Annika se ha sentido muy impresionada a causa de mi orfandad. No debería haberlo dicho. Uno se desliza cuando está bañado en alcohol y se pone a decir mentiras. No sé qué demonio me ha traído la idea de que soy huérfano. Si yo creyera en el amor, creería lógicamente en la familia. Y un individuo sin el amor paterno puede considerarse huérfano y miserable. Pero yo tengo bastante con el propio amor de este corazón mío. Annika me ha llevado a su casa y me ha obligado a escuchar un disco fabricado yo creo expresamente para gentes sin padres. La pobre Annika no es tonta; me tiene cariño, y este cariño la obliga a hacer tonterías semejantes. Me pareció raro sabiendo que a ella también le tienen sin cuidado esta clase de sentimentalismos. Pero la muchacha parecía triste y yo no tuve otro remedio que parecerlo también. Éramos un bonito cuadro los dos, yo con los codos sobre las rodillas, ella sentada en el suelo, escuchando a una mujer que chillaba:
Sometimes I feel like a motherless child:
alone, away from home.
Sometimes I feel like a motherless girl:
way up in the heavenly love.
La música no era fea; siempre me han gustado los Negro Spirituals, pero repitió demasiadas veces eso de que se sentía como un niño sin madre, lejos de su casa. La segunda canción estaba interpretada por un famoso conjunto de jazz. Se titulaba más trágicamente: My mother died, a «shouting». Al solista no había quien le entendiera. Pero eran tan desgarradores los gritos por la muerte de su madre que llegué a inquietarme pensando cómo y dónde vivía mi madre, o si habría muerto, o si no existió jamás y yo nací de la espuma del mar, como Venus, o de otro sitio menos poético. Esta inquietud me pasó en seguida. Llevo dos días y medio buscando trabajo. Me ofrecen puestos bastante aceptables, pero me piden un permiso especial del Gobierno que no poseo. Este permiso me lo darán dentro de quince días, según me dijeron en la oficina de inmigración. Yo creo que tendré dinero hasta entonces. Mi problema no es económico, sino digamos psíquico. ¿Qué hago? Tengo un montón de horas esperándome cuando me levanto de la cama, sobre la elegante mesilla. Empiezo a cogerlas y distribuirlas como mejor me parece. Pero siempre me sobran dos o tres. ¿Cómo lleno sus estómagos negros? Estar en casa de Annika, dormir con ella, vivir a su lado sin amarla es una iniquidad. Resulta muy cómodo, evidentemente. No es tan fría como Quite, es más delicada que Susy y más hermosa que Demé. Según esto, debería considerarme el hombre más dichoso de la tierra. Y me considero, pero no a causa de Annika. Es ella precisamente la que me llena los días de horas vacías, la que está ante mí exigiéndome alguna actividad. Se parece al padre Maestro, que en gloria esté.
Ayer por la tarde se enfadó conmigo. Yo deseaba aquel momento que, luego, resultó infructuoso. Me llevó nada menos que al concierto, pagando ella y todo. A la salida le dije que Beethoven valía menos que cualquier pececillo de los canales.
—A ti te gusta Beethoven —dijo ella.
—¡Si no vale nada!
—Te gusta.
—Digo que no.
—Porque eres un cínico, Mylkas. No admites en ti ninguna clase de sentimientos. También a mí me amas…
Ante esta salida, le dije que ella era mucho mejor que todos los Beethoven, que a ella la amaba y no sé cuántas mentiras más. No debí habérselo dicho. Me daba pena verla triste y creyendo que la estaba engañando. Por eso la engañé de verdad. Después de todo, no pierdo nada por confesar amores. Cuando se pierde es cuando alguien asegura que odia a una persona o a una cosa. Los americanos no son tan tontos como parece. ¿Quién ha oído a un americano decir que no le gusta algo? Sin ir más lejos, las amigas del Barbas adoraban París, el Louvre, los clochards, el presidente de la República, las zanahorias y las gambas al ajillo. Jamás me respondieron negativamente a una pregunta. El menor elogio era good, bueno. Generalmente se trataba de objetos very good, excellent, lovely, very, cualquier cosa. Es un modo de progresar. Lo sé por experiencia. Si al padre de Annika le digo que es un crimen hacer tortilla de pasas me echa de casa. Por el contrario, puedo hacerle una visita cuando quiero, comer si me apetece y beber si hay algo en casa.
El italiano del bar me volvió a invitar a café. Me dio café como Dios manda, «a la florentina», según me explicó. No tenía nada de particular, salvo que era negro y fuerte. Estuvimos hablando casi media hora. Me dijo que los suecos eran los individuos más imbéciles de la tierra, más degenerados. Me contó, para reforzar esta opinión, algunas historias de la pasada Navidad que realmente son poco edificantes. Navidad exige un poco de respeto, digo yo. En contrapartida, «nosotros», los de raza latina, somos únicos para cuestiones de moral y buenas costumbres. El tipo lo decía sin ironía, después de contarme que había pasado la noche con cuatro muchachas.
—Aquí nos hacemos hombres —añadió.
—Ya lo somos —le contesté.
—Hombres de carácter —puntualizó.
Eso es una tontería. El único deseo que tengo respecto al asunto es visitar al señor Carl Milles, si es que vive aún, y rogarle que me convierta en una de sus estatuas aladas. ¡Eso es arte! Así teníamos que ser los hombres. Daría yo los seiscientos francos que me quedan sin cambiar por verme convertido en un espíritu de ésos, con una especie de flauta en la mano, eternizado sobre una columna. Allí no hace frío ni calor, ni alegría ni tristeza, ni orfandad ni amor. Debe de ser molesto, con todo, que le miren tanto a uno. Yo estoy algo acostumbrado ya. No creo que porque un señor que se pasea vaya despeinado y tenga los ojos negros sea precisamente para avisar a la Policía.
Estando en casa de Annika, solo con ella, he descubierto mi verdadera vocación. Es claro que no podré aprovechar este descubrimiento, pero me siento aliviado. Si no llego a ser nada en la vida no será por mi culpa. A mí me hubiera gustado ser músico. Es mi vocación. La vocación no es un grano debajo de la barbilla, como decía el maestro de novicios. Es una llamada. Viene de voco, no de boca. La mayoría creen que vocación es aquella suerte que permite a un hombre llenar el estómago. Es una llamada etérea, un grito poderoso. Al sentir la llamada, me acordé de los frailes. Aunque yo quisiera, ya no podría tener remordimientos de haber abandonado aquel camino. Ahora sé lo que haré algún día, cuando tenga oportunidad.
Annika estaba buscando un disco de Edith Piaf. Cayó al suelo uno en cuya portada aparecía Monica Vitti, en colores, una mujer de la que siempre me he confesado admirador. En París vi algunas películas suyas y me gustaron. Pues bien, según Annika me explicó, a su padre también le gustaba la mujer y había comprado aquel disco llevado sobre todo por la fotografía de la portada. Era la música del Deserto Rosso, original band. Lo pusimos. Desde el primer sonido me di cuenta de la llamada. El mundo está todavía lleno de cosas que yo no conozco, de maravillosas y excelentes cosas. Tuve vergüenza de confesar a Annika que jamás había tenido la menor sospecha sobre lo que pudieran significar las palabras: música electrónica. El hombre, para desgracia suya, está naciendo continuamente. No es que sea yo partidario de que a uno le metan en él alma todo lo que pueda aprender en la vida, de Un golpe. Eso es tan monstruoso como dejar a otros sin enseñanza alguna, perdidos en los campos, sin posibilidad, sin fantasía para suponer que existe algo fuera de sus ojos. Es lo que a mí me ha pasado con la música electrónica. Si yo hubiera hallado estas palabras en algún periódico, hubiera pensado justamente en los «Sputniks» o cualquiera otra de las asambleas de música moderna; hubiera confundido lo eléctrico con lo electrónico.
Después de haberme considerado persona clásica por gustos y afinidades, descubro que soy un tipo de estos años que van corriendo, un tipo con su civilización y un mundo de hermosos puentes y de trenes y de viajeros cósmicos. Si el Barbas me dice esto me hubiera reído de él. Ahora descubro un complemento a mi personalidad. Puesto que me gusta —no es exacto, me enloquece— esta nueva música, yo soy un hombre de este mismo día, como casi todos los demás. No hermano suyo —esto ya está claro—, sino metido en los mismos líos y en los mismos problemas. Tengo, sin embargo, capacidad de elección. Puedo decir: me gusta el Nadhuset y no me gusta la iglesia de Hogalid, próxima al hotel. Esto es un buen síntoma, según Camus. Por consiguiente, soy un hombre personal, único, diferente a los demás: yo.
Espero un día en que pueda explicar convenientemente todas estas cosas. Aún no tengo trabajo, me encuentro un poco aburrido y no puedo dejar un hueco a los ideales. Algún día explicaré en música todo esto. Lo prometo. Enviaré vientos potentes sobre superficies curvas, haré que se rocen placas de hierro y aluminio, que choquen piedras sobre campanas de bronce, que la madera se deshaga dentro de una prensa hidráulica. Crearé una música perfecta, explícita, absoluta. Cuando tenga en mis manos todos estos elementos, sabré decir a los demás y a mí mismo por qué los hombres hemos nacido, nos queremos atar a la vida, padecemos gozos o penas, terminamos enterrados en agua o cieno. Todo tendrá su exposición adecuada y lógica. No estamos en tiempos de filosofías, de teorías literarias. Las cosas han de contarse de modo que se sientan sobre los nervios, sobre toda la piel y toda la sangre. Me detendré estos días a pensar cómo puedo realizar mi vocación.
Annika ha venido ayer al hotel antes de que yo estuviera levantado. Me repugna que el amor de una persona pueda resultar tan enojoso para otra. Si ella me ama, ¿no puede dejarme en paz? No eran más de las diez de la mañana cuando llamaron a la puerta. Abrí tanteando, en pijama. Ella se me lanzó a los brazos, riendo. Annika tal vez sufra por mi culpa, tal vez crea en el amor. Yo no puedo hacer nada. Le pregunto el motivo de su visita y me responde:
—Mi padre me ha dado permiso para dar en casa la fiesta de fin de año.
—Te felicito —le contesté adormilado.
—Tú vendrás. Vendrá un muchacho francés y Quite…
—Si va Quite no volveré a verte más.
—¿Por qué?
—No me gusta, voilà.
—No la invitaré, si no quieres. Vendrán muchos amigos nuestros de Estocolmo. Algunos hablan francés. Los amigos de Olle…
Mientras Annika hablaba me acosté. Ella me quitó las mantas de encima, me obligó a levantarme. Annika está pensando que es mi madre. Terminará por pedirme la camisa para coser ese botón que me falta. Cada día se muestra más solícita, más pesada. Una vez que me tuvo delante, se sentó en la cama y esperó a que me afeitara y lavara. Ella misma me peinó. Yo estaba cansado y la dejé hacer. Dijo que debería cortarme el pelo.
—Estoy más guapo así —le dije.
—Es verdad.
La llevé conmigo al bar del italiano a desayunar.
—¡Qué tesoro! —dijo el camarero en su idioma al verla.
—¿Que qué?
—Bella, la ragazza.
—Es mi esposa —le dije.
Al italiano debió sorprenderle que Annika fuera mi esposa. Yo quisiera saber por qué. Ella tiene dos años menos que yo, es lo bastante hermosa como para haber sido elegida por mí. Tiene el rostro sonrosado a causa del sol balear. ¿Por qué se sorprende, entonces? Y, por si no fuera poco, nos ha cobrado tres coronas por la cerveza de ella y mi café insípido. Es cierto que nos hemos sentado, que hemos pasado allí casi dos horas, pero podía darse cuenta de que yo no soy tan rico como para eso.
Por la noche fui a su casa, a la fiesta de fin de año. Esperaba una cosa parecida a la Navidad, con tres botellas y manta eléctrica. Los padres de Annika tenían puestos sus abrigos, me saludaron y se fueron no sé dónde. Quedamos un grupo de jóvenes indefensos. El único que me gustaba era el francés. Un tipo muy parecido a mí físicamente, más elegante y educado que yo, con gafas. Delante de todos dijo en inglés que mi pronunciación francesa era perfecta. Nos sentamos en un diván los dos solos y comenzamos a charlar sobre París. Yo odiaba París diez días antes; en este momento lo añoro. ¡Pasear ahora por el Bois! El francés se llama Henri, ha estudiado comercio y estudia el sueco para su profesión. Resulta simpático e inteligente. Cuando más animados estamos, llegan Annika y otra muchacha trayéndonos vasos de champaña francés y exigiéndonos un brindis común. Henri sabe el sueco suficientemente como para decir unas palabras. Luego me obligan también a mí a decir algo. Henri me ha vuelto optimista.
—¿En qué idioma? —pregunto.
Unos piden el francés y otros el inglés. Digo mi discursito utilizando palabras de ambos.
—Que el sol de mi país —digo a voces— bañe de alegría los agradables corazones suecos para que en esta reunión podamos sentirnos todos hermanos.
Se han reído como unos críos. Annika les ha dicho que soy español para hacerme más exótico y esto del sol y de la alegría les ha llegado al alma. Son buena gente, después de todo.
El baile es enloquecedor, irresistible. Es increíble el número de discos que han reunido. Hasta tienen uno de pasodobles. Bailo con cinco muchachas distintas, me besan todas, las beso, me siento transportado a mi viejo paraíso soñado, Annika no se enfada, me mira con cara gozosa. Se acerca a mí y me dice si no voy a bailar con ella durante toda la noche. ¿A quién se le ocurre? Ha estado bailando con el francés y me ha molestado. Ven, Annika. Para mí solo. La enseño a bailar pasodobles y tangos. Yo no sé, por supuesto. El champaña me ha dado una rara alegría. No sólo bailo cosas lentas. Debo resultar un tipo original bailando twist. Me miran con rostros transportados. ¡Y bien, yo soy capaz de mucho más! Mylkas, mon vieux, macho: debes demostrar quién eres tú, hasta dónde llega tu corazón y tu cuerpo. ¿Voy a envidiar yo al Comunista, a Enrique? Ellos se han encerrado en su felicidad pecadora y hogareña. Que vengan a Suecia, si se atreven. Que hagan girar el mundo sobre el dedo meñique. Annika baila entre mis brazos, pura, perfecta, diosa de todos los placeres. Y mis brazos son cortos, sólo pueden abarcar a ella. ¡Ah, el Barbas, pobre!
Estaba esperando que dieran las doce no sé para qué. Alguien ha mandado parar el baile. Las campanas han sido recibidas silenciosamente. No hay uvas. Después, un grito salvaje, joven, brutal. ¡Hemos vivido hasta aquí! ¡Viviremos, amigos, viviremos! Vaciamos las copas de un solo trago. De las calles llegan más gritos. ¡Estamos viviendo, viviendo! Yo, Mylkas, sigo vivo pese a todo, fuerte, ágil, joven. ¡Viva Mylkas!
—¡Viva Mylkas!
—¡Vivan todos los suecos!
—¡Vivan!
—¡Y Henri y el rey y el alcalde y los concejales!
—¡Vivan! ¡Viva Mylkas!
—¡Y viva José Antonio Fernández!
—¡Viva! ¿Quién es?
Llueven papeles de colores sobre nosotros. Annika distribuye amuletos de la suerte, copas de champaña. El único sombrero que tiene me lo coloca en la cabeza.
Yo me encuentro un poco borracho. Pero tengo fuerzas para hacer muchas cosas todavía. Encuentro entre los discos el de Monica Vitti y lo coloco sobre el tocadiscos. ¡No sabéis de qué soy yo capaz! Me quito la chaqueta. Annika me sigue y luego todos hacen muecas a los falsos dioses que son ellos mismos; se desnudan; estamos todos desnudos contorsionándonos, chillando, agobiados por la alegría, por la sangre. Las gafas de Henri se destrozan bajo mis pies. El disco acaba. Hemos caído en el suelo, sobre la hermosa alfombra, mezclados, exhaustos. Hay un silencio de campo de condenados. ¿Annika, dónde estás, Annika? ¡Mylkas, Mylkas, Mylkas! ¡Ah, Mylkas!, ¿dónde estás tú? ¡Perro, serpiente, sapo, mosca podrida!, ¿dónde estás? ¡Pero no has terminado! Mylkas, te vas a torear a ti mismo, ante todos. Vas a enseñar a esta gente cómo se baila el pasodoble, cómo sería la vida bajo el sol. No, esta música no sirve. ¡Matadla! (Yo mismo escribiré otra, ¿lo sabéis?, yo mismo!
Annika, desnuda, vierte champaña sobre las copas. Nos vestimos. Henri se sienta con las manos en los ojos. Olle se sienta a su lado, sudorosa.
—Annika, pon música suave.
—¿El Canto de la Tierra?
—Bueno.
Yo no conozco El Canto de la Tierra. En la cubierta del disco que ella me da aparece una traducción francesa del alemán, a su vez traducción del chino. ¿Qué es esto? ¿Quién es este Mahler? ¡He aquí la música que yo debo escribir! Sin violines ni oboes ni fagotes. Yo la haré con viento, con sólo viento. «Un vaso desbordante de vino tomado en tiempo justo es mejor que todos los reinos de la tierra.»
—Annika, dame de beber —grito.
La música sube entre los cantos. La música no puede existir fuera de estos poemas. ¿Quién es Li-Tai-Po? ¿Quién es el hombre que se atrevió a afirmar que la vida y la muerte son insondables? «Tú, hombre, no puedes durar cien años entre las naderías podridas de esta tierra.» ¡Pero estamos vivos, estamos vivos! Todos están escuchando esta música necrófaga. Todos quieren saber el significado de las palabras. «Constantemente lloro en mi soledad, el otoño hace mucho tiempo que habita en mi corazón. Sol de amor, ¿nunca brillarás para secar mis lágrimas amargas? Lleno de nuevo mi copa y la bebo entera y sigo cantando. Cuando no puedo cantar, caigo dormido. ¿Qué me importa la primavera? ¡Dejadme que duerma borracho!» La música brilla entre nosotros, ante este silencio. ¿Por qué hemos dejado a la tristeza entrar en nuestras almas? Annika, tú tienes la culpa. Dejaremos que termine.
«…preguntándole dónde va y por qué debe suceder así.» ¿A dónde voy? «Errante a las montañas. Busco descanso para mi corazón solitario. Mi corazón está solo y espera su hora. Eternamente… Eternamente.» ¿Qué? ¿Nos dejarás así eternamente? ¿Esperando eternamente? ¿Qué hemos de esperar después de todo esto, después de no haber obtenido nada? Annika guarda el disco con una sonrisa. Bien, muchacha. Demasiado tarde. De nuevo salen del electrófono los cantos especiales de algunos muchachos jóvenes. Hay que bailar nuevamente. Inútil. Estáis buscando los cielos sin haber poseído la tierra. ¿Para qué cantáis? ¿Quién os pide viajes a través de las estrellas? Dejadme. Yo también buscaré descanso para mi corazón solitario. Estoy cansado, puedo jurarlo. Estoy terriblemente cansado. Annika, no, déjame aquí. Ya sé que no estoy borracho. El champaña me sabe amargo. No puedo beber más. Siempre me ocurre lo mismo. Ahora necesito dormir borracho. ¿Qué queréis que haga? Sí, me iré.
Todas las calles de Estocolmo están llenas de risas y de música. Pero vacías. Está cayendo la nieve, en copos densos, pesados. ¡Ah, la nieve! Aquí me encuentro mejor, solo en las calles. Ando hasta encontrar el agua. Me siento en un banco, sobre la nieve. El agua está quieta como siempre, fulgurante de lucecitas y de pequeños sobresaltos. Los copos apenas la hieren. No, yo no me suicidaré. He vivido hasta aquí y seguiré viviendo. Mi corazón esperará su hora eternamente. Para que nunca llegue. Tengo fuerzas y estoy solo: viviré. He abandonado a Annika, a Henri, a todos los amigos. Perdonadme, yo estoy cansado. Ante la nieve me siento mejor. Yo soy Mylkas, sobre un banco, delante del agua. Entre vosotros yo no soy yo. No podéis verme desde vuestra ventana. Hay cortinas y está demasiado lejos. Mañana os explicaré, si me lo pedís, que he venido a sentarme en alguna parte de alguna ciudad, frente a un río o un mar, no lo sé. Tengo mis motivos. La tierra me atrae y yo debo defenderme. Yo no soy del cielo ni de la tierra. Estoy en medio. Me han dejado aquí y debo cumplir mi obligación: continuar, vivir. Son falsos los poemas chinos: no existe la primavera ni el otoño. En invierno tenemos la nieve sobre los árboles y los tejados. De la calle la arrojan en seguida. Esta noche no pueden porque están borrachos. Mañana Estocolmo amanecerá más blanco que el año pasado, y más vacío. Podía inquietar a la opinión pública si… Pero, ¿qué digo? Ni un solo día pasa sin que alguien se dé la muerte voluntariamente, como último regalo que la vida le niega. Pero yo nada pido a la vida. Nada, pues, podrá negarme. Yo sólo me pido a mí mismo lo que deseo obtener y yo me lo doy con mano pródiga. Nada necesito de los otros. Busco trabajo, busco… Buscar no es pedir, es una manera de emplear las horas. Nada necesito de vosotros, hombres tras las ventanas. Puedo hacer de mí lo que quiera. Puedo odiarme o amarme, puedo, incluso, regalarme una muerte según mis conveniencias. De momento, no la necesito. Me gusta la vida cómo puedo cogerla, incluso con estas tristezas. En mi pueblo también nieva en invierno. Allí no hay bancos ni agua donde esperar. Aquí sí: puedo esperar. Esperar que vaya amaneciendo y luego anochezca, mientras yo espero la noche. Solamente lo que ha de venir espero. Ningún ideal, ningún deseo. Mi carne y mi corazón se han apagado ante mi alma. Estoico y epicúreo a la vez. Aquello que tengo, aquello que logro lo acepto. Lo demás no me es preciso. Estas luces. Estas luces. ¡Ah, noche de Estocolmo, noche de la tierra, noche mylkasiana, pura, exacta, redonda, honda, absoluta, mía, mía! Yo te amo porque eres una parte de mí mismo, como todas las cosas que permito entrar bajo este abrigo. Son yo. Estocolmo, también tú. Mi soledad es mía; por vez primera, yo la he elegido. Y la mañana me encontrará en este banco, frente al agua, un árbol más bajo la nieve. ¡Qué hermoso eres, Mylkas, aquí, solo, qué hermoso!