no creo en Dios. Estoy en París. No me encuentro triste ni desgraciado. Me siento solo. Por eso te escribo. Sabrás que estuve a punto de casarme, pero mi novia se xxxxxxx. Tampoco creo en el amor ni en nada porque
Annika,
no sé.
Annika, amor:
Algunas veces, de noche, me acuerdo de ti. Por ejemplo, ahora. Algunas veces, en el tiempo, deseo encontrarme contigo y hablar contigo y vivir contigo. ¿Recuerdas a Mylkas? Tiene barbas ahora, date cuenta. Ha adelgazado desde que le viste por última vez en Estocolmo. No habrás olvidado aquellos días, aquéllas noches. Yo parecía indiferente y antipático: pensabas que era cinismo. Yo me estaba fijando en todo, Annika, en ti principalmente. ¿Me has olvidado? Al final, yo te había hecho creer en él amor. Acaso me has olvidado y tú misma escribiste esta tarjeta. Te la envío de todas maneras para que leas lo que hay escrito en ella. No puedo creerlo. Bueno, no lo creo. ¿Dónde estás? Si ahora vinieras y me cegaras los ojos con tu mano: «Peek-a-boo, Mylkas! Guess who!», yo adivinaría por el olor de tu piel, por la voz, por la presión de la mano. Apuesto todo contra nada a que adivinaría. ¿Dónde estás? He pensado en ti toda la tarde. Es mi cumpleaños. Te hubiera invitado a cenar y te hubiera oído cantar eso de «Happy birthday to you…». ¿Por qué no vienes? Debo contarte por qué estoy aquí y no en otro sitio. Me echaron de Suecia. Fue una estupidez. Encontré un amigo, nos pusimos a cantar por la calle, medio borrachos, y nos echaron. Son demasiado severos en tu país. Luego quise quedarme en Hamburgo, pero hay un ambiente desagradable y sucio. Decidí regresar a París para verte, para verte sobre todo. Tengo un oficio bastante bueno: debo apuntar los camiones de una compañía que llegan cada noche a Les Halles, con su cargamento, sus horas y sus ocupantes. Es fácil. Me pagan bastante. No me gusta mucho ese trabajo, es la verdad; yo bien quisiera encontrar algo de acuerdo con mi educación y mis conocimientos. En países extranjeros esto no resulta fácil, claro. Por eso había pensado una cosa. Contéstame si te parece bien o no. Mira: viviríamos juntos en España, por ejemplo, donde ya han comenzado a nacer flores y el sol hace sacar la lengua a los perros. Es un hermoso país. Si no, ¿cómo iban a ir tantos turistas? Alquilaríamos una casita parecida a la tuya, cerca del campo y buscaríamos empleo los dos. Juntos sabemos un montón de idiomas. Podríamos traducir libros o guiar a los turistas o doblar películas o hacernos cargo de un hotel… Cualquier cosa. Seremos felices. Ya sabes que la felicidad, según la buscan los hombres, no existe. La felicidad es su búsqueda. Esto lo he averiguado hace un rato, cuando supe que te amaba. Te amo porque estoy buscando amar. Los frailes contaban una cosa de Dios en este sentido. Dios dice: «Si me buscas es porque ya me has encontrado.» Naturalmente, es una historia, una anécdota. Nosotros dos no buscamos a Dios porque sabemos que no existe. Buscamos, en cambio, la felicidad. ¿Para qué dar más vueltas? Me contestas si sigues decidida a vivir conmigo. Si no te gusto con barbas, me las cortaré. Las he dejado crecer por comodidad y por imponer respeto a los camioneros. Nunca he visto gente más bruta. Se junta a mi alrededor una serie de tipos lamentables, verdaderos enemigos de la sociedad… Estarás pensando que me he convertido en una persona sensata. No creas. Me he cansado más de la cuenta de esperar. Ahora ya no espero nada, ni siquiera que puedas recibir esta carta. Annika, estás muerta. No existes. Tampoco yo existo, me parece. Pero, ¿por qué te has ido? ¿Cómo? No puedo imaginar tu cuerpo sobre esas piedras de abajo, aplastado, inarmónico. ¡Eras tan hermosa! De noche, cuando dormíamos juntos, me despertaba y veía tus labios apoyados en mi brazo, sonrientes. Tenías unos párpados enormes, no puedes hacerte idea. Tus piernas buscaban el calor de las mías y todo tu cuerpo parecía poseer un impulso hacia mí, hacia mi corazón. Estaba más de media hora mirándote. Una vez encendí la luz para verte mejor. Te moviste y apagué en seguida para que no te despertaras. Annika, tenemos un largo viaje por delante, más largo que desde aquí a Estocolmo. Estoy muy fuerte ahora: podrás recostarte sobre mi hombro y dormir, como aquella vez. Tus rodillas irán cambiando de color. ¿Has muerto? Annika, dime, ¿has muerto? ¿Qué hago yo entonces, aquí? Debo morir también, morir de verdad, no como hasta ahora. Ha muerto todo lo que tenía, todo lo que buscaba. Ahora tú. No sé qué hacer. Quizá me vaya a Saint Tropez con el Profesor y le ayudaré a hacer su hoyo, en una noche de tormenta, y me pondré a su lado para ver cómo el mar sube hasta nosotros. Hasta este momento, yo he ido siempre hacia las cosas: hacia el mar y las montañas. Dejaré que ellas vengan hacia mí para mejor terminar. Espérame. Más allá de la muerte debe haber un sitio para nosotros dos. Si el amor existe de verdad, existirá más allá del tiempo. Las cosas que mueren no existen. Tú creíste en el amor a mi lado y entonces el amor debe durar siempre, siempre. ¿No vas a esperarme? Te contaré otras cosas de mi vida que no sabes aún. Te señalaré todas las mentiras que hasta aquí he dicho, a ti y a mí. Ahora te digo la verdad: te escribo porque me acuerdo de ti y te necesito. Estoy aquí solo, mirando París. Dentro de París no hay nada. Cuanto existe está dentro de nosotros, bueno o malo. Eso no se puede juzgar. Cada uno es un misterio. Lo que hace falta es que yo sea claro para ti como lo he llegado a ser para mí mismo. Reconocer que no nos hemos equivocado, sino que hemos tenido grandes tropiezos en nuestra búsqueda constante de
Demé
Susy
Enrique
Perros sarnosos, sapos.
A mis padres
Mylkas:
Eres la única persona, la única cosa a quien puedo escribir sabiendo que leerá mi carta. Nos vemos a menudo, por lo cual no tengo muchas cosas que decirte. Te insultaré primero y luego tendré piedad de ti, para que no llegues a sentirte desolado. Eres un miserable, Mylkas. En tu caso, yo me tiraría de la torre Eiffel. No sólo has matado a Dios, a todos los hombres, y a ti mismo, sino que has matado a Annika, el único ser puro que te ha amado verdaderamente, sin egoísmos, sin esperar recompensa alguna. Has hecho que se abriera las venas en su casa, sentada ante el lavabo. Te conviene creer que no ha muerto, te conviene. Es inútil. Se ha suicidado, har begätt självmord. Por culpa tuya. Eres un gusano lleno de podredumbre. Has nacido porque una puta no tuvo cuidado. Tu destino es justificado. No te hagas muchas conjeturas: tus padres no huían del comunismo, no eran húngaros. Eres él más bastardo de los bastardos. Tu padre fue un estudiante de Química que hizo una excursión a la fábrica de alcohol de tu ciudad. Tu madre era ya vieja y quizá por ello se le olvidó tomar precauciones. Si estas cosas fueran dichas a un hombre razonable se moriría de vergüenza. A ti sé que no te influyen eso que llamas convenciones sociales, prejuicios, tópicos. Pero tu alma también es bastarda. Tu alma creada por Dios que se amó a sí misma en Dios y en los hombres. ¿Qué te queda ahora? ¿Qué haces aquí? ¿A quién esperas? Nadie vendrá, nadie. El guardia no se va a preocupar de tus intenciones. Te asomarás tranquilamente, admirado de la belleza de París; harás un pequeño esfuerzo físico y… Te crees tan importante como para que los periódicos inventen sobre ti la historia correspondiente. Nadie te conoce. Eres él Hombre Errante. Tírate, Mylkas. Es un consejo de amigo. ¿A quién esperas? Hazme caso esta sola vez, basura. Te llevarán a tu casa; te reunirán con tus hermanos. Ellos harán una fiesta al recibirte. Te pudrirás suavemente, en esta primavera que se anuncia. Algunas flores podrán aprovechar tu cuerpo para expandir su mejor aroma. Una buena obra de tu parte, Mylkas. La única. No quieres sentirte solo, ya lo sé. Empiezas a escribir cartas a gente conocida para creer que ellos piensan en ti, te reconocen. Tampoco yo te reconozco. Nadie, nadie. Me eres tan lejano como los cráteres de la luna. Te tengo lástima porque eres un pobre tipo orgulloso. Ya: te crees la síntesis de la Humanidad, su representante, el eje del universo. Tu inteligencia ha llegado a todas las profundidades de la vida. Primero te convenciste de que más allá de Dios había muchas cosas dignas de ti; abandonaste a Dios y comenzaste a buscar esas cosas en medio de los hombres. Te hubiera perdonado si te hubieras detenido aquí. Pero luego tampoco los hombres te satisficieron: viste su asco, su miseria, su mentira. Y decidiste aceptar el último recurso. Sobre todo esto brillabas tú, perdurable, inmenso. Bueno, te dedicaste a buscar en ti mismo lo que no habías encontrado en otra parte. Felizmente, te has dado cuenta en seguida de tu error. Si hubieras llegado al fondo de las cosas, de Dios o de los hombres, no te hubiera sido preciso encontrarte como te encuentras. La vida ha tenido buena culpa, Mylkas, yo soy tu amigo y te comprendo. La vida te enseñó con demasiada rapidez que ella misma no vale gran cosa. Caíste en su red. Después has querido encararte a ella, orgullosamente, sin miramientos, sin postulados. Contra la vida no se puede luchar. Bueno, se puede luchar, pero sabiendo que vas a resultar vencido. Y si en algún momento parece que vas a ponerte encima, llega la muerte, su hermana, y de tu victoria fabrica un montoncillo de cenizas grises. No, no puedes oponerte, no puedes actuar por tu cuenta, rechazar las ayudas, trabajar al margen de los otros. Yo te aconsejaría un poco más de humildad, como el padre maestro. Te aconsejaría que buscaras seriamente a Annika. Que buscaras a JoséAntonioFernándezMylkaselLituano. Si comienzas a buscar seriamente, los encontrarás a todos, te lo aseguro. Vete, Mylkas, vete, anda, vete.
a dónde.
— FINAL —
París, 25 enero - Madrid, 13 abril 1965.