TAL VEZ DEBA LLEVAR UN RAMO DE FLORES

He estado durmiendo hasta las doce de la mañana. La encargada de la limpieza ha venido dos veces con el aspirador. La segunda, no tuve más remedio que levantarme y salir. Ella me miró con ojos transparentes. Si llego a fijarme bien le hubiera visto las circunvoluciones cerebrales. Me dan asco estos ojos demasiado claros, demasiado límpidos. No ocultan absolutamente nada. Todo el mundo tiene así los ojos: el dueño del hotel, las taquilleras del Metro, los guardias de la circulación. ¿No podrían pintárselos? Da la impresión de que esta gente no tiene alma, de que han sido fabricados en alguna parte de la ciudad, con materiales sintéticos. Esto, por otro lado, me satisface. Como nadie tiene nada que ocultar, todos sospechan que yo soy como ellos. Una hermosa máquina que anda y bebe café. Carecen de curiosidad y, por tanto, no te preguntan. Pero sus ojos son asquerosos, como de muñecos de plástico. Tan habituado estoy a estos iris transparentes, que me he quedado mirando como un idiota al camarero que me servía el café. Él me miró también, desde sus ojos oscuros. Le pedí el desayuno en inglés, pero él no me comprendió. Al fin, entendió la palabra café.

El tipo me preguntó en italiano mi nacionalidad. Le dije que era español; no quiero meterme en más líos. Si soy húngaro, ¿cómo comprendo el italiano? Esta vez resultaba más fácil decirse español.

—Yo tengo un amigo español —dijo él.

—Me alegro.

¿Cosa?

—Me congratulo.

El camarero se rió.

—Yo soy italiano.

—Me congratulo.

Quiso saber qué demonios estaba yo haciendo en Estocolmo y desde cuándo vivía allí. Él por su parte, llevaba casi dos años y le iban muy bien las cosas. Ganaba mucho dinero.

—Yo —le contesté—, me he casado con una sueca el verano pasado. Vivimos en Mallorca. He venido a pasar las fiestas con sus padres.

El camarero me comprende bien. Se descansa la lengua hablando en castellano. Esta mañana me miré en el espejo para saber si se me habían torcido los labios con el contacto de las palabras inglesas. Me cansé en seguida, sin embargo. Le pregunté cuánto valía aquello. El tipo miró a derecha e izquierda y respondió:

Niente.

—Gracias. Ya nos veremos —le dije.

Quizá le vea a menudo, supuesto que siga cobrándome el mismo precio por mis desayunos. Da gusto ver a gente así. Se siente uno vivo, existente. Estos otros poseen una vida ficticia, mecánica. Le contaré un día que no me he casado con nadie y quizá lleguemos a ser amigos. Se parece a mí en los ojos.

Compré un pan de frutas de medio kilo para comer. Me gusta y no resulta caro. Con el plano que me dio Annika me he puesto a pasear de una isla a otra, echando una ojeada a los monumentos que allí venían indicados. Me gustan más los canales y los puentes que todos estos palacios y museos, que estos edificios emparejados de quince pisos cada uno. Hay cinco seguidos en Hotorgscity, en el primero de los cuales pone «Ford». Según el plano, estamos en el corazón del moderno Estocolmo. Luego he buscado las esculturas de Milles. Es lo que más me gusta de toda la ciudad. Son seres extraños, con alas, en la punta de columnas lisas y altas. Hay un hombre sobre un caballo panza arriba, el hombre apoyado solamente con el pie sobre un ala del caballo. Estos hombres me gustan, porque son absolutamente falsos, es decir, son verdaderamente hombres.

Estuve a punto de perderme. Yo no soy un turista sentimental, pero me puse romántico ante una tienda llamada «La Primavera». Estuve a punto de entrar y preguntar quién era el dueño. Pero se veían a través de la puerta pálidos y altos hombres rubios. Hace mucho frío en las calles. No quería entrar en un bar porque las coronas huyen tan de prisa como las pesetas. Me cansé de cruzar puentes, de ver agua y torres y me metí en una biblioteca. Le pregunté al encargado si tenían libros españoles. El tipo me condujo ante un fichero y me encontré con más de cincuenta libros de autores españoles. Estuve hasta que cerraron leyendo el Quijote. Es como una paz leer a Cervantes en esta ciudad extraña. Comencé fijándome en la traducción sueca que venía en las páginas pares para aprender algunas palabras, pero me cansé en la segunda línea. Es reírse de Cervantes traducirlo al sueco. Cuando no tenga qué hacer, volveré. Se está caliente y cómodo y no cobran.

Me gustó Estocolmo de noche, cuando regresé andando hasta el hotel. Tardé más de hora y media. Estocolmo tiene menos de un millón de habitantes, pero hay muchos jardines, muchas islas, muchos edificios de una sola planta y las distancias resultan largas. Mi hotel está en la misma isla que la casa de Annika, a menos de media hora de ella. Cerca del hotel hay una iglesia moderna y fea con dos torres que parecen faros. El dueño del hotel tiene una fotografía clavada en el pasillo, a cuyo pie pone el nombre: Högalidskyrkan. No me hago idea a qué santo se refiere. Desde mi habitación se ve un ancho canal; en la otra orilla hay luces de colores que luchan con la niebla. Parece que hay mucha nieve, al menos en algún jardín. Las calles están siempre limpias, húmedas. Quizás impidan que la nieve caiga sobre las calles.

He quedado harto de la ciudad. Es bonita, pero un hombre solo se aburre andando de un lugar a otro. Estuve pensando visitar a Annika, pero hice mejor renunciando. Pensará que me he enamorado de ella. Mañana la veré. Aunque haga frío me pondré la camisa blanca y la chaqueta sin jerseys. El abrigo lo dejaré en el perchero y parecerá que soy un hombre incluso elegante. El padre se sentirá satisfecho.

No sé qué debo hacer en esa casa. Tal vez deba llevar un ramo de flores o una botella de coñac o un pastel especial para esta noche. No tengo idea de las costumbres de esta gente. Llevo dos días como quien dice y no sé qué más hacer, a dónde ir. Voy a terminar apuntándome a los museos hasta que los sepa de memoria. Así podré contar cosas en las cartas. ¿A quién? Bueno, me las contaré a mí mismo. Escucha, Mylkas —me diré—, el Ayuntamiento de Estocolmo tiene una torre cuadrada al lado del agua. Sobre ella hay una especie de observatorio. Parece una torre moruna. Dentro de la torre yo creo que deben vivir los concejales y el alcalde. Te aconsejo que vayas. Detrás hay árboles. Ya te diré si andan pájaros por allí.

Mañana me traerá el cartero la respuesta de Mylkas a todas estas opiniones. Seguramente dice que no le importan los pájaros ni los concejales ni las torres morunas. Entonces me veré obligado a describirle los ojos y todo el cuerpo de las suecas, única cosa que, al parecer, le interesa, al menos, la última vez que le vi. ¡Pues yo te garantizo que el chirimbolo con tres coronas de la torre del Ayuntamiento merece la pena verse! Y las ventanas pequeñas y diseminadas en la fachada que da al río, o al mar, o a lo que sea. Una especie de estatuilla empotrada, de la santa patrona de la ciudad, seguramente. Todo esto debería interesarte más que el carácter de las muchachas suecas. Lo que ocurre es una cosa: las muchachas te miran cuando vas por la calle, con tu paso firme y tu pelo encrespado y tus ojos negros como el fuego (brillantes a causa del frío, no de otra cosa), con tu gesto desenvuelto y orgulloso. Te miran y te desean, para qué vamos a ocultar la verdad. Crees que ellas te interesan porque en sus ojos te ves a ti mismo, un tipo raro, deseable y lejano. Un drôle de type, quoi! Son como un espejo. Bien, de acuerdo, mañana te contaré algunos detalles sobre ellas, si tan necesario te parece. Ahora quiero descansar. Hasta mañana, Mylkas.