«Para Mylkas todos los cielos se han cerrado.» Parece un refrán leonés, tan sonoro, tan simbólico. Se lo dijo Annika a sí misma, mirándome. Fuimos al cine. El cine me ha gustado siempre, mucho más que el teatro y que todo otro género de manifestación pública. En la oscuridad del cine yo me pongo a pensar en lo que pasa. Si la película está en idioma extranjero, me gusta más aún. No se pierde uno en palabras. Annika me ha traducido los escasos diálogos de esta película de Bergman. Lleva por título El silencio y todo ocurre entre gestos, signos, imágenes. La ponían en un cine de barrio, junto a otra alemana con subtítulos en sueco. Me ha gustado cómo las mujeres llegaban al fondo de sí mismas, incluso ahogadas en la mayor desolación. Eso de que termine una diciendo «alma», es un truco para no molestar demasiado al espectador. Eso, realmente, sobra. Decía el bueno de Diógenes que el alma era una porción de Dios. Pero Diógenes era un cínico y pretendía demostrar de este modo que el alma es una porción de la nada, en cuanto que Dios no existe. Bergman mete la palabra al final para alegrar la cosa, es una hermosa palabra, después de todo. Una palabra que suena siempre bien. Pero él sabe tan bien como yo que el alma es sencillamente la vida, una rara virtud mediante la cual yo puedo moverme y pensar a veces. Esta virtud es específicamente corporal. ¿Quién nos asegura que las piedras no piensan? Y si el alma fuera esa cosa espiritual que muchos dicen, ¿por qué sentimos, por qué no pensamos siempre? Voltaire aseguraba que nadie le convencería de que él pensaba constantemente. Él aseguraba también que el alma era una calidad corporal, lo mejor del cuerpo, acaso.
Todos, pues, vamos a parar al mismo sitio. Advertimos dentro de nosotros algo que no tocamos y no vemos. Eso mismo se advierte en los peces y en los pájaros. Eso mismo desaparece en los cadáveres. ¿Qué es? La forma de la vida, la vida misma.
El alma, entendida escolásticamente, resulta una hermosa palabra para explicar todo lo desconocido. Lo mismo que cuando Annika me dice: «Pour Mylkas tous les ciels sont bien fermés.» Es un símbolo, una manera de gritarme que me ama, que desearía lo mejor para mí. Estamos acostumbrados a hablar de una manera y pensar de otra, a emplear frases complicadas cuando no pensamos nada. En el convento se hablaba mucho de vivencias espirituales. Nunca he odiado más otra palabra del castellano que ésta. ¡Vivencias! Porque no significa absolutamente nada. Cielo todavía es algo. Ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul. No es cielo, pero le llamamos así. No se puede cerrar porque nunca está abierto. Y hay un espacio blanco, extenso e iluminado sobre nuestras cabezas. Annika entiende que es de noche para Mylkas, que el cielo no es blanco, ni grande ni con luz. En este sentido ella tiene razón. Nunca —me refiero desde que estoy en Estocolmo— me han preocupado las cosas exteriores. Mi cielo lleva su luz propia, su extensión y su blancura dentro de mis pupilas, invisible, intangible. Mi cielo soy yo.
El amor de Annika ha comenzado a preocuparme, muy a pesar mío. Dice que me anduvo buscando durante tres horas la noche de fin de año. Creyó que había sufrido un accidente. Cuando, a primera hora del día uno, llegó sin haber dormido a mi hotel y me encontró durmiendo plácidamente, dedujo que me había enfadado con ella porque bailaba con Henri. Las mujeres tienen ideas como ésta. A cualquier hombre medianamente constituido le molesta que su propia mujer —la que ha conseguido por procedimientos cualesquiera— baile cinco veces seguidas con otro, que, además, se parece físicamente a él. Pero en mi caso la molestia no es tan grave como para enfadarme con ella. Si algún día pienso que yo estaría mejor casado, un pensamiento, por otra parte, evidentemente absurdo, hablaría con Annika sobre el asunto. De cuantas mujeres conozco ella es la única que sería capaz de vivir conmigo sin impedirme vivir a mí.
Sé que ahora no necesito ningún género de cuidado, pero estoy seguro que haría cuanto le pidiera con tal de alegrarme, de satisfacerme. Ha descubierto que paso horas enteras en la biblioteca pública leyendo el Quijote y no ha tenido otra idea que la de venirse conmigo y leer las páginas pares en sueco, mientras yo lo leo en castellano. Me ha contado que no conocía nada de la literatura española y que Cervantes le gusta más que Shakespeare. Incluso se ha decidido a aprender castellano una vez que termine sus estudios de francés. Estas cosas, lo comprendo, no me dejan del todo indiferente. No obstante, mi deber es alejarme de Annika cuanto antes. Sigo a su lado porque es hermosa y me ayuda a entenderme con los suecos. Por lo demás, con ella me ha ocurrido como con Madrid, París e incluso como con Estocolmo.
Yo comienzo a pensar en estas ciudades, las adorno de gozos y placeres, de amor, de luz. Llego a ellas y me resultan vacías, fofas. Entonces, siento una pequeña nostalgia por la ciudad que he dejado atrás. Empiezo a vivir, a ir sabiendo, a interpretar todas las armonías y me doy cuenta de que mi esperanza carecía de fundamentos, de que me he fabricado demasiadas ilusiones. La única postura que me queda no es volver atrás, a la otra, en donde es seguro que me ocurrirá otro tanto, sino descubrir una nueva ciudad para el cumplimiento de mi esperanza. Y en esta nueva ciudad vuelven las nostalgias, los pensamientos de que la otra, la que yo busco, está aún más allá. Parece que una vez realizada mi esperanza, una vez que se cumple el plazo de la espera, ésta se borra, muestra sus huesos flacos, su honda mentira. Y esos huesos, apenas vistos, se cubren de nueva carne.
Hasta llegar a Estocolmo creí que esta situación sería remediable. Ahora sé que no. Vaya donde vaya, cumpla los deseos que cumpla, alcance todos los caminos soñados, siempre tendré algo delante que me llama, que me muestra su contorno fugitivo, que me engaña para que llegue a él. Por eso Estocolmo no me interesa. Es como lo demás: un apoyo de las fantasías. Las realidades son siempre menos luminosas que la imaginación. Me ha costado trabajo llegar a esta conclusión, aceptarla. Siempre produce cierto malestar encontrarse ingenuo y crédulo. Ahora, en cambio, no me engañaré más. Resulta vano pretender tocarlo todo, subir a todos los montes, descifrar estrellas y mares. No iré a ninguna otra parte pensando que en ella he de encontrar cuanto me falta. Mi mundo soy yo, todo soy yo, mi sangre es mi fantasía y ella sé que corre y se regenera y logra un sano ritmo incluso ante el alcohol o ante una mujer. Si algo debo buscar todavía, lo buscaré dentro de mí. Al otro lado estoy seguro de que no hay nada, no hay otro Mylkas llamándome y esperando castigar mi credulidad con engaño mortal. Mylkas empieza y termina aquí mismo, como un árbol. Mylkas no tiene caminos ni laderas ni cumbres: es un círculo vicioso y conocido. Salir de él, pretender salir de él, sería tan ilógico como creerlo más amplio.
Este mismo desencanto he tenido que aplicarlo a las mujeres. Mylkas estuvo a punto de convertirse en un onanista irreparable de no haberse encontrado con la mujer, como ocurre a la generalidad de los muchachos. Este vicio, junto a la sodomía, parece muy extendido en los ambientes donde no existe el sexo femenino. Mi remota probabilidad de terminar como tantos quedó truncada cuando abandoné el convento. Entonces yo pensaba en la mujer conforme a los cánones de los dieciséis años: un ser admirable, angélico, frágil, puro, inalcanzable. Me fijaba en el pelo de Maribelina, me detenía en el recuerdo de Rosa, y todos mis nervios temblaban como un gato asustado. Luego, hasta que llegas al fondo, pasas por estados cada vez menos trágicos. Las ensoñaciones se van realizando y esta realización te deja las manos más vacías que antes, el corazón más anhelante. ¿Quién entiende esto? Cuanto más te acercas a una cosa pura, tanto más manchado quedas; tantas más ganas tienes de alejarte de ella.
Una observación intrascendente sobre mí mismo ha sido la raíz de esta inquietud. La playa de San Sebastián, cuando fui con Marisol y Pearl estaba llena de mujeres en traje de baño. Pues bien, en lugar de mirarlas exorbitado como sería natural, en lugar de mirarlas, sencillamente, mis ojos no podían despegarse de una mujer de unos cuarenta años que paseaba por la arena con la falda levantada hasta medio muslo. Evidentemente, el valor de la imaginación es mil veces más positivo que el de la realidad. Yo podía ver el cuerpo rebosante de Marisol, a mi lado, podía incluso tocarlo, analizarlo; pues bien, empleaba mi tiempo esperando que aquella falda lejana subiera un milímetro más. Posteriormente, mi experiencia ha agravado la validez de este detalle entonces sin relieve. Excepto mi primera posesión de Susy, en la que no tuvo parte alguna ni mi imaginación ni, quizá, mi deseo, siempre que me he encontrado con alguna mujer ha sido para decepcionarme al final. No exagero si pienso ahora que gocé más con Quite que con todas las demás juntas. Todo el placer está en la búsqueda, en la lucha por el amor. La realización, a su lado, es brumosa y delgada. Me sentía fuera de mí rozando el pelo de Demé, viendo sus rodillas. Cuando, más tarde, está desnuda a tu lado tienes que confesarte que has ido demasiado lejos con tus pensamientos.
Machado se lamenta muy injustamente de aquel caminante cansado que reniega del placer de llegar, que desea proseguir su camino sin final, sin un lugar de reposo, un lugar definitivo. ¿No es ésta precisamente la más triste condición de los hombres? En tanto andamos, en tanto nuestra esperanza nos guía, nos promete, nos sentimos llenos de valor y de fuerza. Pensamos remotamente en la llegada, nos sentimos luchando por ella. Una vez allí, comprendemos que nuestros esfuerzos han sido aire; deseamos alejar ese momento para seguir caminando. Cuando yo poseo plenamente a una mujer es el instante más desagradable de mi existencia. Desearía un tiempo infinito de pruebas, de deseos, de labores pensadas; un inagotable tiempo de esperanza. De nada sirve encarnar nuestras ilusiones. Pero la esencia misma de una ilusión es su concreción física, su finalidad es dejar paso a la realidad. Entonces, un hombre sin ilusiones será un hombre feliz, jamás será engañado por la vida, jamás se sentirá insatisfecho. He aquí el motivo por el que yo no quiero esperar nada. Tengo esto que veo. Mañana quizá tendré algo más, pero ahora mismo no lo deseo. Será todo fortuito, impensado.
Antes de decidirme finalmente a alejarme de Annika, tuve que experimentar esto una vez más. Este fracaso negro, esta flaqueza. No fue muy hondo el desengaño porque, en principio, no lo había buscado. Estoy paseando por las calles como siempre que no veo modo de emplear mejor mi tiempo. Me cruza una muchacha absurdamente pálida, blanca, envuelta en un abrigo verde oscuro. Parece un fantasma, un ser de todos ignorado. Quedo mirándola mientras se aleja. Ella se vuelve hacia mí, me sonríe tristemente, se detiene en la calle. Me habla en sueco.
—No comprendo —le digo en inglés.
—What d’you want?
—I want you.
Es mentira. He dicho esto porque me ha venido a los labios. Quizá también porque parece verdaderamente un fantasma estelar. La he mirado con la misma curiosidad que a un automóvil antiguo, que a una cápsula espacial. Es más alta que yo, sus piernas son demasiado finas, su andar rítmico. Dentro del abrigo verde hay un raro animal.
—Ven conmigo —me dice.
Yo voy con ella. No tengo nada que hacer. Quiero descubrir quién es esta mujer que me llama, quiero saber algo de ella, por qué está tan blanca, por qué camina de ese modo. Su palidez parece concentrarse en los ojos, nacer de ellos. Es nieve lo que hay en sus ojos. Jamás había visto unas pupilas rojas, un iris confundido en la esclerótica. ¿Son ojos de cristal, pintados? ¿Es un robot femenino que algún científico sueco envía por las calles a comprarle el periódico? Pienso que el hombre se va a reír de mí. Él mismo dice estas palabras que salen de los labios de la mujer, él mismo ordena que su brazo se apoye en el mío, que su boca ría. Quiero ver la armazón metálica de este cuerpo, manejar los engranajes de las piernas y de los brazos, apretar el botoncito de la nuca para que el robot se detenga, rígido, muerto.
—¿Dónde vamos? —pregunto.
—Has dicho que me deseabas.
—Sí.
—Vamos a mi casa.
—¿Beberemos algo?
—Claro, beberás lo que quieras.
—¿Whisky?
—O champaña, jerez, oporto. Lo que quieras.
—¿Qué haremos después?
—Nos acostaremos juntos.
—¿Y después?
—Iremos a Björko.
—No lo conozco —digo.
—Es una ciudad en el lago Mälaren, cerca de aquí.
—¿A qué iremos?
—Podemos bañarnos.
El viejo profesor sueco tiene lástima de mí. O es un ingenuo. Creerá que voy a bañarme ahora, en un lago. Querrá que muera congelado o me ahogue. Iré hasta el final. Tengo todo el tiempo para mí. Me divertiré. Escribiré un artículo para los periódicos. «El hombre que se enamoró de un robot muere ahogado por él.» Me voy a reír del profesor sueco: a mí no me engañan.
—¿Iremos en tren?
—En coche. ¿Prefieres?
—Si tienes un coche bueno.
—«Jaguar».
—Eres muy rica, entonces —le digo—. ¿En qué trabajas?
—Soy escritora, novelista famosa.
—Acaso conozco tu nombre.
—Britta Lekborg; ¿me conoces?
—A ti sí. Pero no conozco tus libros.
—Te daré algunos.
—No entiendo el sueco, ya sabes.
—Puedo enseñártelo. ¿Quieres vivir conmigo?
—¿Siempre?
—No, algún tiempo. Hasta que nos cansemos.
—Sí —digo—, viviremos juntos hasta que nos cansemos.
Es muy hermoso todo. Quizá pueda vivir realmente con ella, supuesto que las condiciones sean buenas. No me convertiré en un gigoló, como el Comunista. Viviré hasta que nos cansemos. ¡Ja, ja!, viejo sueco. Pretenderás que voy a creerte. Pretenderás también que yo soy un robot a quien envían por la calle. Haríamos la pareja más interesante de la historia. Acaso sale mi foto en las revistas femeninas madrileñas. Me verá Paula, al lado de la famosa escritora, casados.
Britta vive cerca. Hemos llegado a su casa en diez minutos. Su casa es la más lujosa que he visto en mi vida. Las habitaciones están decoradas con tótems africanos y dioses aztecas. Las paredes parecen de cristal negro, rojo, verde. Brillan. No reflejan mi imagen. Britta me sirve jerez en una copa de casi medio metro, estilizada, fantástica. Me enseña tres libros en cuya portada aparece su nombre. Uno de ellos está traducido al inglés; se titula Yelow souls, almas amarillas. Leo algunas palabras y lo dejo sobre la mesita de hierro basto. Britta me manda beber más. Cuando juzga que no resistiría más alcohol, Britta se levanta.
—Vamos a acostarnos —dice.
Me conduce a una habitación en cuyo centro hay una cama como las soñadas por el Barbas. Tiene forma de barco, un dosel de tapices verde oscuros. Se balancea como una cuna. Britta se desnuda lentamente. Es una mujer, un cuerpo femenino excesivamente delgado, pero armonioso y bien modelado. Britta ha olvidado, como yo, los postulados del placer. Me deja tendido en la cama mientras me prepara una bebida como leche, pero de sabor ácido y tonificante. Espera que beba, que fume. Al cabo de una hora, se levanta, se viste.
—Iremos a Björko.
—¿A bañarnos?
—Claro que sí.
—Hará frío —le digo.
—Es agua caliente, veinticinco grados centígrados.
Subimos al coche. Britta conduce a una velocidad inverosímil. Viajamos silenciosos. A ambos lados de la carretera, se extiende un paisaje verde oculto casi totalmente por la nieve, edificios de una o dos plantas, agua. Junto al lago Mälaren hay una inmensa piscina climatizada. Más de mil personas nadan. Hay patos de colores, bolsas de goma, escafandras como en las playas. Britta y yo permanecemos allí casi dos horas, hasta el anochecer. Es una satisfacción para mí desconocida sentir sobre la piel la presión de este agua tibia, increíblemente pura. Britta nada a mi lado, perfecta, rítmica. Yo me sumerjo, brinco, corro con los brazos abiertos para expresar mejor este bien admirable. Britta me despide a la puerta de su casa. Me pide que venga a verla mañana a la misma hora, para realizar las mismas cosas. Regreso andando a mi hotel, con un cosquilleo en las piernas, en la cabeza; una sensación de apagada angustia, de irreconocimiento. Por primera vez desde que vine, a Suecia no encuentro a Mylkas. Este muchacho es el verdadero robot que un científico envía por las calles; este muchacho carece de corazón, de pensamientos. Mylkas es un nudo de pequeña sensaciones huidizas, neutras. El viejo Mylkas no tiene armas para luchar contra esta maquinaria dulce que se desviste ante el espejo del hotel, al lado de su lecho limpio.