SOBRE LAS TRIPAS DE UN CARNERO

He elegido un hotel del Sena muy próximo a aquel en que estuve con Susy hace algún tiempo, mi primera tarde con ella. La habitación da al patio. Bastan unos pasos para llegar al río, a Saint Michel, a Notre-Dame y al mercado de flores. Los domingos, en lugar de flores, se venden pájaros de todas las especies, colores y trinos. Hay más gente que de ordinario y parece la feria del pueblo. Ayer estuve paseando un rato ante los puestos de flores. Al fin, para celebrar la proximidad de la primavera, he comprado un ramo de heliotropos azulados y de aroma suave. Están sobre la mesa, dentro del vaso de plástico que uso para lavarme los dientes. Toda la habitación huele. Cuando era niño, nos enviaba el maestro a recoger unas flores parecidas que nosotros llamábamos «zapatitos de la Virgen». La escuela, al comienzo de la primavera, estaba siempre adornada de estas flores y de campanillas y flores de cardo. El maestro se ha muerto después. Es hermoso, ahora, tener sobre la mesa unas florecillas tan semejantes a aquellas que buscábamos después de comer en los prados, cerca del río. Las flores son más eternas que los hombres, más firmes: siempre el mismo color, el mismo aroma.

Hace más de quince días que busco a algún conocido. Solamente he visto a Carlitos, que no tuvo tanto éxito como el Comunista; ahora trabajaba en la limpieza de una fábrica. Está más viejo que durante el verano, como arrugado. Hemos bebido juntos un pernod y no le he vuelto a ver. Parece que el demonio se los ha llevado a todos. Demé quizá viva en su nuevo piso, pero no deseo verla.

Mi trabajo de ahora me gusta. Cuando necesito dinero —cada tres días, generalmente— me voy a Les Halles a descargar camiones. Me hice amigo de un normando que llega todas las noches en un «Berliet» inmenso lleno de vacas descuartizadas. Casi siempre me deja descargarlo. Es un trabajo duro y sucio: paso casi cinco horas con el olor a carne en todo el cuerpo, pero me paga muy bien. Él, además, me ha relacionado con otros camioneros y siempre hay alguno que me permite ayudarle. Estoy diez horas seguidas en el mercado y vuelvo a casa con cincuenta francos en el bolsillo. Tomo un café en Chátelet y duermo hasta pasadas las tres de la tarde. El tiempo que me queda libre lo empleo en vagabundear. Unas veces subo desde Concorde al Arco de Triunfo, a través de los Campos Elíseos, y regreso por la otra acera. Este paseo me ocupa gran parte de la tarde. Conozco de memoria las carteleras de los cines, los escaparates, los guardias de la circulación. En los bares de la avenida siempre hay gente sentada. El Comunista iba allí con su protectora.

Otras veces me siento en «La Rotonde», entre clochards y jóvenes como yo, para charlar de la vida, de la miseria, de arte y de política. Casi nunca se dice nada interesante, desde luego, pero se pasan las horas sin sentir su agobiante presencia. De otra manera, me moriría de aburrimiento. Las paredes del hotel parece que me aprietan la cabeza hasta la sangre. Es imposible permanecer allí. En el mismo bar suelen sentarse algunos otros que realizan el mismo trabajo que yo; a pesar de conocerles por sus nombres, no he querido hacer amistad con ellos.

Estoy bien solo. No necesito de los otros. Y si necesito para unos momentos, invito a un clochard a un tinto y puedo hablarle y escucharle durante horas enteras. Todos tienen historias curiosas de las que nos reímos juntos. No se sienten tristes por vestir harapos y alimentarse de lo que encuentran. Algunos han sido ricos en su juventud. Ahora aman esta vida, no quieren oír hablar de la muerte y en sus ojillos siempre existe alguna alegría bien fundamentada. Con ellos tengo suficiente. Desde que los alemanes me expulsaron de Hamburgo, el día mismo que llegué, sin darme explicaciones ni billete gratuito, vivo entre esta gente a quien voy pareciéndome cada vez más.

Me llaman el Lituano. Se me ocurrió contarles una vez una aventura mía en Riga y ellos se han puesto a decir que yo, sin duda, he nacido allí. No me molesta en absoluto. Cada uno de los clochards, por otra parte, lleva un apodo cómico relativo a alguna etapa de su vida. A uno le llaman el Gendarme porque se escapó de una cárcel vestido con el uniforme azul; a otro Picasso porque siempre cuenta la ocasión en que habló con el pintor; a otro el Papa Rojo, seguramente debido al color de sus barbas y a sus gestos mansos; a otro, en fin, el Profesor. Es uno de mis preferidos como conversador. Asegura que fue catedrático en la Sorbona antes de la guerra, de Filosofías Comparadas. Luego pensó que sus enseñanzas eran no sólo inútiles sino también falsas. Se hizo clochard. Sentado ante su vaso, explica teorías sobre todo lo existente e inexistente. No se enfada si nos reímos de él. Anoche me dijo que, una vez pasado el verano, se marcharía a morir a Saint Tropez. Me explicó los cincuenta modos menos utilizados de suicidarse y él ha escogido uno de ellos. Cuando más llueva, hará un gran agujero en la arena, lo rodeará en la parte del mar por una pequeña tapia y se meterá dentro. Duda si morirá ahogado o de hambre, y esto es lo que más le preocupa. No quiere morir de hambre.

Mylkas, el Lituano, se ha dejado la barba. Me dijo el Profesor que no respondía a los impulsos de la tierra; puesto que se acerca la primavera debo florecer de algún modo. Tiré al Sena mi maquinilla de afeitar, y el dinero ahorrado en cuchillas lo emplearé en flores. Sé que esta actitud sería juzgada insensata por quienes me han conocido, pero quienes ahora me conocen garantizan que tengo un aspecto más personal. Por lo demás, la barba poco quita o añade a un tipo. Mientras descargo los camiones, mi barba me proporciona miradas admirativas, como a un animal del zoo sus piruetas o sus pústulas. Trabajo con ahínco, con virilidad, sin levantar la cabeza a las noches plácidas que progresivamente envuelven París. En Les Halles como cuanta fruta deseo, puedo guardar algunas cosas. Me gusta el ambiente de gritos, de juramentos, de sudor. Sé que, en el fondo, todos los que allí trabajamos o, al menos, la mayor parte, sentimos un odio mutuo. Este odio circunda no sólo a camioneros y descargadores sino a toda la sociedad. Mi indiferencia es ahora odio cerrado, sordo hacia quienes comerán esta carne que me hunde la espalda, estas naranjas cuya presencia se me hace insoportable, toda esta basura sobre la que nosotros dejamos sudor, esputos y orinas. Son diversiones plenamente justificables. Les Halles es el puerto de Ámsterdam con su vino constante y áspero, sus prostitutas al alcance de la mano, esperándonos en las puertas acristaladas de los hotelitos de Saint Denis, sus cantos, sus sueños y, también, sus muertes.

A Les Halles vienen muchos buscando la sublimación de su asco para olvidarse de sí mismos. El sábado último se acercó a mí un matrimonio de edad, mirándome fijamente a la cara. Llevaba apoyada en los muslos una caja de berenjenas. Les saqué la lengua con desprecio. Vestían elegantes abrigos de entretiempo, zapatos brillantes.

—Perdone —dijo la mujer.

—No es nada, señora.

—Es que se parece usted a nuestro hijo.

Estuve a punto de lanzarles a la cara las berenjenas y salir corriendo. No sé qué me detuvo.

—Pues yo no soy —contesté fríamente.

—¿Y no conoce usted a un muchacho con barba como la suya, de su estatura, con una visera igual, pantalón vaquero, fuerte como usted…?

—No, señor. En Les Halles sólo soy yo de esas características.

—Es que nuestro hijo se marchó de casa hace dos semanas —dijo la mujer.

—Pues no soy yo, señora. Perdone. He nacido en Lituania.

—Muchas gracias —me respondieron los dos.

Si hubiera conocido al muchacho, no se lo hubiera dicho. Posiblemente ande por algún rincón conduciendo un carricoche cargado. O se ha tirado al Sena. O se alistó en la Legión. ¿A mí qué me importa? Como si perder un hijo fuera algo tan trágico. Yo lo he perdido todo, si algo tuve, y aquí me tienen entre berenjenas y traseros de vaca. ¿Lloro? ¿Busco? ¿Pido ayuda? ¡Pues entonces! Tienen ustedes que aprender a agarrar la vida por los cuernos o por un pelo. No todo va a ser abrigos de entretiempo y sombrero tirolés.

Yo sé que toda esta gente no tiene buen concepto de nosotros, ni de los clochards, ni de los marineros de Ámsterdam. Resulta muy cómodo eso de ir analizando las lacras del prójimo, fabricar teorías sobre su inadaptación, elevar las manos al cielo pidiendo castigos o misericordia, que viene a ser lo mismo. Aquí quisiera yo ver al maestro de estudiantes, con la cabeza de una oveja colgándole de cada mano. Íbamos a oír sus palabras comedidas, sus consejitos. Yo mismo, hace dos años, hubiera implorado, hubiera exigido un olvido absoluto de todo este mundo que, según parece, no ha sido creado por Dios. Es fácil, reverendo padre, creer en Dios, y en las pompas litúrgicas, y en los efectos de la gracia y en el amor que debemos a nuestros semejantes desde una cómoda silla. Venga a preguntar la opinión de estos compañeros. Y cuéntesela luego a los profesores de Filosofía, mientras se toman una copita de coñac en la recreación, para que inventen nuevos silogismos sobre las berenjenas y el olor a carne fresca. Yo mismo podría prepararles esta noche unos cuantos silogismos. Basta decir que somos unos resentidos, inadaptados, miserables, pecadores… Eso convencerá a sus lectores y amigos. Ah, pero no vendrán a Les Halles, no. Se mancharían. Y ellos son hombres íntegros. Integridad cortada en la parte sana, como un solomillo cortado sobre las tripas de un carnero. Son un tercio del hombre, pusinescos; el tercio hermoso, puro, elogiable. Nosotros, en cambio… Nosotros somos una porquería, pero no nos da vergüenza confesarlo con toda la sangre de nuestro corazón.