SIÉNTATE Y BEBE

Recuerdo algunos versos de una canción que se cantaba en Humanidades, en la Escuela Apostólica. Decía no sé qué sobre la Navidad y las almas que saben amar. Y que qué triste es andar por la vida, por sendas perdidas, lejos del hogar. Hermosas palabras, parbleu! Lo más curioso del caso es que yo, entonces, me sentía realmente triste al hallarme lejos del hogar. Si lo entiendo, que me aspen, como dicen los del Far West. Más perdido que en Estocolmo no puedo encontrarme en ningún punto de la tierra. Y más lejos del hogar que hoy, tampoco. Mi hogar no existe. Entonces no estoy lejos, porque mi hogar soy yo. No la habitación del hotel, o la biblioteca, o la casa de Annika; no esta chaqueta, el «Montgomery»; Mi hogar está de mi piel hacia dentro. Yo soy el dueño de mi hogar, el ama de casa, el padre y los hijos. Yo me mando a mí mismo, me impongo castigos y me recomiendo economía. Atiende, pequeño Mylkas, esta noche vas a cenar bien. ¿Para qué entonces gastar dinero en la comida? Te diría más aún, como Dupont: has engordado y debes conservar la línea.

Había pensado sentarme en Långholmen, desde donde más hermosa es la ciudad; allí me pondría a cantar los versos todavía no olvidados de esa Navidad de quienes no saben amar. Ahora resulta que yo sé amarme a mí mismo, cuidarme; yo tengo mi hogar en el que estoy constantemente. Carece de toda lógica ponerse a cantar canciones melancólicas en una ciudad brillante como ésta. No cantaré, pues.

Acudo a media tarde —para mí, ya es de noche— a la casa de Annika, rodeando nuestra isla por Söder Mälarstrand. Me acogen verdaderamente con los brazos abiertos. Annika me da un beso casto en las mejillas, el padre me abraza, la madre muestra parecidos síntomas de embriaguez, únicamente Olle continúa indiferente a mi persona: peor para ella. Vale mucho más Annika. Ningún miembro de la familia ha bebido una gota. Las tres botellas que el padre ha conseguido no sé dónde, están sobre una mesa, cerradas y un tanto estoicas.

En este país resulta más difícil beber vino o derivados que comer ternera en Madrid. Parece que exigen permiso especial del Gobierno. Pides un tinto y te mandan enseñar el pasaporte. En fin, yo no dispongo de muchas coronas como para alimentar los hábitos babilónicos. El padre tiene tres botellas y benditos sean los escoceses que me proporcionan la oportunidad de beber mi par de tragos. Dos botellas son de whisky auténtico. La otra tiene una etiqueta en sueco. Veremos. En una noche como ésta convendría emborracharse. Qué quieres, si no. Voy a terminar poniéndome nostálgico y todo eso. Me basta pensar un poco en esta Navidad a la sueca. Navidad, con tópicos y prejuicios, es algo que se pega a la sangre. Ninguno de cuantos nos sentamos a la mesa creemos que Dios viene, que Dios existe, que Dios, en fin, tiene alguna parte en el asunto. Pero si han traído dos pollos congelados, este pescado en salsa y las botellas, será porque también ellos creen que Navidad tiene alguna relación directa con deseos de felicidad.

Yo sobro en esta casa, por supuesto. Si yo fuera educado simularía una indisposición y me iría a la Bolsa y Academia Sueca, un bonito lugar para tirarse al río, ante el paisaje del Ayuntamiento y otros sitios ilustres. Pero, además de no ser educado, tengo hambre. Ésta es una fiesta familiar en el sentido más tradicional de la palabra. Yo no pertenezco a la familia; soy como un pobre que por sorteo cena en casa de un rico, también muy dentro de la tradición aristocrática española. Y, como el pobre, intentaré mostrarme más amable de lo que soy, más digno de esta caridad que me hacen. Una auténtica caridad, puesto que nadie espera aquí la recompensa de algún dios.

El padre comienza a hablarme de las fiestas navideñas, de su sentido hogareño y de su recia raigambre sueca. Una conferencia radiofónica parece esto.

—En España y en Hungría es también como aquí —le digo.

—Usted conoce bien España, ¿verdad?

—Muy bien, en efecto. He vivido allí durante algunos años.

—Yo —dice el padre— estuve dos semanas en Mallorca, con Olle y mi esposa, ¿verdad que fue maravilloso?

—¡Oh, maravilloso! —responden las dos mujeres.

—Yo, por mi parte, viví en Palma un año entero. ¿Se da usted cuenta? ¡Un año entero! Desde comienzos del invierno hasta el fin del otoño. Es un paraíso, isn’t it?

—Un verdadero paraíso —responde el padre.

—Claro que de Suecia no podemos quejarnos, ¿eh? —le aseguro con mi más educada seriedad—. Querrán creerme ustedes que nunca probé en Mallorca un pescado como éste, tan exquisito.

—Es curioso —dice la madre.

—Me alimentaba de sardinas, fíjense ustedes. Pero no sardinas en lata, como sería razonable, sino sardinas ¡crudas!

La familia hace un gesto de molestia y desagrado. Yo les explico:

—Ustedes, cuando van allí, tienen dinero. Pero aquellas gentes son muy pobres, pero que muy pobres. Yo —añado compungido— era uno de ellos.

Really? —pregunta Annika.

—De verdad, Annika. Incluso ahora, tú lo sabes bien…

Pero esta conversación no puede continuar en un hogar navideño. Hago un gesto de tristeza y elogio con mis mejores adjetivos ingleses el pollo en cuyo interior hay manzanas, un huevo cocido y pequeñas bolas de pasta dulce. La habitación está convenientemente adornada con estrellas y lámparas de colores. Sobre la mesa hay un candelabro de tres brazos, muy parecido al de la torre del Stadshuset. Estas velas rojas, verdes, amarillas, iluminan una vajilla esplendorosa, de vasos con grandes columnas de sustentamiento y jarras exóticas, platos de cerámica, alimentos variados que me resultan insípidos.

He cometido una estupidez absoluta. A fin de darles una sorpresa, he guardado bajo la camisa un regalo que juzgo de buen gusto. Me ha costado diez coronas y pico. Hasta después de haber cenado no lo mostraré. Me roza el estómago cruelmente, pero no es cosa de levantarse ahora de la mesa, desabrochar la camisa y sacar de ahí un delicado regalo. Me iré a los servicios dentro de un momento y solucionaré esto.

—¡Qué paz familiar! —exclama el padre recostándose sobre el respaldo de su silla.

—Tiene usted la dicha de poseer una familia encantadora —digo.

—¿Y usted? No nos ha contado de cuántos miembros se compone la suya.

—Uno solo: yo.

—¿Cómo?

—Soy huérfano, motherless, fatherless. Sin padre y sin madre. Tampoco tengo hermanos.

It’s a pitty —dice el padre.

—Realmente; es una lástima. Pero con ustedes me encuentro como en casa, como en mi propia familia.

—Muchas gracias.

—Gracias a usted.

—Eres un muchacho encantador —dice Annika.

—Oh, menos que tú, Annika. Tienen ustedes unas hijas muy hermosas.

—¿Cree usted? —pregunta el padre.

—Basta tener ojos.

Toda la familia ríe. La madre se ha levantado para retirar los platos y servir el postre. Parte la gran tarta, me sirve a mí el primero, el trozo más grande. Es una mujer joven y de maneras delicadas. Se sienta sin hacer ruido y esperamos todos a que el padre lleve su tenedorcito a la boca para empezar.

—Una tarta exquisita —digo.

My wife maked it.

—¿Su esposa? ¿Es posible que su esposa sepa hacer una tarta semejante?

La madre sonríe halagada. Yo no sé si la tarta merece o no tales elogios. No recuerdo la última vez que comí un pedazo, no recuerdo a qué deben saber las tartas. Y ésta es dulce y sólida. No lleva apenas harina, creo, al menos, harina de trigo. Sabe a fruta y, quizá, también a pescado. Comemos la tarta lentamente, sin grandes gestos, bajo estas luces débiles que invitan a la calma.

It’s a very great day today, isn’t it? —dice el padre.

Yes, it is a very great day today —respondo.

El padre se ha levantado para celebrar este día tan verdaderamente grande. Annika se pone de pie. Finalmente, nos encontramos todos mirándonos unos a otros, a unos centímetros de la mesa. El padre dice unos versos en sueco, o quizás una plegaria. Las mujeres contestan medio cantando. Me da cierta vergüenza. Todos han quedado en silencio. Inclino la cabeza porque sospecho que se fijan en mí. Adopto una postura devota y obligo a mis labios a moverse lentamente. Estoy injuriando a la vida en mi propio idioma, lanzándole palabras obscenas.

—Beberemos en la otra habitación —dice el padre.

Mientras la madre va a la cocina, Olle, Annika y yo seguimos al hombre. Abre ceremoniosamente una botella de whisky, vacía en un alto vaso un tercio de su contenido y reparte el resto entre nosotros tres. El padre levanta ligeramente su vaso:

Skål —dice.

Skål —contestamos todos.

El padre bebe todo el whisky de una sola vez, sin respirar. Parece que los labios le tiemblan. No se pone rojo ni acuden a sus párpados las lágrimas. Yo pienso que va a caer muerto, pero el hombre abre una segunda botella y vuelve a beber de nuevo su vaso lleno. El whisky está a punto de hacerme toser. Annika y Olle, como yo, solamente han bebido un sorbo. Me retiro discretamente y regreso con mi pequeño disco en la mano, mi regalo.

—Son villancicos españoles, canciones típicas de Navidad.

El padre lo mira sonriendo.

—Un pequeño regalo —continúo.

—¿Para nosotros?

—Para ustedes, claro.

El padre no puede levantarse de su sillón. Tiende el disco a Annika que, después de mirarlo, lo pone sobre el tocadiscos. Suena una algarabía de palmas y gritos, de voces chillonas.

—¿Es flamenco? —pregunta Olle.

—Sí.

Las muchachas expresan un gesto de felicidad y se sientan. En mi reloj son las diez y veinte. El padre se ha dormido con una mano extendida hacia la mesita de cristal, en ademán de coger nuevamente su vaso. Indico a Annika que le molestará la música, pero ella asegura que su padre no puede oírla. Al cabo de un momento, la madre se sienta entre nosotros y los cuatro terminamos la botella de whisky. Yo comienzo a llevar el compás con los pies y a sentir torpe la cabeza. Las tres mujeres apoyan la suya sobre los respaldos, fatigadas. Annika me mira con los ojos semicerrados. Yo dejo un beso en el aire, sonriendo. Ella me imita. Según parece, la fiesta de Navidad está concluida. El disco se ha detenido automáticamente, la lucecita roja del amplificador se apagó. Una penumbra cálida parece ondear en la habitación. Yo debo marcharme, creo.

—Estoy muy agradecido a su hospitalidad —digo a la madre mientras me levanto.

—¿Ya te marchas? —me pregunta Annika, sorprendida.

—¿No es hora?

—Te quedarás a dormir —dice la madre.

Yo las miro. Tengo las manos en los bolsillos de la chaqueta, me pesa la cabeza. Annika ha abierto la tercera botella y me ofrece un líquido amarillo claro.

—No tienen camas —dije después de un momento—. No se molesten, iré a mi hotel.

—Dormirás conmigo —dice Annika.

—Siéntate y bebe —añade la madre.

Vuelvo a sentarme. ¿Dónde estoy? El líquido amarillo sabe a orujo aromatizado. Es mucho más fuerte que el whisky. El padre despierta para beber un largo trago, me mira sonriendo, como si me dijera que era un buen muchacho, pero no deseo moverme de aquí. La penumbra es cálida y acogedora, el líquido no sabe mal, Annika me parece más hermosa que nunca. ¿Qué importa dónde esté si estoy bien? Marcharme es una insensatez. Volverán a colocar sobre mí la manta eléctrica. El padre se despierta de nuevo.

—¿Qué le parece? —pregunta.

—Bien, todo muy bien.

—¿Le gusta, pues, Suecia?

—Mucho, cada día más. Se lo agradezco.

—Agradézcaselo a Annika —dice él con una mueca luminosa—. Es una linda muchacha. Tiene un corazón de oro.

—Todos ustedes tienen un corazón de oro.

—¡Pero beba, por favor! Hoy es un gran día.

El padre me da ejemplo llevándose el vaso ante los ojos y sonriendo. Bebo otra vez. Dejo el vaso sobre mis labios un minuto, pero sin que el líquido llegue a mi garganta. El padre vuelve a dormirse. Se despierta un segundo después, sobresaltado.

—Iré a acostarme —dice—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Quería levantarme, pero no ha sido posible. Tengo en las órbitas un río de fuego que va arrastrando mi cerebro, arrastrando. Annika se levanta para acompañar a su padre. Regresa y me tiende la mano. La madre y Olle se ponen en pie también. Sobre la mesa quedan tres botellas vacías y cinco vasos medio llenos.

—Nos acostaremos —dice la madre.

Annika me lleva de la mano, como cuando paseamos por las calles de Estocolmo. Su sonrisa va disipando la penumbra de la habitación. Siento la presión de sus dedos largos sobre los míos. Yo no sé qué debo hacer, no sé dónde me he dejado. Yo no tengo fuerza para rechazar aquella mano que me lleva, esta mano unida a la mía. No, no entrará dentro de mí. Ahora parece como si te amara, Annika, parece como si te amara. Pero no. Te juro que no te amo. Es el alcohol, es mi cuerpo. El Mylkas que está a punto de tirarse al agua desde la torre de la Bolsa no te ama. Ese Mylkas verdadero, nómada, no se ama más que a sí mismo. Ese Mylkas verdadero es un gran hombre perdido. Este Mylkas que te acompaña hasta tu habitación irá mañana a buscarle.