CELEBRAR CUALQUIER COSA ÍNTIMA

Me he despertado con la boca llena de sangre fresca, roja, límpida. He debido de dormir más de cuatro horas, apoyado en la agenda, el bolígrafo caído sobre la alfombrilla. El Paris Match ha quedado manchado de sangre y saliva, un fino hilo que se ha extendido sobre el papel satinado hasta llegar al suelo. Me duele el cuello de la mala postura, pero he cesado de sangrar. Releo mi testamento y me río de mí mismo. Somos bastante ridículos los hombres, al menos por la experiencia que tengo. La consecuencia quizá lógica de la extracción de una muela me ha llevado a escribir todas estas tonterías, esta especie de poemilla sentimental y falso. Acabo de lavarme debidamente, he tomado un hermoso vaso de leche caliente y, a pesar de la debilidad y un leve malestar bucal, he reencontrado a Mylkas, el acre vagabundo, su corazón cerrado, su pelo revuelto, sus manos fuertes, los ojos un poco enrojecidos y apagados a causa del mal sueño. Pero Mylkas, fundamentalmente, es el mismo de siempre, incluso cuando pierde su tiempo escribiendo testamentos capaces de enternecer al más severo notario hispánico.

Pues bien, Mylkas, estás vivo, como era de esperar. Si hubieras temido seriamente que la muerte llegara, no hubieras permanecido sentado. Hubieras corrido al lago Brunns —o canal, o río, o lo que sea— y te hubieras dado el baño más definitivo de tu vida. Aunque tampoco de esto puedo estar muy seguro. ¿Hubieras buscado un confesor? ¿Te hubieras quedado quieto, como lo hiciste? Pensándolo mejor, creo que hubiera sido esta última la postura más mylkasiana de todas. Pero ante la presencia de la muerte no se mantiene firme ni la estatua de un dictador. Más vale, por ello, dedicarse a buscar trabajo, o a terminar el Quijote, o a cualquier otra actividad conveniente. El testamento ocupa algunas hojas de mi agenda y lo conservaré como válido por si algún día cae sobre mí un hombre alado o me ahogo en la piscina del Mälaren.

Hoy me siento auténticamente extranjero, apátrida. Es superior a mis fuerzas. Es algo que me entra aunque resista, que me llena y me agobia. Ignoro cómo actuar en esta ciudad. He llegado hace un rato, sin dinero, me he sentado en el primer banco que he visto y me he puesto a observar la gente, la multitud solitaria. Hasta ahora he creído que mi patria era el mundo, o, en todo caso, este Mylkas encogido por el frío. Sentado en este banco de madera me encuentro solo y extranjero en toda plenitud. No podré pedir una información al guardia, no sabré cuánto cuestan los billetes del Metro, me será imposible injuriar a este niño que lanza la bola de nieve.

No es que me diga: «Mylkas, va a ser hora de que regreses, de que fundes un hogar y te conviertas en un hombre de provecho.» Esto sería absurdo, tanto como ver de nuevo a Britta o a Annika. Según van las cosas, Mylkas vivirá largos años como hasta ahora, es decir, viviendo. Dudo, eso sí, en qué rincón del mundo asentaré mis huesos próximamente. Si consiguiera una isla para mí solo… Pretender ahora meterme de lleno en la sociedad de los hombres me resulta más que difícil, grotesco. Todos los hombres sin excepción están en parecidos caminos al mío. Unos por hipocresía, otros por comodidad o rutina, siguen afiliados a esta llamada sociedad. Si alguno fuera lo bastante valiente como para salir de ella, lo haría. Yo he sido capaz de arriesgarme. Cierto que no ha dependido apenas de mí, que esta mano vivida que me lleva es la verdadera culpable de que ahora esté aquí, sobre este banco, y no robando libros en París, pasando lista en Madrid o cantando Introitos en algún convento. Ha dependido de mí en cuanto que no me rebelo. Yo soy mi propio destino; you are my destiny, Mylkas. Bendito seas.

Me he puesto a jugar con los niños. Les he lanzado bolas y recibido algún leve golpe por su parte. Ellos visten ropas especiales para estos casos. Yo ando con mi pantalón vaquero, todavía servible. Tengo siempre las piernas heladas, desde luego, pero me evita lavados, planchados y demás quehaceres poco adecuados a mi carácter. La encargada de uno de estos niños le ha mandado que me dé un trozo de dulce. El niño me mira con sus ojillos azules, extiende su mano enguantada.

Thank you very much.

It’s a pleasure —responde.

No tiene más que diez años y ya habla inglés. El niño se cae cuando corre hacia la mujer. Le cojo por el brazo y le conduzco hasta ella. El niño se ríe.

—Muchas gracias —dice la mujer en inglés.

Se me ocurre quedarme un rato sentado a su lado. No hace demasiado frío. Es una mujer joven, de unos treinta años. Comenzamos a hablar sobre la nieve, la belleza de Estocolmo. Ella es de una ciudad finlandesa llamada Abo, frente a Suecia. Lleva viviendo en Estocolmo medio año solamente. Apenas hemos hablado cinco minutos, he sentido repulsión hacia ella, no sé por qué. Parece tan cándida, tan amable, tan cariñosa que me ofende. Me disculpo y me marcho del parque.

Lo mismo que los santos, los solitarios son un peligro para los que no se atreven a serlo. Yo me encuentro más tranquilo hablando conmigo mismo. Un personaje de Sartre pregunta a algunos leprosos cómo pasan el tiempo encerrados en su bosque. «Nos contamos historias.» «¿Qué historias?» «Historias de leprosos.» Lo que yo tengo que contarme a mí mismo es bien poco. Las personas que no piensan pueden estar mucho tiempo solas, como los niños. Para las otras, en cambio, es terrible, sobre todo sabiendo que no será fácil salir de esa soledad. La vida se convierte en un monólogo contradictorio y, con frecuencia, escandaloso. No sabe uno dónde irá a parar. La soledad es la patria de los muertos. Cuando a ella llegan los vivientes, deben morir. Mi patria es la soledad y estoy vivo. He aquí el porqué de mi lucha, de mi rabia, de mi desquiciamiento. Yo debería haber muerto ayer.

Si estoy vivo y tengo cincuenta coronas en el bolsillo, debo permitirme algún pequeño placer. En estos últimos días he fumado uno o dos cigarrillos durante toda la jornada. Compro, pues, un paquete de «Gitanes» franceses y me siento en el bar más elegante de Sveavägen, una de las calles más importantes; que nace cerca de mi casa y va a terminar, dos kilómetros más allá, ante la Sala de Conciertos. Frente a ésta se halla la fuente de Orfeo, esculpida también por Carl Milles. Se me ocurre pedir chocolate con suizos. Va a costarme caro, pero hoy debo celebrar cualquier cosa íntima. Está llena de gente la cafetería a estas horas de la tarde. Me siento como todo un señor, enciendo mi cigarrillo negro y me pongo a fumar voluptuosamente, fijándome con ostentación en estos pobres tipos que beben aguas de colores, que fuman un trozo de cigarrillo rubio, depositan a un lado del cenicero la otra mitad para encenderla más tarde, que hablan quedamente, temerosos, frágiles.

Voy masticando lentamente mi bollo. Podría lanzar una carcajada insólita, poderosa, para asustar a esos insectos que me rodean. Estamos en la sociedad de los hombres. Fíjate en sus gestos, en sus pequeños ademanes, en sus ojos humildes, como los de una gallina en climaterio. Están pensando en su dinero, en sus amores, en sus tragedias. Creerán que son los más felices o los más desgraciados de la tierra. No admitirán el término medio en donde se hallan. Me golpearían si les contara que son más diminutos que las pulgas, que no son valerosos para enfrentarse a sí mismos, que andan con recovecos y justificaciones y transigencias. Estos mismos tipos se harán los Barba Azul en Mallorca, conquistando a nuestras vírgenes, gastando mucho dinero y presentándose como los dueños de la tierra. Lástima. Todos se engañan mutuamente.

Las mujeres me miran con curiosidad. ¡Pensarán seducirme! Intentadlo, hala, intentadlo. Soy un tipo bastante raro aquí dentro. Todos llevan corbatas o pajaritas, hermosos abrigos claros, zapatos lustrosos, manos enjoyadas… Yo, en cambio, con mi jersey oscuro, mis vaqueros rozados, este Montgomery sport, soy el que llama la atención de sus mujeres. En Palma, evidentemente, sucederá lo contrario. Estaría allí meses enteros comiéndome suizos y no me miraría ni la cajera. Estas mujeres son hermosas. Se parecen todas a Annika, su piel rosada, sus elegantes vestidos, su aire aniñado y tierno. Al Barbas le hubiera gustado encontrarse en mi lugar. Bastaría hacer un signo a cualquiera de ellas para que se repitiera la historia de Britta. Pero yo, señoras mías, carezco del más lejano interés hacia ustedes. Las mujeres son la peor parte de los hombres, si bien resulten útiles algunas veces. Yo, podría explicarles, no soy muy aficionado a tratar con ellos, mucho menos con ustedes. Dedíquense a sus actividades y permítanme recoger el poco chocolate que ha quedado adherido a los bordes de la taza.

Es una pena que no se usen aquí los limpiabotas. No dudarían en mandar a uno que me abrillantara los zapatos. Estoy hecho un guarro, señora. ¿Qué, les gusto así? Peor para ustedes. A mí también me gusto y soy más importante. Por consiguiente, au revoir.

Hago en una hora los dos kilómetros de Sveavägen. Paseo lentamente, mirando los escaparates, mirándome a veces a mí reflejado en ellos. No soy narcisista; sin embargo, esta imagen es hermosa, armónica. La piel de mi rostro es morena, mi pelo negro, mis ojos negros. Mis pasos me dan seguridad y confianza en mí mismo. ¡Soy lo más importante! No temo al hambre ni a la muerte ni a la vida. Puedo caminar gozoso de ser Mylkas, confeccionado gota a gota por mí mismo. En Mylkas no caben dos: él es ya uno. Por consiguiente, ni Dios ni los hombres llegarán a entrar en este cuerpo humano, en esta alma cuyos huecos yo mismo lleno o vacío, a voluntad. Ahora voy a llenarme de alegría. Mylkas, vagabundo, solitario, apátrida, ponte tan contento que hasta las estrellas de plata se sientan satisfechas y confundidas. ¡Mylkas!