Mi fiesta de Reyes ha quedado destrozada a causa del dolor de muelas. He amanecido con la mejilla izquierda hinchada, con un sabor a podrido en la boca y dolorosos pinchazos en todos los huesos de la cabeza. Al verme el conserje del hotel en esta situación me pregunta qué me ha ocurrido. Creo que me está saliendo la muela del juicio. El hombre se apena sinceramente y me recomienda visitar a un dentista.
—No tengo dinero —le digo.
—Es gratis en los hospitales. Aquí tiene direcciones.
Me entrega una hoja en sueco e inglés donde se indican los lugares donde uno puede curarse sin pagar un céntimo. Hay un centro especial para estudiantes extranjeros y turistas juveniles: la Escuela Odontológica. Me piden el pasaporte y me hacen rellenar un impreso indicando todos mis detalles personales. He inutilizado un papel porque me puse a escribir mi nombre Mylkas que, según me dijo una empleada, no figuraba en el pasaporte. Intenté disculparme explicando que es así como me llaman siempre mis padres y mis amigos.
La mujer me conduce a una salita blanca en cuyo centro hay una silla monstruosa, con brazos, cabezas, ojos, pies, plataformas y un sinfín de instrumentos brillantes, tubos, frascos por todas partes. Apenas puedo abrir la boca. El médico intenta vanamente ver lo que hay dentro.
—Tendrá que volver mañana —dice.
Me entrega un papel.
—Pida esto y tómelo. Mañana no tendrá la boca hinchada —me habla en un francés clásico, perfecto.
Consigo encontrar el lugar donde han de darme aquello. Son unas pastillas. El tipo de la farmacia escribe un recibo y me lo da a firmar. Son cuatro cincuenta.
—¿No es gratis? —pregunto.
—Lo paga el Gobierno. Usted sólo tiene que firmar.
Esta vez escribo el nombre marcado en mi pasaporte. Le devuelvo el recibo y regreso al hotel. Compro en la calle el Paris-Match para no aburrirme. Poco a poco, después de tomar las pastillas, el dolor y la hinchazón se van calmando. Me encuentro tan bien que no tengo ganas de volver al médico. Ante el espejo veo un puntito blanco en el fondo de la encía inferior. Mi muela del juicio. No parece una cosa tan grave como para volver. Sin embargo, al día siguiente los dolores son más punzantes. No tengo hinchada la mejilla, pero no puedo comer y parece que un gusano me roe en distintos puntos de la cabeza.
El médico me mira cuidadosamente.
—Inflamada —dice.
Me envían al tercer piso. En un vestíbulo de bancos claros hay cinco o seis personas esperando. Al cabo de una media hora llega un grupo de estudiantes vestidos con batas blancas y nos hacen sentarnos en sillas parecidas a la del piso bajo. Hay más de diez sillas como ésta, alineadas a lo largo de la habitación, ocupadas por pobres gentes en su mayoría. El mejor vestido soy yo, con mi jersey gris y mi pantalón vaquero limpio. Se acerca un estudiante negro. Le digo que no comprendo el sueco y me pregunta algunas cosas en inglés. Resulta imposible entendernos. Quizás utiliza expresiones técnicas, quizá su inglés es peor que el mío. A mí me suenan sus palabras a griego. El que le sustituye habla un francés muy parecido al mío, popular y abreviado. Me dice que va todos los veranos a París. Suele andar por el barrio Latino, por el Sena. No sería difícil que hayamos bebido juntos una botella de vino. Empieza el reconocimiento. Me pregunta detalles de mi vida sanitaria de los que no tengo la menor idea: si padezco del corazón, si me han anestesiado muchas veces, si se me ha roto un brazo, si me duele el hígado, si, en fin, es la primera vez que tengo la boca mal. A esto sé responderle afirmativamente, así como a la ausencia de padecimientos anteriores. Me ilumina desde uno de los brazos de la silla, me mete hierros para pincharme y darme golpecitos. Algunos compañeros miran el interior de mi boca con todo interés.
—Necesita una radiografía —me dice por fin.
—¿Yo? No tengo.
—Es el primer piso. Vuelva cuando se la hayan hecho.
En la sala de radiografía un grupo de estudiantes escuchan al profesor. La muchacha encargada de meterme la película en la boca tiembla como si hubiera matado a alguien. Salgo de allí con una pequeña fotografía de mis dos últimas muelas, tras haber pagado sesenta céntimos de corona.
Otra vez el estudiante que acude a París todos los veranos. Es un tipo de modales afeminados, sonriente y cortés. Explica a su profesor mi enfermedad y llega con una inyección. El profesor tiene que indicarle en qué punto ha de clavar la aguja. El estudiante ha clavado tres veces sin acertar. Meten todos sus dedos en mi boca, como si fuera un perro. Los curiosos acuden a otro paciente. Quedo solo con mi médico.
—¿Es grave? —pregunto.
—En absoluto.
—¿Pero van a sacarla?
—Naturalmente —dice él—. Está inflamada. Hay un agujero.
—Pero no ha salido aún…
—No se preocupe; la sacaremos nosotros; no se preocupe.
Lo que más me dolió fue un aparato que utilizaba el profesor para agujerear la muela y poder agarrarla. Parecía que me estaban raspando todos los huesos. Un olor a hueso quemado que producía náuseas. Me tapé la nariz mientras algunos estudiantes reían. El francés anduvo luego más de un cuarto de hora con martillos y cuñas. Finalmente, tuvo que llamar al profesor para que me la sacara. No me había dolido mucho. No había sentido que rasgaban la carne. Me admiré al escupir una sangre negra y pegajosa.
El profesor se lava las manos pacientemente —es la cuarta vez—, se remanga la bata blanca, coge una especie de tenacillas brillantes y aprisiona la muela. Empecé a sudar por el dolor. El estudiante me puso sobre la frente un paño húmedo. Mis manos querían levantar la silla, desmenuzar sus brazos negros. Al lado del escupidero había unas letras de la marca: la silla estaba construida en Milán. Un impulso hacia el techo, un crujido, una visión cromática de la silla, de los alumnos… El profesor deposita la muela en la repisa, hace un gesto de alivio. Dos estudiantes aplauden tímidamente.
—Difícil, ¿eh? —digo riendo.
—Ha hecho usted hermosos aspavientos —responde el imbécil del Sena.
Me han dejado considerablemente peor que estaba antes. De regreso a mi hotel, me he sentado en un sillón que el conserje me ha metido en la habitación. Parece que sospechaba la noche que me espera. Es un sillón viejo, cómodo, grande y bajo. Sangro sin descanso. Me veo obligado a levantar cada minuto para escupir en el lavabo. Me distraigo con el Match. Al cabo de una hora, termino cansándome de este ejercicio ridículo. Vierto en una botella el zumo de piñas de un bote que compré ayer, acerco el bote al sillón y, de este modo, basta inclinarme para escupir la sangre. No siento un dolor grande, pero toda la boca me sabe a podrido, como si mi cuerpo hubiera entrado en descomposición.
Llega mediodía. Llega la tarde. Comienza a oscurecer sin que haya probado alimento alguno, sin que la sangre se detenga. Es un pequeño río vital y sucio. Es Mylkas que va saliendo de sí mismo, lentamente, sobre un sillón viejo; Mylkas que duerme en un bote de zumo de piña, rojo, negro, podrido, tierno. ¡Oh, Mylkas, Mylkas! Me encuentro más solo y desamparado que nunca. Rodeo mi cuello con la toalla para que el calor aminore esta sensación helada de dolor. A las ocho bajo a la calle, la cabeza caída, los pasos cortos. Compro hemostático en una farmacia para impedir el progreso de la hemorragia. He mostrado a la farmacéutica mis mejillas, mis labios sucios.
—You must be careful! —me dice.
Que tenga cuidado. ¿Cómo? Ella misma se ofrece a colocarme una gasa humedecida del líquido amarillento sobre la encía. Lo hace delicadamente. No me cobra por ello. Me repite que tenga cuidado, que tenga cuidado. Las hemorragias dentales pueden ser peligrosas. Quizás el doctor ha olvidado cerrar el agujero. Deberé ir mañana por la mañana si la hemorragia continúa.
Regreso a mi sillón. Consigo aguantar casi veinte minutos con la boca cerrada. Pero la mujer me ha recomendado no tragar la sangre: podría declarárseme una infección intestinal. Escupo de nuevo. La sangre es viscosa, menos negra que antes, casi limpia. Poco a poco la boca se me llena, escupo, se me llena, escupo, se me llena… No tengo sueño. Todo está silencioso, pacífico. Ningún ruido llega hasta mí, salvo la caída seca de mi sangre en el bote ya a medias lleno. Me llega el presentimiento de la muerte. Ante él, viene un cortejo de hombres y mujeres que me han conocido, cuya voz distingo, la voz que canta un salmo de tristeza. ¿Tristeza porque voy a morir? Les he amado, creen que les amo aún. Les dejaré que lloren. Yo acogeré la muerte con los honores que se merece. Me doy cierta repugnancia al verme tan feo por dentro. Esta sangre no es hermosa. Arrastra hilos mucosos de saliva. He tomado dos nuevas ampollas hemostáticas, pero la hemorragia no cesa. Es justo. Soy todavía Mylkas, pues no me opongo a cuanto me ocurre. Ayer no lo hubiera pensado. ¡Una muela! Mi juicio ha quedado sobre la plataforma de la silla monstruosa: el trocito de hueso blanco que anunciaba la muerte. Me aburro. He leído gran parte de la revista. Lo más curioso es que me siento más lúcido que nunca: no tengo hambre, ni sed, ni sueño. Lástima que esta sangre venga a estropear el cuadro. Aunque lo intente, no logro creerme una estatua alada. Pienso más bien en un sapo que escupe a enemigos inexistentes, húmedo y verdoso, lleno de asco. Me resultas lamentable, Mylkas. No estás elegante para recibir a la muerte y su cortejo… ¡Ya sé cómo emplear el tiempo! Escribiré mi testamento. Me dará tiempo. Este cortejo que llora espera recibir algo, una parte de los despojos del muerto. Pues bien, voy a coger mi bolígrafo, escupiré hondamente. Pongo sobre la cama la revista, sobre ella la agenda que me dieron en la librería de París y en ella escribiré mi última voluntad. Da gusto poder ser tan solemne en estos casos. Poder ser tan feliz.