PARA TENER ALGUIEN CON QUIEN HABLAR

De nuevo he visitado la Escuela Odontológica. Si bien la hemorragia se ha terminado, sólo muy dificultosamente puedo abrir la boca. Me sigue sabiendo mal; en la parte de la muela extraída parece que tengo un gusano podrido y viviente. El profesor me dijo que es cosa natural, que debo esperar a que la herida cicatrice y entonces sabremos si hay agravantes. Por el momento, me puso una inyección de penicilina para evitar infecciones. Hace cinco días que no puedo comer cosas duras. Me alimento de galletas, plátanos y leche. Me encuentro más débil que nunca. Espero que estos señores no me hayan hecho una perrería ahí dentro.

Encontrar trabajo me está pareciendo mucho más difícil de lo que pensaba. El permiso tarda más de lo previsto y eso del paraíso sueco es un cuento chino como tantos otros. Con permiso podré dedicarme, como máximo bien deseable, a lavar platos, fregar hoteles y descargar camiones. Al cabo de dos años, cuando conozca el idioma, acaso logre un empleo mejor. Esto me han dicho. Además, del escaso sueldo que me pagaran, debo entregar al Gobierno del veinte al treinta por ciento de impuestos. Todo esto me hace pensar que en París me encontraba económicamente mucho mejor. Por otra parte, no hay posibilidad alguna de encontrar una habitación para mí solo. Tienen prioridad los casados. Parece que es el único atractivo que tiene aquí el matrimonio: encontrar piso. Me veo condenado a vivir en hoteles por toda la eternidad. Los dueños no te permiten cocinar, te suplican que fumes con parquedad y, si algún día descubren una botella de alcohol en tu habitación, se suben por las paredes. Luego ellos se pasan el día borrachos. Yo me decidí a comprar una de vino para darme un poco de optimismo y olvidar el malestar. Lo estuve bebiendo gota a gota para que me durara y el tipo del hotel se ha puesto hecho una furia. Me amenazó con despedirme si volvía a repetirse. También me ha prohibido tener cosas de comer en la habitación. Y lo peor de todo es que, según dicen, lo hacen por tu propio bien. Como si no tuviera uno edad para saber cuál es su propio bien.

Después de mucho pensarlo, me fui a casa de Britta. Deseaba beber unos tragos y sentarme en el gran diván negro. Salió a abrirme a medio vestir, su piel blanca resaltando lastimosamente de las ropas rojas. Me pareció más pálida que las dos veces anteriores.

—¿Cómo no has venido antes? —me pregunta en la puerta.

—He estado enfermo. Todavía no ando bien.

—Ahora es tarde —dijo ella—. Tengo a otro.

—¿A otro?

—Un muchacho italiano muy parecido a ti.

—¿Entonces no viviremos juntos?

—Vivo con él.

—¿No me invitas a una copa? —le pregunto.

—Bueno, entra.

No me condujo al hermoso salón de vidrios rojos, verdes y negros. Me senté en una salita profesional, hermosa, sencilla. Colocó ante mí una botella de whisky medio llena, un vaso alto, transparente, y me dijo:

My boy is in.

—¿El italiano?

—Sí. Debo estar con él.

—¿En el salón africano? —pregunté.

Britta sonreía con un gesto afirmativo.

—Le saludas —dije.

—Cuando hayas bebido, te vas. Yo estaré ocupada. See you later.

See you later.

Encendí un cigarrillo rubio del paquete que ella tenía sobre la mesa. Bebí un trago. Me hizo bien él alcohol. En una repisa bajo la mesa había revistas suecas, inglesas y alemanas. Me puse a ojear una. Pensaba estar allí una hora, cómodamente sentado, fumando, bebiendo; pero al cabo de diez minutos me harté de aquellas paredes grises, de los sillones. Terminé el líquido del vaso, guardé la botella en el bolsillo de la chaqueta y me marché. Ahora sí que no volvería a ver a Britta en mi vida. El whisky sonaba en mi bolsillo. Procuré que no se notara. Apenas se veían grumos de nieve sobre los árboles de los parques. La temperatura era clemente. Me puse triste pensando que se acercaba la primavera. Siempre me pongo triste cuando advierto algo primaveral en los paisajes. Sé que me esperan días desolados, inútiles. En invierno yo puedo vivir, me gusta el invierno. Durante la primavera, en cambio, todo se vuelve contra mí, todo me hiere, me mortifica. Es insoportable ver cómo los árboles echan sus yemas, cómo nacen flores aquí y allá, cómo el aire se llena de aromas y de cantos de pájaros. Me voy a sentir muy abandonado la próxima primavera. No podré contar con nadie para ver juntos la vida, para amarla u odiarla… Pero aún estamos en enero. Ningún pájaro de los que conozco canta todavía, ninguna flor con nombre ha nacido: puedo sentirme tranquilo.

Oculté la botella de whisky bajo el colchón. La mujer de la limpieza no tiene necesidad de moverlo para hacer la cama. Beberé un sorbo cada dos horas y conseguiré darme alguna alegría. No soy un borracho, no consigo serlo. Un poco antes de que el alcohol se me suba a la cabeza, me da vómitos y no puedo beber más. Muy a pesar mío, pues soy siempre lúcido y hasta razonable. Con el whisky robado a Britta fabricaré cuando la necesite una hermosa primavera en mi sangre. Me repugnan un poco estas fabricaciones en cierto modo externas a mí mismo, pero mi invierno es demasiado largo y con frecuencia me encuentro pesimista y deseoso de buscar nuevamente una esperanza que me conduzca y me vivifique.

Me he metido en un cine para pasar el rato. Sin Annika, no me he enterado de nada. Una película era americana, vistosa y al menos he tenido cierto placer visual. Del argumento no conseguí captar más que frases sueltas. Me estoy dando cuenta de que mi inglés es desastroso. Aquí tengo posibilidades de aprenderlo rectamente, pero, ¿para qué? Me gustaba antes, pasaba horas enteras sobre el diccionario. Ahora es una lengua silbante, babosa y, lo que es peor, incomprensible. Si me siento con fuerzas, iré a Londres a estudiar. Me han dicho que allí es fácil buscar trabajo.

Después de recorrer todas las islas de Estocolmo, todos los puentes; después de conocer los canales, los parques, los museos; de ver hombres y cosas, todo me parece asqueroso, disgusting, como decía Annika. Ella tiene razón. Esta ciudad, como las demás, es hermosa para quienes viven en ella o la visitan como turistas. Un tipo pobre, enfermo y solo no puede encontrar ningún placer estético en ella. Quizá soy refractario desde hace algún tiempo a los placeres estéticos. Lo que he descubierto, en el fondo, es que este Mylkas es un señor muy contradictorio y extravagante. Las ironías y los cinismos hacia el otro Mylkas (ni uno ni otro conversan con nadie exterior) crean una atmósfera de ahogo y aburrimiento. Ya no sé qué decirme, cómo explicarme lo que siento, qué postura adoptar ante estos hechos mínimos que ocurren más próximos a mi cuerpo. Algunas veces he estado a punto de escribir cartas a algún conocido: al Viejo, a los vigilantes, a Paula, a los de París. En seguida he rechazado la idea. O bien no tengo nada que decirles, o bien ignoro dónde se encuentran actualmente. Estoy tan exactamente solo, tan puramente solo que no sé hacerme compañía a mí mismo. Este Mylkas es monótono, sin originalidad. Le acepto en su plenitud, le amo por completo, pero mi admiración por él se ha convertido en un sentimiento pesado de indiferencia. Le estoy incluyendo en el campo de mis enemigos, en el gran reino de los hombres. Ante esta realidad sólo puedo mirarle con ironía y un vago desprecio. Es como casi todos, por mucho que pretenda diferenciarse. Es un pobre tipo, un pequeño ser abandonado. Su valor estriba justamente en este reconocimiento de su propia personalidad, este débil amor inquebrantable que se profesa. No pretenderá pedir consuelo, cegarse en la aglomeración de ciegos. Él camina solo, ruin y desdichado, pero sabe que son suyos sus pasos, sus pensamientos y las palabras que escucha. Absurdas, abúlicas, impertinentes, extravagantes, pero sinceras. Recuerdo una charla del maestro de novicios sobre santa Teresa de Lisieux. Afirmaba la monja que lo difícil no era soportar a los demás, sino soportarse a uno mismo. Yo entonces debí pensar en fray Acosta o en fray Benedicto y debí sonreír irónicamente. ¡Cuántas cosas increíbles se han convertido en evidentes! Y, en contrapartida, cuántas creencias son para Mylkas mitos, tótems, monigotes ante quienes sólo puede uno reír. Mitos y evidencias han crecido en mí como guácimas cuyos frutos sólo sirven para envenenarme el alma.

En el mes escaso que llevo en Estocolmo he gastado más dinero que nunca. Me quedan ciento cincuenta francos sin cambiar y algunas coronas suecas. He terminado por cansarme de todo y paso las horas en mi habitación, tumbado sobre la cama, mirando al techo y fumando. Mi boca no se ha curado todavía. Hago ejercicios con los dedos. Al principio sólo conseguía introducir entre los dientes el meñique; ahora meto ya el pulgar hasta el fondo. He comido una lata de carne yugoslava, en trocitos. Viene preparada, pero tiene un sabor intenso, desagradable. Durante una mañana entera he divagado sobre si me atrevería o no a comer una costilla de cerdo en algún restaurante. Al final me he dado cuenta de que no podría masticarla.

Por sesenta ore he comprado un periódico español. He leído hasta los anuncios por palabras, uno a uno. Como era de suponer, no encontré lo que deseaba. Páginas y páginas para hablar de los viajes de los ministros, de política internacional, farmacias de guardia, exposiciones etéreas y muy literarias sobre tonterías… Yo no buscaba algo concreto, es verdad, pero me he decepcionado. Deseaba saber cómo marchaban las cosas, es decir, si la gente seguía viva, si el edificio de Vallecas había sido vendido, si había muerto la murciana, si tenían nieve por las calles o los hombres se sentían más felices que antes; buscaba algún detalle que me reflejara, alguna preocupación mía resuelta. No había nada. Lo corté en trocitos y fui metiéndolos en las papeleras de la ciudad. Estoy convencido de que, si deseo algo, sólo yo puedo proporcionármelo.

Termine de leer el Quijote. Empecé luego un libro de Unamuno y lo dejé en el segundo capítulo. ¿Para qué voy a seguir leyendo? Los libros vienen a ser como los periódicos, como las películas. Más que pretender enseñar o explicar, intentan satisfacerse a sí mismos, solucionar sus propios pensamientos. Que un tipo se encuentra triste, pues se pone a hablar de la tristeza durante cien páginas y al final conseguir darse cuenta de que la tristeza no existe, de que acaba de matarla. Ahí está Bergman, terminando con su palabrita hermosa para sentirse tranquilo. En fin, vale más seguir hablando con Mylkas que ir a preguntarles a estos señores: te dirán lo que ellos quieren, no lo que quieres tú. Mylkas, aunque mal, intenta comprenderte y ayudarte. Usa las frases que te gustan y no se anda con literaturas. Seguiré de su parte a pesar de todo.

Progresivamente veo que mi existencia no vale la pena. La semana próxima me encontraré sin una sola corona. ¿Qué voy a hacer? Si me esforzara un poco, conseguiría un trabajo. No tengo ninguna gana, por lo demás. Sin embargo, he de buscar un procedimiento para no morirme de hambre y pagar el hotel.

Al atardecer, llego paseando hasta el puerto. Nunca lo había visto tan de cerca, tan mío. Es el primer puerto que veo en mi vida con este cuidado, con este interés. Hay barcos de todo el mundo, tipos como el marino holandés, hoscos, tipos elegantes que se pasean fumando la pipa, guardias, mujeres. Todo son hierros, ruido. Está relativamente limpio. Este puerto es la parte del mundo más viviente que conozco. Vendré a él diariamente; acaso puedo incluso encontrar trabajo entre estas gentes raras. Paseando por los muelles me viene a la memoria una canción de Jacques Brel que tenía Demé. Se titulaba Ámsterdam, creo. Jacques Brel debe de ser un tipo muy parecido a mí, sólo que canta mejor. Puse mucho cuidado en comprender la letra. Sus canciones, según se decía, eran verdaderos poemas. Con su voz ronca, Brel explicaba que en el puerto de Ámsterdam hay marinos que cantan, marinos que beben, que beben y que vuelven a beber, marinos que fuman, marinos cuyos vientres sudan prietos a los de las prostitutas, marinos que cantan, marinos que lloran, marinos que duermen, marinos borrachos, drogados, marinos que mueren… Me impresionó aquello. Ahora veo la patética descripción en estos hombres. Me gustaría ser uno de ellos, hablarles y que me contaran cómo va pasando su vida. Quizá me contrataran como carguero o como lavaplatos en algún buque. Les miro lentamente, les estudio, como si hubiera en alguna parte de ellos un trozo de Mylkas perdido.

Va anocheciendo desde la tierra. El mar conserva todavía reflejos y luminosidad. El próximo día que vuelva, traeré mi botella de whisky todavía sin terminar e invitaré a un hombre de éstos. Estocolmo, a mi espalda, va encendiendo sus lámparas de colores. El agua se torna negra, opaca. Me detengo a mirar un grupo que forcejea con una caja enorme de madera.

Push, ¡cabrón! —oigo gritar a uno de ellos.

Me coloco a su lado. Es un hombre pequeño, fuerte, casi negro, con barbas de una semana. Lleva una chaqueta sucia y pantalones castaños, manchados de grasa en muchas partes. Espero que pronuncie otra expresión en español para dirigirle la palabra. Mira con ojos de fuego al compañero y vuelve a gritarle en inglés que empuje, blasfemando en castellano.

—¿Es usted español? —le pregunto.

—Sí, ¿por qué? —dice él.

—Yo también.

—¿Y qué haces?

—Mirando —respondo.

—Pues empuja aquí, hombre. No vamos a terminar nunca.

—No soy del puerto…

—¡Empuja, coño! ¿Qué más dará?

Tardamos casi media hora en poner la caja al alcance de una grúa. Los hombres se retiran sudorosos. Me han quedado las manos entumecidas y blancas con el roce de la madera. Mi compañero coge del suelo una bolsa y se dirige a mí, riendo:

—¿De dónde eres, hombre?

—De Madrid. ¿Y tú?

—Somos paisanos. Nací en Legazpi. ¿Quieres un trago?

Ha sacado de la bolsa una botella de vino. Bebo.

—¿Qué haces por aquí? —pregunta.

—Nada. Buscando trabajo.

—¿No te han contratado estos tíos?

—No. Estaba paseando.

—Bueno, ven a cobrar —dice él.

Nos unimos al grupo que ha trabajado. Entramos seis hombres en una barraca de aluminio llena de trastos. Un hombre está sentado bajo una bombilla que casi le roza las narices. Levanta la cabeza al vernos y dice algo que yo no entiendo. Los hombres firman en un papel y recogen dinero. El madrileño se pone a hablar con el otro en un idioma extraño. Me miran los dos, discuten. Finalmente, el hombre me presenta la hoja.

—Anda, firma —me dice el español.

Escribo mi nombre con letras oscuras. El hombre lee y me alarga dos billetes de diez coronas, nuevos.

—A éstos se les engaña como a Cristo —dice mi compañero.

—¿Quién es?

—El jefe. Le conocí esta mañana.

—¿En qué lengua hablabais?

—En alemán. Toma, bebe.

Estamos de nuevo en la calle, frente al mar. Se ven todavía grupos de hombres con carretillas o desocupados, yendo de un sitio a otro. Algunos llevan carteras, cuerdas, bolsas. El madrileño me invita a sentarme al cobijo de las cajas que no han cargado aún. Saca de la bolsa un bote de queso y pan y me invita a comer. Él bebe, se limpia la boca con los dedos y se recuesta sobre las cajas.

—¿Tú vives de eso? —le pregunto.

—De lo que salga.

—¿En Estocolmo?

—Estaba en Hamburgo. Vine hace tres días.

—Si me dejas, trabajaré contigo. ¿Es fácil?

—Hombre, siempre hay. Si quieres… Pero bebe.

—Me alegro de haberte conocido. Estoy harto de los suecos.

—¿Los suecos? —dice él—. Son unos ángeles. Si te metieras con los alemanes…

Estamos comiendo lentamente. La botella ha quedado vacía, entre las piernas del madrileño. Le cuento lo que he hecho hasta ahora, desde que vine a Estocolmo, desde que salí de España. Le hablo de Britta, de los dentistas, del dueño del hotel.

—Como todos —dice él—. Todos somos lo mismo. Un día aquí y otro allá. Con tal que haya vino…

Se levanta para volver a llenar la botella. Yo me quedo sentado allí, viendo a mi derecha el mar, la ciudad iluminada a la izquierda. Pasan diez minutos. El español regresa en compañía de un hombre vestido de uniforme.

—Ya nos pescaron otra vez —dice con indiferencia.

El tipo del uniforme me habla en sueco. Le hago un gesto de incomprensión.

Your passport —dice.

El hombre lo mira a la luz de la linterna. Lee despacio todas las páginas, me mira. Parece indeciso.

—No te preocupes —dice el español.

Come on! —grita el otro.

Me levanto con la bolsa de mi amigo en las manos. El policía nos lleva uno a cada lado. Camina de prisa, sin mirarnos. El español se pone a contarme que esto le pasa cada dos días. Al principio, procuraba esconderse, ahora deja que «el río marche». Añade que nos llevarán a un sitio más cómodo y hasta nos darán una cena caliente.

—¿Cómo te llamas?

—José Antonio —digo.

—Como yo. A mí me llaman Pepe.

Llega del mar un viento fresco con olor a petróleo. El policía camina tan de prisa que me obliga a correr para seguirle. Ha guardado mi pasaporte en el bolsillo de la chaqueta azul. Me divierte encontrarme aquí. No ocurrirá nada grave, como asegura Pepe. Y si ocurre, es lo mismo. Es curioso encontrarse en el puerto de Estocolmo, al lado de un policía, sin saber dónde vamos y qué quieren de nosotros.

Entramos en un pabellón iluminado con tubos de neón. Hay dos policías en la puerta, rígidos, que no nos dirigen la mirada. Nuestro acompañante nos invita cortésmente a precederle ante la puerta. Nos conduce a una habitación amplia, en donde dos hombres están escribiendo a máquina. Otro, entre ellos dos, nos mira cansadamente. El policía le entrega nuestros pasaportes. El otro lee despacio, coge un tampón y lo marca sobre el de Pepe. Hojea el mío con los ojos fijos en mí. Me habla en inglés.

—¿Qué hace usted? —pregunta.

—¿Dónde?

—Aquí.

—Me mandó venir —le respondo señalando al policía.

—¿Qué hace en Estocolmo? —vuelve a preguntar, ahora más lentamente.

—Busco trabajo.

—¿Tiene dinero?

—Sí.

—¿Cuánto?

—No sé… Doscientos francos.

—¿Franceses?

—Franceses, sí.

—No es bastante —dice él.

No le respondo. Se inclina sobre mi pasaporte y escribe sobre él. Me lo muestra.

—Debe salir del país —me dice—. Esta noche les acompañarán al tren.

—¿Por qué? —le pregunto.

—No tiene usted dinero ni trabajo.

—Estoy inscrito en la oficina de inmigración.

—Lleva usted más de un mes en Suecia. Tenía permiso para un mes, salvo renovación. En un mes ha podido usted encontrar trabajo y prolongar la autorización de estancia. It is too late now. Perdone.

—¿Demasiado tarde?

—Se les enviará a Alemania —respondió él después de un momento.

Pepe está apoyado sobre su mesa. El policía que nos ha traído nos indica que le acompañemos. Él camina detrás de nosotros.

—¿Dónde vive? —me pregunta.

—En Ynglingagatan, cerca de la carretera de Uppsala.

—¿Tiene equipaje?

—Sí.

—Iremos por él.

Subimos a un coche los tres. El policía habla con su conductor. Atraviesa todo Estocolmo en menos de media hora. El dueño del hotel se queda hablando con Pepe y el conductor mientras el policía me acompaña a mi habitación. Ante sus ojos saco del colchón la botella de whisky. Él sonríe. Le ofrezco un trago.

—Estoy de servicio —responde.

Le pido al dueño del hotel que me devuelva los tres días de pago adelantado. Dice que no. Le explico al policía que me debe treinta coronas y él habla en sueco con el dueño. Al fin, me entrega los billetes y se queda mirándome opacamente, como si no me conociera.

El coche no nos devolvió al puerto.

Este edificio modernísimo debe de ser la cárcel. El policía nos deja en manos de otro, sube al coche y desaparece. A Pepe y a mí nos conducen primero ante un tipo de paisano que mira los pasaportes, hace un gesto con la cabeza y nos mira como diciéndonos que tomemos las cosas con filosofía. Cada uno lleva su bolsa, su botella. Mi maleta está apoyada en mi pierna derecha, esperando.

—Saldrán en el tren de las diez hasta Hamburgo. Les acompañará un policía hasta la frontera. ¿Han cenado?

—No —se apresura a responder Pepe.

—Bien.

Un nuevo policía de uniforme nos lleva a un comedor pequeño, donde hay dos largas mesas metálicas. Nos sirven sopa y carne cocida. El policía nos mira comer. Empezamos a hablar de la vida, como todos los hombres a quienes la vida es clemente. No estoy enfadado o triste porque me echen. Realmente, aquí sobro. Pepe también parece contento. Es la quinta vez que le echan de un país. Teme llegar a Hamburgo, de donde acaban de expulsarle, y piensa si le enviarán a España, cosa que no desea en modo alguno. Salió como turista, sin contrato de trabajo, hace más de cuatro años, apenas terminado el servicio militar. Ha rodado —como él dice— por toda Europa, viviendo al margen de leyes, al margen de la vida. Su porvenir le preocupa tanto como a mí.

—No tenemos ni una gota para el viaje —dice señalando su bolsa.

El agua mineral que nos han dado con la cena no nos servirá. Le digo que tengo whisky y él me abraza ante el rostro admirado del policía.

—Nos amamos, ¿sabe?

El otro queda petrificado. Se repone y nos lanza una sonrisita que yo no sé qué demonios quiere decir. Tanto da. Una vez terminada la carne y la fruta, nos conduce a una sala parecida al hall de mi hotel. No debemos de estar en la cárcel. Se tratará posiblemente de alguna oficina de auxilio social o cosa semejante. No hemos terminado de fumar un cigarrillo cuando vuelven a buscarnos. Esta vez, con mayor amabilidad aún. Parece que nos hacen reverencias al cedernos el paso ante las puertas. Meten en el coche mi maleta y nos indican que podemos tomar asiento en la parte trasera. El policía se acomoda junto al conductor.

Nos llevan a la estación de ferrocarril. Nuestro departamento es confortable, quizá de primera clase. Espero de un momento a otro el recibo para pagar el viaje. Pero resulta gratuito. El policía está con nosotros hasta que arranca el tren, luego sale y nos visita de vez en cuando siempre con su saludo, su amabilidad, su sonrisa. Pepe y yo estamos solos. Nos bebemos el poco whisky que queda y empezamos a hablar de Madrid, como dos turistas que van a pasar allí un par de semanas.

—Te he fastidiado —dice él—. Te pescaron por mi culpa.

—¿Qué más da? Yo creí que estaba legalmente. Ya tenía ganas de marchar de aquí.

—Es la pera… —contesta él.

—¿Qué vas a hacer en Hamburgo?

—Ya veremos. ¿Tú?

—Si quieres voy contigo.

—Estoy fichado, ya sabes.

—Nos defenderemos.

—Bah, ya se encargarán ellos de decirte lo que tienes que hacer, no te precipites. Seguramente nos echarán a otro sitio.

—Pues yo a España no vuelvo —digo.

—Ni yo. Me cansé de descargar camiones en Legazpi. Estos tipos te pagan mejor. En Ámsterdam me hice de oro.

—¿Estuviste en Ámsterdam?

—En todos los sitios.

—Borracho…

—Cuando no trabajaba, pues borracho. ¿Qué iba a hacer?

—Claro. Tengo que ir a Ámsterdam.

—Es muy jodido, ¿eh?

—En todas partes —le respondo.

Recibimos la sexta visita del policía. Dice que en Malmö nos deja. Tendremos que atravesar solos Dinamarca. En estos billetes que nos da está marcado que nuestra meta es Hamburgo. No podremos detenernos en ningún sitio. Una vez fuera de Suecia, a él deben traerle sin cuidado estas cuestiones. De acuerdo, viejo. No se conforman con expulsar a uno sino que le dan la cena, el billete y además compañía para que el viaje carezca de peligros. Nunca creí que iba a conseguir tan fácilmente salir de Suecia. Compro en la estación de Malmö una tarjeta y se la envío a los padres de Annika para pedirles la dirección de ella. Es seguro que terminaré en París y me gustaría pasar algún rato con Annika, aunque sólo sea para tener alguien con quien hablar. Era una muchacha hermosa.

Después de haber atravesado el mar, ya en la estación de Copenhague, Pepe me tiende la mano.

—Bueno, macho —dice—. Yo me quedo en este país a ver cómo me va.

—¿Aquí?

—Lo he estado pensando.

—Nos han prohibido quedarnos —le digo—. Está marcado en el pasaporte.

—Me quedaré hasta que me pesquen. En Hamburgo iba a ser lo mismo. Tengo ganas de dormir…

—Pues yo me quedo contigo.

—No, no, sigue. Prefiero estar solo.

Ha puesto su bolsa a la espalda y se ha mezclado con la gente. Son las seis de la mañana. Desde la plataforma de mi tren veo un hombre con una bolsa a la espalda, un punto negro su cabeza móvil. Me siento y me pongo a fumar. También yo estoy mejor solo, Pepe, no vayas a creer. Un hombre solo tiene más recursos, más probabilidades. Yo no quiero quedarme en Dinamarca. Hamburgo posee un hermoso puerto y comenzaré a trabajar allí. La Policía alemana no me tiene fichado. Soy un estudiante; lo dice mi pasaporte. Un estudiante siempre es bien recibido. ¿Qué hacía yo en Suecia? Perder el tiempo, gastar dinero. En Suecia ya he aprendido lo que necesitaba saber, lo mismo que en París y que en el convento. Me he buscado frente a Dios y he encontrado un Dios inhóspito; me he buscado entre los hombres y he encontrado asco; me he buscado ante mí mismo y no he encontrado nada. Al final, sigo como al principio. Estocolmo me ha facilitado las cosas: allí Mylkas ha llegado a ser verdaderamente Mylkas, sin atributos humanos o divinos. Soy yo. Estoy contento. No me quedan muchas cosas que decirme, no me quedan grandes amores que ofrecerme, pero, con todo, yo sigo viviendo, solo, yo.

El tren cruza los campos daneses. A la primera luz de la mañana se ven colinas llenas de verdor, ríos y caminos blancos. El tren atraviesa un largo puente a cuyos dos lados se extiende el mar. En Rodby tomaremos otro barco. Y seguiremos. Es un placer esta velocidad, este viento. A ver si recibo respuesta a mi tarjeta y puedo ver a Annika. No pienso casarme con ella, pero sí vivir algún tiempo a su lado. No la amo todavía. Ahora no me amo ni a mí mismo. Todo es sombrío, deslavado. Si encuentro a Annika, le hablaré, estaremos juntos y podré comenzar a amarla quizá. Lo mismo que he amado a otras, o a Dios, o a mí mismo. Si me lo propongo seriamente, estoy seguro de que lo conseguiré. En París estaremos mejor que en Estocolmo. Le escribiré desde Hamburgo e iré a visitarla cuando llegue la primavera. Todo volverá a tener sentido entonces, bajo el sol y los pájaros. Estoy esperando algo, como siempre, como siempre. Ojalá eso que espero sea mejor que mi esperanza, mejor que todo lo anterior, mejor que Mylkas.